8

La respuesta de Haimya fue precipitarse hacia las rocas.

Haimya quizá no tuviera tanto equilibrio en las alturas ni la habilidad para escalar de Pirvan, pero su deseo de salir del agua antes de que la naga se recuperara o convocara a sus amigas fue suficiente. Llegó a la primera cornisa antes que Pirvan y a los norayes al mismo tiempo que él.

En la cornisa, por fin pudieron recobrar el aliento… y descubrir que el cabo de Pirvan se había partido durante la pelea con la naga. El ladrón miró desde las rocas el turbulento paisaje acuático que se había tragado la soga como un pollo que picara un grano de cebada. Volver a zambullirse sería inútil; hasta qué punto también peligroso, dependía más de lo que le hubiera sucedido a la naga.

El rostro de Haimya era todo un cuadro: gratitud hacia Pirvan por haberla salvado, miedo por su señora y sus compañeros de tripulación si no bastaba con un solo cabo y lo que parecían ser dudas acerca de su propio honor. Su sentido del honor, Pirvan lo sabía, era de los que la harían pensar que debió dejar que la naga la matase si así él lograba salvar ambas sogas.

Pronto comprendería que estaba torturándose por algo que ya no tenía remedio y se calmaría. Hasta entonces, cuanto menos dijera Pirvan, mejor.

Ataron el cabo restante con firmeza alrededor de los norayes e hicieron señas a los tripulantes de la balsa. Luego empezaron a tirar del cabo para acercar el otro más los oídos de la atenta Haimya y de los demás marineros que se preparaban para soltar los cabos.

—Lo que dijo que había hecho, y todo se lo contó a la dama, yo sólo estaba escuchando casualmente…

—¿Sin ser visto?

—¿Acaso soy invisible?

—Lo serás, si has insultado a cualquiera de los dos —respondió Pirvan, esbozando una sonrisa—. Yo mismo te arrojaré de estas rocas.

—¿Tú y qué regimiento?

—Bueno, ¿qué dijo Tarothin?

Al parecer, había utilizado un único conjuro, poderoso y profundamente neutral, para invertir la parálisis de Haimya y Pirvan e infligírsela a la naga. Esta no moriría, a menos que algo grande y hambriento se tropezara con ella antes de que recobrara los sentidos y fuera capaz de huir.

Entretanto, lanzaba gritos de socorro, inaudibles para los oídos humanos o la mayoría de los de otro tipo, pero dolorosos para otras nagas marinas. Cualquiera de ellas que oyera el grito huiría de la zona de los escollos de las Flores como si el mar hubiera empezado a hervir.

—Las nagas ocupan un lugar en el equilibrio divino de las cosas —comentó Alatorva—. O al menos eso es lo que la neutralidad hace creer a nuestro amigo.

—No voy a discutirlo —dijo Pirvan—. Siempre que ese lugar esté a varios días de camino de donde yo me encuentre.

—Eso también lo dijo —replicó Alatorva—. Justo antes de desplomarse sobre cubierta.

—¿Está…?

—Durmiendo la mona, calculo. Lo mismo les ocurre al herbolario del barco y a la princesa comerciante, que sabe mucho más de esto que yo. Supongo que la formulación del conjuro lo dejó en peor estado que a ti o a Haimya.

A Pirvan se le antojó que aquello tenía su lado positivo. Tarothin tardaría un poco en recobrar las fuerzas. Durante ese tiempo no podía enseñar a Eskaia demasiado sobre magia. Se había ganado el aprecio de la tripulación del Copa de Oro, pero si tenía los planes que Haimya había mencionado, podía perder el de Josclyn Encuintras. Lo que resultara de ello no parecía más halagüeño entonces que la primera vez que Pirvan se enteró de los juegos que la dama y el hechicero se traían entre manos.

Al no tener a punto una réplica adecuada, Pirvan descendió como pudo por las rocas para reunirse con el grupo de la balsa.

Un lento viaje desde los escollos de las Flores (si se tenía bastante suerte como para llegar a aquellas aguas) hasta Karthay duraba normalmente tres o cuatro días. El Copa de Oro tardó siete completos y la mayor parte del octavo.

Navegaba en contra del viento, con dos mástiles y medio, un aparejo que constaba más de nudos y empalmes que de sogas y unas velas que parecían andrajos despreciados por un mendigo. El casco estaba deformado, las vías de agua parecían aumentar y, entre las reparaciones, el achique y las tareas rutinarias de un gran buque en el mar, la tripulación descansaba poco y dormía menos.

