11

—Doce brazas, cieno marrón —gritó el sondeador.

—La profundidad disminuye deprisa —dijo el hombre situado junto a Pirvan—. Si tu capitán no echa pronto el ancla, se verá…

Pirvan no oyó el resto de lo que ocurriría si el capitán no ordenaba echar el ancla. Jemar podía haber elegido a los doce hombres que había enviado a bordo por su destreza en la lucha, pero no por sus educados modales.

O tal vez era algo común a todos los bárbaros del mar y no sólo a estos doce hombres. Se decía que estos bárbaros eran muy educados unos con otros, para evitar peleas a bordo de un barco. También se decía que ante los forasteros competían entre sí en las artes de la provocación y la ofensa.

Ciertamente, los hombres de Jemar no se habían quedado atrás en tales empresas desde que subieran a bordo, una semana antes. Era un pequeño milagro que no se hubiera producido ningún duelo o, menos formalmente, apuñalamiento. O quizá no; corría el rumor de que cualquiera que matara a uno de los hombres de Jemar moriría en el acto. Nadie, excepto los oficiales, conocía la historia completa de por qué el Copa de Oro necesitaba la benevolencia de Jemar, pero la mayoría de los hombres aceptaban que así fuera, aunque refunfuñaran cuando los oficiales no podían oírlos.

Pirvan había puesto su granito de arena para hacer aceptable la alianza con Jemar, utilizando a Alatorva el Tuerto para difundir rumores de participación en el reparto de grandes tesoros. Todo el mundo sabía que los bárbaros del mar tenían barcos enteros cargados de oro ocultos en remotos fondeaderos, pero al final, los bárbaros del mar normalmente lograban engañar a los marineros honrados.

Pero todo el mundo soñaba también con que, en aquella ocasión, los bárbaros del mar podían ser honestos, o los marineros honrados más rápidos a la hora de hacerse con el botín. Después de todo, ¿no era el hombre que había nadado hasta la orilla y los había salvado a todos un ladrón profesional, más astuto e incluso más atento que los propios bárbaros del mar?

Pirvan tenía ganas de que los marineros se lo creyeran. Personalmente, sería completamente feliz si las circunstancias no le exigían medir su ingenio, en aquel momento o en cualquier otro, con Jemar el Blanco. El hombre no había hecho nada, hasta entonces, para merecerlo, y Pirvan sabía también quién tenía más posibilidades de salir airoso si la cuestión se sometía a prueba.

Miró por encima de la borda. Se acercaban a la entrada de una pequeña bahía, apenas mayor que una cala. Una hoguera encendida en la orilla iluminaba las aguas casi tan tranquilas como una balsa de aceite, salpicadas de árboles muertos y otros desechos. Además iluminaba un puñado de destartaladas cabañas y, más allá, una empalizada de troncos más sólida, con garitas de guardia en las puertas y esquinas.

—Diez brazas, grava —gritó el sondeador.

Antes de que el bárbaro del mar pudiera abrir la boca, Pirvan oyó en rápida sucesión:

—Arriad la vela del trinquete.

—Aferrad la mayor.

—¡Soltad las anclas!

Las velas ondearon y las anclas cayeron con un rechinar de sogas contra la madera y el chapoteo de grandes pesos al estrellarse contra el agua. El barco se detuvo casi tan bruscamente como si hubiera embarrancado. A continuación, una voz distinta gritó:

—Preparados para arriar los botes.

Habían comprado (a un precio no demasiado elevado) una vieja gabarra de la guardia del puerto para transportar al dragón hasta el barco, si el animal no podía volar. Además la habían remolcado a través de todo el golfo, puesto que era demasiado grande para izarla a bordo. Pirvan había oído a los oficiales y timoneles despotricar por ello durante días.

Por añadidura, era demasiado engorrosa para ser una lancha de desembarco. Los faroles de proa revelaban a unos marineros que izaban la chalupa de sus entremiches y aseguraban los cabos en el palo mayor. Pirvan sonrió al bárbaro del mar.

