Haimya condujo a Pirvan a través del arroyo crecido por la lluvia con la misma habilidad con que él había organizado el descenso por el risco. Cuando completaron la travesía, no estaban más empapados que antes, puesto que eso era imposible. Lo más grave era que apenas les quedaba una prenda de ropa o un bocado de comida que no se hubiera convertido en papilla para perros.
—Podemos robar comida y ropa, en caso necesario —dijo Haimya—. Pero quiera Kiri-Jolith que podamos ocuparnos de nuestras armas sin mucha más dilación. No me apetece acercarme a un campamento enemigo con una espada oxidada en su funda antes de que llegue el momento de desenvainarla.
De hecho, Pirvan había empezado a sopesar los méritos de una línea de actuación alternativa: llamar a Hipparan, montar en él para dirigirse a la fortaleza enemiga, rescatar por la fuerza a Gerik Ginfrayson y salir volando hasta ponerse fuera del alcance de los hombres de Synsaga, los conjuros del mago o el Dragón Negro.
Era mucho más sencillo, excepto porque no ofrecía muchas más posibilidades de éxito que una aproximación furtiva a pie, además de arriesgar la vida de Hipparan contra la magia y la fuerza bruta de un Dragón del Mal que probablemente era más fuerte y astuto que él. Eso era más de lo que Pirvan, en conciencia, podía pedir a Hipparan, a menos que fuera por una razón mucho mejor que permitirles a Haimya y a él recorrer los últimos escasos kilómetros de su viaje sin mojarse los pies.
Empapadas como estaban, las mochilas pesaban aún más, y era una suerte que el terreno del otro lado del arroyo fuera todo cuesta abajo y en su mayor parte, descampado. Su suerte demostró ser aún mayor porque los encendedores guardados en las mochilas estaban intactos. Ahora lo único que necesitaban era algo seco que quemar, un lugar seguro donde encender el fuego y tiempo de aprovechar el calor para secar todo lo que poseían, de la piel hacia fuera.
A falta de todas estas cosas, siguieron andando.
El olor a humo de leña los previno mucho antes de ver el fuego, y distinguieron la luz de la hoguera mucho antes que a las siluetas que la rodeaban. Acercándose a rastras, comprobaron que las siluetas eran humanas y oyeron hablar en lengua común con una decena de acentos.
Se acercaron aún más, y pudieron escuchar las conversaciones.
—… un espíritu de los árboles. Tenía que ser eso —explicaba un hombre—. En un momento había sólo un árbol y al siguiente la mujer saltaba de él sobre mí. Tampoco había pisadas.
—Con esta lluvia, ni un ejército de ogros gigantes habría dejado huellas —dijo alguien más—. Eso no demuestra nada.
—Te equivocas, demuestra una cosa —dijo un tercer hombre con una voz que transmitía autoridad—. Synsaga no es el hombre que era. ¿Por qué deja a veteranos como nosotros bajo la lluvia, para que nos enfrentemos a quién sabe qué, mientras permite a gente como ese istariano hacer de perro faldero de Fustiar?
Alguien sugirió que estar tan cerca del mago quizá no fuera un privilegio tan grande, y arrancó un coro de asentimientos. Alguien distinto añadió que el istariano, a fin de cuentas, había jurado lealtad sincera a Synsaga.
—Hace un año —dijo la voz de la autoridad—. Ya hace un año, y fue capturado menos de dos meses antes de eso. Yo llevo diez años sirviendo a Synsaga y ¿adónde he llegado?
—Había un rey que tenía un troll marino amaestrado —intervino otra voz—. Al cabo de diez años le pidió al rey un ascenso. El rey le dijo que, diez años después, seguía siendo un troll marino.
Pirvan esperó —de hecho deseó— que el siguiente sonido que escucharan fuese el de una pelea, y que el hombre insultado se vengara con sangre. En su lugar, oyó un gemido ahogado por parte de Haimya y luego una sonora y áspera risotada.
—¿Crees que puedes empujarme a luchar para ocupar mi puesto, Gilsher? —preguntó el hombre supuestamente ofendido—. ¡Jugaré con tus reglas cuando ese perrito faldero istariano cabalgue sobre el dragón!
Después de eso, todo el mundo se puso a hablar al mismo tiempo. Pirvan aguzó el oído, intentando descifrar toda aquella algarabía, pero no entendió gran cosa, aparte de batallitas y obscenidades. Hacían tanto ruido que no habría comprendido nada que dijera Haimya a menos que se le acercara y le hablase al oído.
Por eso se sorprendió, cuando llegó la hora de dar media vuelta y alejarse, de encontrarse solo.
Jemar el Blanco estaba en la proa del Espada del Viento desde las primeras luces. De buena gana habría vigilado desde la cofa, de no haber sabido que pagaría un elevado precio estando demasiado débil para luchar cuando empezara la batalla.