El único consuelo eran unas raciones generosas. Nadie dudaba de que fueran a detenerse en Karthay para hacer las reparaciones necesarias y reabastecerse. Las provisiones calculadas para todo el viaje hasta el golfo del Cráter y el regreso se distribuían ahora en cada comida, y a menudo a otras horas, y también con menos formalidad. «Se echará a perder si no lo termino», dijo Alatorva una noche, hablando de un gran tarro de pepinillos en vinagre y verduras con especias.

La generosa dieta ayudó a recobrar las fuerzas a los heridos y los agotados, Tarothin entre ellos. Cuando caminaba por la cubierta para tomar el aire, los hombres que antes lo evitaban ahora se apiñaban a su alrededor, pidiéndole consejo o simplemente arrodillándose ante él como expresión de agradecimiento.

El era educado en cuanto el consejo, pero, a los ojos de Pirvan, parecía incómodo con la adoración. El ladrón se preguntó si era genuina modestia (algo no imposible en los hechiceros, pero sí raro) o simplemente el buen juicio de comprender que la adulación podía convertirse en rabiosa hostilidad en el momento en que decepcionara a uno de sus adoradores.

Por otra parte, Pirvan no podía hacer gran cosa si Tarothin carecía de buen juicio. Aceptar de buena gana el consejo del pueblo llano era casi inaudito, incluso en el más moderado mago.

Aún era menos lo que podía hacer por el malhumor de Haimya, que lo turbaba más que cualquier cosa que pudiera venir de Tarothin. La doncella guardiana mantenía las distancias más que antes de la tormenta, y no sólo con Pirvan. Cualquier hombre que se acercaba a ella, incluso para agradecerle que los hubiera salvado a todos, recibía una mirada furibunda y a veces un comentario que le dejaba los pies clavados a la cubierta y la lengua al cielo del paladar.

El único consuelo de Pirvan era que nadie creía que él y Haimya fueran amantes y, por lo tanto, no se consideraba responsable del estado de ánimo de la mujer. En cuanto a averiguar cuál era la causa de su inquietud, igual podía haber estudiado el paisaje del Abismo. No habría sido más difícil y quizá sí menos azaroso.

Antes de obligarse a fingir indiferencia ante el comportamiento de Haimya (por el que ella sufría tanto como el que más, Pirvan no pudo dejar de advertirlo), el ladrón se planteó seriamente preguntárselo a lady Eskaia. Pero el planteamiento fue breve y acabó en silencio. La dama era tan reservada con los secretos de su doncella como ésta con los suyos; Pirvan se quedaría en tierra en Karthay cuando el barco zarpara si se atrevía a insinuar semejante fisura en su confianza.

Así estaban las cosas cuando, al octavo día, a la puesta de sol, el Copa de Oro se internó lentamente en el puerto occidental de Karthay.

Como la mayor parte de Ansalon, Karthay, la ciudad y las tierras circundantes por igual, debía una lealtad nominal a Istar la Poderosa. Como en muchos de los territorios, Estados y poderes más destacados, la palabra «nominal» se pronunciaba con más fuerza y sinceridad que la de «lealtad».

Era una rebelión, o al menos una muestra de puntillosidad, más que un desafío descarado. Pero existía una larga historia de intercambios fraudulentos de dinero, mercancías de mala calidad (aunque nada que pusiera en peligro la vida, sólo la digestión, el matrimonio, la castidad o los beneficios) y reyertas tabernarias sospechosamente oportunas.

—Un día de éstos —confesó Kurulus a Pirvan—, Istar reunirá una flota decente propia. Entonces nos plantaremos en la boca del golfo, haremos entrar y salir nuestros propios barcos y encerraremos a Karthay como a un puñado de vírgenes en un templo.

—Hummm —fue la respuesta de Pirvan, o algo parecido. Esto ocurrió en su tercer día en Karthay, y aparte de dos visitas de los oficiales de guardia del puerto, no habían tenido contacto con tierra firme. El puerto parecía tan ajetreado como le habían asegurado, incluso más pintoresco que el de Istar, con un buen número de barcos de bárbaros del mar, pero era muy poco acogedor.

No les habían permitido aprovisionarse de agua, y eso amenazaba con convertirse en un problema grave, ya que varios depósitos de la hilera inferior tenían fugas o se habían contaminado con el agua de mar. El Copa de Oro no sólo tenía que llenar los depósitos intactos, sino también reparar los dañados antes de salir a mar abierto. La perspectiva de morir de sed a dos millas del bullicioso muelle de Karthay habría resultado ridícula si no fuera tan real.

De hecho, la perspectiva de algo desagradable parecía absurda en un día como aquél, cuando estaban a salvo en puerto después de su proeza en medio de la tormenta. El cielo era una obra de retacería de reverberante azul y lanudo blanco, una ligera brisa refrescaba la piel y henchía las velas de las embarcaciones pequeñas, y los blancos muros de las fortalezas y los almacenes portuarios resplandecían con un brillo más intenso que la espuma de las olas. Por estar situada más al norte que Istar, Karthay era más cálida y la mayoría de sus habitantes encalaba sus edificios para ahuyentar el calor.

