4

Un atronador y quejumbroso ronquido despertó a Pirvan. Se incorporó y comprobó el estado de su cabeza, sus orejas, ojos, nariz y extremidades. Todos seguían en su sitio y funcionaban.

Estaba sentado en un camastro, en una habitación enlucida y de techo bajo que tenía todo el aspecto de un sótano limpiado a conciencia. Justo más allá del alcance de su brazo había otro camastro, en el que dormía Alatorva el Tuerto. Al hombretón le habían afeitado la cabeza y cubierto la herida del cuero cabelludo con una venda, pero por lo demás parecía bastante entero. Además lo habían bañado, lo cual era más de lo que habían hecho con él. El ladrón se incorporó y hurgó en las costillas de su camarada con un dedo del pie desnudo.

—Umpf —fue la respuesta.

Pirvan hurgó con más fuerza. Alatorva rodó sobre sí mismo hasta darle la espalda. Pirvan contempló su espalda. Aquel hombre había sido un luchador de éxito apenas unos años atrás; su espalda aún era como un mosaico de músculos de piedra.

«Si le doy una patada, probablemente me romperé un dedo —pensó el expedito ladrón—. Sospecho que es hora de darse un baño, antes de que despierte».

Pirvan no tuvo problemas para preparar el baño. El único inconveniente fue convencer a Yanitzia de que no necesitaba su ayuda ni su presencia. Estar cerca de un héroe parecía producir un curioso efecto en las mujeres, algo de lo que él estaría encantado de aprovecharse en otro momento. Por desgracia, lo único que quería en aquel momento, de una mujer o de quien fuera, además de un cuerpo aseado, era el relato completo de lo que había salido mal en el asunto de las joyas de lady Eskaia.

No tenía reparos en que le fueran devueltas a la joven, pero aparte de eso, su instinto le decía que no había averiguado todo lo que debía o necesitaba saber.

Cuando Pirvan volvió a la habitación, sintiéndose al fin completamente despierto, además de limpio, Alatorva el Tuerto ya estaba despierto. También estaba vestido, faltándole únicamente el parche del ojo vacío, y daba buena cuenta de un sustancioso desayuno.

Pirvan alargó la mano para coger una salchicha y se llevó un golpe en los nudillos como recompensa.

—No hay suficiente para los dos —dijo Alatorva—. Cuando trajeron esto, tú estabas en el baño y nadie sabía cuándo saldrías. Sobre todo porque Yanitzia estaba dentro contigo.

Pirvan cogió un bollo caliente de la cesta de mimbre y empezó a mordisquearlo.

—Recuérdame que no te rescate la próxima vez que te entierren vivo. Fueran cuales fuesen las intenciones de esa dama, no lo ha conseguido.

—A diferencia de ti —dijo Alatorva. Agarró ambas manos de Pirvan con una de sus grasientas manazas—. No sé quién te envió o si viniste por tu propia voluntad. Pero yo… Oh, al Abismo con tantas monsergas. Todo lo mío es tuyo, cuando me lo pidas.

—¿Menos tu desayuno?

—Bueno, un hombre necesita conservar un poco de…

Pero Pirvan ya había robado una salchicha y otro bollo, esta vez sin recibir el castigo en los nudillos. Para cuando había engullido ambos, ya sabía lo que quería.

—Conocer la verdad sobre las joyas de lady Eskaia.

—Ah, eso —dijo Alatorva—. Pregúntame algo difícil.

—¿Lo sabes? —preguntó Pirvan, obligando a su mandíbula a volver a su sitio.

—Sí. Venía a decírtelo. Por eso estaba allí anoche. Si no hubiera creído que necesitabas saberlo, sin duda habría buscado cierta compañía que tenía en mente mejor que una banda de viejos ladrones.

—Creo que voy a arrojarte de nuevo a aquel agujero y luego saltarte encima —dijo Pirvan, volviendo a sentarse en el camastro—. Lo sabías y no me lo dijiste…

—No corras al galope sin apretar bien la cincha —respondió Alatorva, levantando una mano del tamaño de un plato—. Yo me enteré ayer mismo. O quizá debería decir la noche anterior.

