17

La mayor parte del tiempo, Alatorva el Tuerto no echaba de menos su ojo ausente. Sin él había perdido en parte su capacidad de calcular las distancias, pero ésa era una pérdida con la que un hombre podía vivir, excepto en un combate y a veces incluso entonces.

Aquélla sería una batalla que quien consiguiera sobrevivir, fuese humano o minotauro, relataría a sus nietos mientras le quedase aliento en el cuerpo. Un hombre que no supiera calcular si un minotauro provisto de un hacha estaba a su alcance, sólo podría sobrevivir en los relatos que contaran otros hombres.

Por lo menos moriría entre hombres, que se ocuparían de que su cuerpo recibiera ritos decentes, y su muerte fuera comunicada de forma adecuada a los hermanos. Así quedaría garantizado el reparto legal de lo que dejaba atrás.

Alatorva desvió la mirada de los buques minotauros atacantes para estudiar la cubierta del Copa de Oro. Lady Eskaia carecía del sentido común de desalojarla, pero se quedó en el castillo de popa. Parecía estar bien protegida y alerta, lo cual era prácticamente todo a lo que cualquiera podía aspirar en aquel momento. Allí arriba sería una víctima menos probable de las flechas o piedras desviadas, y si el castillo de popa caía, el Copa de Oro estaría condenado de todos modos.

Mirando al frente, Alatorva buscó a Tarothin. Lo mismo hicieron los hombres que estaban a su lado, el más corpulento, fuerte y curtido de los luchadores de a bordo. Los castillos de proa y popa tenían que resistir, pero cuanto más tardaran los minotauros en abrirse paso con las armas por la parte central de la cubierta (la cintura, como la llamaban los marineros)…

Alatorva no vio al hechicero; tampoco sus camaradas, y varios soltaron maldiciones. El ladrón agarró por el hombro al más escandaloso.

—En esta batalla, Tarothin no puede hacer otra cosa que curar. De lo contrario, traspasaremos los límites del honor, y los minotauros lucharán a muerte. La nuestra o la suya, eso no importa.

El marinero se quedó mudo repentinamente. Un instante después, una docena de voces gritaron como una sola. Un minotauro se deslizó por el ariete del buque más cercano, guiándose con una mano mientras sostenía un shatang —la pesada lanza arrojadiza con varias puntas de los minotauros— en la otra. Manteniéndose en equilibrio como si estuviera en la lisa arena del circo, levantó el shatang y lo lanzó.

—¡No os mováis! —Bramó Alatorva, coreado por Kurulus y el capitán—. Si os acobardáis, lucharán con más ahínco.

Nadie se acobardó y, por suerte, el shatang voló alto. Rebasó las amuras y se clavó varios centímetros en la dura madera del muñón del palo mayor. Todos se quedaron mirando fijamente la temblorosa asta hasta que Alatorva fue hasta el mástil, arrancó la lanza y la partió sobre su rodilla. Después sostuvo en alto los trozos e hizo un gesto inconfundible con ellos. El lancero minotauro agitó ambos puños en dirección a Alatorva y luego retrocedió hasta la cubierta de su barco.

Ningún otro minotauro les dedicó gestos tan grandilocuentes; las naves estaban demasiado cerca. De hecho, el buque más próximo se encontraba al alcance de un tiro de flecha. Los arqueros del Copa de Oro las dispararon tanto desde proa como desde popa, pero Alatorva vio que habían recibido las órdenes adecuadas. Ninguno de los dardos se clavó en la carne de un minotauro; se limitaron a erizar las amuras, puentes, remos y aparejo. Los minotauros habían sido advertidos, no heridos, y menos aún enfurecidos.

«No es que haga falta mucho para enfurecer a un minotauro —dijo para sí Alatorva—. Incluso los más honorables se comportan como si estuvieran de mal humor desde que nacieron».

El primer buque redujo la marcha, y varios de sus remos desaparecieron a través de las portillas. Alatorva oyó a alguien gritar una burla, pero sabía que eso difícilmente sería una buena noticia para el Copa de Oro.

Un instante después lo demostró. Los remeros estaban dejando sus remos, armándose y agolpándose en cubierta. Volaron más lanzas, y ahora no eran advertencias ni gestos desafiantes, sino que tiraban a matar.

Sólo un shatang dio en el blanco. Con su punta triple y el ímpetu de un minotauro detrás del lanzamiento, el arma no sólo atravesó la garganta de un marinero, sino que casi le arrancó la cabeza. Su sangre fue la primera que se derramó sobre la cubierta del Copa de Oro, mientras dos de los grumetes de la nave corrían a cubrirla de arena.

«Espero que no se nos acabe la arena», fue el errático pensamiento de Alatorva.

Después, el segundo buque pasó velozmente junto a su camarada, con los remos relampagueando y un arco iris brillando en la espuma, dirigiéndose en línea recta hacia el Copa de Oro. Su tripulación parecía decidida a demostrar que ningún ser vivo creado por los dioses podía remar como los minotauros.

«Se supone que este barco ha sido construido a prueba de arietes —dijo para sí Alatorva. De pronto, en algún lugar de su mente, una parte más descarada añadió—: Pero ¿alguien se lo ha dicho a los minotauros?».

