10

—Un dragón —dijo Jemar el Blanco.

Pirvan fue incapaz de describir el tono de voz del jefe de los bárbaros del mar o la expresión de su curtido rostro. Dejando aparte aquella fútil empresa, estudió al hombre como tal.

Jemar era media cabeza más bajo que Pirvan y, en proporción, más corpulento, sin que ni un gramo de esa corpulencia fuera de grasa. Se había hecho acreedor al nombre: según los criterios de los bárbaros del mar, su piel, del color del té de brearándanos mezclado con crema fresca, era mucho más clara que la media. Su barba y su cabello (que se peinaba en una larga trenza sujeta con tres anillas de plata) eran de color castaño oscuro, con tonos que con una luz parecían cobrizos y con otra, ambarinos.

Llevaba un ajustado chaleco, con más aberturas de cuero, y unos pantalones azules igualmente ceñidos, cuyas perneras acampanadas aleteaban sobre la caña de unas botas de suave piel. Un cinturón de un cuero que Pirvan no había visto nunca, pero que habría estado dispuesto a robar sin preguntas, sostenía una espada curva y una daga corta. No lucía joya alguna, aparte de los anillos de la trenza y un único pendiente, una arandela de oro con un rubí engarzado, del tamaño del pulgar de un bebé.

Jemar habría destacado en la plataforma de subastas de un mercado de esclavos. Ataviado como iba y sentado en una silla con flores y peces de coral elaboradamente tallados, estaba deslumbrante. Incluso superaba en esplendor a la estantería de armas enjoyadas (¿obsequios o botín de guerra?) y ornamentos de coral tallado y pulimentado con una docena de tonos, desde un rojo chillón hasta un malva tan sutil que era casi blanco.

A Haimya le parecía deslumbrante, y a duras penas podía apartar la vista de él. Pirvan creyó advertir que se había acelerado la respiración de la doncella guardiana.

Pirvan también sabía que no tenía derecho a estar celoso. Gerik Ginfrayson sí, tal vez, pero Haimya hablaría con él, de modo que en su momento lo aclararían entre ellos. Para sí mismo, Pirvan sólo podía esperar que Haimya no reparase en la tensión de su boca o cómo se crispaban sus puños.

—Un Dragón de Cobre —corrigió lady Eskaia. Estaba sentada en un escabel plegable, pero lo bastante grande para acoger a tres personas, con incrustaciones de mármol, y medio rodeada por un biombo de seda también plegable. Sobre el biombo había pintado un paisaje magnífico y dos retratos de guerreros del mar bárbaros en plena batalla contra unas criaturas que Pirvan deseó fervientemente que hubieran desaparecido hacía mucho tiempo de los océanos de Krynn.

—Así que es un Dragón del Bien —dijo Jemar—. Es un consuelo, aunque no muy grande.

Se puso en pie y empezó a pasearse de arriba abajo. A los tres pasos, las vigas de la cabina eran demasiado bajas para que pudiera pasar sin encorvarse, pero en ningún momento agachó la cabeza. Parecía tener una columna dorsal flexible como la de un gato, o la capacidad de encoger su altura a voluntad, como un contorsionista.

Ambas mujeres lo miraban fijamente, como niñas a una carretilla repleta de frutas acarameladas. A Pirvan le habría gustado contemplar el techo hasta que las mujeres recobraran el juicio. Prefirió no ofender a Jemar.

—Lady Eskaia, vuestra casa siempre ha sido famosa por su honor —dijo el bárbaro, dejando por fin de pasearse—. En el día de hoy habéis contribuido mucho a ello. Mis seis hombres que la guardia del puerto retenía como rehenes han sido liberados, según lo prometido. ¿Hasta qué punto os ata vuestro juramento de transportar este dragón fuera de Karthay?

Lady Eskaia se lo contó. Titubeó con alguno de los términos, y Pirvan vio que Haimya hacía terribles esfuerzos para no intervenir. Deseó que Tarothin estuviera presente, aunque el hechicero no había recibido permiso para subir a bordo del buque insignia karthayano.

