6

El Copa de Oro se recortaba contra el cielo cubierto de nubes por encima del esquife como un castillo que extrañamente flotara. Por su inmensa mole, Pirvan pensó que quizá se merecía más el nombre de Tetera de Oro.

La brisa había arreciado desde que soltaron amarras. Los crujidos de la madera y de los aparejos casi ahogaban el chapoteo de los remos que acercaban el esquife los últimos metros que lo separaban del portalón.

Pirvan se colgó del hombro su nuevo petate de marinero y se inclinó hacia adelante para contar los demás fardos y cajas amontonados a los pies de los remeros. No creía que tuvieran órdenes de arrojar por la borda su equipo, pero su intención era cuidarse de esa posibilidad tanto como de los accidentes.

La nave se erguía a mayor altura en la oscuridad, que parecía haberse vuelto más intensa. Se hallaban en el fondeadero del puerto, donde estaban anclados los buques más grandes, esperando a que los vientos favorables les permitieran largar las velas o, si soplaban hacia la orilla, a que quedara espacio libre en los muelles de mayor calado que requería su quilla. La nave no tenía vecinos cercanos, y ninguno de los demás barcos estaba iluminado, excepto por los habituales faroles de proa, popa y del portalón.

La nave parecía un amasijo de bultos y cabos, y aparte de su gran tamaño, Pirvan no podía decir gran cosa de ella.

Nunca había vivido cerca del puerto, donde no se podía pasear ni cinco minutos sin ver una docena de embarcaciones distintas. Los alojamientos solían estar abarrotados y ser muy ruidosos, y los marineros y los estibadores no sentían un desmesurado aprecio por los hombres de la profesión de Pirvan.

No importaba que no fueran contrarios a practicarla ellos mismos, ni que Pirvan jamás se habría rebajado a robar a un estibador. Ninguna de ambas cosas lo hubiera salvado, si se le acababa la suerte, de un rápido viaje al fondo del puerto con unos viejos grilletes en los pies.

—¿Quién va ahí? —resonó una voz en la noche cuando alguien del portalón los divisó.

—¡Un pasajero para el Copa de Oro! —gritó uno de los remeros.

—Acercaos para que os identifiquemos.

Pirvan esperaba que la nave estuviera tan bien vigilada como su tamaño sugería. Una vigilancia deficiente, una tripulación o una náutica peores, la ebriedad, los incendios… todo podía poner fin prematuramente a este viaje (que Pirvan a duras penas confiaba en que tuviera éxito) y a la vida del ladrón (que intentaría conservar durante más tiempo del que la Casa Encuintras necesitara utilizarla).

El portalón se alzaba a la altura de un edificio de dos plantas y la borda era más alta que un hombre, de sólida madera y con troneras para los arqueros. Cuando Pirvan subía los últimos escalones, un chapoteo y una maldición sonaron a sus pies.

Miró hacia abajo. Alguien había abierto una portilla y vaciado un cubo en el agua sin mirar primero. Parte del contenido del balde había caído sobre la barca y el segundo remero, que estaba entregando parte del cargamento al primer remero y a un marinero situado al pie del portalón.

Un hombretón se materializó de improviso ante Pirvan, pero no le hizo caso. Se inclinó sobre la borda.

—No hagáis tanto ruido ahí abajo u os daréis un baño antes de volver a la orilla.

El remero se calló, pero después de eso el cargamento subió a bordo con bastante rapidez. El hombre no dejaba de mirar hacia arriba, como preguntándose qué le caería encima a continuación.

—¿Eres Pirvan, del grupo de los Encuintras? —pregunto el hombretón, dirigiéndose a él.

—El mismo. —Pirvan sacó un medallón de su bolsa y se lo mostró al hombre. La luz de dos faroles que colgaban a ambos lados del portalón bastaba para examinarlo.

—Está bien —dijo el hombre con un gruñido—. Eres casi el último. Sigue a ese mozo hasta tu camarote y deshaz enseguida el equipaje. Levaremos anclas en cuanto el último bote traiga a los que han desembarcado para beber.

