16

Pirvan y Haimya no estaban muy seguros del momento del amanecer en el golfo del Cráter. Después de esconderse y ocultar su equipo, durmieron larga y profundamente. En cierto momento, Pirvan despertó y descubrió a Haimya enroscada contra él. La sensación fue tan agradable como se había imaginado. Si ella no tenía quejas, él menos. Además, en la ladera de la colina hacía bastante frío para que mereciera la pena dormir arrimados y compartir las mantas.

Las nubes también les proporcionaban una noción del tiempo incierta. La primera idea de Pirvan al despertar fue que él y Haimya estaban enterrados bajo un gran montón de lana virgen. Sin embargo, no había olor a oveja, aunque sí a muchas otras cosas (en su mayoría menos agradables), y también demasiados árboles y lianas a su alrededor. La nube de lana y los árboles juntos los dejaban en una curiosa especie de penumbra, pero había luz suficiente para encontrar agua y empezar a recoger sus enseres.

Se pusieron a discutir cuando Haimya insistió en llevarlo todo, aunque eso significara ir cargados como mulas. Prudentemente, Pirvan no la trató como si hubiera roto una promesa, pero descubrió que los métodos más sutiles no le servían de mucho más.

—No podremos correr con este peso —empezó a protestar Pirvan.

—No necesitaremos correr, estando tan lejos del campamento de los piratas —replicó Haimya—. Esto es lo que los soldados llaman una marcha de aproximación.

—Te creo. También creo que habrás oído hablar de ejércitos que iban tan cargados que los soldados estaban agotados antes de la batalla y por eso la perdieron. ¿Y si construimos un trineo, ya que no quieres dejar nada?

—No hay nada en las proximidades con que fabricar uno —señaló Haimya—. Además, los trineos dejan huellas.

—Nosotros también, con toda esta carga.

—La única manera de no dejar huellas sería acercarnos sólo con dagas y taparrabos. Eso llamaría sin duda la atención de los piratas. Habiendo llegado tan lejos, me gustaría rescatar a mi prometido y averiguar algo sobre lo que ocurre en las costas del golfo del Cráter. —Haimya añadió que un trineo los limitaría al terreno llano y los descampados, de los cuales evidentemente carecía la zona.

Nadie que no conociera bien a Haimya hubiera podido detectar el menor rastro de sarcasmo. Pirvan dio las gracias por ser uno de los pocos y cedió sin más discusiones.

Finalmente acordaron cargar y dividir la carga. En bolsas cruzadas sobre el pecho llevarían el rescate, la comida, el agua, los frascos con la poción medicinal de Tarothin, la carta de presentación de lady Eskaia para Synsaga y espejos para hacer señales a Hipparan. Todo lo demás se lo cargarían a la espalda, para poder soltarlo rápidamente si tenían que correr.

—Si todo va bien, podemos pasar parte de la carga a Gerik. —Haimya esbozó una forzada sonrisa—. No haremos nosotros todo el trabajo de rescatarlo si está en forma para la marcha.

—¿Y si no lo está?

—Entonces nos esforzaremos más que nunca para que el rescate sea pacífico y pediremos a Synsaga algunos camilleros robustos.

—¿Y si no es posible la paz?

—Synsaga no es tan tonto como para ofender gravemente a la Casa Encuintras con una traición. Una flota de Encuintras cargada de mercenarios navegando hasta el golfo le costaría mucho más de lo que conseguiría arrebatándonos los rubíes.

Pirvan pensó que Synsaga podía no ser tonto, pero era un hombre con nuevas perspectivas de poder y riqueza ante sí. Tales hombres eran famosos por prescindir de la prudencia como no lo habrían hecho antes. Pirvan había conocido a ladrones y hombres honrados que habían muerto por ello.

Sin embargo, él y Haimya contaban con su propio ingenio, el factor sorpresa, las joyas del rescate y su dragón para compensar todo lo que podía tentar a Synsaga a traicionarlos. Aceptar el consejo de los temores no era el estilo de un ladrón ni de un soldado; al menos Haimya y él tenían eso en común.