Al amanecer se podía haber dicho «si empezaba». Ahora era definitivamente «cuando empezara». El buque minotauro huyó ante el Espada del Viento a una velocidad que tenía que estar agotando a sus remeros. El buque navegaba a toda vela cuando la tripulación del barco humano lo avistó, pero viró bruscamente hacia el sur y huyó utilizando las velas y los remos a la vez.
El Espada del Viento era más ligero y rápido; los buques minotauros tenían que ser muy sólidos para cargar con el peso de sus tripulantes. El barco de Jemar había ido acortando la distancia que lo separaba de su presa durante toda la mañana. Mientras tanto, la señal enviada a los otros cuatro barcos de la línea les indicaba que prosiguieran la búsqueda. Los minotauros rara vez iban a la guerra en un solo buque; la nave que huía quizás estuviera recurriendo a una estratagema para alejar al Espada del Viento de sus camaradas, que en ese mismo momento podían estar rodeando al Copa de Oro.
Por conseguir que brotaran alas al barco y volara, o incluso por proporcionar a sus hombres la fuerza de ogros durante un día, Jemar el Blanco habría aceptado cualquier trato con cualquier ser, humano o no, que le concediera tales dones. Pero, sólo podía escrutar al frente, a través del mar salpicado por el sol, para observar cómo el buque minotauro aumentaba de tamaño con una lentitud que le escocía como si tuviera pulgas bajo la armadura.
Aunque dieran alcance al buque, se recordó, lo más probable era que la lucha fuera encarnizada. No tenía autoridad para ordenar a los minotauros que abandonasen aquellas aguas, y aunque la tuviera, no se retirarían sin presentar batalla. Pero confiaba en que sus avezados luchadores superaran a cualquier cantidad razonable de minotauros sin ofender el honor de nadie.
Después habría tiempo para formular unas cuantas preguntas sobre las razones de la presencia de minotauros en estas costas, su fuerza y otros barcos pacíficos que hubieran caído en sus redes…
—¡Ah del puente! Tres barcos, dos grados a babor por proa.
Jemar formó una bocina con las manos para que su respuesta se oyera desde la cofa.
—¿Has dicho tres barcos?
—Sí, capitán. Por ahora no puedo decir de qué tipo.
Jemar se mordisqueó el labio inferior. Hubiera deseado morder con fuerza hasta hacerse sangre. ¿Continuar persiguiendo al buque minotauro, darle alcance y proseguir como llevaba todo el día planeando? ¿O apostar a que estos tres barcos incluirían al Copa de Oro, virar de bordo y enfilar hacia ellos?
Si abandonaba la persecución, el buque minotauro escaparía, para seguir una carrera de destrucción por las rutas de navegación pacíficas. Pero si permitía que el buque lo alejara de las otras naves y una de ellas era el Copa de Oro en peligro…
En tal caso tendría las manos manchadas de la sangre de lady Eskaia, y aunque tal vez ya estuviera muerta, siempre oiría sus gritos de agonía por las noches, hasta que sus ojos se cerraran por última vez. Podía estar renunciando a una ganancia segura sólo por otra posible, pero apostar tenía un sentido distinto cuando las apuestas eran vidas humanas.
Un grumete corrió hacia popa con órdenes para el timonel. Los marineros izaron las velas, el batir de los remos cambió y todo aquel que no estaba remando, maniobrando o tirando de cabos empezó a abrir los arcones de las armas.
Jemar se había armado con una cota de cuero con remaches de bronce, un yelmo plateado abierto por delante con un penacho de plumas de gaviota teñidas de escarlata, un machete y una daga, cuando el vigía volvió a dar aviso al puente.
—Capitán, son tres barcos, no hay duda. Dos de ellos parecen de factura minotauro.
Por un momento, Jemar notó la garganta demasiado seca para hablar. Antes de que pudiera…
—¡Raaaa! —berreó el vigía—. El tercero es grande y está desarbolado. Parece el Copa de Oro.
Jemar no se arrodilló para rezar. Se arrodilló porque sus rodillas, brevemente, se negaron a sostenerlo. No obstante, hizo saber que había rezado a Habbakuk pidiéndole una victoria honorable y nadie le llevó la contraria.
Nadie se alegraba más, tampoco, de ver al buque minotauro perseguido dar media vuelta y convertirse en perseguidor. El viento soplaba ahora en la dirección más favorable para el rumbo del Espada del Viento, por lo que Jemar pudo dar descanso a la mitad de sus remeros sin que la distancia que lo separaba de los minotauros aumentara.
Lo que ocurriera cuando las cinco naves se encontraran dependía mucho de lo que hubiera sucedido a bordo del Copa de Oro. Si aún resistía el ataque de los minotauros, la ayuda de Jemar podía invertir el signo de la batalla.