Pero bajo la fachada aún más espléndida de Istar la Poderosa circulaban corrientes subterráneas más siniestras. Pirvan era consciente de ello, y como cualquier ladrón prudente, sabía que el conocimiento de un hombre no llega demasiado lejos. Indudablemente, lo mismo circulaba bajo Karthay, pero aquí él era tan ignorante como un recién nacido.

Sólo podía esperar, reprimiendo su frustración, hasta que la tripulación del Copa de Oro recibiera la autorización para desembarcar o hasta que Karthay asestara su hachazo.

Recibieron el hachazo dos días más tarde, después de que una gabarra cargada de agua satisficiera las necesidades más apremiantes del barco. El martilleo de los carpinteros que reparaban o sustituían los depósitos llegaba hasta el camarote del capitán, mientras la sobrecargo (que ejercía como delegada del capitán en cuestiones de negocios) explicaba la situación.

—¡Mil trescientas monedas de oro! —exclamó lady Eskaia.

—Para ser exactos, mil trescientas ochenta y cuatro, siete piezas de plata y nueve de bronce —dijo la sobrecargo—. Y esto es sólo el coste de las reparaciones del barco.

—Cállate —ordenó el capitán.

—No —dijo Eskaia—. Quiero oír lo peor.

—Ya lo habéis oído —replicó la sobrecargo—. Nos queda el consuelo de que no tendremos que pagar por las reparaciones hasta que hayamos abonado el resto. No nos permitirán acercarnos a los astilleros hasta que…

El capitán masculló una grosería, lo bastante alto para que todos lo oyeran, pero no demasiado para que nadie tuviera que darse por enterado. El rostro de Eskaia se endureció. Pirvan dirigió una rápida mirada a Haimya.

La doncella guardiana parecía estar intentando hacer lo mismo que Pirvan: imitar a una estatua, sin capacidad de movimiento ni sentidos. Al capitán le había disgustado que Eskaia llevara su escolta a esta conferencia privada. Si llamaban la atención del capitán, se encontrarían al otro lado de la puerta incluso al precio de una disputa entre Eskaia y él.

Siempre habían coincidido en la necesidad de evitarlo. Aunque Haimya seguía desfilando en silencio por su campo de batalla privado, parecía no haberlo olvidado.

—Capitán, el oro está aquí —dijo Eskaia—. Incluso para pagar los precios de Karthay por reparar barcos istarianos. Pero lo importante no es el precio, sino los principios. Pretenden humillar a Istar avergonzando a una de las grandes casas comerciales. Si se lo permitimos, ¿qué harán a continuación? Sería un triste día para ambas ciudades si Istar se ve obligada a someter a Karthay y a su guarnición sus tierras, ciudadelas y puertos.

—También sería muy costoso —murmuró la sobrecargo—. Los aranceles que debemos pagar…

—Muy bien, mi señora —dijo el capitán imponiendo silencio con un gesto brusco de su mano izquierda—. Este viaje es una empresa vuestra. No puedo hacer otra cosa que obedecer. Si no os perjudica esperar varios días, tampoco a mí ni a mis hombres. Quizá se ablanden los karthayanos.

—Y tal vez los trolls marinos se conviertan en sacerdotes de Paladine —respondió Eskaia—. Yo pensaba más en encontrar la forma de reparar el Copa de Oro para proseguir el viaje sin la ayuda de Karthay.

—Pedís mucho de mí y mi tripulación…

—Sólo paciencia —respondió Eskaia alzando una frágil mano, que ahora lucía varias callosidades nuevas—. No os pido que afrontéis peligros innecesarios. Paciencia… Ah, y cualquier información sobre los karthayanos que no cumplan las órdenes de sus gobernantes en estos asuntos.

—Eso no lo conseguiréis sin una promesa de discreción —dijo la sobrecargo—. A ningún marinero le gusta embarcarse en un puerto como Karthay, por miedo a ser azotado o a terminar en un campo de trabajos forzados.

—Nadie abandonará el barco antes de que este asunto esté resuelto, de un modo u otro —respondió Eskaia. Miró al capitán y éste asintió a regañadientes—. Así, ningún secreto nuestro llegará a oídos de los karthayanos, excepto por un acto de traición, y calculo que los marineros pueden encargarse solos de eso.

Los dos oficiales intercambiaron miradas que Pirvan no tuvo dificultad en traducir: «Si los amigos del traidor no se encargan, lo haremos nosotros».