Pirvan ya sudaba cuando cargó con su bolsa, pero le pareció menos pesada de lo que había temido. ¿O era el hecho de que Haimya le devolviera la sonrisa mientras clavaba su bastón en el musgo y encabezaba la marcha?

—¡Ah de la cubierta!

El grito perforó los oídos embotados por el sueño de lady Eskaia. Había dormido profundamente sobre un jergón húmedo en el suelo de su camarote; aquel despertar iba a ser una carga.

Despertó por completo de golpe al oír el segundo grito:

—¡Dos velas, justo a popa!

El sueño de Tarothin se interrumpió a medio ronquido cuando Eskaia le clavó un dedo en las costillas. El hechicero se sentó y se peinó el cabello con los dedos. Era abundante y de un agradable tono castaño, con una mata de rizos más oscuros en su musculoso pecho.

Una voz que se parecía a la de Haimya resonó en su cabeza:

Basta, mi señora. Una cosa es valorar a los hombres y otra ser lasciva. Cuidado con cruzar la línea divisoria.

En aquel momento, Eskaia sólo quería llegar hasta su guardarropa, a ser posible sin pisar la cubierta. Necesitaba un vestido grueso, una capa y, sobre todo, zapatos. Ni siquiera los mejores peúcos de lana protegían de la fría humedad de la cubierta.

Tarothin, ataviado con unas respetables calzas cortas, salió de la cama dando traspiés. Ahora parecía cansado, más que enfermo, y buscó su bastón mirando fijamente a su alrededor.

—Debajo de la cama, envuelto en hule —dijo Eskaia—. ¿Estás bien para volver a tu camarote?

—Será mejor que lo esté, si tenemos visita —dijo el hechicero, con una mueca burlona. Se frotó las sienes como si intentara aliviar una persistente jaqueca—. Os agradezco vuestra hospitalidad. Trataré de pagar mi deuda identificando esos barcos.

—Te estaremos agradecidos. Si son enemigos, confiemos en que consigamos repeler su agresión. No podemos huir.

—Alguna mañana me despertaré oyendo buenas noticias. Pero no será durante esta misión.

Tarothin sacó su bastón de debajo de la cama y salió por la puerta antes de que Eskaia alzase el repulgo de su camisa de dormir.

Pirvan y Haimya rodearon la montaña sin dejar el lindero del tupido bosque. La marcha era menos trabajosa, las posibilidades de detectar centinelas o patrullas desde lejos, mayores, y los dragones, más fáciles de ver, fueran amigos o enemigos.

Hipparan debía regresar por la noche y buscarlos al final de un pequeño desfiladero desde el que se dominaba un castillo en ruinas, más alto que los campamentos. Hasta ahora no habían visto ni oído nada que sugiriese que el dragón corría algún peligro, pero la situación podía exigir que volviera con rapidez, que los buscara aún más deprisa y que se los llevara con la velocidad del viento.

Una buena vista del cielo no supondría tanta diferencia si llegaba el Dragón Negro. Había nubes bajas, casi rozando la cima de la montaña, y la niebla reducía aún más la visibilidad de las laderas. Internarse velozmente entre los árboles podía salvarlos del flamígero aliento que el dragón quizás emplearía, pero si la criatura los descubría, sin duda daría la alarma en el campamento. También podía llegar a las profundidades del bosque con el mágico miedo a los dragones o cualesquiera otros conjuros que conociera.

En menos de una hora cruzaron un arroyo formado por un manantial que les permitió llenar sus cantimploras, y luego un soto de árboles cuyos frutos, según Haimya, eran comestibles.

—Como mínimo se parecen mucho a los que llaman jarra de hiel en las tierras fronterizas de Qualinesti —añadió.

—No lo dudo, y reconozco que tengo hambre —dijo Pirvan—. También recuerdo a un amigo que confundió dos tipos de seta muy similares cuando preparaba un estofado. Seis personas se intoxicaron y él nunca volvió a sentirse bien.

Mordisquearon un trozo de pan del camino mientras seguían andando.

Hipparan se reunió con ellos cuando el nuboso cielo era todavía más gris oscuro que negro. Además llovía y unos árboles adecuados para servir de columnas a la morada de un dios se interponían entre ellos y los piratas.