El espectáculo terminó cuando el segundo buque minotauro embistió con su ariete el costado del Copa de Oro. La cabeza de Alatorva basculó violentamente hacia atrás cuando la cubierta se estremeció bajo sus pies. Tuvo que agarrarse con fuerza para evitar salir despedido, y oyó el torturado metal chirriando y la sobrecargada madera crujiendo. No supo qué barco emitía aquellos agónicos sonidos.

Sin embargo, reconoció al instante la táctica de los minotauros. Con el ariete incrustado en el costado del Copa de Oro, el azote minotauro quizá no hubiera asestado un golpe mortal a su enemigo, pero era un ancho y firme puente para que la tripulación abordara la nave por el centro.

Abordarían el Copa de Oro en tan gran número que…

Sonaron trompetas a ambos costados, ahogadas enseguida por redobles de tambores y gritos de guerra que luchaban por ahogar ambos. Los bramidos de los minotauros les cedieron la ventaja en esta guerra de terribles sonidos, pero no confiaban seriamente en sus recios pulmones y sus anchos pechos.

La tripulación del segundo buque ya estaba subiendo en tropel a bordo del primero. Mientras tanto, la tripulación de éste inició el ataque. Algunos sostenían cabos que terminaban en garfios de abordaje, otros empuñaban pértigas y otros escalas ligeras (al menos «ligeras» para las medidas de los minotauros).

Todos llevaban más de un arma, pero en el cinturón o cruzadas sobre el pecho y la espalda, a fin de tener las dos manos libres para el abordaje.

Alatorva concluyó su pensamiento anterior: «Quizá tengamos demasiados minotauros abordándonos para hacerles mucho daño con una acción de retaguardia».

De nuevo el sonido de trompetas, pero esta vez sólo en el Copa de Oro, y antes de que se extinguiera, Alatorva oyó el gemido y el siseo de las flechas.

Pirvan y Haimya procuraron mantenerse a cubierto, moverse con rapidez y evitar dejar un rastro mientras huían del lugar donde habían atacado a los centinelas. En el momento en que los piratas encontraran a los hombres, empezaría la caza, tal vez menos despiadada porque los centinelas no estaban muertos, o tal vez no.

En este terreno era imposible para el ladrón y la doncella guerrera hacer las tres cosas a la vez, hasta que empezó a llover. Cuando ya llovía a cántaros, era como andar bajo una cascada. Sus pisadas desaparecían antes de haber recorrido cincuenta pasos, la propia lluvia era tan opaca como el sotomonte y mucho más fácil de atravesar, y ellos no necesitaban avanzar deprisa. Era improbable que nadie los siguiera.

—Nadie necesitará seguirnos si nos despeñamos por un risco en esta penumbra —le recordó Haimya a Pirvan. Tenía que acercar sus labios a la oreja del ladrón, escupir la lluvia que inundaba su boca, apartarse mechones de cabello con la mano libre y gritar para hacerse oír. Cuando retumbaba un trueno y resonaba por el territorio, ninguna voz humana lo conseguía.

—¿Sugieres que busquemos refugio? —Replicó Pirvan, logrando que ella lo entendiera al cuarto intento—. De acuerdo. Con esta lluvia no sé si servirá algo distinto de una cueva, y alguien puede haberla ocupado antes.

—¿El Dragón Negro? —preguntó Haimya.

—Pensaba más bien en los centinelas que no quieran soportar la lluvia. Estoy seguro de que conoces el tipo.

A Haimya le quedaba el juicio suficiente para sonreír por las palabras de Pirvan.

—¿Tú sugieres que sigamos andando?

—Es lo último que alguien esperará de nosotros. Eso lo convierte en la mejor manera de conservar el factor sorpresa.

Haimya tuvo la decencia de mirar al cielo y agitar un puño antes de asentir. Pirvan clavó su bastón en el suelo y tomó la delantera.

«Espero no tener que usar el conjuro de Ver lo Esperado —pensó el ladrón—. De todos modos, ¿cómo puede uno parecerse a una tormenta?».

Mientras los minotauros trepaban por el costado del Copa de Oro, a lady Eskaia le parecían una avalancha de rocas: sólidas masas pardas, negras y grises avanzando como una muralla irresistible. Con la salvedad de que esta avalancha ascendía en lugar de descender y cada «roca» era un fuerte, curtido y bien armado guerrero, y no era posible ponerse a salvo apartándose de su camino. Este alud perseguiría a todos los humanos que hubiera a bordo del Copa de Oro hasta la muerte o la esclavitud, a menos que los humanos lucharan hasta detener el asalto.

Eskaia empezó a preguntarse si había sido prudente quedarse en cubierta. No podía hacer gran cosa allí arriba, excepto que mataran a combatientes útiles por defenderla, y combatir su propio miedo sería más difícil. Quiso cubrirse la boca con la mano y mordérsela con fuerza para sofocar un grito de terror.