—Creo que nuestro capitán conoce su oficio —dijo, y a continuación descendió por la escalera. Si ya estaban arriando los botes, cualquiera que estuviera asignado al grupo de desembarco debería hallarse en el centro del barco antes de que los oficiales empezaran a preguntarse dónde estaba.

La profundidad del agua disminuyó rápidamente poco después de que la chalupa se alejara del barco. En realidad, la embarcación encalló lo bastante lejos de la orilla como para que el grupo de desembarco tuviera que vadear por un agua espesa como la sopa hasta una playa apenas más firme que las aguas.

Tarothin fue el último en llegar, caminando como si fuera pisando huevos y casi tímidamente, intentando mantener fuera del agua una bolsa de cuero y un bastón. Los marineros habrían cargado con ambas cosas de buen grado si él no les hubiera prohibido tocarlas.

Por lo demás, Tarothin había llevado una vida regalada durante la última semana, y sin que nadie protestara. Todos sabían que podía ser un elemento clave para cumplir el trato establecido con los karthayanos. Nadie quería pensar en lo que ocurriría si el hechicero fracasaba.

Pirvan era consciente de que los karthayanos podían ser muy desagradables. Desde la orilla veía los fanales azules de popa ardiendo a bordo de las dos galeras de la guardia del puerto a la entrada de la cala. Aquellas galeras habían seguido al Copa de Oro desde Karthay, con sus cubiertas atestadas de guardias y sus bancos de galeotes crujiendo por los esfuerzos de unos remeros libres con formación militar.

Ninguna galera podía embestir con éxito al Copa de Oro, pero aquellas dos solas eran capaces de arrojar un centenar de combatientes sobre su cubierta si su capitán intentaba escapar sin el dragón. Con toda seguridad había más galeras acechando lejos de la costa, y aunque Jemar estuviera con ellas, difícilmente podía enfrentarse a Karthay con un solo barco y sin el apoyo de sus restantes capitanes.

El capitán del Copa de Oro tenía que llevar el dragón, si quería salir con bien.

El sendero que llegaba hasta la playa era bastante ancho para que circularan carros y casi lo bastante firme como para andar por él cómodamente. Atraídos por las hogueras, los insectos voladores y corredores zumbaban y canturreaban. Pirvan y Haimya pronto tenían el aspecto de haber salido de una batalla, debido a la viscosa sangre de los insectos aplastados sobre sus brazos y rostros.

Era evidente que los esperaban; nadie les dio el alto. Nadie se adelantó tampoco para guiarlos. Pirvan se preguntó si el cubil del dragón estaría a media ladera del monte Frygol, si esperaban a que el grupo de desembarco encontrara por sí solo el camino hasta allí y luego convenciera al dragón para que remontara el vuelo.

El destino del grupo de desembarco no fue tan arduo. En el sendero apareció una docena de soldados, encabezados por tres oficiales y un clérigo de Mishakal. El clérigo parecía necesitar la ayuda de su diosa: estaba demacrado, febril, y no dejaba de enjugarse el sudor de la cara, enredándose aún más su escaso cabello cada vez que lo hacía.

—Bienvenidos, amigos míos —dijo. Miraba a su alrededor tan amistosamente como un hostelero recibiendo a un grupo de nueve personas, la mitad de las cuales huirían a media noche sin pagarle—. ¿Cuándo llega el barco de suministros?

—¿Barco de suministros? —replicó Kurulus. Él representaba a la autoridad en el grupo, mientras que Tarothin aportaba la magia y Haimya, Pirvan y los marineros, la fuerza de combate. Tres de los hombres eran de Jemar. Eskaia había insistido en ir; entre el capitán y Haimya la habían persuadido de lo contrario.

—Oh, sí. Nosotros gestionamos los suministros de todos los destacamentos de esta costa —dijo el clérigo. Los oficiales le dirigieron una mirada capaz de talar un árbol, pero no pronunciaron una sola palabra.

Pirvan tomó nota mentalmente de todo lo sucedido. Karthay tenía permiso para establecer varios destacamentos en la costa occidental del golfo, a fin de ayudar a los marineros náufragos e impedir que los salvajes habitantes del bosque se convirtieran en piratas. No se suponía que mantuvieran un rosario de guarniciones.