—Debe de ser difícil descubrirnos sin ayuda de la magia —dijo Hipparan—. Creo recordar un conjuro para repeler a cualquiera que intente encontrarme mediante la magia. Naturalmente, quizá resulte ser un conjuro para preparar un sofrito de cebolla. Pero creo que al menos puedo confundir a cualquiera que intente lanzar un conjuro que requiera buena puntería.

—Que así sea —replicó Pirvan.

Ni siquiera los hechiceros y magos más poderosos podían rociar de magia el paisaje como un jardinero con una regadera. Eso agotaba rápidamente a quien la empleaba y reducía los efectos en el otro extremo.

—No he encontrado al Dragón Negro, pero he captado el olor de al menos dos cubiles —prosiguió Hipparan—. Espero que eso no signifique que hay dos dragones. En ese caso, la situación sería apurada.

—Tu talento para expresar lo obvio es admirable —comentó Haimya—. Pero, te lo ruego, ejercítalo en otro momento. ¿Dónde están esos cubiles?

Uno se hallaba cerca del extremo sur del golfo del Cráter, demasiado lejos para que nadie más que Hipparan pudiera llegar hasta él. El otro estaba en el castillo en ruinas de la ladera de la colina, no muy lejos.

—También he percibido rastros de una magia que no era de dragón —continuó Hipparan—. Es todo lo que puedo decir de ella. Pero había centinelas en dos campamentos montados alrededor de las ruinas. Ambos parecían recientes.

Haimya y Pirvan intercambiaron una mirada. El ladrón contuvo su lengua, sabiendo que tendrían un plan a cuál mejor, y además no heriría el orgullo de la mujer si la dejaba hablar primero.

—Creo que, en primer lugar, deberíamos estudiar este castillo —dijo Haimya, frunciendo el entrecejo—. Alguno de sus moradores podría saber dónde está Gerik, o constituir un rehén adecuado. Sea cual fuere el nuevo poder que domina Synsaga, no puede permitirse el lujo de desperdiciar las vidas de sus hombres. Eso los volvería contra él, y los dragones y magos son poco útiles cuando tienes un puñal clavado en la espalda o hay veneno en tu vino.

—Si capturáis un prisionero, yo lo esconderé —dijo Hipparan.

Aparentemente, habían planeado su trabajo nocturno de la mejor manera posible. Hipparan se elevó hacia el cielo haciendo chasquear las alas y se mantuvo a la altura de las copas de los árboles hasta que desapareció en la oscuridad bajo la llovizna.

Pirvan volvió a cargarse la bolsa sobre su dolorida espalda y recogió su bastón. Las cosas no iban demasiado mal, es decir, iban mejor que hacía algún tiempo. No diría: «Si el Copa de Oro no se hubiera quedado desarbolado…», porque «si» no era una palabra que le gustase demasiado.

Pero cuando estuvieran a una distancia segura con el prometido de Haimya no sólo le diría adiós a ella. Se despediría de cualquier otro viaje en barco. Si los dioses querían que cambiara de profesión y se dedicara a las misiones de riesgo, lo haría, pero sólo en tierra firme.

Lady Eskaia se estaba abrochando un cinturón sobre su vestido cuando oyó más gritos de los vigías. El cinturón era una simple tira de cuero y plata, diseñada especialmente para llevar grandes bolsas, dagas y otros objetos similares.

También podía utilizarse como una prenda más del atuendo femenino. Eskaia nunca había creído en la necesidad de que sus doncellas la vistieran de pies a cabeza, desde la ropa interior hasta el vestido y de las sandalias al sombrero de plumas. Con la ayuda de Haimya había elegido una docena de mudas que pudiera ponerse en cualquier ocasión, desde una ceremonia en el templo hasta una salida al campo para recoger moras, y las había incluido en su equipaje para viajar a bordo del Copa de Oro.

Se temía que algunas nunca volverían a ser las mismas. Si el aire salobre y el contacto con el agua de mar ya causaban importantes deterioros en el resistente atuendo de los marineros, en el guardarropa de una mujer respetable provocaban verdaderos estragos.

