Jemar el Blanco sujetaba el sombrero de ala ancha sobre su cabeza con una mano, pero nada podía evitar que la brisa hiciera bailar enloquecidamente su pluma. Una gran ola de cresta blanca rompió en el costado del Espada del Viento y la espuma le empapó la cara. Parpadeó para desalojar el agua de sus ojos y contó de nuevo los barcos de la bahía.
—Sólo veo cuatro naves.
—Yo no haría conjeturas hasta que viera quién falta —respondió el primer oficial, encogiéndose de hombros—. Por lo menos nadie parece cargado con un botín.
—Algunos no lo considerarían una carga —dijo Jemar—. Ningún botín puede inquietar más deprisa a los hombres que abandonar el que ya han conseguido.
El oficial volvió a encogerse de hombros. Cercano a los treinta años, aún conservaba el ideal juvenil por el romanticismo de las travesías marítimas y no mucho respeto por cualquiera que simplemente deseara ganarse la vida en las grandes aguas. Se merecía sobradamente sus raciones y participaciones en el botín por los ánimos que infundía a los nuevos enrolados, pero había que obligarlo a bajar de las nubes con demasiada frecuencia.
—¡Ah de la cubierta! —Se oyó la llamada desde la cofa del trinquete—. Distingo a Youris, a Zygor, a Shilriya y a Zyrub.
—Buena vista —gritó Jemar—. Doble ración de vino para ti esta noche. Lo que me esperaba —prosiguió, volviéndose hacia el oficial—. Nersha se pasó todo el verano quejándose de una grieta en la quilla. Sospecho que ha descubierto que no podía salir a mar abierto con garantías en el Llamarada.
—Siempre podía haber zarpado y trasladarse luego a un barco capturado. No hay que ser gran cosa para estar en mejores condiciones de navegación que el Llamarada. ¿O es que ha seguido acumulando mobiliario en su camarote, como de costumbre? Quizá no encontró un barco lo suficientemente grande para todo su…
—Por lo que sabemos —lo interrumpió Jemar, carraspeando—, esos muebles son tan valiosos para ella como ese par de pendientes enjoyados tuyos. —El oficial tuvo la decencia de ruborizarse ligeramente, y Jemar esbozó una sonrisa—. De todos modos, apenas tiene importancia. Cinco barcos pueden presentar batalla a Synsaga con la fuerza suficiente para hacer que prefiera hablar, a menos que haya perdido el juicio o encontrado un ejército entero de dragones.
—¿Quién sabe qué hay detrás de esos rumores? —Inquirió el oficial—. Además, ¿estarán unidos los cinco barcos?
Jemar abrió la boca para destripar al oficial como un escollo despanzurrando una barca de pesca por retener información. Entonces se dio cuenta de que el hombre se limitaba a verlo por el lado malo. Solía hacerlo cuando se trataba de las intrigas y conspiraciones de un consejo de capitanes, algo que odiaba con toda su alma.
—No te ganas las raciones y los beneficios de oficial como profeta agorero —repuso secamente Jemar—. En este momento, los ganas encargándote de que arríen la chalupa y que los hombres suban a cubierta para hacer señales y ofrecer hospitalidad.
—A la orden, Jemar —dijo el oficial. Se alejó con suficiente rapidez para calmar, de momento, el estallido de furia del jefe bárbaro. No obstante, se habría sentido un poco mejor si él mismo no hubiera enviado al segundo oficial al Copa de Oro. No hacía daño a nadie saber que había alguien capaz de ocupar su puesto si abría la boca demasiado a menudo en momentos inoportunos.
Gerik Ginfrayson se encontraba entre lamentable y terriblemente incómodo en el alféizar de la ventana. Pero se habría agarrado a una rama o incluso colgado de ella por la cola (suponiendo que le creciera una) por tener una vista tan buena de Fustiar el Renegado en acción.