—¿Una mujer?

—Una sirvienta de la cocina de la Casa Encuintras. Había pensado realizar algún trabajito nocturno allí y quería empezar con ella. Pero estaba tan ansiosa por hablar de las joyas que no oí ni una palabra sobre otra cosa.

—¿Ansiosa?

—Y asustada. Ahora bien, no digo que ésta sea toda la historia, pero con que sólo la mitad sea cierta, tiene motivos para estarlo. Y tú también.

Cuando Alatorva hubo acabado, Pirvan tuvo que darle la razón. Al parecer, lady Eskaia había estado sustrayendo joyas de su dote con el fin de reunir la suma necesaria para pagar el rescate del prometido de su doncella guardiana Haimya. El hombre había caído prisionero de los piratas del golfo del Cráter, en el noreste, y lady Eskaia no podría detraer el rescate de su asignación ni de los fondos de su familia. Ésta a duras penas aprobaba a Haimya; nunca aceptaría pagar una cantidad importante de dinero para rescatar a alguien que, a fin de cuentas, era casi un desconocido para la Casa Encuintras.

Estaba claro que Pirvan había soltado el gato entre las palomas muy en serio. Por lo que había podido averiguar Alatorva, lady Eskaia y Haimya habían ocultado su rastro, por el momento, sacando varias joyas más de las arcas de la dote a fin de que pareciese que ése era el principal objetivo del ladrón. La familia había informado a la milicia y a los clérigos, además de reforzar la guardia de la finca, pero hasta el momento, que la sirvienta supiera, no había escándalo ni sospechas.

Lo que sí había era el rumor de que Eskaia tenía un mago en su nómina, dispuesto a encontrar al ladrón, vengar el robo y castigar a la hermandad de los ladrones, o algo que auguraba derramamiento de sangre y oscuros manejos. Lo más probable era que el suceso de la noche anterior fuera el primer logro del mago, y no sería el último.

—Peor aún, no hay garantías de que el mago no esté aceptando dinero de la Casa Encuintras y de los piratas al mismo tiempo —concluyó Alatorva—. Por su parte, los piratas nunca se acercan a Istar más allá de Karthay, si llegan tan lejos, pero siempre hay mercaderes locales que compran y venden por ellos. Mercaderes que a veces son llamados por su nombre en los templos.

—Que existe poca justicia en el mundo es algo que sé desde hace tanto tiempo como tú, amigo mío.

—No, a menos que hayas conocido a la clase de hombres que actúan de juez en los combates de lucha libre de las ferias ambulantes.

—Me inclino ante tu indescriptible sabiduría.

—Entonces no intentes describirla. ¿Qué piensas hacer?

—¿Tu deuda conmigo te permite ayudarme?

—Podrías decir que incluso me obliga.

—Mejor. Mi intención es devolver las joyas.

Pirvan sospechaba desde hacía tiempo que haría precisamente eso, aunque sólo fuera por mantener la paz con sus colegas de profesión. Ahora que había oído a Alatorva, la sospecha se había convertido en certeza.

Si hacía otra cosa, incluso devolverlas a través de un mensajero que quizá no tuviera la boca cerrada, la Casa Encuintras podía enfrentarse al escándalo y la conmoción. Y los ladrones se enfrentarían a nuevas represalias.

Iba contra los principios de Pirvan mancillar el honor de su víctima. Su trabajo nocturno apuntaba a la bolsa, no a la reputación. Iba en contra de las normas de la hermandad poner en peligro a otros ladrones. Otros más viejos y eficaces que Pirvan habían acabado en la arena del circo o misteriosamente asesinados en un callejón oscuro, el puerto o las cloacas por someter a riesgos innecesarios a sus hermanos y hermanas.

La prudencia, el honor y sus perspectivas de futuro lo empujaban en una misma dirección. Tras esta fácil decisión, venían las difíciles. El acceso a la finca de los Encuintras ya no estaría tan franco como la primera noche. Para estar seguro, sólo tenía que encontrar a Eskaia o a Haimya, no abrir cerraduras ni penetrar en cámaras acorazadas, pero impedir que lo delataran (en el caso de la dama) o que lo pasaran por las armas (como Haimya parecía muy capaz de hacer) podía ser igualmente difícil.