Pero al mirar hacia un lado vio que las flechas de los arqueros habían sido certeras, en cuanto empezaron a disparar con la intención de dar en blancos vivientes. Por lo menos un minotauro estaba sentado, con una flecha clavada en un brazo y otra en la pierna izquierda. Intentaba torpemente arrancarse la segunda cuando un arquero humano le clavó una tercera en un ojo. Levantó los dos brazos, cayó hacia atrás y se quedó inmóvil, brotándole un hilito de sangre de su boca.

No era el único minotauro que necesitaba arrancarse embarazosos dardos del cuerpo, pero sí el único que había caído. El resto siguió adelante, manando sangre o con vendas de tela alrededor de sus heridas. Al primer minotauro que llegó al puente le sobresalía un trozo de flecha en el vientre. Eskaia cerró los ojos y se estremeció al pensar en cómo debía sentirse la criatura.

Tanto dolor debería ser ilegal…

—¿Estáis bien?

Eskaia abrió los ojos y vio a Kurulus a su lado. Hablaba con voz tensa y eso la aterrorizó casi hasta hacerla estremecerse de nuevo.

—Asustada, sí. ¿Es una enfermedad?

—En este momento, es sentido común. —Kurulus la miró de arriba abajo—. Retiro lo del sentido común. ¿Ese casco es todo el equipo que lleváis?

—Tengo todo lo que sé usar —respondió Eskaia, dando una palmadita a su daga—. En la lucha, cualquier otra cosa es sólo peso adicional.

—Habéis prestado oídos a esa doncella espadachina vuestra… —empezó a protestar Kurulus.

—Es una luchadora más astuta que la mayoría de los que hay en este barco, os lo aseguro —respondió Eskaia.

—Eso no lo niego —dijo Kurulus—. Sólo desearía que ella y Pirvan estuvieran aquí.

—Yo desearía un par de máquinas de asedio y cincuenta arqueros qualinestis, además —replicó Eskaia—, pero mi deseo sería tan vano como el vuestro.

Desde abajo, una honda lanzó una piedra que pasó silbando y rozó el cabello de Kurulus. Por el ancho de un dedo no le partió el cráneo. El oficial desenvainó su arma, un espadón más que un machete, y apuntó hacia popa.

—Quedaos detrás de mí. La suerte de la guerra puede salvaros de los minotauros, pero si no lo hace, nada me salvará a mí de Jemar.

—¿Jemar…? —empezó a preguntar Eskaia, sabiendo que se acababa de enterar de algo que en realidad no iba destinado a sus oídos. Pero Kurulus se había encaramado a la baranda y saltaba sobre la cubierta, hasta que al fin desapareció en el remolino de caos que era ahora la crujía del Copa de Oro.

Voló otra flecha y esta vez acertó a un marinero en un brazo. Antes de que pudiera lanzar un grito, Eskaia estaba a su lado, animándolo a llegar al puente, al tiempo que sacaba tela limpia y un frasco de poción curativa de su bolsa.

Con las manos ocupadas, fue casi fácil no pensar en lo que ocurriría a continuación, incluso no escuchar el sepulcral estruendo de lo que ocurría en aquel momento.

Pirvan y Haimya encontraron su risco sólo después de que amainara la lluvia. En tierras civilizadas, habrían seguido llamándolo fuerte aguacero, lo bastante intenso como para poner fin a una sequía o hacer que se desbordaran los arroyos, pero el golfo del Cráter no era una tierra civilizada.

El ladrón matizó mentalmente su decisión de evitar misiones que lo condujeran al mar. También evitaría las que lo llevaran a las junglas, al menos durante la estación de las lluvias (aunque empezaba a parecer dudoso que en esta costa hubiera ninguna otra estación).

Aún tuvieron tiempo de sobra para advertir la presencia del risco. Por desgracia, esa advertencia no les sirvió de mucho. La caída de casi veinte metros era la manera más fácil de llegar al fondo. De hecho, cuando la lluvia amainó un poco más, vieron que era prácticamente la única manera de llegar abajo por su actual ruta. En los demás puntos, la pendiente era más empinada y peligrosa, o bien estaba bañada por cascadas, crecidas por la lluvia.

Sólo tenían otra alternativa, desandar el camino y arriesgarse con los centinelas alertados, por no hablar de las patrullas de los dos campamentos que, a aquellas alturas, probablemente también estarían advertidas. Seguir esta ruta hasta el castillo tenía al menos la misma virtud que caminar bajo la lluvia: era algo que nadie en su sano juicio esperaba que hicieran.

—Será mejor que primero bajemos nuestro equipo pesado —dijo Pirvan—. Será más fácil y más seguro que tirar de él después.

Por lo menos Haimya no protestó ante la idea de descender por allí. Su rostro había adoptado el mismo tono que cuando estaba mareada, pero empezó a desabrochar su mochila con mano firme.

Necesitaron empalmar las dos sogas para bajar las mochilas sin problemas, y durante un rato Pirvan no estuvo seguro de si el nudo corredizo iba a deshacerse. Al final cumplió con su deber y el ladrón recuperó la soga mano sobre mano, observando atentamente por si se trababa o rozaba contra alguna arista de roca.

—Esta cara parece bastante lisa —dijo mientras examinaba la soga.