—Decidme… —Jemar volvió a sentarse—. No, esperad. Permitidme que pida un poco de vino y pastas, y luego podéis contarme lo que ha ocurrido a bordo del buque insignia. No os dejéis nada en el tintero, por favor, porque debo exponer este asunto ante mi consejo de capitanes, para poder ayudaros.

Después se echó a reír, porque sus tres invitados intercambiaban desconcertantes miradas. Era una risa sin malicia o crueldad, de lo más agradable al oído para quien había oído demasiadas del otro tipo.

De hecho, Pirvan no pudo evitar unirse a él. Luego Eskaia echó la cabeza hacia atrás y gorjeó como un pajarito (Pirvan sintió un gran deseo de oírla cantar).

Al final, Haimya tampoco pudo contener la risa. Pero fue la primera en detenerse, y cuando lo hizo, miró tan fijamente a Jemar como si el bárbaro se hubiera convertido repentinamente en un dragón de mar.

—¿Has dicho que nos ayudaríais?

Jemar estuvo a punto de atragantarse, antes de asentir.

—Si mis capitanes están de acuerdo, y para eso debéis contarme vuestra reunión a bordo del buque insignia.

—Después del vino, Jemar —dijo Eskaia, mientras se secaba los ojos—. Después del vino, mi buen capitán blanco, podemos hablar de todo lo que deseéis oír.

Sin que Eskaia ni Jemar se percataran, los ojos de Haimya se encontraron con los de Pirvan.

«Si cree que así lo encandilará, está apostando fuerte», parecía decir aquella mirada.

—Nuestro viaje en gabarra desde el Copa de Oro hasta el buque insignia se prolongó bastante —empezó a decir Eskaia—. La niebla parecía disfrutar espesándose ante nosotros. Por fortuna, todos estamos acostumbrados a los movimientos de una embarcación y, aparte de la niebla, el tiempo era moderadamente bueno.

Pirvan se preguntó cuánto duraría la paciencia de Jemar, si Eskaia hacía la narración con tanto detalle. Hasta ahora, el bárbaro parecía atento a cada palabra, ¿o acaso a los grandes ojos castaños de la dama? Ella no estaba coqueteando con él, pero sin duda lo miraba como si tuviera un profundo interés en las facciones del hombre.

Si lo mirasen así a él, decidió Pirvan, también estaría dispuesto a soportar una historia larga y complicada.

—En cuanto subimos a bordo del buque insignia, fuimos conducidos al camarote del capitán. No sé si la intención de los guardias que nos acompañaban era honrarnos, protegernos o coaccionarnos.

Pirvan esperó que Eskaia prosiguiera describiendo a cada guardia, con todo lujo de detalles sobre su indumentaria y sus armas. La joven se controló y sólo describió con detalle a los oficiales. El ladrón vio que Jemar asentía lentamente; al parecer, reconoció a alguno de los oficiales por la descripción de Eskaia. Para qué podía servirle ese conocimiento, Pirvan no podía imaginarlo.

—En el camarote del capitán había un oficial de alto rango de la guardia, además de un hombre vestido como un clérigo de Paladine —continuó Eskaia—. Supongo que realmente lo era. Ni siquiera los señores de Karthay han perdido el temor a los dioses hasta el punto de utilizar clérigos falsos.

—Os sorprendería saber lo que los señores de Karthay pueden hacer si ven en ello un beneficio o una oportunidad para molestar a sus enemigos —dijo Jemar, esbozando una sonrisa—. Pero estoy de acuerdo, no sacarían nada de todo eso insultando a Paladine. Os ruego que continuéis.

—Muy bien. El capitán no dijo que seis hombres de la flota de Jemar habían sido detenidos y encarcelados bajo la acusación de ayudar a evadir aranceles portuarios, cuotas, multas, cargos, etc. Estoy segura de que os habéis informado mejor de la situación por los seis hombres implicados, de modo que no os cansaré con lo que sólo pude adivinar en ese momento.

—Gracias. —Pirvan aguzó el oído, pero no logró detectar ni la más ligera inflexión de sarcasmo en la recia voz de bajo del bárbaro del mar.