Pero si ya era un botín, Jemar sabía que le costaría lo indecible salir con bien, tanto él como su barco, de su enfrentamiento con tres buques minotauros. El combate se prolongaría hasta que el resto de sus barcos comprendieran que se había dirigido demasiado hacia el sur y vinieran a buscarlo… o a vengarlos a él y al Copa de Oro.
La vida sería más sencilla y feliz, pensó Jemar, si el Espada del Viento llegara al Copa de Oro a tiempo para hacer innecesario todo ese trabajo adicional.
Pirvan no recordaba haber estado tan asustado en toda su vida como cuando vio que Haimya había desaparecido.
«No —se corrigió—, al menos estabas tan asustado cuando viste que se la llevaba la naga marina».
Aunque en la jungla no había nagas marinas, no era fácil adivinar qué había sido de Haimya. Quizás había tomado un desvío equivocado, tropezado con una amenaza silenciosa como una serpiente venenosa o caído en una emboscada, siendo capturada por centinelas apostados más allá del círculo de luz de la hoguera.
A regañadientes, Pirvan tuvo que aceptar que quizás había sido demasiado para ella oír hablar del misterioso istariano. O quizá no tan misterioso: si ese hombre no era Gerik Ginfrayson, entonces Synsaga retenía cautivos a dos istarianos.
Dos istarianos cautivos, uno de los cuales había cambiado de chaqueta. Sobre eso no podía haber muchas dudas, cuando todos los hombres lo corroboraban.
No, creer en coincidencias era a menudo tranquilizador, pero casi nunca prudente. El prometido de Haimya había jurado lealtad a Synsaga y, peor aún, ahora gozaba de la confianza del mago predilecto del pirata (aunque el mago sin duda consideraría a Synsaga su pirata predilecto).
Por lo menos estaba vivo y sano. Pero rescatar a un hombre que no quería ser rescatado, que quizá pensara que estaba mucho mejor así, que podía entregar a sus futuros rescatadores a Synsaga…
Pirvan se estremeció y pensó que tal vez tenía motivos suficientes para llamar a Hipparan. Pero el Dragón de Cobre no podía ayudarlo a buscar a Haimya sin alertar a todos los hombres del campamento y de los barcos de Synsaga. Hasta entonces, los centinelas abatidos parecían sospechar tan sólo de las criaturas malignas de la jungla (y a Pirvan le resultaba fácil creer en ellas). La llegada de un dragón sería harina de otro costal.
Esperaría a que Haimya regresara antes de llamar a Hipparan, y esperaría allí mismo. Aun en el caso de que la mujer deseara ser encontrada, quizá no lo consiguieran si él se internaba en la jungla. Además, si había sido capturada, antes o después la llevarían al campamento. Entonces Pirvan sabría cuál era la situación y haría cuanto estuviera en su mano para darle una muerte más rápida y limpia, si no podía hacer otra cosa.
Pirvan se arrimó a un árbol lo bastante grueso para proteger su espalda. Allí se descolgó la mochila, amontonó ramas caídas en el suelo para no sentarse sobre el lodo e intentó relajarse. Tenía buena visibilidad por tres lados, su daga en la mano y al menos la oportunidad de reservar las escasas fuerzas que le quedaban…
Alguien se acercaba. Sin abrir los ojos, Pirvan rodó de costado para alejarse de los pasos, se puso en pie de un brinco y blandió su mano libre y su daga completamente de oído.
Detuvo la puñalada sólo cuando palpó un cabello más fino que el de cualquier hombre, además de una barbilla igualmente fina. Al abrir los ojos vio a Haimya en pie frente a él, con los brazos caídos. Dio un paso atrás, ella se llevó las manos a la cara y se desplomó como una marioneta a la que acabaran de cortarle los hilos.
Pirvan la sujetó para que no cayera en el barro, le quitó la mochila y la apoyó contra el árbol. Poco después se descubrió cogiéndole la mano y rodeándole los hombros con el brazo libre.
Ella no lloró en voz alta, fuera por dominio de sí misma o por miedo de alertar al campamento. Pero la recorrían prolongados estremecimientos y las lágrimas rodaban por su rostro, por mucho que intentaba cerrar los ojos apretando los párpados.
Aunque hubieran estado más lejos del enemigo, Pirvan no sabía qué decir que no sonara ridículo o insultara la inteligencia de Haimya. Si no podía aliviar ninguna de sus cargas, al menos no debía añadir otras.
Permanecieron sentados bajo el árbol hasta que la hoguera del campamento ardió con mayor intensidad, en una siniestra penumbra, mientras las nubes se arrastraban por el techo de la jungla. Ya no llovía cuando Haimya habló.
—Pirvan…
—Te escucharé si tienes que decirlo. No me debes nada.
Ella le acarició la mejilla.