—Además es perfectamente visible para cualquiera que ronde por ahí —añadió Haimya. Miró hacia abajo—. Oh, perdón. Veo esa estribación rocosa un poco más lejos, en el fondo del valle. Cualquiera que esté al otro lado no podría ver el risco.

—No, y en un día como éste nadie estará rondando por pura curiosidad —dijo Pirvan.

—Quizá ni siquiera para cumplir una orden —observó Haimya.

—Tú eres la soldado —dijo Pirvan. Ella sonrió—. Ahora quiero que des una vuelta como si estuvieras bailando —añadió—. Un baile animado, como lo que haría un bárbaro del mar en una taberna.

Haimya contempló el risco.

—Déjame retroceder unos pasos.

No sorprendió a Pirvan ver que cada uno de los movimientos de Haimya daba paso al siguiente con fluida naturalidad. Si hubiera estado bailando en una taberna, la habrían cubierto de plata antes de la noche.

—Bien. —Dio un paso al frente y empezó a deshacer los nudos de una de las bolsas de la mujer.

Ella alzó una mano y lo apartó suavemente.

—Pirvan, ¿qué haces?

—Lo siento. Debía habértelo explicado. —Le contó brevemente la necesidad de mantener todo el equipo bien equilibrado durante el descenso—. Yo he equilibrado el mío sin pensarlo, pero casi me olvido de que tú no tienes el entrenamiento de un ladrón.

—Quizá debería ejercitarlo —dijo Haimya. Esta vez no protestó cuando él empezó a redistribuir su equipo.

—Hace diez años habría dicho lo mismo —respondió Pirvan, haciendo un gesto de asentimiento—. Ahora… ya no lo sé.

—Supongo que el trabajo nocturno es duro, para alguien que es más bueno que malo.

—Me halagas, Haimya. Iré donde me lleven los dioses cuando me digan dónde es. Pero mientras tanto, no me importaría que me dejaran dormir mejor por las noches. Discúlpame —añadió, al darse cuenta de que sus manos se entretenían en partes del cuerpo de Haimya de un modo que podía resultar ofensivo.

—No es necesario —dijo ella. Su sonrisa mostraba muchos dientes; también genuino calor—. Pero concentra tus pensamientos en el trabajo serio. De lo contrario acabaremos durmiendo juntos en el fondo de este risco para no despertar jamás.

Alatorva el Tuerto había luchado contra minotauros en dos ocasiones, una en un asalto de lucha libre que no sólo había empezado amistosamente, sino que siguió del mismo modo, y otra en una trifulca que fue poco amistosa de principio a fin. Había necesitado los cuidados de un sanador experto para poner en su lugar su espalda y su cadera después de la reyerta, por lo cual desde entonces prefería guardar las distancias con los minotauros.

En esta ocasión se encontraba lo bastante cerca de una decena de ellos como para morderles las orejas o vaciarles los ojos, si llegaba el caso, algo que podía ocurrir, ya que los minotauros parecían tener mucha manga ancha en lo que era honorable en la lucha contra los humanos…

Por lo menos seguían la tradición de su raza de no utilizar escudos. Pero era difícil acertar en algún punto vital en aquellos enormes cuerpos con la mayoría de las armas humanas sin ponerse al alcance del mortífero arsenal de los minotauros. Seguían la tradición también en otro aspecto: la mayoría habían renunciado a los escudos con el fin de empuñar dos armas a la vez.

Prácticamente, lo único que había impedido a los minotauros barrer la cubierta era que la lucha se desarrollaba cuerpo a cuerpo. Los minotauros no podían elegir la distancia y hacer pedazos a sus adversarios más pequeños como una cocinera con una col. Simplemente, no había espacio para eso, y sí muchas oportunidades para los humanos de deslizarse por debajo de los kausines o las clabardas en movimiento y perforar o sajar la carne desprotegida de sus enemigos.

Alatorva se hizo con un escudo improvisado, una tapa de barril. Poco después le salvó la vida, cuando un minotauro trató de ensartarlo con un katar. No todas las armas de los minotauros necesitaban espacio. Alatorva paró la punta del katar con la tapa de barril, notó que se la arrancaban a base de pura fuerza bruta antes de que pudiera agarrarla y lanzó un tajo de abajo arriba con su machete.

La pesada hoja remontó el pecho del minotauro y se clavó en su cuello. Le hizo manar sangre, pero no le quitó la vida, ya que la criatura llevaba un collar de placas de hueso. Alatorva arrancó su machete y deseó ser tan ágil como Pirvan, capaz de descargar un puntapié por debajo del escudo y alcanzar al minotauro en un punto doloroso, si no mortal. Eso pondría fin al entusiasmo del gran toro por alcanzar una reputación descuartizando cuerpos humanos.

En lugar de patearlo, Alatorva se giró y estrelló el canto de la tapa de barril donde había pensado en colocar el pie. El efecto fue similar. Mientas el minotauro bramaba y se doblaba por la mitad, el hombretón embistió con la cabeza contra la mandíbula de su oponente. Se preguntó si se había fracturado el cráneo, pero supo que el minotauro ya no estaba frente a él.