Volvió a pensar en las cloacas. Miró a Alatorva el Tuerto.

—Hermano, ¿qué tal se te da el trabajo profundo?

—Haimya, es la tercera noche que te paseas por la casa. —Eskaia recalcó su disgusto dejando la taza de té sobre la mesa con la fuerza suficiente para desportillar el plato y derramar los restos del líquido marrón sobre el mantel.

—Me prometiste que me dejarías enfrentarme al ladrón cuando volviera.

—O ladrona, suponiendo que sea un ladrón.

—Has empezado a dudarlo.

—Siempre he dudado de que puedas vagar por la casa como un gato atento todas las noches sin despertar sospechas.

—¿Qué castigo tienes en mente? —Haimya parecía ahora no sólo cansada, sino también enfadada y frustrada, casi al borde de las lágrimas.

—Ninguno. Pero los dioses pueden enviarte una enfermedad o hacer que te quedes tan débil que el ladrón te derrote. Quizá regrese para devolvernos las joyas, pero eso no significa que no le preocupe ser reducido y entregado a la milicia. Puede que haya puesto la mirada en un botín más legítimo o, al menos, en algo que provoque menos habladurías.

—¿No te han dicho nunca que hablas como un asesor legal? —inquirió Haimya, esbozando una sonrisa.

—Con frecuencia, empezando por mi tío Petrus, quien me enseñó esta forma de hablar.

—Suena extraña al oído, viniendo de alguien de tu edad.

—No lo dudo, abuelita.

Haimya era mayor que Eskaia, al menos tenía veintiséis años frente a los diecinueve de la dama (veinte el mes próximo), y estaba más endurecida por varios años de servicio en campaña como mercenaria.

—Ahora —dijo con tono imperativo Eskaia, mientras balanceaba las piernas fuera de la cama— comprueba que el cuarto de baño está preparado. Mientras tanto, puedes dormir aquí, en mi habitación, de día, en cuanto las doncellas acaben con la limpieza. Así nadie te molestará.

—Habrá habladurías —repuso Haimya, frunciendo el entrecejo.

—Ya las hay —dijo Eskaia—. Dudo de que nadie diga o pueda decir nada nuevo. Era mentira, es mentira y será mentira. Cuando recuperemos las joyas, podrás desafiar a cualquiera cuyas mentiras hayan sido demasiado groseras y las haya pronunciado en voz demasiado alta. O encontraré alguna causa para despedirlos, e incluso mandarlos a la arena del circo.

—Yo… ¡Oh, Kiri-Jolith! Si hubiera matado a todos los que despertaban mi irritación por no contener su lengua, hace tiempo que habría acabado en la arena yo misma.

—Es cierto. Pocos parecen comprender que eres fiel a Gerik y que te limitas a esperarlo.

—Gracias, señora. Supongo que las murmuraciones no son una carga tan pesada como la que tú soportas.

—¿Eh?

—Yo no tengo un padre que me apremie con un hombre tras otro.

—No, pero yo tampoco tengo a la vieja Leri. Si no fueras fiel a su hijo, lo que te diría su espíritu haría que cualquier cosa que dijera mi padre sonara a arrullos de paloma.

Para Pirvan, el trabajo profundo (como los ladrones llamaban a recorrer las alcantarillas y los desagües de Istar) con Alatorva el Tuerto tenía varias ventajas. La fuerza de un toro del hombretón, combinada con su intuición para decidir dónde empujar y dónde tirar, hacía posible atravesar o sortear los derrumbamientos, aunque no siempre de forma fácil o segura. Poseía un sentido de la orientación bajo tierra tan bueno como el de Pirvan sobre ella. Gracias a sus sentidos combinados, era imposible que se perdieran.