—Al contrario. Te debo mucho por tu silencio. Tú… no me has juzgado.
—Mantener mi lengua lejos de los problemas de los demás parece ser la única habilidad aceptable que poseo —dijo Pirvan, encogiéndose de hombros—. Además, no tenemos que dar por supuesto lo peor acerca de Gerik hasta que oigamos la verdad de sus propios labios.
—¿Cómo vamos a conseguirlo? El dragón…
—¿Hipparan o el Negro?
—El Dragón Negro. Atacará a Hipparan en cuanto nuestro amigo aparezca. Pero sin su ayuda, ¿cómo vamos a llegar hasta Gerik y rescatarlo, si se ha pasado al bando del Mal?
—Synsaga quizá no sea del todo malo…
—Synsaga no es el nuevo amo de Gerik, si hay que creer a los hombres. —Haimya se dio cuenta de que había levantado la voz, inspiró profundamente y continuó en susurros—: Si sigue al mago, no me lo imagino dejando a ese hombre para regresar con nosotros. Aunque lo deseara, el mago no se lo permitiría. Llamaría al Dragón Negro y acabaría con nosotros tres.
Para Pirvan, esto no sugería una línea de actuación concreta, aparte de seguir apañándoselas sin Hipparan. Pero Haimya no parecía dispuesta a aceptar semejante constatación de lo obvio.
Tras un largo silencio, Haimya meneó la cabeza y se peinó con los dedos. Eso hizo que su cabello tuviera un aspecto más caótico que antes, sin embargo el gesto pareció darle fuerzas.
—No abandonaré a Gerik por las murmuraciones de unos piratas alrededor de un fuego de campamento. Confiaré en su honor, en que diga la verdad y nos permita irnos en libertad, en la medida en que esté en su mano. Si el mago es un traidor, entonces llamaremos a Hipparan.
—Eso significa introducirnos en la fortaleza de ese hechicero, diría yo.
—Naturalmente. Recuerda que tenemos otra tarea, la de descubrir qué poderes domina el mago de Synsaga.
Así quedaba postergada la cuestión de vivir para transmitir a otros lo que averiguaran. Sin embargo, al parecer había que cumplir la misión como la vida: un día por vez, pensando lo suficiente en el mañana en aras de la prudencia, pero sin olvidar el presente al tiempo que planteándose el futuro.
Se estaban ayudando mutuamente a ponerse en pie cuando un bronco alarido desgarró la penumbra. Parecía proceder de lo más alto, y a Pirvan le pareció que quien gritaba se movía velozmente. Escucharon, abrazados con fuerza, hasta que el grito se extinguió y sólo eran audibles los ruidos habituales de la jungla.
A Pirvan le hormigueaban los pies por el impulso de poner la mayor cantidad posible de tierra por medio entre él y lo que había gritado desde el cielo. Se reprendió por su falta de valor y honor y se obligó a ponerse en marcha. Detrás de él, Haimya comprobó que su espada salía con facilidad de la vaina, empuñó su bastón y lo siguió.
Los minotauros tardaron tanto en agruparse para desencadenar su segundo ataque que algunos de los tripulantes del Copa de Oro empezaron a abrigar la esperanza de que el enemigo hubiese renunciado a la lucha. Alatorva pisoteó implacablemente tales esperanzas, sabiendo que unos defensores desarmados por unas esperanzas frustradas no resistirían la embestida de unos minotauros, e incluso de unos enemigos menos formidables.
—El único modo de que no vuelvan es que los jefes o capitanes, o como quiera que se llamen a sí mismos, se peleen. Entonces tendrían que marcharse y resolver sus diferencias en un duelo a muerte, antes de que los guerreros de un cabecilla sigan al otro. Pero aun así volverán. Quizás estén de vuelta antes de que nos encuentren otros minotauros o los piratas de Synsaga.
Fue un largo discurso tratándose de Alatorva, en particular cuando calculaba que necesitaría todo su aliento para luchar antes de que fuera sólo unas horas más viejo. Al menos el aliento que le dedicó no fue en vano; los murmullos de «quizá se ha acabado» cesaron y aumentó el roce de las piedras de amolar afilando hojas de acero.
Kurulus tampoco tenía demasiadas esperanzas de que los minotauros huyeran o sobre las posibilidades del Copa de Oro de resistir el siguiente ataque.
—Hemos usado más de la mitad de las flechas —dijo— y casi la mitad de nuestras armas necesitan un filo mejor del que podemos darles a bordo. Creerías que cualquier marinero que haya comido alguna vez galletas de mar conservaría un arma lo bastante buena para traspasar el pellejo de un minotauro. ¡Pero no, pagan la mitad del salario de un mes a cualquier comerciante de efectos navales que no reconocería una buena hoja ni aunque le rebanara la nariz!