Un niño de unos doce años había brotado aparentemente de la cubierta siguiendo la estela del hombre. Miró a Pirvan de arriba abajo con una madurez inquietante.

«Probablemente se pregunta cuánto puede sacarme de buenas maneras», pensó Pirvan.

—¿Y el equipaje?

—Ahí —dijo Pirvan, señalándolo—. El baúl con tiras de cobre, la caja con un lazo rojo y el petate verde. Yo llevaré esto.

El niño agarró el petate y se dirigió a toda prisa hacia… la popa, pensó Pirvan. Lo siguió lo más rápido que pudo, no sin despellejarse las espinillas contra los salientes de la cubierta, trastabillar y apartarse brincando del camino de grupos de marineros que corrían a resolver asuntos urgentes.

Había suficientes personas correteando por la cubierta de la nave como para guarnecer un castillo. Pirvan se preguntó si el último puñado de hombres era tan importante, o si vendría alguien o algo valioso en el bote. Tampoco era cosa suya preocuparse mucho por eso, y si permanecía en cubierta mucho tiempo más, sería tan evidente y poco aceptado como un clérigo sobrio en una parranda de borrachos.

Pirvan dio alcance al niño ya en el interior del castillo de popa, que era de una escala proporcional al resto del navío. El ladrón se había hospedado en albergues más pequeños, y su camarote era un alojamiento más cómodo que el que dichos albergues proporcionaban a menudo, incluso a los viajeros de abultada bolsa.

Podía tocar las paredes plantándose en el centro, pero todo el espacio estaba sabiamente aprovechado. A un lado había recios estantes para el equipaje; en otro, una mesita con una jofaina para lavarse, un jarro y más estantes, con una cajonada debajo.

El tercer lado soportaba una tarima con un jergón y cajones debajo, y sobre la cama había dos filas de ganchos. De uno de ellos colgaba una hamaca con una manta enrollada encima.

A Pirvan no le resultaban extrañas las hamacas, pero si alguien iba a ceder la cama sin protestar, ningún ladrón rechazaría jamás lo que se le ofrecía libremente. (Los hombres honrados también eran muy parecidos). Se tumbó en la cama, más para dejar espacio al niño en su trabajo que porque estuviera cansado.

Las intenciones eran una cosa y el estado de su cuerpo, otro. Debió quedarse adormilado, porque lo siguiente que supo fue que el niño estaba en pie junto a la tarima, forcejeando para subir el baúl a un estante y atarlo con un complicado arnés de cadenas de cobre y correas de cuero. Parecía una tarea suficientemente ardua como para empujar a una bordadora a la bebida, pero el niño concluyó el trabajo con rapidez.

Pirvan sacó una moneda de cobre de diez y se la lanzó al niño, que la atrapó en el aire, la miró, la mordió y luego sonrió porque sus dientes le habían confirmado que era auténtica.

—Bueno, señor, es un buen signo para nuestro viaje juntos. Levaremos anclas antes de que volváis a necesitar la letrina, así que relajaos y descansad.

Se marchó sin añadir nada más, aunque ya había dicho bastante. Más que suficiente para que Pirvan se preocupara por si Alatorva el Tuerto no conseguía subir a bordo y él realizaba este viaje sin un solo amigo y, de hecho, sin nadie a bordo que no lo arrojara a los peces en el momento en que terminara su trabajo. De todos los lugares de Krynn donde era fácil conseguir que un asesinato pareciese un accidente, un buque era el más apropiado.

Relajarse fue imposible, pensando en eso. Deambular por la nave sin ser visto sería tan difícil como antes. El camarote tampoco tenía portillas que ofrecieran una vista del exterior a Pirvan.

Lo que sí tenía, como pudo ver enseguida, era una rejilla en el techo, que sin duda daba a la cubierta superior. Además, había dos lugares en los que un hombre ágil como Pirvan podía situarse para escuchar cualquier sonido que llegara a través de la pequeña reja.