Con un fuerte dolor de cabeza, Alatorva se abalanzó por el hueco que había dejado el minotauro herido. Su escudo se astilló bajo un golpe de testo, pero apartó el brazo a tiempo y produjo un feo corte con su machete en el brazo del que empuñaba el testo. Eso acabaría con él por el momento; la enorme porra con púas era un arma brutalmente pesada incluso para un minotauro.

Silbaron flechas a su alrededor, clavándose en la madera o la carne. Alatorva profirió una maldición inarticulada por la falta de puntería de los arqueros que disparaban desde los castillos, pero entonces reparó en que había atravesado por completo la línea de minotauros. Estaba detrás de ellos, donde los arqueros de proa y popa arrojaban una lluvia de flechas para impedir que los de los buques se unieran a sus camaradas.

No lo habían conseguido del todo, a juzgar por el número de minotauros que luchaban a bordo del Copa de Oro. Alatorva decidió ayudar a los arqueros, aun a riesgo de recibir una flecha amiga entre las costillas.

Giró sobre sí mismo y lanzó una estocada a la parte posterior de las rodillas de un minotauro. La herida no era profunda, pero enloqueció aún más al enemigo, que se giró a su vez, blandiendo su hacha de doble filo con toda su incomparable velocidad y fuerza.

La velocidad y la fuerza podían ser incomparables; el buen juicio, no. El minotauro no pensó en sus camaradas y sólo el hecho de que su arma estuviera girando en su mano no evitó que dos de ellos sufrieran heridas graves. Los dos minotauros agredidos por error se volvieron hacia su camarada, alzando sus propias armas sin prestar la menor atención a Alatorva.

El humano tuvo mucho tiempo para herir a un minotauro en el brazo sano (era el que antes empuñaba el testo, ahora sin la porra pero con un shatang recortado que parecía muy capaz de matar a cualquier humano nacido de madre). El dolor no lo obligó a soltar su arma restante, pero le hizo golpear sin precisión. Alatorva agarró el mango con su mano libre y tiró con fuerza. Desequilibrado, el minotauro tropezó con su camarada, justo en el momento en que la otra víctima del hacha pegaba un puñetazo al que la blandía.

El puñetazo dio en el blanco: la sien del que antes empuñaba el testo. Un cuerno se rompió casi por la raíz, los tres minotauros bramaron con tanta fuerza como para ahogar el fragor del resto de la batalla y Alatorva supo que ya había abusado bastante de su suerte. Luchar con minotauros delante y detrás y con flechas amigas encima sólo podía acabar de una manera, y además, pronto.

Una andanada de flechas puso fin a la vida del minotauro descornado en el momento en que Alatorva se abría paso a empujones entre la línea de minotauros y se reunía con el contingente humano.

Haimya fue la primera en descender por el risco.

—Puedo sostenerte si te caes, pero dudo de que tú puedas hacer lo mismo conmigo —dijo Pirvan.

—No pensaba discutirlo —replicó Haimya—. De veras.

Pirvan enarcó una ceja. Haimya cerró una mano y fingió darle un puñetazo en el mentón. Después se situó al borde del risco y miró hacia abajo.

—Yo no haría eso… —empezó a decir Pirvan.

Esta vez, la expresión de Haimya era lúgubre cuando se volvió hacia él.

—Tengo que saber hasta qué punto me asusta.

«¿Qué tipo de sangre corre por tus venas, mi camarada femenina? —pensó Pirvan—. Reconocer el propio miedo no siempre y en todas partes se considera la forma más elevada del valor, pero demuestra lealtad a quienes dependen de ti».

Una mujer así, también exigiría la misma lealtad a los demás. ¿Podía ofrecérsela él? Y aunque pudiera, ¿importaba mucho?

Pirvan tenía cada vez más claro que algo bueno terminaría en su vida cuando Haimya y Gerik Ginfrayson se reunieran. No obstante, eso era mejor que el hecho de que algo bueno terminara en el mundo para siempre si Haimya se despeñaba por el risco.

«No estaría mal que no tuviéramos que hacer esto muy a menudo —reflexionó—. De hecho, hay mucho que decir en favor de las misiones al nivel del suelo, si tu camarada no es un escalador con entrenamiento de ladrón».

Eskaia olvidó a cuántos hombres había tratado cuando se le acabaron las pociones curativas y las vendas limpias. Apenas acababa de advertir que su bolsa y el frasco estaban vacíos, cuando un grumete le arrojó otro fardo de tela.

—Necesito más poción —le dijo—. ¿Dónde está Tarothin?

—No lo sé, mi señora. Creo que a proa. Ahí es donde se están llevando la peor parte.

Eskaia recordó el dicho marinero sobre los grumetes que no pueden decirte nada útil y luego se incorporó. Le dolía la · cabeza por el sol que recalentaba el casco, así como la espalda y los brazos por encorvarse para curar. Se oprimió con ambas manos la región lumbar y dejó escapar un pequeño suspiro cuando el dolor se mitigó.

Ahora, de pie, tenía una visión completa de la parte central de la cubierta.