De hecho, lo había visto todo con claridad. Fustiar había bajado al prisionero muerto (o al menos inconsciente) por un agujero del suelo de las mazmorras de la torre hasta que se perdió de vista, había tapado el agujero con una reja de bronce y había rociado el metal con algo que olía a pergamino impregnado en aceite mineral ardiendo.
Fustiar casi se asfixió con un ataque de tos y bebió una ración de vino (una jarra grande entera, calculó Gerik) para aclararse la garganta. No podía haber despejado su mente, pero al menos tampoco la había enturbiado. Los magos poderosos ya eran bastante peligrosos cuando recurrían a la magia estando sobrios; la curiosidad de Gerik no era tanta como para acercarse a uno en acción manifiestamente borracho.
Ahora Fustiar trotaba en círculos diligentemente alrededor de la reja. Sostenía su bastón de través con ambas manos y recitaba conjuros mientras se movía. Estaba lo bastante sobrio como para que el ritmo de sus pies y el de su cántico coincidieran, o por lo menos lo había conseguido hasta entonces.
Entretanto, un resplandor azulado se filtró por la reja. Se fue haciendo más intenso hasta iluminar las mazmorras y Gerik se apartó un momento de la ventana. Le inquietaba tanto que estuviera utilizando magia como que advirtiera su presencia a medida que la luz aumentaba. Incluso los magos más moderados trataban con dureza a cualquiera que pudieran considerar un espía.
El resplandor siguió creciendo hasta que Gerik tuvo que protegerse los ojos con una mano cuando regresaba a su atalaya. Ningún ojo humano situado en las mazmorras podía ya espiar nada de lo que hubiera fuera de ellas.
Si el ojo de Fustiar era humano…
El mago no había cesado de moverse, de recitar. El resplandor era más intenso que nunca. Pero en medio de la luz, algo más sólido, una densa niebla que parecía a un tiempo incolora y llena de todos los colores del arco iris surgía en sinuosas columnas de la reja.
Gerik se preparó para recibir en el rostro una vaharada de calor. Pero a medida que la niebla se elevaba como una serpiente hacia el techo de las mazmorras, sintió algo muy distinto.
Tuvo la sensación de que los vientos cargados de nieve del meridional océano Turbulento soplaban desde el otro lado de la reja, e inundaban las mazmorras azotándole las mejillas. Cerró los ojos, pero el gélido frío se hizo sólo más intenso sobre su piel.
Empezó a pensar que había ido para presenciar el fin de Fustiar el Renegado. Si aquel hombre seguía siendo humano, tenía que ser un cadáver rígido en medio de aquella ventisca remolineante.
—¡Ah del Don de Habbakuk! —gritó alguien desde el bote.
—Subid a bordo y sed bienvenidos —fue el tradicional recibimiento que se oyó en el portalón del Espada del Viento.
La mirada de Jemar el Blanco recorrió el camarote. La llegada de Youris completaba el consejo de capitanes aquí, en la bahía de Ansenor, todo lo que cabía esperar. Los asistentes, cinco, podían votar a favor o en contra de la iniciativa de acudir en ayuda de lady Eskaia y su empresa. No podían obligar a Nersha, aunque si hablaba bien del viaje más tarde, Jemar se encargaría de que tuviera una pequeña participación en cualquier beneficio que obtuvieran. El y Nersha había compartido demasiadas copas, y ocasionalmente la cama, para dejarla fuera.
Youris entró como de costumbre, casi como un ratón en una casa llena de gatos viejos. Su aspecto era engañoso, también como de costumbre. Sin duda, era, el mejor espadachín de los capitanes de Jemar, y el más implacable a la hora de saquear botines y pedir rescate por los cautivos. Sólo se dedicaba al comercio honrado por casualidad y en raras ocasiones, y a veces Jemar se preguntaba si Youris no sería más feliz navegando bajo la bandera de Synsaga. Tarde o temprano, alguien le rebanaría el cuello, pero en el golfo del Cráter podía ser más bien tarde.