Memorizó rápidamente la mejor posición y luego apagó de un soplido la lámpara colgante para dar la sensación de que estaba durmiendo. Al cabo de un momento, estaba medio colgado, medio en pie, e incluso un poco agachado, estirándose para que su oreja se apoyara en la rejilla.

Tardó un rato en oír algo más que las labores de la nave, un confuso y desconcertante batiburrillo de gritos, gruñidos, crujidos y gemidos, golpes de la madera y rechinos del metal, así como numerosos comentarios irreverentes sobre los dioses, las mujeres y los compañeros de viaje. Después de un arrebato particularmente violento, que parecía estar relacionado con vaciar un bote y subir su contenido a bordo, Pirvan oyó algo que le hizo aguzar el oído.

—¿Has exprimido el vino de todo el mundo? —Era una voz masculina y revestida de autoridad.

—A casi todos. —Ésa era la voz del hombretón que había recibido a Pirvan en el portalón.

—Casi todos puede que no sea suficiente.

—Oh, no os inquietéis, capitán. El muchacho ha encontrado un nuevo tripulante que vale por dos de los antiguos. Así de grande es.

—Tenemos órdenes sobre los tripulantes nuevos. ¿Tiene la documentación en regla?

—Firmada por Berishar, o ya no recuerdo ni mi propio nombre.

Un momento de silencio, seguido por el ruido de numerosos pies calzados con botas, que disminuía a medida que se alejaban hacia la proa.

—¿Es ése, el grandullón?

—Sí, capitán. El de la gorra roja y el galón rojo en la chaqueta. Y, desde ahí no se ve, pero tiene los ojos de la suerte.

—¿Uno azul y otro verde?

—El azul es más bien castaño, pero se acerca lo suficiente.

—Será suficiente si él no tiene mala suerte, para sí mismo o para nosotros. Este viaje ya es bastante raro, con tantos pasajeros femeninos a bordo.

—¿Deberé hacer una ofrenda adicional al templo de Habbakuk en Karthay?

—Debes quitarte de mi vista y empezar a sujetarlo bien todo, incluida tu lengua si no puedes hablar con sentido.

—A la orden, capitán.

Pirvan ahogó una risita y se dejó caer sobre la cama, tranquilizado. Alatorva solía cubrir con un parche su ojo lisiado, pero poseía una colección de ojos de cristal y vidrio para hacer ver que no le faltaba ninguno. Además, su ojo bueno tenía un inusual color azulado con tonos castaños (o castaño con tonos azules), y había dicho que llevaría una gorra roja.

En conjunto, Pirvan consideró que podía dormir en paz, sabiendo que no estaba solo. Esa tranquilidad y las escasas horas de sueño de los dos últimos días, desde que se había enrolado en este viaje, pudieron con él antes de que acabara de colgar su ropa…

Pirvan despertó sabiendo que el Copa de Oro estaba navegando, o por lo menos ya no estaba anclado. Todos los movimientos y sonidos habían cambiado.

Menos esperado y mucho menos bienvenido fue el hecho de que ya no estaba solo en el camarote. Había un hombre sentado en la cubierta, con la espalda apoyada en la puerta y la cabeza gacha sobre el pecho. Era una cabeza calva, pero su cara no era más vieja que la de Pirvan, y el cuerpo vestido de marinero parecía bien alimentado y musculoso.

Pirvan contó hasta diez, conteniendo el aliento, mientras sacaba su daga de debajo de la almohada rellena de paja. Después miró hacia la hamaca que colgaba sobre él y dijo, muy lentamente:

—Al parecer, últimamente tengo la costumbre de despertar en extraños lugares y en compañía de extraños. Para que dejes de ser un extraño, dime por favor quién eres y qué haces en mi camarote. —«Sin que tenga que preguntártelo dos veces, o mi siguiente pregunta será para averiguar el efecto del pomo de mi daga sobre el puente de tu nariz».

El hombre resopló como un enano con resaca a modo de respuesta y se enderezó. Unos ojos oscuros se abrieron en un rostro amistoso, enmarcado de oreja a oreja por una barba oscura recortada. Con cautela, como si intuyera la daga de Pirvan y su disposición a utilizarla, extrajo un medallón por el cuello de su camisa.