El contramaestre se alejó, rezongando para su coleto. Un berrido procedente del castillo de popa recordó a Alatorva otro problema: las pociones curativas casi se habían agotado, y las fuerzas de Tarothin parecían ser lo siguiente en acabarse. El sanador del barco no tenía habilidades comparables con las de Tarothin, pero hacía cuanto podía con los minotauros y los humanos menos gravemente heridos. Alatorva sólo podía esperar que cuanto pudiera hacer el hombre fuera suficiente si no para salvar a los minotauros, al menos sí para satisfacer los criterios de honor de sus camaradas.
A babor, el buque minotauro que había embestido al Copa de Oro estaba ahora muy hundido de proa. A su popa, un torrente de minotauros cruzaba por una pasarela al barco intacto. Que un barco hiciera agua probablemente conduciría a un enfrentamiento entre los dos cabecillas, ya que el capitán del barco hundido lucharía por conservar su posición.
Era demasiado esperar que la disputa estallara a tiempo de salvar el Copa de Oro. Por eso el hombretón mantuvo su espada a mano cuando se tumbó en el trozo de la cubierta menos ensangrentado que encontró.
No mucho después, Alatorva despertó con dolor de cabeza por el sol, náuseas por el olor a establo sucio de los cadáveres de minotauro y una sed capaz de vaciar un pequeño lago. Vació un jarro entero de agua —aquel día no morirían de sed, fuera lo que fuese lo que los matara— y después se sintió casi recuperado.
Se sintió aún mejor cuando vio que su espada todavía estaba en condiciones de combatir, e inmejorablemente cuando lady Eskaia bajó a la cintura de la cubierta para darle las gracias. Incluso lo besó, aunque tuvo que ponerse de puntillas para eso, y él estuvo tentado a levantarla otra vez y permitirle hacerlo adecuadamente… hasta que vio que tenía los brazos cubiertos hasta los codos por una costra de sangre reseca.
Antes de que pudiera lavarse, los vigías gritaron lo que todos los hombres que había en cubierta pudieron ver por sí mismos: que los minotauros volvían a la carga. Alatorva señaló hacia el castillo de popa y, para su sorpresa y alivio, una lady Eskaia de rostro lívido corrió literalmente a buscar refugio.
El único problema era que corría hacia el castillo de proa.
—Aunque no sea útil en cubierta, todavía puedo ayudar a los heridos —gritó—. La mayoría siguen en la proa, ¿verdad?
—Sí, pero…
—Gracias, Alatorva. Te estoy más agradecida que nunca.
Desapareció dejando a Alatorva preguntándose si la solución más simple a sus problemas no sería arrojarse directamente por la borda. Después decidió que aunque acabara haciendo semejante cosa, debía esperar a que los minotauros se hubieran situado otra vez al lado del barco.
A fin de cuentas, Alatorva pesaba lo suficiente, cayendo desde cierta altura, para aplastar incluso al más corpulento de los minotauros.
La noche había llegado a la jungla y Haimya se había dormido cuando Pirvan oyó el gorjeo por encima de su cabeza. Sonaba justo sobre las copas de los árboles, como si quien lo emitía quisiera volar bajo. También parecía estacionario, como si el cantor hubiera encontrado un promontorio rocoso o una copa de árbol y se hubiera posado allí mientras cantaba.
Pirvan miró a Haimya, cuya respiración era ronca, un sonido que no le gustó nada. Pese a toda la dureza que había conocido como soldado, llevaba mucho tiempo lejos del campo, viviendo en la bonanza de la Casa Encuintras. Lo estaba llevando bien, pero la fiebre pulmonar podía abatir a cualquiera, después de una hazaña semejante.
La fiebre pulmonar, y el sanador más próximo estaba en la nómina de Synsaga y además era malvado por naturaleza.
Pirvan había pensado un poco en las heridas, pero no en eso. Se lo estaba reprochando cuando unas ramas crepitaron sobre su cabeza y un área de oscuridad más clara se desplomó sobre él.
—Bienvenido, Hipparan —dijo.
—Eso espero —replicó el dragón. Miró hacia arriba—. Bien. No hay huecos en las ramas.
—No sabía que hubiera ninguno.
—No lo había, hasta que lo he abierto yo. Querrás saber cómo, naturalmente. Me las apañé para modificar mi conjuro de ablandamiento y dejé las ramas tan flexibles que he podido pasar entre ellas silenciosamente. Así no he dejado ramas rotas que revelaran mi paso o mi escondite. No deseo tener cicatrices, tan joven, cuando aún puedo aparearme.
—Estoy seguro de que eres el más guapo de todos los Dragones de Cobre, y conservar tus escamas intactas te reportará sin duda una pareja digna de ti. Pero ¿qué has…?
El sonido de un dragón carraspeando corta tanto la palabra como el pensamiento. Pirvan guardó silencio, consciente de que los grandes ojos y la inteligencia no menos grande que había detrás lo observaban con poco aprecio.