Humanos y minotauros tenían ahora la cintura del Copa de Oro dividida entre ellos. Los minotauros se veían superados en número, gracias a la dura lucha en cubierta y a la acción de los arqueros humanos sobre los refuerzos de los buques. Pero también habían sembrado la cubierta con tantos muertos humanos que los de abajo no tenían esperanzas de expulsar a los agresores y devolverlos a sus naves.

A Eskaia le pareció que nadie volvería a poner en duda el coraje o el honor de estos minotauros en todas las eras futuras. Ella misma no prestaría oídos a murmuraciones contra tanto coraje y honor, aunque el juicio de ellos podía ser otra cuestión.

Los minotauros de la cubierta bramaban y otros respondían desde los buques. Cuatro de los primeros se volvieron para enfrentarse a los humanos. El resto —Eskaia contó siete— se dirigieron a popa. Uno de ellos bramó de nuevo.

A continuación atacaron la escalera que conducía al castillo de popa.

El ataque pilló por sorpresa a los hombres del puente inferior, y cuatro cayeron cubiertos de sangre casi antes de advertir que estaban en peligro. Uno de los supervivientes arrojó una pica enloquecidamente a la garganta de un minotauro y, por pura casualidad, dio en el blanco. El herido se arrancó el arma, se la arrebató a su dueño, la blandió como si fuera una porra y aplastó el cráneo del hombre.

Después el minotauro cayó de espaldas sobre la cubierta, derribando a un camarada. No volvió a levantarse, mientras su sangre se unía a la que bañaba la cubierta. El segundo minotauro lanzó el bramido más potente que Eskaia había oído hasta ahora salir de cualquier garganta hostil en esta ensordecedora batalla y regresó al combate.

Quedaban cinco hombres, dos de ellos arqueros, y corrieron hacia popa; uno de ellos estuvo a punto de derribar a Eskaia al saltar por encima de la baranda. Pero no tenían otras armas que dagas para luchar cuerpo a cuerpo y empezaron a disparar de nuevo en cuanto estuvieron a salvo.

Tres hombres contra seis minotauros no era un combate, era una masacre. Para hacerles justicia, los minotauros no jugaron con sus oponentes más pequeños como gatos con ratones. Se limitaron a atacarlos por tres lados, empuñando kausines, clabardas y katanas. Un minotauro llevaba también el pavoroso mando, con una púa plateada en el guantelete blindado…, o al menos Eskaia pensó que era plateada debajo de la sangre.

La princesa comerciante no se dio cuenta de lo rápido que se acercaban los minotauros hasta que uno de ellos extendió un brazo por encima de la baranda para capturarla. Quiso correr, pero descubrió que el terror se había sumado a la fatiga para dejar sus pies clavados en el puente. El minotauro era el del mandol, y la púa parecía más larga que una espada, mientras el atacante echaba el brazo hacia atrás para propinar un puñetazo frontal a Eskaia en la cabeza y esparcir sus sesos por la cubierta del Copa de Oro

La furia hirvió en el pecho de Eskaia, poniendo fin a la parálisis. Se agachó cuando el mandol se abalanzó sobre ella y la púa sólo arañó su casco. Cayó rodando, desenvainó su daga mientras rodaba, recibió golpes de botas en la cabeza y las costillas cuando los marineros intentaron apartarse de su camino y acabó tendida junto a la baranda.

Tardó un momento en darse cuenta de que era invisible para el minotauro, pero que podía verle el pecho y el estómago completos a través de los barrotes. El pecho y el estómago enteros y desprotegidos.

Un instante después, el minotauro descubrió que lady Eskaia sabía cómo utilizar su daga. Haimya se lo había enseñado bien, aunque carecía de la fuerza en la muñeca y el brazo para infligir una herida mortal.

En su lugar, utilizó no sólo la muñeca y el brazo, sino también los hombros, la espalda y todo su liviano peso al asestar la puñalada. Fue como cortar carne reseca o perforar grueso cuero, pero ella había hecho ambas cosas antes y también lo hizo ahora.

El minotauro no bramó. Aulló como un centenar de almas perdidas clamando desde el Abismo y se agarró a la baranda. La madera crujió, y cuando Eskaia empuñaba la daga con ambas manos para asestar un segundo golpe, la baranda desapareció repentinamente delante de ella.

Ya era demasiado tarde para interrumpir el ataque. Llegó al final y el minotauro se convulsionó cuando la vida abandonó su cuerpo. Los estertores agónicos de la criatura arrancaron la daga de la mano de Eskaia, pero no antes de que además la arrastraran a través de la baranda destrozada y cayera sobre la cubierta, en medio de los cinco minotauros restantes.

Pirvan no respiró con tranquilidad hasta que Haimya llegó sana y salva al pie del risco y levantó las manos, la señal acordada de que había aterrizado bien. De hecho, habría jurado que no respiró en absoluto, pero sabía que, no siendo un elfo del mar, eso era imposible.

Lo que no era imposible era que él resbalara y se rompiera el cuello u otras partes vitales por negligencia durante su propio descenso. La seguridad de Haimya era necesaria para completar su misión, pero no era suficiente por sí sola.