Tal vez debería buscar un buen sastre naval cuando regresara a Istar. Unos cuantos vestidos de gruesa lana, con robustos pantalones para ponérselos debajo (las calzas cortas dejaban pasar el aire), y algunos chaquetones de marinero, con algún bordado para diferenciarse…

Eskaia interrumpió sus pensamientos cuando cayó en la cuenta de que el barco había enmudecido. Buscó una caja de alfileres para el pelo, eligió varios al azar y empezó a recogerse el cabello. No le vendría mal llevarlo tan corto como Haimya, que como máximo necesitaba una cinta, pero…

Del silencio se pasó bruscamente al clamor, porque todos los ocupantes del barco se pusieron a gritar al mismo tiempo. Eskaia clavó en su pelo el último alfiler y estuvo a punto de perforarse el cuero cabelludo cuando la puerta de su camarote se abrió de golpe.

—¿Llamar a la puerta es un arte desconocido para los marineros? —estalló. Entonces reconoció a Alatorva el Tuerto.

—Disculpadme, mi señora. —El corpulento amigo de Pirvan resollaba pesadamente y su ojo sano se abría y cerraba convulsivamente, algo que la joven no le había visto hacer desde la desarboladura.

—¿Qué ocurre?

—Minotauros, mi señora.

—Ahórrate los «mi señora» y cuéntame más. ¿Aquellos dos barcos?

—Tienen el aparejo de los buques minotauros, eso seguro —respondió Alatorva, haciendo un gesto de asentimiento—. Nadie más los utiliza, ni compra sus barcos sin reaparejarlos. ¿Habéis visto alguna vez las jarcias de un buque minotauro?

—He visto minotauros —dijo Eskaia—. Puedo imaginármelas.

—Bien. Entonces podréis comprender que estamos en un apuro.

—¿Siempre son hostiles los minotauros? Irascibles sí, pero no es lo mismo…

—Me alegro de que alguien vea algo divertido en esto —respondió Alatorva, echándose a reír—. No, creo que se acerquen para abordarnos. No parecen buques mercantes, aunque ni siquiera uno de ellos se arriesgaría con nosotros, indefensos como estamos.

—Gracias —dijo Eskaia. Enganchó su bolsa en un lado del cinturón y su daga en el otro—. Si me escoltas hasta la cubierta…

Alatorva utilizó varias frases oportunas para indicar la improbabilidad de que él pudiera satisfacer semejante petición. También mencionó a varios dioses cuya ayuda necesitaría Eskaia para pasar por encima de su cadáver.

La joven quiso reír. Pero el hombretón se hallaba en una posición difícil y ella no debía hacerla aún más humillante.

—Apártate, Alatorva, por favor.

—Pirvan y Haimya…

—No están aquí. Y yo soy mi propia dueña. —Ladeó la cabeza, decidió no pestañear coquetamente, pero sí recurrir a su sonrisa más cautivadora.

—¿Tienes órdenes de retenerme aquí abajo?

—Yo…

—Supongo que no.

—Bueno, dicho así…

—Me lo imaginaba. Entonces apártate, por favor.

Alatorva frunció el entrecejo pero no se movió. Eskaia suspiró. Pensó en devolver al hombretón algunas de sus palabras gruesas. Pero tenía que preservar la dignidad de la Casa Encuintras.

—No puedes retenerme aquí sin utilizar la fuerza —dijo fríamente—. Si no tienes órdenes al respecto, utilizar la fuerza será agredirme. Por eso pueden ahorcarte o arrojarte por la borda con unos pesos atados a los pies. Naturalmente, quizá decidan mantenerte con vida hasta después de la batalla. Eres un buen luchador. Pero sin duda esperarán que mueras en combate. Yo lo esperaré. Puede que vivas, y entonces no habrá sido una deshonra dejarme pasar. Si me retienes aquí contra mi voluntad, sin duda morirás y quizá con deshonra.

La mente de Alatorva era mucho más rápida de lo que cabría esperar en un hombre de su tamaño y aspecto. Con un suspiro, se apartó de la puerta.