Finalmente, cualquier pasadizo lo bastante ancho para Alatorva era más que suficiente para Pirvan, incluso corriendo a tumba abierta. Esperaba que aquella noche sólo exigiera las Tres Leyes del Ladrón, «silencio, sigilo y sutileza», pero eso dependía de los dioses. Pirvan no tenía intención de acabar en la arena del circo por intentar una devolución que le imponían tanto su honor como el de sus colegas de profesión.

El viaje fue más largo de lo que Pirvan esperaba. A mucha profundidad, el sentido de la dirección y el del tiempo se resentían. Estaba seguro de que las puertas se estaban abriendo para las carretillas del mercado cargadas con huevos y pescado, verduras y miel, cuando Alatorva señaló por fin una grieta visible en un lado de un antiguo y apestoso colector de desagüe.

—Ahí.

Pirvan miró la grieta. A la titilante luz de sus lámparas, parecía demasiado angosta incluso para una anguila.

—Parece demasiado estrecha para ti.

—Lo es —dijo Alatorva.

—¿Entonces, cómo sabes…?

—En una ocasión, un hermano vino hasta aquí con su hijo, que era más o menos de tu estatura. El muchacho pasó sin demasiados problemas.

—Lo sabes por…

—No mencionaré nombres, pero lo juró en su lecho de muerte.

Pirvan hizo un gesto de asentimiento. Confiaba ciegamente en Alatorva el Tuerto y ahora tenía que confiar en el ladrón muerto. Los juramentos en el lecho de muerte obligan a los ladrones a ser sinceros en lo que dicen con su último aliento. Se decía que el destino de los moribundos mentirosos era tal que acobardaba incluso a la mismísima Takhisis.

Seguía sin gustarle la grieta sumida en sombras. Por lo menos la piedra de alrededor parecía firmemente encajada, aunque debieron colocarla cuando Huma y las primeras Dragonlances aún eran recordados por sus contemporáneos. Istar o alguna otra ciudad se había erguido en esta tierra durante mucho tiempo.

Las ciudades habían resistido mucho. Pirvan recordó una crónica que había leído en cierta ocasión sobre una ciudad que resistió un asedio aquí mismo. Un grupo de ciudadanos había bajado a las alcantarillas para esperar el fin del asedio, viviendo de los víveres acumulados.

Pero al otro lado de las murallas, los sitiadores tenían un hechicero en sus filas. El mago agitó las aguas del lago, que inundaron las calles de la ciudad. La mayoría de los habitantes consiguieron huir, pero no los de las profundidades. Cuando el agua se coló por los desagües, se ahogó hasta el último hombre.

Pirvan alzó su lámpara y estudió la grieta. Sería una ardua tarea sin abandonar la ropa y el equipo, pero llevaba un saco y una larga soga para superar ese peligro. Se desnudó, guardando cada prenda que se quitaba en el saco, y luego ató un extremo de la soga a la boca del saco y el otro a su cintura. Sólo llevaba encima las joyas, en una bolsita colgada al cuello, y la daga de su cinturón.

Escalar ligero de equipaje le facilitó las cosas, y sólo en dos ocasiones corrió peligro de quedarse atascado. La grieta apestaba aún más que el túnel anterior. Evidentemente, los sirvientes, cuando se volvían perezosos, arrojaban por ella los desperdicios. Confió en que nadie fuera perezoso aquella noche.

Pero Pirvan se habría enfrentado a una corriente continua de porquería y a muchos pasadizos angostos para terminar el trabajo. Acabarlo, redimir su honor, preservar a los ladrones de nuevos ataques y salir de aquella madriguera subterránea con su hedor, sus sombras y sus espíritus vengativos.

Haimya se recostó en el antiguo enladrillado y estiró las piernas sobre el banco. Depositó la espada desenvainada sobre su regazo y empezó a comprobar el filo cuidadosamente con el pulgar. Allí abajo estaba demasiado oscuro, incluso para su aguda visión nocturna, como para percibir los posibles defectos del acero, pero su tacto era más sensible.

Sin embargo, pagó un precio por comprobar de ese modo el estado de su espada: pequeños cortes y arañazos que no mejoraron el aspecto de unas manos adecuadas para un hombre quince centímetros más alto que ella. Pero ningún amigo había pensado nunca que sus manos eran las de lady Eskaia (aunque aquellas manos podían utilizar más de una aguja de bordar o un pincel, en caso necesario). Un buen número de enemigos ya no pensaban nada, debido a la fuerza y la habilidad de aquellas ajadas manos.