Cada capitán había llevado consigo un sirviente, cada uno con su banqueta de oficial. Algunos jefes empuñaban mazas o bastones, o bocinas decorativas; Jemar sacó banquetas plegables de simple cuero y madera aún más simple. Había momentos adecuados para la ostentación, pero los asuntos serios de un consejo de capitanes no era precisamente uno de esos momentos.
El estilo de Jemar de dirigir un consejo era más bien simple. Ello no se debía a sus preferencias por la sencillez, aunque sin duda las apoyaba. La verdad desnuda era que Jemar el Blanco detestaba los discursos largos, tanto escucharlos como pronunciarlos; le dejaban la garganta seca, los oídos doloridos y con un humor incierto.
Las mujeres que compartían su cama (y con los años se habría podido tripular con ellas un barco de buen tamaño) sabían que podía ser elocuente, obsceno e incluso tierno cuando quería, hasta el punto de que él y su compañera disfrutaran con ello. Entre sus capitanes y su tripulación, sin embargo, tenía fama de ser un hombre que casi nunca utilizaba dos palabras cuando bastaba con una, y a menudo prefería el silencio a decir nada en absoluto.
Se preguntó brevemente si lady Eskaia lo sabía, y que el modo como él le había hablado era un signo de su alta estima por ella. También se preguntó qué pensaría una princesa comerciante de Istar sobre el aprecio de un jefe de los bárbaros del mar.
Luego dejó de hacerse preguntas, porque el capitán Youris empujaba su banqueta hacia el centro del círculo, pidiendo permiso para levantarse y hablar. Jemar recorrió el camarote con una rápida mirada; los últimos sirvientes se retiraron como si la cubierta se hubiera incendiado detrás de ellos.
Era inusual que un capitán solicitara hablar ante el consejo antes de oír lo que Jemar tuviera que decir, pero no ilegal, ni siquiera particularmente sospechoso. Jemar pensó que el sospechoso sería él si no concedía la palabra a Youris.
Además, un hombre que habla a menudo revela lo que un hombre que escucha podría esconder.
—¿Hablará Youris? —preguntó Jemar.
—Youris hablará. —Fue un destemplado cuarteto (Jemar los había oído mejores en tabernas portuarias cuando todos los componentes estaban borrachos como cubas), pero no detectó dudas ni disensiones en su voz ni en la de nadie.
—Hablaré —replicó el aludido, aceptando el permiso con la misma formalidad con que le había sido concedido. Algunos jefes de los bárbaros del mar toleraban en sus consejos pendencias de borracho y a los borrachos pendencieros; Jemar no veía mucha utilidad en ello, ni siquiera como entretenimiento.
Youris no dejó sus armas cuando se adelantó, pero estaba en su derecho y nadie pestañeó siquiera al verlo. Su voz era grave, en lugar de lo aguda que cabía esperar, y sus palabras surgieron con la firmeza de una palada de remos de una galera a velocidad de crucero.
—No quisiera prejuzgar las decisiones de nuestro jefe, pero soy reacio a hacer nada en esta época del año, salvo proseguir nuestras respectivas travesías. La flota de Istar aumenta en un barco al mes, y los karthayanos y los Caballeros de Solamnia sienten poco aprecio por nosotros. Carecen de buques grandes para hacer efectiva su enemistad, pero…
—Youris, discúlpame —interrumpió la capitana Shilriya—, pero lo que necesitamos no es un discurso de consejero. Si quieres entretenerte, toma un poco de vino o dedícate a placeres aún más intensos a bordo del Zorro Alado. Pero si quieres entretenernos a nosotros, sé breve. Jemar ha sido comedido. Devuélvele el favor.
Youris se volvió hacia Shilriya y dejó que sus ojos se entretuvieran en ella. La mayoría de los hombres lo hacían. Shilriya era una pelirroja de complexión robusta, aficionada a las trenzas largas y a las túnicas cortas y escotadas. Era difícil ver alguna de sus túnicas sin preguntarse cuándo se la quitaría, con espectaculares resultados.