Entre los gobernantes de Istar había quien pagaría bien por esta información. Ahora bien, ¿quién sería el ladrón que les llevase dicha información de manera que recibiera su paga sin que los gobernantes se enterasen de su identidad?

Ya habría tiempo para pensar en eso más tarde. Los oficiales les indicaban por señas que se desviaran, y bajo las sombras de los árboles Pirvan vio un camino ascendente.

—Faroles —gritó Kurulus, y luego más fuerte—: Guardia de la chalupa, ¿va todo bien?

—Sin novedad.

—Bien. No tardaremos mucho. —Pirvan creyó oír algo más mascullado, como «los encargos de los necios son siempre los que más tardan» antes de que el contramaestre emprendiera la marcha.

El camino no era interminable. Ni siquiera lo parecía. No obstante, era empinado, y el tupido bosque que crecía en sus flancos no mejoraba las cosas.

Los insectos desaparecieron, pero se oían siniestros chirridos y graznidos entre los árboles. En una ocasión, una serpiente más gruesa que la pierna de Haimya se cruzó en su camino y luego se alejó arrastrándose como si tuviera todo el tiempo del mundo. A la luz del farol era verde oscuro con manchas rojas y medía al menos seis metros de longitud.

A medida que ascendían, Pirvan advirtió que los karthayanos miraban a su alrededor con mayor atención. Un oficial apretó el paso hasta dejar muy atrás al resto y luego siguió en esa posición con la espada desenvainada.

Pirvan y Haimya intercambiaron unas miradas y cambiaron a su vez de posición. Él ocupó la retaguardia y ella se situó junto a Tarothin: los dos puntos más vulnerables que no estaban bien protegidos. El cabello de la mujer parecía haber sido usado para barrer el suelo de la cocina, e incluso el hechicero tenía cara de desear apoyarse en su bastón, más que de empuñarlo.

Los karthayanos aguzaban el oído abiertamente, pero Pirvan ignoraba las razones. Dudaba de que alguien pudiera oír nada más que los ruidos de la noche. Le habían contado que, mientras las criaturas del bosque prosiguieran con su algarabía, no habría ningún enemigo en las proximidades.

El ladrón sólo podía esperar que esa información fuera cierta. Empezaba a ser consciente de cuánto prefería las ciudades a las junglas. En cuanto a los barcos, por ahora mantendría una mentalidad abierta: había cosas que un hombre podía hacer para evitar un naufragio, e incluso para sentirse cómodo en alta mar.

Alguien tosió; no, algo. No fue en el sendero, y tal vez ni siquiera fuese humano. A continuación, Pirvan oyó un prolongado gorjeo agudo, como si a la mayor ave canora del mundo se le hubiera atascado un hueso en la garganta.

Los karthayanos se envararon.

—Es él —dijo el clérigo—. Pero no grita así a menos que oiga algo. —Acto seguido, antes de que los oficiales pudieran impedírselo gritó—: ¿Alguien oye algo?

La pregunta del clérigo y las respuestas apenas duraron unos segundos, antes de que los oficiales impusieran silencio. Pirvan pensó que si algo había alarmado al dragón, ahora sabía exactamente dónde estaban los hombres que se aproximaban. Le entraron ganas de golpear al clérigo con el pomo de su daga, pero decidió que era mejor dejar para Tarothin una acción tan indecorosa.

Esto no es una trampa. Esto no es una trampa. Esto no es una trampa. Lo que os digo tres veces es cierto.

Aquella cancioncilla parecía sola y perdida en la jungla, como un niño en la cripta de un templo sumida en la oscuridad.

Inmediatamente, Pirvan supo que era una trampa, pero no de los karthayanos. El oficial que iba a la vanguardia gritó y el ladrón oyó una especie de chapaleo persistente. Enseguida, de entre las sombras surgió una inmensa piedra que llegaría a un hombre a la cintura, rodando sendero abajo.