Era de metal rojo forjado, con signos rellenos de plata grabados encima. La cara lucía el emblema de las Torres de la Alta Hechicería y en el reverso tenía grabado el libro abierto de Gilean.

Pirvan puso los pies sobre la cubierta sin apartar la mano de la daga.

—Ah, el mago…

—Neutral, amigo mío. Neutral, a pesar de lo que digan los Túnicas Blancas y Negras, no significa renegado.

El hombre parecía corregir cansadamente un error habitual, más que buscar una excusa para luchar. Como Pirvan había empleado un tono muy parecido con determinadas personas mal informadas acerca de los ladrones, se sintió a la vez tranquilizado y divertido.

—Pido disculpas por ese error. ¿Puedo preguntarte una cosa? ¿Por qué te has colado en mi camarote como… digamos un ladrón?

—Suplico tu perdón —respondió el hombre, sofocando una carcajada—, pero estoy a bordo de este barco como polizón. Creí que tu serías el menos dispuesto a entregarme al capitán.

—Eso dependerá de por qué estás aquí. Por favor, no esperes tampoco someterme con tu magia. Probablemente puedo dejarte sin sentido antes de que completes un conjuro importante. Y aunque no pudiera, utilizar la magia sería tan prudente como pegar fuego a la nave. Tendrías suerte si te arrojan por la borda de una sola pieza.

—Que Gilean me impida hacer nada parecido —dijo el hombre, poniéndose de pie y mirando a Pirvan—. Para momentos como éstos me entrené manejando borrachos en la taberna de mi padre. Y me entrené bien, aunque entonces no lo sabía.

Pirvan contempló al hechicero. Parecía una edición reducida de Alatorva el Tuerto, y podía ser lo bastante más rápido como para aprovecharse de ser un objetivo de menor tamaño. Pelearse con aquel hombre podía ser una lucha desigual para unos cuantos, incluso sin recurrir a conjuros.

—Muy bien. Ninguno de los dos echará al otro por la borda. Una vez aclarado eso, ¿quién eres?

—Tarothin, el hechicero Túnica Roja —dijo el hombre, y volvió a sentarse—. Polizón a bordo del Copa de Oro, como te he dicho. Por qué estoy aquí, es una larga historia.

—Pues cuéntala. Aún no he oído los silbatos del alba.

—No los oirás durante un buen rato. Todavía está oscuro afuera, aunque ya hace varias horas que zarpamos.

—Entonces tenemos tiempo para una historia muy larga.

—Como desee vuestra señoría —dijo Tarothin, pero su sonrisa limó la aspereza de las palabras.

Tarothin debía estar acostumbrado a personas notablemente lacónicas, porque su «larga historia» duró menos del tiempo transcurrido entre un silbato y otro. Por fortuna, el hechicero resistió la tentación de complicarla. Pirvan empezaba a sospechar que él y Tarothin podían llevarse estupendamente por esa virtud, si no por ninguna otra.

—… Y al final, las Torres sugirieron que yo había violado la ley, las costumbres y mi propia filosofía. No por comportarme de un modo indiferente a las consecuencias para los demás. Reconocí que había actuado a la ligera, pero consideraron eso una explicación más que una excusa, y de hecho una prueba de que necesitaba una férrea disciplina.

Pirvan no encontró contradicciones en su relato, pero tampoco explicaba la razón de su presencia. Su mirada se lo preguntó sin palabras y el hechicero prosiguió.

—Ahora bien, deseaba evitar el peligro de los ladrones y también la disciplina de las Torres. Podía haber durado años, y quedarse uno atrapado tanto tiempo en Istar… Por eso me apresuré a huir hacia adelante.

—No tendrás que lamentar ningún daño. —«Al menos si la historia termina con esas palabras algún otro día», pensó Pirvan.

—Me disfracé, naturalmente, y subí a bordo mientras el Copa de Oro aún estaba amarrado en el muelle. Después de que zarpase, abandoné mi escondite y me dirigí hacia aquí, pues había oído que en tu camarote había espacio y que tú eras una persona de honor.