Sin embargo, Youris no parecía estar estudiando los encantos de la mujer. Parecía intentar silenciarla con la intensidad de su mirada. Eso era una estupidez, con Shilriya. Jemar la conocía mejor que a la mayoría de las mujeres con las que se había acostado y sabía que tenía una voluntad de hierro. Youris debería saberlo también, a menos que se hubiera convertido en un sabidillo.
O a menos que algo lo inquietara y este lapsus de memoria fuera un síntoma de ello.
Las miradas de Jemar y Shilriya se encontraron. Ninguno de los dos movió ni un dedo, pero cuando desviaron la vista, él sabía que estaban de acuerdo.
Ahora a por Youris.
—Capitán Youris, yo también debo pediros que seáis breve. Si lo que queréis decir guarda relación con mi propuesta, tal vez puede esperar hasta que yo haya hablado. ¿O acaso es algo de vital importancia, como la aparición de unos dragones?
Una gota de sudor brotó en la frente de Youris, y no había empezado a resbalar hacia su nariz cuando el capitán lanzó su banqueta contra Jemar de un puntapié y la siguió con un furioso salto, desenvainando la espada en pleno vuelo.
Aquello estuvo a punto de costar la vida a Jemar, a pesar de su rapidez, su atención y su mayor envergadura. No tenía nada más que su daga desenvainada cuando Youris se abalanzó sobre él. La banqueta le había alcanzado en el mentón, desgarrándole la piel y haciendo retumbar su cráneo.
Se movió con la rapidez necesaria para esquivar la segunda acometida del capitán, pero no para clavarle su daga en un punto vital. O al menos uno desprotegido: el primer intento chocó contra metal. El peso adicional de Youris se debía a la armadura que ocultaba su túnica.
«No está mal planeado —pensó Jemar—, lo cual significa cómplices, aunque se hayan quedado tan sorprendidos como yo. ¿Quién?».
Jemar abandonó toda sutileza y agarró a Youris por el brazo que empuñaba la espada. Después intentó apuñalar la garganta del capitán y, al mismo tiempo, le retorció el brazo. La daga se enredó en el cuello de la túnica y resbaló sobre la armadura que escondía. El retorcimiento fue más eficaz. Por un momento, el brazo de Youris se quedó inmóvil, y por otro momento, mientras luchaba por liberarlo, él casi también.
Eso dio tiempo a Shilriya para levantarse, plegar su banqueta y estamparla con fuerza contra la cabeza de Youris. Lo golpeó por debajo del sombrero verde que siempre le había recordado a Jemar un pastel de carne mal hecho. Youris trastabilló, el sombrero salió despedido y la improvisada porra descendió de nuevo.
Que la madera de las banquetas fuera sencilla no significaba que fuese ligera. Estaban hechas de duro palo santo, tan densa que apenas flotaría. El capitán puso los ojos en blanco y se desplomó como un fardo a los pies de Jemar.
El jefe de los bárbaros apenas tuvo tiempo de echarse atrás cuando la puerta del camarote se abrió bruscamente. El primer oficial entró dando traspiés, con la sangre corriendo por uno de sus brazos. Con la mano sana empuñaba un machete. Lanzaba salvajes cortes a algo que Jemar no podía ver. Entonces el capitán Zyrub se puso en pie de un brinco.
Zyrub era el más corpulento de los cinco capitanes y tenía los brazos muy largos para su estatura. No se molestó en plegar su banqueta antes de lanzarla. Golpeó algo con un crujido, que fue seguido de un ruido sordo. Después alargó la mano por encima del oficial caído y levantó a un hombre inconsciente para que todos lo vieran.
Era el sirviente de Youris…, el sirviente muerto de Youris, si no lo curaban enseguida. A la larga, eso no le serviría de nada bueno al hombre, porque lo estaría esperando el peñol. Pero ni él ni su capitán debían morir sin revelar los secretos que ocultaba su traición.