—¡Saltad! —gritó el oficial. Varios de los soldados lo hicieron y unos gruesos y peludos brazos surgieron de la espesura y los agarraron. Un soldado esgrimió su arma frenéticamente, haciendo brotar sangre y un incontenible alarido y librándose de la presa. Otros dos, menos afortunados, desaparecieron entre el follaje.

—¡Quedaos en el camino! —Gritó Pirvan—. Nos esperan a ambos lados.

Una piedra salió volando de los matorrales. El ladrón se agachó y se contorsionó de modo que sólo le rozó el hombro. Un instante después, el peñasco pasó junto a él, pero otro surgió dando tumbos de la oscuridad.

Ahora, los hombres estaban atentos a los lanzamientos de piedras y a la amenaza de ambos flancos. Buscaron los bordes del camino, pero mirando hacia adelante, con las espadas empuñadas y las flechas montadas en sus arcos, dispuestos a luchar contra el mundo entero si daba la cara.

A Pirvan le pareció probable que los agresores no poseyeran magia y apenas unas cuantas armas civilizadas, pero eran lo bastante astutos como para resultar formidables. Su punto más vulnerable y quizá su cabecilla estarían más adelante, en el lugar de donde procedían las rocas. Por lo menos si atacaban ese punto, evitarían que las rocas los sacaran del camino.

Pirvan corrió directamente hacia el siguiente peñasco, para saltar hacia un lado en el último momento. Lo habría conseguido de no haber sido por la pendiente del sendero. En su lugar, cayó ante la piedra y rodó sobre sí mismo justo a tiempo para evitar que lo aplastara, deteniéndose al borde del camino.

Había desenvainado su daga antes de que el brazo surgiera de los matorrales y acuchilló la velluda muñeca, más gruesa que su tobillo. El dueño de la muñeca aulló y el matorral se agitó, lo que hizo preguntarse a Pirvan si se enfrentaba a seres humanos.

Entonces algo lo agarró por el tobillo.

Dos algos, en realidad; al momento supo que iba ser arrastrado hacia el follaje o partido en dos como la espoleta del pecho de un pollo asado. Después otro aullido taladró la noche, una de las presas de su tobillo se aflojó, se libró de la otra de un puntapié y volvió rodando al camino, hasta detenerse casi junto a los pies de Haimya.

Ella le sonrió y lo ayudó a levantarse, mientras los matorrales crepitaban y se abrían para dejar paso a nuevos agresores. Ahora se mostraban abiertamente y eran fácilmente reconocibles, a pesar de que la mitad de las lámparas se habían apagado.

Eran ogros, tal vez emparentados con los legendarios ogros enanos, ya que tenían una estatura más humana que la mayoría de esa especie. Entre ellos había varios humanos, todos casi tan hirsutos, mal vestidos y desnutridos como sus compañeros.

Todos tenían buenos músculos, así como porras y dagas de hueso, piedra o bronce. Pirvan sabía que con una espada poco familiar en la mano, él sería una amenaza más para los amigos que para los enemigos. Prefería luchar como lo hacía cuando una trifulca de taberna se volvía sangrienta…, con la diferencia de que en esta ocasión tendría que entrar a matar.

Saltó hacia la derecha, más rápido de lo que el ojo humano era capaz de seguir, se irguió sobre las manos, dio una voltereta en el aire y aterrizó de nuevo sobre los pies. Se situó detrás de un humano armado con una porra y una daga y le clavó su arma en la base del espinazo. El hombre gritó, se tambaleó, se llevó las manos a la herida, se volvió para golpear a Pirvan… y recibió la daga del ladrón en plena garganta.

Pirvan arrancó su arma sanguinolenta del hombre moribundo, pateó a un ogro en la entrepierna y vio cómo la espada de Haimya se enterraba en la nuca del ogro encogido, mientras la criatura gemía e intentaba incorporarse. Enseguida, Haimya saltó por encima del animal, se colocó junto a Pirvan y ambos empezaron a esgrimir sus aceros a su alrededor para que nada pudiera llegar hasta ellos.