—Caiga sobre vuestra conciencia, mi señora. Ah, ¿queréis un casco? ¿Si lo que os cae encima es una piedra…?

—Gracias, Alatorva.

—Veré si encuentro alguno de vuestra talla. —Salió refunfuñando, y no para sus adentros, sobre la futilidad de los cascos en mujeres que no tenían nada importante en la cabeza.

Los dos centinelas parecían hombres perdidos en la oscuridad y más alejados de sus camaradas de lo que les habría gustado. Además, estaban bien armados, uno con un arco y una espada. Ambos lucían petos y yelmos con alas y penacho corto.

Aun así, no habrían constituido un problema excepto por un detalle. Su puesto de guardia estaba justo en la única ruta que Pirvan y Haimya podían seguir hasta el castillo sin pasar cerca de uno de los dos campamentos de piratas. En ambos campamentos había veinte veces dos soldados, y tendrían centinelas desplegados tan tupidamente como abejas alrededor de un rosal silvestre.

—Si esos dos tienen como mínimo los sesos de una gallina, no podemos atacar a uno sin alertar al otro. No tenemos arcos y uno de ellos sí. Por eso debemos acercarnos en silencio y sorprenderlos al mismo tiempo.

Sus palabras no decían que eso fuera imposible, o al menos peligroso. Su tono era elocuente.

Pirvan temió que él también necesitaría elocuencia para convencerla de que no era necesario matarlos.

—Además tenemos que dejarlos con vida —dijo.

—¿A nuestras espaldas?

—Si están inconscientes…

—Pueden despertar y dar la alarma. Incluso su ausencia del puesto de guardia podría alertar a los demás.

—Estarán aún más ausentes si los matamos y tenemos que deshacernos de los cadáveres. Eso nos llevaría tiempo y podría acabar con toda la posibilidad de mantener la paz con Synsaga. Quizá no pueda contener a sus hombres, si quieren vengarse por el asesinato de dos camaradas.

—No eras tan reacio a matar la noche que fuimos a buscar a Hipparan.

—Tampoco lo sería si se repitiera una situación como aquélla, pero no es el caso.

La mujer tensó la mandíbula. Pirvan deseó aflojársela con un beso, pero sabía que ella le aflojaría los dientes a cambio.

—Haimya, una vez hablaste de hacer el trabajo por el que estamos aquí. Ahora lo digo yo.

El silencio, interrumpido sólo por el goteo incesante de los árboles y el lejano retumbar de un trueno, duró tanto que Pirvan se preguntó si su compañera seguía respirando. Finalmente, Haimya profirió un suspiro.

—Quizá los recuerdos de un soldado no sean siempre la mejor guía.

—Diré lo mismo de los de un ladrón. Ahora déjame echar una ojeada de ladrón a esos dos caballeros.

Pirvan estudió los límites del descampado donde se hallaban los centinelas. Si tenían un camarada, sólo uno, escondido a cubierto…

No vio ninguno, y su visión nocturna era tan buena en el campo como en la ciudad. Eligió un árbol próximo al centinela de la izquierda, cuyas ramas se encorvaban con el peso de las vainas de semillas. Inició el familiar ejercicio de memorizar hasta el último detalle del árbol, hasta que el conjuro le permitiera aparentar que él era ese árbol durante unos minutos.

Lo cual, con suerte, sería cuanto necesitaban.

—Pirvan, ¿qué…?

El ladrón se llevó un dedo a los labios. Acabó el trabajo de memorización y luego hizo señas a Haimya para que retrocediese hasta la maleza, donde podían hablar en susurros sin que pudieran oírlos.

—Tenemos que actuar con rapidez, porque no sé cuándo se hará el cambio de guardia. Si esperamos, podemos tropezamos con cuatro hombres, en lugar de dos.

—Un placer del que puedo prescindir.

—Lo mismo digo. Pero esos dos… ¿Te has dado cuenta de que están apostados en puntos desde donde pueden vigilar sin alejarse mucho?

—Puntos con muy buena visibilidad.

—Sí, pero sus movimientos siguen siendo predecibles.