—Perdóname —dijo Hipparan por fin—. Percibo que tu compañera está enferma. No tengo el poder de curar, de lo contrario te lo ofrecería.
—Haimya no es mi compañera —replicó Pirvan. No era el momento más adecuado para comentar las costumbres humanas, pero recordaba el carraspeo del dragón—. Está prometida a un hombre al que buscamos para rescatarlo. Si la liberan de su promesa y a él de la suya, entonces será libre para buscar otros compañeros. Sólo entonces.
—Bueno, entonces deberías ofrecerte a ella si queda libre, no hay duda —dijo Hipparan, dando por zanjada la cuestión.
Un improbable sonido interrumpió al ladrón y al dragón: Haimya que reía por lo bajo. O, mejor dicho, que intentaba sin éxito ahogar su risa.
—En tales circunstancias —dijo ella al fin—, debería darle permiso. Pero sólo podemos conocer lo que realmente piensa mi prometido si hablamos con él. ¿O acaso has descubierto dónde está y traes un mensaje suyo?
—El mejor lugar donde buscarlo es la torre del mago. Es más un invitado que un prisionero, pero el hechicero no parece confiar demasiado en él. Por otra parte, es de los que no confían en nadie. Además, bebe. —Una sacerdotisa de Mishakal de níveos cabellos no habría hablado con un mayor tono de disgusto.
—Por lo que veo, lo mejor para nosotros sería que se cayera de cabeza en un tonel de vino y se ahogara —dijo Haimya. En su voz había una frágil ligereza que indicó a Pirvan que la mujer no había superado su dolor y sugería que la fiebre se había unido a él.
—En efecto. Cuantos menos conjuros formule, mejor. Pero magos poderosos invocando hechizos en estado de embriaguez… —Hipparan dejó la frase sin terminar, como si el mago le diera miedo.
Pirvan habría rodeado a Haimya con un brazo de buena gana, o aceptado el suyo. En cambio, se apartó prudentemente mientras Hipparan seguía hablando:
—Sin el mago, cuyo nombre he sabido que es Fustiar, tenemos menos que temer del Dragón Negro. —Guardó silencio durante un breve instante y Pirvan creyó que meneaba la cabeza como si estuviera fatigado o apenado.
Su voz sí reflejaba pena.
—El Negro, cuyo nombre no conozco, era viejo cuando cayó dormido. Fustiar lo despertó a un mundo donde creía que moriría solo, siendo el último de los dragones. Ha servido a Fustiar contra los humanos y otras razas menores. Continuará sirviendo a ese hechicero, pero no quiere luchar contra otro dragón, ni siquiera para servir a Fustiar.
—¿Estás diciendo que tú tampoco quieres luchar contra él? —preguntó Haimya con voz firme.
El silencio se prolongó tanto que, excepto por la respiración de Hipparan, Pirvan habría creído que el dragón se había marchado volando. Finalmente oyó un suspiro.
—Ése sería mi deseo, pero Fustiar tomará la última decisión. Fustiar y sus esbirros. Si un dragón o un hombre me atacan, por lo que os debo, tendré que luchar.
—¿Puedes acercarnos más a la torre de Fustiar sin ser visto? —preguntó Pirvan. Dudaba de que Haimya aceptara su enfermedad y formulara la petición.
—Os llevaré todo lo cerca que pueda sin invadir el cubil del Dragón Negro. Aún tendréis que caminar cierta distancia, pero conservaréis el beneficio de la sorpresa. Ah, y será mejor ir de noche, desde un claro más amplio que he visto cerca de aquí.
—Gracias —dijo Pirvan. La palabra en lengua común no hacía justicia a sus sentimientos; para describirlos no habría bastado un rollo entero de pergamino. Se puso en pie tambaleándose y se agarró al arnés de montar para sostenerse.
—Puedes examinar el arnés, si lo deseas, pero te aseguro que está en buen estado —dijo Hipparan—. Mientas tanto, si quieres un consejo, quizá pueda ayudaros a dormir mejor.
Dormir acurrucado junto al ala de un dragón era una experiencia nueva para Pirvan, pero su novedad no lo mantuvo despierto mucho rato. Tampoco molestó a Haimya, a juzgar por los ronquidos que oyó el ladrón.
Incluso Eskaia vio que el segundo ataque de los minotauros estaba impulsado por la desesperación. Se limitaron a acercar su buque al Copa de Oro, lanzar garfios de abordaje hacia cualquier punto donde tuvieran posibilidades de aferrarse y empezaron a trepar. La única estrategia que utilizaron fue situar honderos y torres de shatangs a proa y a popa, para alcanzar a los arqueros y a los marineros que intentaban cortar los cabos de los garfios.