—¡Mantenedlo con vida! —Ordenó Jemar—. Y a ése también —añadió, señalando a Youris. Shilriya miró a Jemar como si le hubiera pedido que decorara su camarote con montones de estiércol, pero acabó accediendo con un suspiro.
—Como gustéis, gran capitán.
—Zyrub, organiza un grupo de abordaje desde tu barco y el mío para abordar el Don de Habbakuk —gritó Jemar, haciendo caso omiso del sarcasmo—. Si se resisten, luchad. Si intentan huir, haz señales y los perseguiremos. Si no ofrecen resistencia, respetadles la vida. Pero registrad a fondo el camarote de Youris. No dejéis entrar en él a nadie más, y si alguien os ofrece información, enviádmelo. Ya correrán suficientes rumores por la flota antes de una hora. Quiero contrarrestarlos con la verdad.
La expresión de Zyrub indicaba claramente que tendrían tanta suerte cuando los minotauros tocaran la flauta. Pero siempre tenía una hosca forma de obedecer… aunque había dado suficientes pruebas de su lealtad a Jemar cuando las cosas se ponían feas.
Durante un tiempo que Jemar no supo precisar, sus hombres entraron y se llevaron a los dos traidores inconscientes, mientras llevaban a un sanador para el oficial. Jemar se arrodilló al lado del hombre cuando el sanador se incorporó y dijo que no podía hacer nada.
A los labios de Jemar acudieron lindezas como: «No tenía tantas ganas de ahorrarme tu paga y tus raciones» o «Sé que a los profetas casi nunca se les honra, pero esto es absurdo».
En lugar de pronunciarlas, sostuvo la mano del oficial hasta que se quedó yerta y luego le cerró los ojos sin vidas. Aún sentía que aquellos ojos lo seguían cuando subió a cubierta, y la sensación se desvaneció sólo lentamente.
No se sintió tranquilo hasta que vio al grupo de abordaje trepando por el costado del Don de Habbakuk y luego la señal de «todo bien» izada en el palo mayor de la nave.
Esta torpe traición había sido sofocada casi en su origen. Torpe porque si Youris quería ser el jefe, estaba el Desafío de los Capitanes, que era legal. Si hubiera matado a Jemar así, todos estarían obligados a obedecerle por su juramento.
Por lo que había hecho, nunca habría abandonado el camarote con vida aunque hubiera matado a Jemar. Youris estaba desesperado. Jemar ardía en deseos de conocer la causa.
Con la misma brusquedad con que había avanzado hacia Gerik Ginfrayson, la gélida niebla retrocedió por donde había llegado. El hombre no se atrevió a abrir los ojos para ver qué más hacía, por si volvía a caer sobre él y lo dejaba ciego.
Cuando un alarido retumbó en las mazmorras, abrió rápidamente los ojos y aguzó tanto todos sus demás sentidos como el filo de una espada. Alguien estaba abandonando la vida con aquel grito, de miedo o dolor, o ambas cosas, más allá de la experiencia humana normal.
Pero no más allá de la experiencia de las víctimas de los magos.
Agarrado a su pedestal, Gerik vio que la luz azulada se desvanecía. La niebla o el humo gélido se contraían hasta formar una bola. Fustiar permanecía en pie, y por lo que Gerik pudo ver, seguía vivo. Había escarcha en su ropa y su cabello, pero continuaba recitando conjuros como si no se hubiera saltado ni una sílaba mientras la bruma helada lo rodeaba.
Después acercó su bastón a la bola de niebla congelada, que se estremeció como gelatina y empezó a cambiar de forma, aplanándose y adoptando un aspecto poliédrico con uno de los lados curvos…
Una pala de hacha. Y por los relatos que tal vez no pretendían asustarlo pero que sin duda lo habían conseguido, Gerik reconoció el tipo de pala: un Quebrantador de Hielo de los Bárbaros de Hielo. Era la más terrible de las hachas de guerra, pero igualmente pesada de crear, incluso para los hechiceros más poderosos de aquel pueblo. Por lo tanto, afortunadamente, era rara incluso en el lejano sur, en las islas bordeadas de glaciares donde los Bárbaros de Hielo se acuclillaban en sus tiendas de piel de foca.