Pirvan puso más cuidado del habitual en respirar regularmente y detenerse cada vez que le temblaban las manos. Había aprendido ésta y otras precauciones elementales de la escalada antes de cumplir los diecinueve años, pero no era tan fácil recordarlas como cuando entró en la mansión de los Encuintras; parecían haber transcurrido años.

Toda su precaución hizo el descenso más lento y ruidoso de lo que debería. Las manos le temblaban más que nunca cuando finalmente enrolló la soga, y tenía una quemadura en la mejilla por el roce.

Pero vio (mejor dicho, oyó) que nadie los descubriría fácilmente allí abajo. Un arroyo crecido por la lluvia burbujeaba a sólo veinte pasos de distancia, inundando el valle con incesantes rugidos y siseos, multiplicados por el eco. Una docena de briosos herreros enanos trabajando duramente en sus fraguas, habrían pasado desapercibidos con el tumulto del arroyo. Además, ésta era la única salida del valle, a menos que estuvieran dispuestos a escalar de nuevo el risco.

Pirvan se sintió agotado sólo de pensar en esa posibilidad.

En cambio, empezó a recoger sus mochilas y a examinarlas por si habían sufrido algún daño, mientras Haimya observaba la cinta de espuma plateada y agitado verdor.

—Creo que un poco más abajo es menos profundo —dijo ella, señalando el lugar. Él advirtió por primera vez que parte del antebrazo izquierdo de la mujer estaba rojo, casi ensangrentado, por una rozadura contra las rocas.

—¿Podremos cruzarlo sin mojarnos los pies?

—No, a menos que Hipparan venga volando para llevarnos a cuestas o que Paladine en persona construya un puente. Pero, por su aspecto, no seremos arrastrados por las aguas si utilizamos las sogas. Ah, y en esta travesía, creo que yo debería ir delante.

Tenía sentido, ya que nadaba mejor que él y no sería necesario trepar. Más sentido que al revés e infinitamente más que una discusión.

«Aunque nada de este buen sentido aliviaría mucho el dolor de verla ahogarse ante mis ojos», pensó Pirvan.

Eskaia hizo lo primero que se le ocurrió, lo cual no fue gritar, sino patalear. Su primera patada se estrelló contra el tobillo de un minotauro y tuvo aproximadamente el mismo efecto que patear un roble adulto.

Para la segunda patada apuntó más arriba, consciente de que su vestido la dejaría impúdicamente expuesta y del todo indiferente al respecto. El segundo puntapié tuvo mejor suerte, puesto que alcanzó a un minotauro que se inclinaba para atrapar esa rara presa que había caído de improviso a sus pies.

Propinado por Alatorva el Tuerto o incluso por Haimya, el puntapié quizás habría hecho verdadero daño en la anatomía del minotauro, pero en su caso simplemente le hizo perder el equilibrio y el dominio de sí mismo. Reculó con pasos inseguros, extendiendo los brazos con un bramido de rabia. Un brazo chocó contra una astilla de la baranda que sobresalía, con la violencia suficiente para que la puntiaguda madera atravesara la correosa y peluda piel. El minotauro bramó con más fuerza.

Entonces, uno de sus camaradas le sujetó el brazo con el que manoteaba para inmovilizárselo y extraerle la astilla. Eso dejó fuera de la lucha momentáneamente a dos minotauros, quedando reducido a tres el número de los atacantes.

Los dos arqueros redujeron oportunamente ese número a dos. A tan corta distancia, las dos flechas se enterraron en el pecho del minotauro. Se arrancó una, pero la otra se le había clavado en un pulmón. Intuyendo la proximidad de la muerte, se abalanzó sobre los hombres del puente y agarró a uno por el tobillo. Dio un tirón y el arquero salió volando por encima de él y se estrelló de cabeza contra la cubierta, rompiéndose el cuello además del cráneo. A continuación, el minotauro agarró la segunda flecha, boqueó al arrancarla, escupió sangre y se desplomó.

Cayó casi encima de lady Eskaia, y la supervivencia de la joven en aquellas circunstancias (y bajo aquel minotauro) habría sido precaria. Sin embargo, la criatura se desplomó a su lado, con lo que los dos minotauros libres tenían que saltar por encima de él o rodearlo para acercarse lo suficiente a la princesa comerciante.

Antes de que lo lograran, varias flechas los hirieron desde arriba y varios hombres los golpearon desde abajo. La propia lady Eskaia los atacó desde sus propias filas, blandiendo un katar que había recogido. Tuvo que utilizar ambas manos para levantarlo, pero el travesaño de la empuñadura dejaba espacio suficiente para ello. Golpeó la cara posterior del muslo de un minotauro y luego abrió otra herida en la anterior cuando el toro giró sobre sí mismo para ensartarla con su shatang.

La lanza atravesó el vestido de la joven sin atravesar su carne. Estaba clavada a la cubierta, pero la punta del shatang se enterró tan profundamente en las tablas que el minotauro tuvo que esforzarse por arrancarla. Este esfuerzo le costó más de lo que podía permitirse: Kurulus se situó a su espalda de un brinco y lo desjarretó con dos rápidos y brutales cortes de su espada.