Bajaron bastantes defensores para debilitar a los arqueros y mantener en su sitio algunos garfios. Varios de ellos se quedaron abajo con el cráneo tan aplastado que sus sesos eran pura pulpa, o con shatangs clavados en el pecho y sobresaliendo por su espalda, más allá de toda curación ni por una docena de los clérigos más poderosos conocidos o imaginados en Krynn.
Todavía quedaban muchos defensores en pie y con las armas en la mano cuando los minotauros volvieron a amontonarse en la cintura del Copa de Oro. Esta vez, los hombres toro estaban dispuestos a vencer o morir, y lo único que les impidió conseguir lo primero fue que muchos habían sufrido ya lo segundo.
No fue una batalla que cualquiera pudiera entender, aunque tuviera tiempo y un lugar seguro desde donde contemplarla. Eskaia no tenía ninguna de las dos cosas. No había ningún lugar seguro a bordo del Copa de Oro y menos tiempo aún para quien atendía a los heridos.
Tampoco pasó todo el rato a cubierto. A los pocos minutos, todos los hombres capaces eran necesarios para la lucha. Los heridos y moribundos, humanos y minotauros por igual, acababan en manos de los grumetes, y los heridos que podían sentarse y usar sus manos ayudaban a alguien menos afortunado y a un tambaleante Tarothin de rostro ceniciento.
También Eskaia. Vertía gotas de poción curativa, aplicaba vendajes, cambiaba vendas, mantenía miembros rectos para que los huesos no cicatrizaran en una posición antinatural con los conjuros de Tarothin y deseaba multiplicarse por tres.
Sólo tenía un pequeño respiro cuando se oía el grito pidiendo a los camilleros que llevaran a un marinero herido o a un prisionero de la ensangrentada cubierta al refugio. Entonces Eskaia era de las más fuertes de los que salían, un cambio agradable tras permanecer entre los más débiles.
Sólo deseaba que su daga tuviera un pomo pesado como la de Pirvan, o que ella fuera experta en las boleadoras como Haimya. Ambas armas eran adecuadas para su estatura y su fuerza, y le habrían permitido participar en la verdadera batalla, al menos hasta que los marineros la obligaran a regresar a cubierto como un solo hombre.
Los hombres, había llegado hacía tiempo a esta conclusión, querían para ellos lo mejor de la diversión.
Pero esto no era divertido. Se parecía más a la locura y Eskaia sintió que la demencia hurgaba con huesudos dedos en su mente cuando uno de los grumetes cayó herido con un profundo corte en el muslo. Se rasgó el dobladillo del vestido a tiras para vendar la herida, pero el joven ya había perdido demasiada sangre.
Lo único que pudo hacer fue abrazarlo y tratar de oír lo que decía, cosa harto difícil entre los gritos y bramidos, los aullidos y las maldiciones, el estampido de las piedras, el silbido de las flechas y el enloquecedor estrépito del acero chocando contra el acero.
El grumete la miró fijamente durante mucho rato en silencio; después le cogió la mano. Sus labios se deformaron y ella creyó oír la palabra «madre». Luego sus labios dejaron de moverse, su mirada se quedó vacía y la mano que agarraba la suya se relajó y resbaló hasta tocar la cubierta.
«A veces creo que me he perdido demasiadas cosas, y eso que soy cinco, quizá seis años mayor que este muchacho», pensó Eskaia.
Se dirigió dando traspiés hasta la borda, con el estómago demasiado vacío para vomitar, pero los pulmones ardiendo en deseos de respirar aire fresco. Si el precio era una lanza en la región lumbar o un cráneo aplastado…
Estalló un rugido, ambos bandos gritaban con tanta fuerza que por un momento pareció que ya no les quedaba aliento para luchar. Dos barcos se acercaban por estribor, uno minotauro y el otro una nave grande y veloz de los bárbaros del mar. Al principio, el segundo barco se acercaba de proa, y era imposible su identificación.
Después dio una violenta bordada y estalló otro rugido, cuando los humanos reconocieron el Espada del Viento de Jemar. Los puentes estaban desiertos; todo hombre capaz debía haberse puesto a los remos. El barco retrocedió sobre sus pasos, directo contra el buque minotauro, y los remeros de éste empezaron a ciar, intentando presentar su ariete de proa ante este ataque.
En lugar de embestir, el barco de Jemar recogió los remos del costado más próximo al buque enemigo. En lugar de hendir las tablas, su ariete de proa destrozó hasta el último de los remos del costado de babor del buque minotauro. Eskaia cerró los ojos para no ver la imagen de los pesados remos dando bandazos bajo la cubierta, propinando golpes capaces de partir el cráneo incluso a un minotauro.
El Espada del Viento viró bruscamente, describiendo un círculo a base de remar sólo con los remos de un costado, hasta que se dio la vuelta completa. Después, los remos de ambos costados cubrieron el mar de blanca espuma, cuando el Espada del Viento se abalanzó como un gigantesco shatang contra el costado resentido del buque minotauro.