En cuanto a que se hiciera una aquí, eso era… inaudito. Pero sus ojos le dijeron lo contrario. Un Quebrantador de Hielo forjado en una tierra sumida en un perpetuo calor bochornoso… y que no se derretía en el acto. Por lo que podía ver, no se derretía en absoluto.
Una voz interior le aconsejó que esperara a ver lo que ocurría con aquella hacha de reverberante hielo azul. Si al cabo de una hora era un descolorido charco sobre el sucio suelo de las mazmorras, no habría visto nada que nadie debiera temer. Los Quebrantadores de Hielo de Fustiar tendrían las mismas limitaciones que los de los bárbaros del hielo.
Pero era suficiente y demasiado que hubiera visto cómo se creaba. Gerik se dejó caer de su atalaya, sin preocuparse por el ruido que hacía, ni por las magulladuras y cortes que le provocarían las piedras y ramas. Medio se deslizó y medio cayó al suelo.
Cuando lo alcanzó, echó a correr.
Shilriya bebió el resto de su brandy y se inclinó sobre la mesa de Jemar para rellenar su copa. Su túnica era tan escotada como siempre, pero más holgada, y se había perfumado con un aroma más empalagoso, que a Jemar le gustaba pero tan raro en ella que casi merecía ser registrado en el cuaderno de bitácora.
—¿Y bien? ¿Queda alguna duda?
—No, excepto sobre dónde va a ser juzgado y ahorcado Youris. Sólo un completo idiota anotaría sus deudas con Synsaga sin utilizar la más simple criptografía.
—Eso, o alguien que no quería dejar un misterio tras de sí que nos confundiera y dividiera. Por el contrario, lo apuntó todo pulcramente, para que cuando se fuera, pudiéramos resolver el acertijo y no temer nada.
La idea de que Youris poseyera aquel tipo de nobleza era ajena a Jemar, pero hacía falta algo más que brandy para que Shilriya dijera tonterías. Aun así, al capitán bárbaro tenía que faltarle algo para haberse endeudado tanto con Synsaga, un hombre que jamás perdonaba ni olvidaba sin una buena razón.
Si ahora contaba con un mago y un dragón a sus órdenes, tendría buenas razones para cobrar todo lo que le debían. Dispondría de un poder mayor que los sueños de un rey para reclamarlo, pero ni siquiera un mago y un dragón juntos podían crear el oro necesario para conseguir que hombres codiciosos compartieran el sueño de Synsaga.
La mayoría de los hombres se conformaban con sus sueños pequeños hasta que alguien les ofrecía otros mayores, para bien o para mal.
Jemar sorbió su propio brandy. En el vaso sólo quedaba el suficiente para calentar su boca, y dejó que los vapores se elevaran hasta su nariz. Parecieron inundar su cabeza, pero le despejaron la mente en lugar de enturbiarla.
Ahora veía claramente una cosa: Shilriya estaba dispuesta a compartir su lecho. Sin insistencia, como con bastante frecuencia y dispuesta a escuchar su proposición.
Lo cual habría estado muy bien si cuando miraba a Shilriya no creyera estar mirando a través de ella para ver a otra mujer, sus buenos diez años más joven que ella, quizá más. Una mujer de aspecto agradable a primera vista, más que agradable a la segunda, más prolongada… y muy por encima de él, y sin ninguna intención de fijarse en él, un sueño tan descabellado como cualquiera de los de Youris, para un hombre en la situación de Jemar.
Pero el modo como Eskaia le había sonreído le habría hecho sentirse incómodo en la cama de Shilriya. Eso significaba abstenerse, porque la capitana no toleraba los insultos mucho mejor que una diosa.