—Después habló el clérigo. Dijo que todo estaría bien y todos quedarían complacidos si el Copa de Oro prestara cierto servicio a Karthay y a toda la humanidad. Le pregunté de qué servicio se trataba. Pensé que consistiría en llevar al exilio a algunos enemigos de los gobernantes, lo cual no estaría fuera de lugar si recibíamos provisiones y se nos concedía tiempo a fin de preparar el barco para acomodar a los nuevos pasajeros.

—Los karthayanos casi nunca se molestan en decretar el exilio —dijo Jemar—. Si alguien insulta a los señores lo suficiente para no ser bienvenido en la ciudad, suelen mandarlo mucho más lejos que al país vecino.

—Eso no lo sabía, y no teniendo ni idea de lo que deseaban, decidí no hacer conjeturas —dijo Eskaia. Por fin, Pirvan advirtió una débil nota de reprensión en la voz de la joven. Jemar casi había pasado por alto que era lo bastante viejo como para ser su padre, pues debía estar ya cerca de los cuarenta. Pero ella parecía dispuesta a tratarlo como si fuera un niño que acababa de derramar mermelada sobre sus mejores ropas.

Pirvan confió en que Jemar seguiría mostrándose tan apacible como hasta entonces.

—Dijo que en las tierras de Karthay habían encontrado un Dragón de Cobre. Desconocían su edad y su sexo, pero parecía herido y no podía o no quería hablar. Toda la información que poseían sobre los dragones les indicó poco más de lo que veían con sus propios ojos.

»Entretanto, los rumores acerca del dragón empezaron a extenderse por la ciudad y sus tierras. Algunas personas mal avenidas con los señores de la ciudad decían que el dragón era un signo. Un signo de la inminente caída de los señores y de un nuevo gobierno de justicia en Karthay.

—Siempre hay necios con más boca que juicio —dijo Jemar—. Tal vez algunos más en Karthay que en otros lugares, pero ninguna ciudad está libre de ellos.

—Sé poco de Karthay, excepto lo que interesaba a la Casa Encuintras —replicó Eskaia—. Pero creo que tenéis razón.

»Pregunté por qué nos lo contaban. Dijeron que nos proponían un trato. Si subíamos el dragón a bordo del Copa de Oro, lo trasladábamos a una tierra lejana y lo soltábamos allí, nos permitirían completar nuestras reparaciones y reponer nuestros suministros. Además, liberarían a los seis hombres de Jemar.

»Dije que quería pruebas de la existencia del dragón. El clérigo dijo que no estaba en la ciudad. Repliqué que si no estaba en la ciudad, tendríamos que completar las reparaciones y abasteceros antes de zarpar para ir a recogerlo y llevárnoslo.

»El clérigo y el capitán hablaron en privado un momento. Después, el clérigo dijo que nos mostraría el dragón. Si eso no bastaba, llevaría a varias personas de confianza de nuestras filas para que lo vieran.

»Le contesté que si nuestro capitán decía que el barco podía transportar el dragón sin peligro, lo admitiríamos a bordo en cuanto termináramos las reparaciones. El capitán de la guardia dijo que si esperábamos hasta entonces, tendría que enviar sus barcos para que nos acompañaran hasta que el dragón estuviera a bordo.

»Le respondí que comprendía sus razones. Pero si quería que zarpáramos con semejante señal de desconfianza, debía liberar a los seis hombres de Jemar el Blanco de inmediato. Nada más se haría mientras no cumpliera esa condición. Me pareció que tomar rehenes inocentes no es algo que deba permitirse. Las manos de los istarianos no están limpias de ello, pero quiero que las mías lo estén.

Jemar alzó una mano, se puso en pie, caminó hasta Eskaia y la besó suavemente en la frente. La joven se estremeció. Por un momento, Pirvan creyó que iba a levantar la cabeza, abrir la boca y devolver el beso de una manera mucho menos formal.

Pero Jemar ya retrocedía y se sentaba de nuevo. Cruzó una pierna sobre otra, con una expresión distante reflejada en sus ojos. Enseguida, esa expresión se desvaneció y sus dos pies se unieron sobre la alfombra istariana roja y amarilla con un golpe sordo.

—Lo habéis hecho mejor de lo que creéis —dijo—. Mi señora, os estoy más agradecido de lo que las palabras me permiten expresar. No sólo hablo de mis seis hombres, aunque imagino que todos ellos estarían más dispuestos a besaros que yo…, aunque uno es una mujer, si no recuerdo mal.