—He montado guardia muchas veces, Pirvan.

—Estoy seguro de ello. Y seguro de que te desplazabas de un modo impredecible. No intentaba enseñar a mi abuela cómo se hace la sopa de ajo.

—¿Entonces qué…?

—Hay un punto en su ronda donde se acercan mucho uno al otro, lo suficiente para sorprenderlos a la vez.

—Si no estuvieran en descampado, desde donde pueden ver a cualquiera que se les acerque…

—¿Qué me dices de los árboles?

—¿Árboles que andan…? —En el rostro de Haimya empezó a dibujarse una expresión burlona, pero luego abrió la boca de par en par—. ¿Tu conjuro de Ver lo Esperado?

Pirvan hizo un gesto de asentimiento.

Cuando Eskaia subió a cubierta, los dos barcos minotauros estaban lo bastante cerca para distinguir sus detalles.

Eran embarcaciones bajas y abombadas, más parecidas a las naves de Jemar que al Copa de Oro, aunque a la escala de los minotauros, lo que significaba que sobresalían más del agua. Tenían dos mástiles, con velas cuadras en el trinquete y latinas en el palo mayor, un bauprés y lo que parecía un inquietante ariete en la proa.

Ante la mirada de Eskaia, los minotauros se precipitaron hacia las jarcias y aferraron cabos. Las velas rojas y verdes desaparecieron y los buques redujeron la marcha hasta que el agua apenas se rizaba ante sus arietes.

A continuación, unos largos remos blancos asomaron por una línea de portillas abiertas justo por encima de la línea de flotación, y los barcos minotauros parecían tener alas.

—Tomad, señora —dijo Kurulus, poniéndose a su lado—. Lo ha encontrado Alatorva, pero ha tenido que ocupar su puesto a proa.

Eskaia se caló el casco en la cabeza. Pesaba lo suficiente para hacer que le temblaran los brazos cuando lo sostuvo, y su cuello se encogió cuando se lo puso. Había llevado armadura de paje varias veces en fiestas de disfraces, pero esto era muy distinto: con olor a cuero, sudor y aceite, apretado por arriba y suelto por los lados, y con un barboquejo que no conseguía abrocharse por más que lo intentaba.

—Permitidme que os ayude, señora.

Se irguió para contemplar los barcos que se aproximaban, mientras la tripulación ocupaba en sus puestos de combate. La mayoría permaneció en los castillos de proa y popa, donde contaban con la ventaja de la altura. Así les resultaría más difícil a los minotauros forzar un combate cuerpo a cuerpo, en el que su fuerza y estatura superiores les proporcionarían ventaja.

Un instante después los dos buques minotauros viraban para embestir al Copa de Oro por babor. De sus bajos castillos de proa se elevaban columnas de humo, y Eskaia se preguntó si disponían de máquinas de asedio o si, por algún milagro, se habían incendiado.

No era ninguna de las dos cosas. Dos calderos humeantes subieron lentamente por sus respectivos palos mayores, hasta que se detuvieron justo debajo de la cofa, balanceándose con la suave brisa. El humo derivó a sotavento, pasando del negro al marrón y al gris claro antes de desvanecerse en la bruma marina.

Eskaia se sobresaltó cuando el contramaestre descargó un puñetazo contra la amura de babor. Tenía la boca demasiado seca para preguntar qué estaba ocurriendo. Además, sabía que lo descubriría en unos segundos.

—Lo siento, señora —dijo el contramaestre. Sus palabras sonaron como el último aliento de un hombre moribundo—. Es la señal de un combate de honor.

—¿Es…?

—¿Importante? Sí. Esos minotauros… Su honor ha sido agraviado y han salido a lavarlo. Lucharán sin piedad y exigirán grandes rescates si ganan y creen que hemos combatido honrosamente.

—¿Qué pasará si creen que no hemos…?

—Lucharán sin darnos cuartel.

Sin cuartel, Sin cuartel, Sin cuartel. Las palabras resonaron en la mente de Eskaia como una gran campana en un lejano santuario, arrastradas por el viento.