También significaba volver a ver a Eskaia, lejos de aquella condenada doncella-escudo suya, y preguntarle qué escondía detrás de aquella sonrisa.
Jemar apuró las últimas gotas de brandy en un silencioso brindis por lady Eskaia y sus misterios.
Gerik corrió sin saber hacia dónde, ni durante cuánto tiempo. Sólo sabía que cuando recobró su sano juicio, se hallaba fuera de la vista de la torre.
Eso podía no significar mucho en una noche como aquélla. No llovía, pero todo lo que había acabado repugnándole del golfo del Cráter estaba presente. Por ejemplo, toda la ceremonia nocturna de la jungla, incluyendo insectos que gemían, zumbaban, silbaban, chirriaban y emitían toda clase de sonidos, aunque no picaran, aguijonearan o mordieran, lo cual la mayoría de ellos sí hacía.
Tuvo la prudencia de sentarse bajo un árbol bien recio, que al menos le protegía la espalda. Sin duda, empezaría a dejar caer frutos sobre su cabeza muy pronto…, aunque en esta temprana estación del año pocos árboles tenían sus frutos en sazón.
La rugosa corteza fue un alivio para el escozor de su espalda, pese a enredarle el cabello. Suspiró y estiró las piernas al máximo, hasta que tropezaron con una rama caída. Empujó… y la rama empezó a moverse.
Observo algo no lo bastante grande para ser un dragón pero sí más que él, erguido sobre cuatro patas que se extendían hacia los lados, provistas de garras, con una curiosa cresta ósea enhiesta a lo largo del dorso, alejándose torpemente en la oscuridad. Oyó ruido de arbustos aplastados y pequeños seres apartándose precipitadamente de su camino en todas direcciones para un buen rato.
Bien. Fustiar estaba fabricando Quebrantadores de Hielo. Tal vez era capaz de fabricar algunos que durasen. En tal caso, ¿los venderían Synsaga y él? ¿O venderían el secreto de fabricarlos?
Un secreto. Quizás el primero, pero sin duda no el último. Synsaga no tenía escrúpulos que el oro no pudiera acallar, y Fustiar carecía de ellos. (Nadie podría permitírselos, si su magia implicaba sacrificios humanos).
Gerik tenía escrúpulos, más de los que hasta aquel momento había admitido. No le apetecía demasiado dejar Quebrantadores de Hielo y cualquier otra cosa que Fustiar pudiera conjurar sueltos por el mundo, para beneficio de Synsaga.
¿Qué debía hacer con esos escrúpulos?
Algo parecido a la claridad regresaba a la mente de Gerik. Decidió que lo primero que debía hacer era esperar allí, bajo aquel árbol, o tal vez en su copa, hasta que se hiciera de día. Entonces sabría dónde estaba la torre. Si no la veía, podía descender por la ladera. Descender significaba acercarse al agua, y el agua significaba un camino hacia la costa.
Pero los caminos estaban pensados para ser transitados a la luz del día. Un hombre que corriera por ahí en una noche como aquélla podía tropezarse con las fauces de alguna criatura, despeñarse por un risco o caer en una charca llena de sanguijuelas que lo desangrarían en una hora.
Todo el mundo sabía que estas cosas les habían ocurrido a hombres que Gerik conocía. Iniciaría su rebelión evitando su mismo destino.
La continuaría regresando a la torre. Fustiar quizá no sospechara nada si regresaba, en particular si lo hacía antes de que el hechicero estuviera despierto y sobrio. Huir, incluso a los campamentos de la costa, levantaría sospechas.
Después de todo, Fustiar no podía hacerle nada peor que utilizarlo para crear otro Quebrantador de Hielo, y eso pondría fin a todos los dilemas de golpe. Si no otra cosa, tal vez Gerik Ginfrayson pudiera asestar un par de golpes antes de sucumbir.