El combate se redujo a lo que Pirvan podía ver por sí mismo o lo que el rostro y los ojos de Haimya le advertían. Perdió la capacidad de distinguir a los ogros de los humanos, aunque ahora parecía haber varios ogros de tamaño natural, con su inmensa envergadura.

Vio que Haimya esquivaba el movimiento de barrido de una porra, resbalaba sobre el camino y caía al suelo. Sin pensar, se puso a horcajadas sobre ella, repartiendo patadas y cuchilladas. El ogro retrocedió, pero tenía un camarada a cada lado. Avanzaron y Pirvan tuvo la desagradable certeza de que los superaban claramente en número.

El gorjeo volvió a sonar, más fuerte que antes, y luego una tercera vez, tan fuerte que el ave podía haberse posado sobre el hombro de Pirvan y estar gritándole al oído. A continuación, el ladrón oyó un crujido ensordecedor, como si todas las vallas de Istar fueran derribadas por un incendio, y un dragón salió del bosque.

Era un Dragón de Cobre. Pirvan vio claramente su color, aunque sólo quedaba encendida una lámpara. Era cobre claro, en algunas partes casi blanco, y las escamas parecían más pequeñas que en los grabados, quizá no mayores que la mano de un niño. Un ala se movía y la otra estaba encogida, pero del hocico a la cola debía medir más de nueve metros.

Aquel dragón sería formidable aunque se limitara a estornudar. Pirvan esperó que recordara que era una criatura del Bien y que los ogros no.

El dragón hizo algo más que estornudar. Meneó la cabeza, cerró los ojos y exhaló su mortífero aliento. Era verde y humeante, y olía exactamente igual que algo surgido del estómago de un dragón.

Cuando alcanzó a los ogros, dejaron de moverse. Los sorprendidos a media zancada se desplomaron e intentaron forcejear por incorporarse de nuevo. Los que blandían porras las dejaron caer. Pirvan vio a un ogro inclinarse para recoger su arma, luchar como si vadeara una impetuosa corriente y luego caer encima de la porra.

El dragón volvió a gorjear, a menear la cabeza y a expulsar el humo hacia el otro lado del camino. Esta vez alcanzó a un soldado que luchaba cuerpo a cuerpo con un adversario humano. Una estocada dirigida a la cabeza del enemigo se convirtió en un golpecito con la espada de plano, cuando la hoja se giró en la mano ralentizada del soldado. El enemigo intentó propinarle un rodillazo en la ingle, pero perdió el equilibrio y se desplomó. El soldado trató de patearle la cabeza, pero también se desequilibró.

Cuando el soldado cayó encima de su oponente, Pirvan lo oyó reír.

No hubo mucho más de lo que reírse durante varios minutos. El viento soplaba de la parte alta del sendero, por lo que mientras el dragón espiraba hacia ambos lados, los del centro se libraban de lo peor del conjuro. Por desgracia, no podían atacar a sus adversarios: si entraban en contacto con el humo, también ellos se frenaban.

Los arqueros estaban preparados para disparar flechas contra los atacantes ralentizados, pero los oficiales se resistían a dar la orden porque podían herir a alguno de los suyos. Pirvan arrebató el arco de la mano a un arquero, pero Haimya lo golpeó en el estómago con la empuñadura de su espada. El ladrón perdió el interés por el tiro con arco al instante.

La falta de arqueros no supuso una gran diferencia. Frenados y sin frenar, ogros y humanos sin distinción, los agresores empezaron a huir cuesta abajo. De vez en cuando, los más veloces ayudaban a sus camaradas más lentos a incorporarse y alejarse del humo del dragón; otras veces, los dejaban tendidos o forcejeando.

Pirvan se encontró encabezando la persecución por la ladera. A mitad de camino del pie de la colina, del sendero pareció brotar media docena de adversarios de los rápidos. Uno de ellos arrojó una porra contra Pirvan y alcanzó a un soldado que corría justo detrás de él. Enseguida, Haimya ocupaba de nuevo un flanco y Kurulus el otro. Sólo eran tres, pero sentían en la boca el sabor de la victoria y se movían más deprisa que sus oponentes, aunque no estuvieran frenados por el conjuro del dragón.