—Puede besarme también —dijo Eskaia con firmeza—. Pero, mi buen capitán, mal me pagáis por desvelar misterios añadiendo otros. ¿Sabéis más de este asunto de un dragón de lo que habéis sugerido?

Los labios de Jemar temblaron, pero no se abrieron enseguida. Por fin, asintió.

—Os pido que creáis que no he divulgado la naturaleza de vuestro viaje. Pero… os dirigís al golfo del Cráter, ¿verdad?

Eskaia se quedó sin habla, pero respondió con un gesto afirmativo.

—Me lo imaginaba. Entonces me parece que habéis hecho un gran favor, o al menos os lo habéis hecho, aceptando al Dragón de Cobre a bordo del Copa de Oro.

—El capitán aún tiene sus dudas —señaló Eskaia.

—Intentaré despejarlas. Incluso enviaré a varios de mis hombres a bordo de vuestro barco, no los suficientes para apoderarse de él, pero sí para ayudaros con el dragón. Además, si vais a buscar al dragón con galeras de la guardia del puerto a vuestro alrededor, no puedo mandar barcos para que os acompañen. Los karthayanos encontrarían el modo de provocar la lucha, y nada bueno resultaría de ello. Pero necesito testigos de confianza de mis propios hombres sobre lo que ocurra cuando subáis el dragón a bordo. Si puedo enviarlos, la ayuda que podéis pedirme no tendrá límites.

—Es muy generoso por vuestra parte, noble Jemar, pero creo que todavía os reserváis algo —respondió Eskaia con voz enérgica—. Os ruego que lo digáis, si no me estáis vendiendo un poni disfrazado de caballo. Mi Casa no ha alcanzado su actual posición aceptando tratos semejantes.

—No pretendo estafaros ni faltaros al respeto —respondió Jemar, extendiendo las manos, en lo que a Pirvan le pareció una súplica—. Lo que ocurre es que puedo ofreceros poca información fiable a cambio de vuestra admirable exposición, sólo relatos y rumores y rumores de relatos.

—Tales informes a menudo advierten de los peligros a quienes escuchan, y puedan prepararse para afrontarlos —dijo Eskaia. Sonrió, mostrando todos sus hoyuelos y, esta vez, haciendo teatro con los ojos—. Si esto no es una cita de algún erudito antiguo, la reclamo como propia.

—No es necesario ser un erudito para ser prudente —replicó Jemar, devolviéndole la sonrisa—. Ahora, por agradable que sea intercambiar elogios hasta que se acabe el vino, permitidme hablaros de lo que se rumorea entre los viajeros marítimos sobre los dragones.

Jemar tardó más en contar su historia que Eskaia la suya. Se tomó su tiempo explicando hasta qué punto era fiable cada relato o rumor, a fin de que sus oyentes pudieran decidir por sí mismos.

Al parecer, durante dos años habían corrido rumores de que el jefe de los piratas del golfo del Cráter, un hombre llamado Synsaga, tenía un mago renegado a su servicio. Los renegados eran casi siempre malvados, y nunca mejores que los neutrales. De modo que, si era verdad, eso por sí solo ya bastaba para causar preocupación.

Mientras tanto, habían empezado a acumularse otros rumores. Los marineros (incluso otros piratas) solían dar un amplio rodeo para evitar el golfo del Cráter. Pero los barcos que pasaban hasta a cincuenta millas de distancia habían avistado algo grande y negro en el cielo, normalmente a gran altura pero a veces lo bastante bajo para que se distinguieran sus rasgos, que coincidían con las antiguas descripciones de los Dragones Negros. Eran criaturas del Mal, criaturas de Takhisis, criaturas que ningún hombre deseaba volver a ver sueltas, pues eso significaría que el sueño de los dragones empezaba a desmoronarse y que tanto el Bien como el Mal pronto liberarían a sus gigantes alados.