—En cuanto al espacio, la hamaca es tuya…

—Prefiero dormir en el suelo.

—Como gustes, pero no te quejes si te piso cuando vaya a la letrina.

—No me quejaré, siempre que vayas descalzo.

—Discutamos el calzado adecuado para pisarte en otro momento. Ciertamente, soy una persona de honor, y ello me ha traído a este viaje a modo de compensación con la Casa Encuintras. Y mi honor me exige que te lleve ante sus representantes.

—¿Por qué?

—Porque viajas de polizón —Pirvan era hombre de respuestas directas a preguntas directas—, y un hechicero a bordo de una nave pone nerviosos a los marineros. Los marineros nerviosos son malos marineros, y los malos marineros hunden barcos.

Tarothin hizo un gesto de asentimiento. Pirvan tenía la sensación de que había pasado una prueba sobre sus propios conocimientos, en lugar de aumentar los del mago. Casi lo esperaba. Los hechiceros y los clérigos mundanos eran los protagonistas de chistes picantes, pero eran del tipo de personas que prefería tener de su parte en un viaje como aquél.

—Te acompañaré de buen grado, sobre todo para ver a lady Eskaia. Ella me ordenaba que hiciera los conjuros, de modo que será el mejor juez para mi causa. De hecho, me daba las órdenes sin…

—¿Sin hablar con su doncella guardiana?

La irritada expresión de Tarothin confirmó las sospechas de Pirvan. Eso convertía definitivamente a Eskaia en la mujer más adecuada para resolver el asunto.

—Entonces sugiero que antes completemos nuestra noche de sueño —continuó Tarothin—. Haimya está despierta a todas horas, aprendiendo a moverse por la nave, pero Eskaia acepta el privilegio de una dama y duerme toda la noche. ¿Hay alguna razón por la que no debamos hacer lo mismo?

Pirvan no tenía ninguna, y estaba dormido poco después de que Tarothin empezara a roncar.

—Eso que se ve a lo lejos es Punta Aguadulce —dijo el contramaestre Kurulus—. Por alta que esté la marea, el agua es dulce desde allí hasta Istar.

—¿Cuánto falta para llegar al delta? —preguntó Pirvan.

—Lo tendremos a la vista dentro de un par de horas —respondió Kurulus—. Pero echaremos el ancla para hacer noche. Nadie recorre el delta de noche, a menos que vaya en una embarcación más pequeña o quiera embarrancar… o algo peor.

—¿Peor?

—Piratas, ogros, trolls marinos, o al menos eso dicen. Yo nunca he visto a ninguno, pero puedo jurar que otros sí.

—¿Tan cerca de Istar?

—Cerca es lo cerca que sea —dijo el contramaestre—. Hay muchos lugares en el delta. Pero podrían estar en Nuitari, por lo que los soldados pueden llegar a ellos. Después están las moscas navaja, las zarzas estranguladoras, los sauces negros si eres lo bastante loco… —Se interrumpió y bajó la vista—. Vaya, creo que vamos a tener compañía.

Pirvan miró hacia abajo desde lo alto del palo mayor del Copa de Oro y vio a Haimya trepando hacia ellos por la escala de cuerda. Desde quince metros de altura, vio que la expresión de la mujer era de lúgubre determinación.

«Probablemente no peor que la que lucía yo esta mañana», pensó.

Pirvan había subido el primero, después de llevar a Tarothin al camarote de lady Eskaia y ser despedido condescendientemente. Kurulus dijo que subirse por los obenques era una buena manera de despertar y haría que la tripulación lo viera con mejores ojos.

Pirvan no sabía nada de la tripulación. En cuanto al despertar, tuvo que darle la razón. Había cierto grado de miedo que no dejaba sitio para los remilgos matinales, sólo para la absoluta concentración mental y corporal en una sola tarea: en el caso de Pirvan, no caerse de las jarcias como una manzana madura de un árbol sacudido por el viento.