Después estiró los brazos, tensando y relajando cada músculo como un gato. La espada empezó a resbalar de su regazo. Cuando la detuvo, un movimiento llamó su atención en el otro extremo del pasillo.

Al cabo de un momento, el movimiento se convirtió en un mozo de cocina que corría con un cubo de basura vacío en la mano, sin que en ningún momento aminorara su marcha. Corría como si el Abismo se estuviera abriendo detrás de sus talones y sus ojos estaban tan desorbitados que eran más blancos que otra cosa.

Haimya se interpuso de un salto en su camino. Por un momento, los ojos del mozo rodaron en sus órbitas y ella creyó que se iba a desmayar. Lo sujetó por el hombro, firme y amistosamente al mismo tiempo.

—¿Qué pasa?

—Los fantasmas ahogados… se dirigen hacia aquí…

Haimya confió en que su rostro no pareciera inexpresivo o divertido mientras intentaba recordar el nombre del muchacho y de qué podía estar hablando. No le vino lo primero, pero lo segundo acudió a su mente a la velocidad del rayo.

Con la salvedad de que ella no creía en los fantasmas, al menos no tanto como en los ladrones.

El silencio y la discreción eran tan importantes para ella como para el ladrón. Se llevó un dedo a los labios e hizo un gesto de negación con la cabeza. El mozo asintió lentamente y tragó saliva varias veces. Cuando volvió a hablar, lo hizo en un susurro.

—Los he oído, lady Haimya. Arañando, raspando, y cada vez más cerca.

—¿Seguro que no eran ratas? —preguntó la doncella guardiana, pasando por alto el error del muchacho sobre su rango.

—He oído a las ratas no sé cuántas veces. Esto es distinto.

—Claro, cada vez que bajabas a la bodega para vaciar más deprisa ese cubo.

El mozo no pudo sostener su mirada. Haimya acercó una mano a la barbilla del mozo y lo obligó a levantar la cabeza.

—Sígueme y guarda silencio. Si lo haces, me olvidaré del cubo. —Pensó en pedirle que limpiara el suelo donde lo había vaciado, pero aquél era territorio del bodeguero. El viejo era más tozudo que un tejón y, por añadidura, uno de los peores chismosos de la casa—. Acompáñame.

Haimya se dirigió a grandes zancadas a la puerta de la bodega, intentando recordar si había una segunda salida, incluso para un ladrón. Bueno, si la había y él la utilizaba, dejaría huellas. Mientras estaba arriba, ella podía apostarse en la bodega para cerrarle la retirada, con cualquier botín nuevo que pudiera haber considerado oportuno llevarse.

La cerradura de la puerta de la bodega estaba bien engrasada, las bisagras también. Ambas emitieron leves chirridos, como gatitos en el fondo de un pozo, una imagen y un recuerdo que hicieron encoger a Haimya. Pero nada era más fuerte que la agitada respiración del mozo. La doncella-guardiana habría dado tres buenas espadas y su mejor casco por un momento de magia, para acallar al muchacho o al menos calmar su miedo hasta que ya no despertara a los borrachos, y mucho menos alertara a los ladrones.

Acababan de cerrar la puerta a sus espaldas, cuando Haimya vio el débil resplandor de una luz en una de las paredes de la bodega, entre una hilera de toneles de vino por un lado y una fila de jamones ahumados por el otro. Aguzó el oído, el mozo contuvo el aliento y, en efecto, el roce no se parecía en nada al de las ratas.

Entonces se apagó la luz.

Pirvan había dejado atrás la peor parte del pasadizo cuando un afloramiento de roca derribó la caperuza de su lámpara. Dio rienda suelta a su frustración en el silencio de su mente. Protegiendo la lámpara con su cuerpo, descubrió algo que le hizo pensar en un vocabulario aún más fuerte: tendría que llevar la lámpara y la caperuza al calderero para que volviera a unirlas.