En cierto momento, Pirvan cayó en la cuenta de que se enfrentaba a un solo oponente, aunque luchaba con el ímpetu suficiente para acabar con tres. Además gritaba a sus camaradas que se llevaban a rastras a los heridos y a otros que Pirvan no podía ver:

—¡Corred! ¡Corred, pero no colina abajo! ¡El fuerte tiene que estar despierto! ¡Corred, insensatos, el dragón os pisa los talones!

Pirvan se preguntó qué significaba eso; hacía rato que no oía el extraño y siniestro gorjeo. Los dragones eran difíciles de matar, pero ¿y un dragón herido que debería estar profundamente dormido a más de un kilómetro bajo tierra?

El ladrón se arrepintió de no conocer mejor al dragón. Si aún tenía alguna duda sobre su bondad, el tema había quedado zanjado.

El defensor de la retirada se abalanzó sobre él, blandiendo una porra y esgrimiendo una espada corta. Kurulus se giró para esquivar la espada, pero no lo logró con la porra. El arma se estrelló de lado contra su cabeza con un crujido estremecedor y el hombre se desplomó. Haimya estuvo a punto de acompañarlo, pero rodó sobre sí misma y se irguió como impulsada por un resorte, al tiempo que lanzaba una estocada contra el pecho del enemigo.

La estocada no dio en el blanco. El ogro fue derribado por Pirvan, que lo atacó por detrás lanzándole la daga. El pesado pomo golpeó con fuerza la parte posterior del cráneo de la criatura, y por segunda vez Haimya estuvo a punto de caer de bruces.

Cuando consiguió ponerse en pie, Pirvan había empujado al ogro hasta dejarlo tendido boca arriba para que no se ahogara en el lodo. No, que sea empujado por el semiogro.

Tenía la estatura de un hombre alto y musculoso, con un cuerpo de proporciones humanas, excepto el pelo. Los arcos superciliares, la línea de la mandíbula y la forma del cráneo delataban su mezcla de sangre.

Sangre mezclada, posiblemente, pero un guerrero único. Cuando el semiogro abrió los ojos, Pirvan se arrodilló a su lado.

—¿Puedes andar?

—¿Eh?

—Te pregunto si puedes andar. Te dejaré marchar, pero tienes que caminar.

Pirvan sintió un aliento cálido en su nuca.

—¿No debería matarlo? —dijo una voz ronca, demasiado profunda para proceder de un ser humano.

—No —respondió el ladrón sin perder el tiempo en volverse—. Ha luchado demasiado bien. Si puede andar…

—Ya te oí antes —lo interrumpió el semiogro. Podía haber sido un niño al que despiertan para ir al colegio. Agarrándose a una rama baja, se izó hasta ponerse en pie y se alejó dando traspiés en la oscuridad.

—Bien —dijo el dragón—. No me gusta matar, aunque lo hubiera hecho si estuviera más en deuda contigo y me lo hubieses pedido.

Pirvan intentó traducir el comentario; el dragón giró la cabeza hacia la cima de la colina. Su cuerpo se tensó, ambas alas se agitaron convulsivamente y, acto seguido, una avalancha de lodo se precipitó por el sendero con un chapoteo ensordecedor. No fue un alud importante, sólo les llegaba a las rodillas, pero provocó un furioso grito ladera arriba.

—¿Qué hijo de cincuenta padres ha convertido esas rocas en lodo? ¡Los tenía a todos atrapados ahí arriba!

Pirvan se echó a reír. Había reconocido la voz de Tarothin, lo cual significaba una cosa menos de que preocuparse. Con la ayuda de Haimya tiró del ya reanimado Kurulus hasta obligarlo a sentarse, de modo que pudiera escupir el barro de su boca y quitárselo de los ojos y las orejas.

—¡Sabes hablar! —exclamó Kurulus, mirando al dragón.

—Naturalmente —respondió el dragón—. Mi único problema, en cuanto me desperté, era no tener a nadie con quien hablar.

Olfateó a Pirvan y Haimya.

—Pero antes de que sigamos hablando, creo que deberíamos tomar un baño.