De hecho, había estado a más altura que la de la cofa mayor, en acantilados, murallas y árboles. Pero ninguno de ellos se bamboleaba como el mástil, incluso en las serenas aguas del río Istar. Su ascenso fue lento, aunque su recuperación posterior fue increíblemente rápida.

Había terminado su ascensión y recuperado su serenidad en las alturas, y él se encontraba de pie con una mano en la barandilla de la cofa. Haimya estaba ya tan cerca que habría reconocido su expresión y se habría ofendido, por lo que Pirvan desvió la vista hacia el río.

De dos millas marinas de anchura en aquel punto, había espacio suficiente para acoger un centenar de navíos entre las riberas de verde follaje. Los presentes comprendían desde un buque tan grande como el Copa de Oro hasta barcas de pesca de remos. Había incluso una extraña embarcación con dos velas triangulares, tripulada por siluetas demasiado pequeñas para ser humanas.

—¿Enanos, kenders o gnomos? —preguntó Pirvan señalando el extraño velero de dos palos.

—Que me condene si lo sé —respondió Kurulus—. Los enanos, por lo general, no se meten en el agua; no ignoras que no saben nadar, aunque algunos utilizan cinturones flotadores. Los kenders van a cualquier parte y hacen cualquier cosa que les prometa una aventura, así que podría tratarse de ellos. Ninguna embarcación gnoma navega tan bien como ésa, y he oído que renunciaron a las velas.

—¿A las velas? ¿Están construyendo galeras?

—Sería mejor para ellos si así fuera. No, he oído que trabajan en ingenios de palancas movidas por el vapor que sale de unas teteras gigantes que hacen girar unas ruedas situadas a ambos lados del casco.

—Sólo un gnomo navegaría en algo semejante.

—Sí. El rumor es que, hasta ahora, no han botado ninguno que no se haya hundido o incendiado. Nosotros, los viejos marinos, tenemos varios años por delante antes de que necesitemos echarnos los remos al hombro y dirigirnos a tierra para dedicarnos a la agricultura.

Un galeón istariano pasó a babor mientras Haimya alcanzaba la barandilla de estribor de la cofa mayor. Por un momento, Pirvan pensó que la mujer se iba a caer y tuvo que esforzarse para no ayudarla. Casi nunca era ruda, excepto cuando un hombre le ofrecía ayuda no solicitada; entonces podía hacer que tuviera que taparse los oídos e incluso que le rechinaran los dientes con su respuesta.

—Hermoso día para navegar —murmuró Haimya con una voz que se perdió a medias en la madera embreada, tras abrazarse al mástil como si fuera un amante.

—Y pensar que disfrutamos de él sin pagar un solo chavo —respondió Pirvan haciendo un gesto de asentimiento.

—Intentad llamarlo crucero de placer cuando sople un vendaval del suroeste, amigos —intervino el contramaestre echando la cabeza hacia atrás y riendo estruendosamente—. Si lo hacéis entonces, os llamaré locos o marineros.

—Siempre me he preguntado cómo distinguir a unos de otros —repuso Haimya volviendo hacia Kurulus un rostro pálido, con un ligero tinte verdoso.

El contramaestre rió aún con más fuerza.

—¿Puedes dejarnos solos, por favor? —le pidió Haimya, frunciendo el entrecejo.

Pirvan iba a sugerir una manera más educada de formular la petición. Decía mucho acerca del estado mental y corporal de Haimya que sólo oprimiera el rostro contra el mástil una vez más.

—Está bien —respondió Kurulus jovialmente—. No dejaría solos a dos marineros de agua dulce como vosotros, a menos que realmente lo necesitarais, y la cofa no es lugar para «eso», permitidme que os lo diga. Caer sobre cubierta enredados como…

Su insinuación arrancó un vocabulario cuartelero de Haimya.

—Comprobaré algunos nudos de la verga mayor —prosiguió el contramaestre ensanchando su sonrisa—. Las peores tormentas siempre descargan el día después de que hayas decidido que todo está en perfecto orden.