—Me parece que hay una explicación menos aterradora —intervino Eskaia—. Supongamos que, por alguna peculiaridad de sus conjuros, este renegado hubiera interrumpido el sueño de un único Dragón Negro. Entonces, según lo que me han contado, se habría roto el equilibrio, y se necesita un Dragón del Bien para restaurarlo. Supongamos que nuestro Dragón de Cobre es el necesario y que el clérigo de Paladine lo sabe, aunque no haya despertado personalmente al dragón.

—Razonáis como un clérigo —observó Jemar, sin disimular su admiración.

—Gracias —respondió Eskaia, esbozando una sonrisa—. Ciertamente, he leído algunos de los libros, los permitidos a todo el mundo, que forman el conocimiento común de los clérigos. El concepto de equilibrio se encuentra en libros que deben estar concebidos para niños.

—Unos niños son más prudentes que otros —replicó Jemar—. Y vos no sois ninguna niña.

Pirvan no estaba seguro de que le gustara el tono de voz de Jemar cuando pronunció estas palabras. A Haimya, no le gustó; el ladrón había aprendido a interpretar en el rostro de la mujer los estados de ánimo más sutiles. Al menos sería Haimya quien se encargara de la desagradable tarea de explicar a Eskaia la insensatez de tratar de seducir de aquel modo a un hombre como Jemar.

—Espero que no —dijo la joven—. Así, ¿puedo contar con vuestra ayuda?

—Como he dicho, poco es lo que puedo prometer, hasta que mis capitanes se hayan reunido en consejo y jurado seguirme en esta empresa. Pero sin duda habrá hombres de los míos, todos buenos luchadores, a bordo del Copa de Oro cuando zarpe en busca del dragón.

Dicho esto, el resto fue charla ceremoniosa, más vino y pastas, y el regreso al Copa de Oro. Con todos los suministros cargados y la mayoría utilizados, había poco trabajo, por ahora, y había corrido más vino del que Pirvan estaba acostumbrado a beber con tan poca comida a aquellas horas del día.

Se tumbó hasta que el zumbido de su cabeza se desvaneció y se convirtió en un lejano murmullo, y para entonces se estaba quedando dormido.

Despertó con Haimya sentada a su lado en el camastro. Era agradable verla, aunque la fatiga y quizás algo más habían marcado su rostro con arrugas que antes no tenía.

—Pirvan, te debo una disculpa.

—La aceptaré, pero no creo que hayas hecho nada por lo que debas disculparte.

—He estado… inquieta, por Gerik… Quizá más inquieta de lo que debiera. No dejo de decirme que es un rehén valioso, de modo que es poco probable que Synsaga le arranque los dedos o los ojos. Pero la probabilidad no es la certeza, y no puedo estar tranquila mientras no vuelva a verlo.

Pirvan quiso extender los brazos y cogerle las manos, pero tenía miedo de que ella se encogiera ante el contacto. Tenía más miedo de que hubiera interpretado a través de su carne el pensamiento que ocupaba su mente: «No es sólo el daño que pueda sufrir Gerik lo que te preocupa. Es lo que pueda ocurrirle a su honor. Un mago capaz de despertar a un Dragón Negro a menudo puede llevar a un hombre por el mal camino, lejos de su hogar y solo entre extraños».

—En tu situación, podría ser más difícil dirigirte a mí que a un puercoespín —dijo Pirvan—. No necesitas ir por ahí disculpándote con todo el mundo y con su primo semielfo.

—No lo haré. Pero insisto en disculparme contigo. Necesitamos trabajar juntos para…, para…

—¿Para evitar que Eskaia se embobe con Jemar el Blanco?

—¿Es así como lo llamas? Yo habría dicho que se tumbe, retire las sábanas y levante las piernas.

—Tú gozas de los privilegios de un servidor de la familia. Yo no —respondió Pirvan, mirando hacia el techo.

—Y tengo intención de utilizarlos —dijo Haimya—. Pero, hablando muy en serio, puede que ahora tema más por Gerik si está a la distancia de un tiro de arco del cubil de un dragón. Procuraré no abrumarte con esos temores y si lo hago, será sin querer.

«Y si alguna vez te atreves a decir la verdad, será un milagro», pensó Pirvan amargamente.

Pero tal vez no estuviera enamorada de él. No sabía si el enterarse de que no lo estaba constituiría para él un alivio o una decepción.