La espuma se separaba ante los arietes del enemigo cuando los dos equipos de remeros introdujeron sus remos en el agua.

Pirvan alzó una mano y la bajó con la palma hacia abajo. Ambos centinelas miraban en dirección opuesta. Sólo estarían así unos segundos, pero tendría tiempo suficiente para formular su único conjuro.

Sin mirar atrás, dio tres pasos a la derecha, dos hacia delante y se arrodilló. Así era más difícil detectar su presencia. No podía cambiar de posición sin riesgo mientras lo rodeaba el conjuro. (Ésa era una de las escasas razones que le hacían lamentar no haberse puesto en manos de las Torres para algo más que la prueba y el entrenamiento formales).

Los dos centinelas parecían estar conversando, y se encontraban bastante cerca uno de otro para hablar sin que Pirvan pudiera oírlos. Más abajo de la montaña, la jungla era más ruidosa.

Un centinela nunca aceptaría que un árbol surgiera de la nada ante sus ojos. El conjuro tenía que empezar antes de que el hombre se volviera.

¡Ya! Todo lo que rodeaba a Pirvan adoptó el tembloroso aspecto del mundo visto a través del velo de la magia. Los ruidos de la jungla eran tan fuertes como antes. Lo mismo podía decirse del ruido de pasos acercándose que sonó detrás del ladrón.

Haimya, descalza y con armas ligeras, corrió hasta situarse a la espalda de Pirvan; sin detenerse, apoyó ambas manos en sus hombros y dio un salto mortal por encima de su cabeza. El impacto hizo castañetear los dientes del ladrón y temblar sus rodillas. Por un momento temió que se rompiera el conjuro.

Pero no ocurrió. Lo que se rompió fue el silencio, cuando Haimya se abalanzó sobre el centinela más cercano por detrás y le asestó un puñetazo en el cuello. Después le hundió la rodilla en la región lumbar.

Era el arquero. Haimya le arrebató el arco y la aljaba casi antes de que el hombre tocara el suelo. El otro centinela se quedó boquiabierto ante el espectáculo de una mujer que aparentemente brotaba de la tierra o caía del árbol que tenía detrás.

Pirvan oyó el tañido de la cuerda del arco. La flecha ensartó la pierna del segundo hombre… y mientras empezaba a dar brincos en círculos a la pata coja, un tercer hombre surgió bruscamente de su escondite, a la derecha del ladrón. Corrió hacia Haimya; una estupidez, cuando podía haber huido para dar la alarma, pero que también demostraba un valor digno de encomio.

Además, tenía la oportunidad de matar a la mujer si se acercaba antes de que ella pudiera disparar otra flecha. Para tener mayor libertad de movimientos, Haimya había dejado atrás todas sus armas menos el cuchillo, mientras que el centinela llevaba una espada.

La daga de Pirvan estaba en su mano antes de que pensara en desenvainarla, y luego en el aire. El pomo se estrelló contra la sien del tercer hombre, bajo el borde de su casco. El centinela se desplomó a media zancada, enterrando el rostro en el barro.

Mientras, el centinela herido había comprendido que era más prudente huir. Pero ya era tarde cuando adoptó esa sabia decisión. Haimya lo alcanzó antes de que se pusiera a cubierto y le propinó un fuerte puntapié en la mandíbula. Si Haimya no hubiera ido descalza, quizá le hubiera roto el cuello, cuando no arrancado la cabeza de cuajo.

El conjuro de Ver lo Esperado se rompió en el momento en que Pirvan desenvainó su daga. El ladrón se puso de pie, aunque lo que en realidad deseaba era sentarse, o mejor aún, rumbarse, preferiblemente con un poco de brandy o una escudilla de estofado de cordero…

—Serías un buen soldado, Pirvan —dijo Haimya al acercarse.

Pirvan dejó que le masajeara los hombros hasta que se aliviaron casi todos sus dolores. Después acarició la mejilla de Haimya con el dorso de su mano, dejando un rastro de lodo.

—Y tú serías un buen ladrón, diría yo.

—Gracias. ¿Atamos a estos caballeros y continuamos con nuestro trabajo?