Pirvan se enfrentaba a un importante dilema. De haber estado en las calles o, mejor aún, en los tejados, habría seguido adelante con la misma rapidez y destreza a oscuras como con luz. Su agilidad, su visión nocturna y su sentido de la orientación le permitían avanzar en la dirección deseada, siempre que estuviera al aire libre.

Bajo tierra era otro asunto. Por esa razón había intentado rechazar casi siempre el trabajo profundo, y aquella noche habría hecho lo mismo. Pero, sin duda, los caminos al aire libre que conducían a la casa estaban vigilados. El único acceso seguro era bajo tierra, y para ello necesitaba luz, advirtiera o no con ella de su presencia a cualquiera que aguardase arriba.

Pirvan se recordó que, en términos estrictos, no tenía que recorrer toda la casa hasta encontrar el lecho de lady Eskaia y el cofre que guardaba debajo. Podía llegar a la bodega, dejar la bolsa con las joyas y sus notas para lady Eskaia en manos de cualquier sirviente que se hubiera escabullido hasta allí para sisar vino de un tonel. Eso podía ser indiscreto; incluso era posible que los sirvientes no fueran honrados.

El honor de Pirvan y la seguridad de los ladrones exigían una devolución completa y discreta.

Su única esperanza era que su cobertura no corriera la misma suerte que la caperuza de la lámpara.

Ninguna otra cosa salió mal en los minutos restantes de su viaje subterráneo. Una vez a salvo al final del pasadizo, Pirvan apagó la lámpara de un soplido y tiró de la cuerda para recuperar el saco con su equipo. Sería una ironía capaz de hacer reír a una docena de dioses que necesitara más herramientas para devolver lo robado que para robarlo.

Al fin, espió el interior de la bodega, con la lámpara detrás de él. Todo parecía estar tranquilo, nadie había dado la alarma. La única luz, tenue y vacilante, procedía de una única antorcha o lámpara muy alta y fuera de su campo de visión, a la izquierda.

Intentando mantener la cabeza alta y los ojos bien abiertos, Pirvan se deslizó por la rendija que se abría en lo que parecía una pared de la bodega. La débil luz convertía los toneles de vino de su derecha en una masa sólida, y lo que quiera que estuviera colgado a su izquierda, en un montón de murciélagos gigantes con las alas plegadas.

Un ratón a la carrera atrajo su atención hacia la derecha. Después, al otro lado del espacio despejado, vio moverse algo. Una silueta humana a gatas que sabía claramente que no estaba sola, pensando que no la habían visto.

Pirvan desenvainó su daga, le dio la vuelta en el aire para sujetarla por la punta y esperó hasta poder alcanzar limpiamente la cabeza del hombre. Hombre no, un muchacho probablemente, o incluso una muchacha, pero no podía permitir que nadie diera la alarma tan pronto y, además, sólo sufriría un pequeño dolor de cabeza por culpa del pomo de su daga.

Buscando una trayectoria despejada para su golpe, Pirvan se había apartado dos pasos de la pared. Dio uno de más. En un momento, percibió que alguien se acercaba por la izquierda; al siguiente, la persona estaba a su espalda, entre él y el pasadizo.

Giró sobre sus talones, levantando la daga bruscamente para golpear con el pomo a su agresor bajo la barbilla. Así podía matarlo, pero procuraría controlar la fuerza del golpe.

Un instante después se sintió como si un dragón lo hubiera azotado en el bajo vientre con la cola. Se dobló sobre sí mismo, dejando escapar todo el aire de sus pulmones con un bufido sordo que sin duda despertaría a toda la casa. El dolor que sintió fue tan grande que, si hubiera lanzado el grito que merecía, habría despertado a medio Istar.

Pero el aliento para el grito no salió. Todavía luchaba por encontrarlo cuando le arrancaron la daga de la mano y un segundo agresor se situó detrás de él. Intentar volverse le costó perder el equilibrio y, mientras caía, un duro puño lo golpeó en la mandíbula.

Pirvan el Ladrón estaba tan inconsciente como un leño antes de tocar el suelo.