Saltó por encima de la barandilla sobre la verga y empezó a caminar por ella con el paso vivo de un pastor que condujera sus ovejas por un prado del llano. Haimya cerró los ojos. Pirvan no pudo reprochárselo. Los marineros llevaban lo de sentirse cómodos a gran altura más lejos de lo que él había intentado nunca.

—Lady Eskaia y Tarothin te están más agradecidos de lo que crees —dijo por fin la mujer.

—¿Y puedo saber por qué? —Haimya podía estar mareada y aturdida, pero Pirvan estaba harto de adivinanzas.

—Mi señora está convencida… Ella y Tarothin creen… que es una clériga. Pero… nunca le han permitido probarlo o entrenarse.

—¿Es ésa la decisión de las Torres? —Si la princesa comerciante y el peculiar hechicero se enfrentaban a ellas, eran renegados de hecho y pronto lo serían de derecho. No hacía falta ser marinero para sentirse incómodo con eso, a bordo de una nave y en un viaje que probablemente ya era bastante peligroso.

—La de su padre. Por muy bien que se guarde el secreto, se filtraría. Entonces habría habladurías por todo Istar, muchas lenguas comentando que Eskaia se rebelaba contra su Casa o se negaba a casarse.

—¿Es cierto eso?

Los ojos de Haimya se volvieron fríos durante un breve instante, luego la mujer tragó saliva.

—No lo sé. No es una pregunta que pueda hacerse directamente. Si ella deseara que yo lo supiera, me lo diría.

El tono hizo que las palabras se parecieran tanto a una disculpa como Pirvan no había oído de labios de Haimya desde que habían zarpado.

—Tendrá que ser un secreto mejor guardado aquí que en Istar. Vivimos muy hacinados y los marineros, en general, no suelen preocuparse por nada excepto por la magia cuando influye en el tiempo.

—Son leales a la Casa Encuintras.

—Sirvientes leales sí, pero no esclavos.

Quiso preguntar en voz alta si los años de mercenaria no le habían enseñado la diferencia, pero también quería bajar de la cofa con todos los dientes en la boca. Haimya no era tonta, ni tampoco la primera persona que él conocía a la que un estómago revuelto se lo hacía parecer.

—¿Guardarás el secreto y harás lo que sea necesario para que no se divulgue? —preguntó Haimya.

—Mi juramento no…

—¿Tu juramento es basura?

—No —dijo el ladrón—. Pero tampoco soy un esclavo.

Pirvan confió en que el mal humor de la mujer no sobrepasase los límites de la prudencia. No conseguiría otra cosa que divertir a Kurulus, y Eskaia tendría que actuar como pacificadora.

—Guardaré el secreto y protegeré a vuestra señora —dijo Pirvan. Eso pareció calmar a Haimya. La mujer se volvió para pasar por encima de la barandilla hasta las jarcias y descender, luego se agarró a la madera pulimentada con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos. En el momento en que Pirvan estaba a punto de extender el brazo para ayudarla, se recuperó con la agilidad de una muchacha, excepto por la cara pálida.

—Puedo bajar yo sola, gracias —dijo, sin dirigirse a nadie o a todo el mundo.

Hizo el descenso mucho más deprisa que el ascenso, con Pirvan dirigiéndole continuas miradas furtivas. Cuando tocó la cubierta, Kurulus regresó a la cofa. Por su expresión, parecía no haber oído nada, pero había visto mucho.

—Es toda una mujer, y estará mejor cuando se acostumbre al balanceo de la nave y pierda el mal humor.

—Creo que parte de ese mal humor es innato.

—Ah, eso puede ser incluso mejor.

—O mucho peor.

—La esperanza es lo último que se pierde —replicó el contramaestre.

—La esperanza es barata —dijo Pirvan—. ¿De verdad crees que tienes alguna posibilidad con ella?

—¿Estás celoso?

—No tienes motivos para hablarme así.

—Cierto. Perdóname. Pero ¿qué posibilidades tengo?

—Más o menos las mismas que yo.

—¿Cuáles?

—Ninguna.