Eskaia no necesitó su imaginación para oír los bramidos de dolor y terror cuando el ariete del Espada del Viento penetró en el costado de su enemigo. No necesitó imaginación para ver la sangre mezclada con el agua cuando el barco de Jemar retrocedió, apartándose de la herida abierta que había dejado. Eskaia desvió la mirada cuando el buque minotauro empezó a escorarse a babor.
El grito de guerra se extinguía ahora, mientras los minotauros emprendían la retirada. Pocos tripulantes del Copa de Oro estaban dispuestos a arriesgar su vida para impedir esa retirada. Se oyeron fuertes chapoteos cuando los minotauros indemnes saltaban por la borda y nadaban hacia su barco. Los minotauros heridos se arrastraban o trastabillaban, luego descendían con gran esfuerzo por los cabos, a veces dejándose caer y acabando también en chapoteos. La mayoría de los heridos que cayeron al agua no consiguieron salir a la superficie.
Eskaia dejó de mirar el espectáculo de la retirada de los minotauros cuando sonó otro chapoteo a su espalda. Primero vio a la víctima de Jemar escorarse aún más pronunciadamente, con la cubierta negra de minotauros mientras los remeros indemnes luchaban por aprovechar la más mínima posibilidad de supervivencia. Centellearon las hachas: algunas cabezas pensantes estaban haciendo pedazos los botes y las tablas del buque para construir planchas a las que pudieran agarrarse los que nadaban.
El chapoteo volvió a oírse, más fuerte y cercano. Una gran cabeza de minotauro apareció en la pasarela, con un ojo cerrado, sangre brotando de la mejilla izquierda y la oreja derecha, y las manos agarradas con fuerza ciega y desesperada a las amuras.
Una madera se partió como si fuera una ramita. Eskaia comprendió que al minotauro le abandonaban sus últimas fuerzas, pero tal vez había jurado que las emplearía para llevarse consigo a un último enemigo. Lo único que tenía que hacer ella para evitarlo era pasar su daga de través sobre los nudillos de la criatura, o clavársela en el hocico…
Dio un paso al frente, con las manos desnudas y sujetó al minotauro con una mano por un cuerno. La criatura se mantenía en un equilibrio precario; un ligero empujón lo habría arrojado por la borda y se habría ahogado. Un tirón asimismo ligero bastó para izarlo a bordo. Chocó contra otra sección de la amura, la redujo a astillas y cayó sobre la cubierta.
Su ojo sano miraba hacia arriba mientras caía, y Eskaia pensó que la estaba mirando estupefacto.
—No pasa nada —dijo tranquilizadoramente—. Tienes honor de sobra para seis minotauros. Basta con que sientas tu heridas. —Ella contó siete u ocho, aparte de las de la cabeza, y él tenía que sentirse como si hubiera estado luchando contra dragones.
—Urrrmmm —exclamó el minotauro. Al menos Eskaia creyó que intentaba hablar, pero luego cerró el ojo sano lentamente. Ella apoyó una mano en su pecho y se sintió extrañamente aliviada al notar que aún subía y bajaba.
No habría conseguido suficientes vendas para tantas heridas aunque se hubiera rasgado el vestido hasta quedarse desnuda. Sin embargo, sí bastó para vendar las más graves, hasta que alguien llevó más vendas con las que cubrir las demás, y finalmente alguien que a ella le pareció Tarothin se puso a su lado y apoyó la punta de un bastón (o podía haber sido un botavante) sobre el pecho del minotauro y entonó (posiblemente masculló) un cántico.
Fuera quien fuese el que hizo aquello, pareció calmar la respiración del minotauro. Sin duda calmó la de Eskaia. Logró ponerse de pie, con sólo una pequeña ayuda de un marinero y luego de una sección astillada de la baranda. Vio que estaba a sólo un paso de caer por la borda, pero en aquel momento eso apenas tenía importancia.
Después oyó pasos detrás de ella y unas manos la sujetaron por los hombros. Dejó que le hicieran dar media vuelta y se encontró mirando directamente los ojos de Jemar el Blanco.
Se quedó boquiabierta hasta que supo que el hombre era real y que no se lo estaba imaginando, como quizá se hubiera imaginado a Tarothin curando al minotauro. Por un momento, se sintió que si también ella estuviera curada, simplemente por el contacto y la presencia de Jemar… Sí, y por aquellos grandes ojos oscuros que parecían acariciar no sólo sus propios ojos y su rostro, sino también todo el resto de su cuerpo, incluyendo rincones íntimos.
Se preguntó cuánto quedaría de sus ropas. Después todo cesó, cuando los sentidos la abandonaron y se desplomó en brazos de Jemar.