Ahora el mayor peligro para Eskaia era ser pisoteada hasta morir antes de que pudiera liberarse. Al final rodó por el suelo desesperadamente, desgarrándose el vestido clavado por el shatang. Mientras se incorporaba tambaleándose, esperó no habérselo dejado atrás entero.

Enseguida, dos manos lo bastante grandes como para pertenecer a un minotauro sujetaron a Eskaia por las axilas y la levantaron en vilo. La joven voló por los aires, hasta que otras manos más pequeñas la recogieron y la depositaron en el cercano puente de popa.

Se apoyó en los objetos sólidos más próximos, sin preocuparse de si eran animados o inanimados, minotauros o humanos. No cedería a un desmayo por haber escapado por los pelos de la captura o la muerte a manos de los minotauros. Eso lo reservaría para algo más serio, como una propuesta de matrimonio o un embarazo.

Un pensamiento impúdico condujo a otro: ¿cuánto quedaba de su vestido? Tuvo la innegable sensación de que entraba aire en sus calzas por lugares que no deberían estar expuestos a la brisa. Antes de que pudiera bajar la vista, alguien situado a su espalda alargó la mano por encima de su hombro y le tendió una capa de marinero. Era lo bastante grande para construir una tienda de campaña para dos mujeres de su tamaño, pero sin duda satisfacía todos los requisitos de decencia posibles.

Sin embargo, no satisfacía los requisitos de movilidad. Se arrastraba sobre el puente, y al tercer paso Eskaia tropezó con la gruesa lana. Habría caído de bruces si una de aquellas grandes manos no la hubieran sostenido en el último momento.

—¿Alatorva?

—¿Qué dirían Haimya y Pirvan si murierais? Comparados con ellos, los minotauros son una nadería.

Intentó mantenerla de espaldas a la cintura del barco, pero ella miró de todos modos. Contó más de veinte cuerpos, de humanos y minotauros, y no encontró un tramo de la cubierta mayor que la mano de un hombre que no estuviera cubierto de sangre. Dos de los grumetes yacían muertos junto a sus cubos de arena volcados, uno empalado por un shatang, el otro con la cabeza reventada…

—Discúlpame.

Eskaia se aferró a su dignidad el tiempo suficiente para correr hasta la borda. Estuvo a punto de alcanzarla. Alatorva esperó a que vaciara el estómago y luego le ofreció un paño limpio empapado en agua también limpia…, algo, sospechó ella, ahora casi tan preciado como una poción curativa.

Eso le hizo acordarse otra vez de Tarothin.

—Tenemos que empezar a curar. ¿Han sido repelidos los minotauros? ¿Se ha salvado Tarothin? ¿Dónde está? ¿Queda más poción medicinal? Necesito un vestido nuevo antes de…

Alatorva señaló por encima de la borda. Los dos buques minotauros se mantenían cerca accionando sus remos justo fuera del alcance de los arqueros del Copa de Oro. Los costados del que había embestido al Copa de Oro estaban teñidos de sangre y parecía estar más hundido en el agua.

—Volverán. Han dejado cadáveres a bordo y no pueden hacer eso sin perder el honor.

—¿Y si arrojamos los cadáveres…?

Alatorva dijo algo que conmocionó incluso a los oídos recientemente endurecidos de Eskaia.

—Entonces lucharán a muerte y, si capturan a alguien, lo torturarán hasta el final. Ni siquiera volváis a pensar en ello. Podrían tener un mago a bordo, como testigo, y algunos magos minotauros son capaces de leer el pensamiento.

—Pues permíteme buscar a Tarothin, podemos intentar curar a cualquiera que siga vivo. Cuando terminemos con los nuestros…

—No hay tiempo para eso. Los vigías han avistado otros dos barcos que se aproximan. Uno está demasiado lejos para identificarlo, pero el que va delante tiene el aparejo distintivo de los minotauros.

Eskaia deseó conocer todas las palabrotas de Alatorva y unas cuantas más, preferiblemente en lengua minotauro para poder maldecirlos y ser entendida incluso por su remero más inculto. Tal deseo no sería concedido. ¿Qué podía esperar?

—Muy bien. Si tenemos que tratar los cadáveres con honor, retirémoslos de la cubierta. No estarán mejor si los pisotean sus propios camaradas. Ni nosotros si tropezamos con ellos. Cualquiera que sobreviva puede ser curado cuando tengamos un respiro. Pero nadie sobrevivirá si tenemos que librar otra batalla…

—A la orden, capitana Eskaia —dijo Alatorva, a coro con Kurulus. El oficial se había unido a ellos durante el estallido de la joven.

—Si os estáis burlando… —empezó a amenazar Eskaia.

—Mil disculpas —dijo Kurulus, y su tono compungido le indicó que era sincero—. Sois prudente y honorable, y haremos lo que sugerís.

—Gracias —dijo Eskaia. Esperaba que lo hicieran mientras ella no miraba. Necesitaba sentarse, beber algo (incluso agua) y cambiarse de vestido. La dignidad de la Casa Encuintras, además de la suya, exigía esta última medida.