3

Al menos parecía un terremoto mientras duró. Pirvan sólo tuvo tiempo de inspirar profundamente y saltar hacia el arco del portal más próximo. Por lo que había aprendido en sus viajes, era el lugar más seguro cuando la tierra tiembla, si no se podía llegar al exterior.

Silgor y sus amigos no habían vendado los ojos a Pirvan, por lo que el ladrón, por costumbre, había memorizado el camino desde el callejón a la puerta del sótano al que le habían llevado, y los retorcidos túneles y corredores que desembocaban en aquella habitación. Era un largo trayecto desde la luz del sol.

El bamboleo de las paredes y los golpetazos de las vigas y piedras al caer cesaron tan bruscamente como habían empezado. Pirvan se cubrió la boca con el pañuelo que llevaba anudado al cuello para no tragar polvo y cayó en la cuenta de que este terremoto había sido muy peculiar. Las paredes se habían estremecido, pero no recordaba movimiento alguno en el suelo, bajo sus pies.

Ya habría tiempo (eso esperaba) para reflexionar acerca de tales misterios de la naturaleza. En aquel momento oía, entre el polvo y las extrañas vibraciones y avalanchas, unos sonidos a los que su honor le obligaba a responder. Unas voces gritaban no muy lejos y al menos una era de mujer, asustada o herida.

—Será mejor que pospongamos el asunto hasta que hayamos rescatado a nuestros amigos —dijo. Tuvo que inspirar después de hablar y eso le provocó un ataque de tos.

—¿Qué amigos? —consiguió preguntar Yanitzia sin dejar de toser.

—La gente que grita, ¿o es que un golpe en la cabeza te ha dejado sorda? —Respondió Pirvan, perdiendo los estribos—. Dudaba de que estuviéramos solos aquí abajo, o de que permitierais a un grupo de borrachos dejar las calles para venir a beber a estas dependencias. De modo que los que gritan tanto deben estar aquí con el consentimiento de nuestra hermandad, lo cual los convierte en nuestros amigos.

Pirvan creyó ver al anciano sonreír, pero Yanitzia no se dejó impresionar.

—Aunque así fuera, ¿qué te ha convertido en nuestro jefe?

—Nada —respondió Pirvan—. Pero he trabajado bajo tierra más que la mayoría, como bien sabes. Quizá no conozco estos túneles tan bien como uno de vosotros, pero entonces que esa persona nos guíe y yo la seguiré. ¡Pero, por todos los pergaminos mohosos de Gilean, hagamos enseguida lo que tengamos que hacer!

Si alguno de los otros se había quedado aturdido o confuso, las palabras de Pirvan parecieron estimular su movimiento. Silgor tomó el mando, y una aguda mirada del anciano acalló las protestas de Yanitzia antes de que se formularan en sus labios.

—Por aquí, Pirvan —dijo Silgor—. Para las heridas normales tenemos suficientes remedios. Pero si es necesario cavar para sacar a alguien, lo más probable es que sea a lo largo de este túnel. Juraría que parte de esta mampostería es de origen enano, ya vieja cuando Huma nació.

Pirvan ignoraba qué magia podía quedar en aquellas piedras, pero no se molestó lo más mínimo en averiguarlo. Sólo esperaba que su elástica delgadez y su habilidad para reptar por pasadizos angostos fuera suficiente.

Si bastaba, tal vez sus camaradas le impondrían un castigo menos severo que devolver las joyas (estaba bien claro que era lo que tenían en mente) o, al menos, le darían la oportunidad de ofrecer una explicación más completa de sus motivos. Devolver los frutos del trabajo nocturno era una pena que pocas veces se imponía a un ladrón que no hubiera sido condenado por algo deshonroso o por comportamiento ilícito, lo cual hasta ahora no parecía ser el caso de Pirvan.

Una compañía de ladrones y otras personas que habían jurado guardar en secreto la ubicación de las guaridas de los ladrones emergían ahora entre las nubes de polvo que aún no se había depositado. Pirvan contó al menos una docena de hombres y dos mujeres, antes de que Silgor empezara a preguntar quién estaba herido y quién faltaba, si faltaba alguien.

—Chishun está abajo —dijo un hombre—, pero Mara está con él.

—Ella no… —empezó a decir Yanitzia.

Tanto Silgor como el hombre hicieron groseras sugerencias sobre lo que podía hacer la mujer con sus temores.

—Están en la habitación superior, la que parece una bodega hasta que ves la puerta secreta, algo que ella no ha descubierto —dijo el hombre con irritación. Retiró el barril que había caído encima de Chishun y a continuación se ocupó de su pierna—. Ni ella ni nuestros secretos corren el menor peligro.

—Excelente —dijo el anciano—. ¿Quién más?

—Ghilbur, pero sólo la propia Mishakal puede hacer algo por él ahora —respondió una de las mujeres, encogiéndose de hombros—. Una viga le aplastó la cabeza como si fuera un huevo. Y Alatorva el Tuerto ha desaparecido.

Privan se sintió como si le hubieran golpeado con fuerza en el estómago con el pomo de su propia daga. Por un momento fue algo más que el polvo lo que le impedía respirar bien.

—Alatorva…

—Desaparecido, he dicho —repitió la mujer—. Había bajado a la sala de entrenamiento de armas cuando el…, cuando todo tembló. Creemos que la sala o el pasillo que conduce a ella se han desplomado.

—Por lo menos sabemos dónde empezar a buscar —dijo Silgor. Se secó la cara con el dorso de la mano, con lo que sólo consiguió trasladar el polvo de sus dedos a sus mejillas. Escupió, y el salivazo levantó una nubecilla de polvo donde aterrizó—. Todos los que no estéis heridos, seguidnos a Pirvan y a mí. Quienes necesiten ayuda, que suban a la bodega y busquen a Mara.

—Nuestros secretos… —empezó a protestar Yanitzia.

—Hermana, ahora mismo tu lengua es la parte menos útil de tu cuerpo —la interrumpió la segunda mujer, haciendo un gesto grosero—. Si el polvo no te ahoga…

Silgor se interpuso entre ambas mujeres antes de que se enzarzaran en una pelea. Cuando vio que se mantendría la paz, se unió a Pirvan.

—¿Te ha parecido un terremoto normal? —susurró.

—No quiero apostar. Un terremoto, magia, quizá los años han acabado socavando algún punto débil de la estructura.

—¿O un conjuro, destinado a fingir que ha cedido algún punto débil?

—También es posible. Sin embargo, estaré más dispuesto a hablar de estas cosas cuando hayamos encontrado a Alatorva. —O su cadáver.

A nadie más parecía importarle que el terremoto no hubiera sido natural. Les preocupaba más lo que podía haber ocurrido en el resto de Istar. ¿Yacían muertos sus parientes y amigos entre los cascotes, o atrapados en medio de algún incendio? ¿Había salido la patrulla a impedir el pillaje y, probablemente, a descubrir cosas que los ladrones preferían que siguieran ocultas?

Una mujer se ofreció para salir a echar un vistazo, y desapareció por una escalera cubierta de escombros. El resto de los que habían salido ilesos siguieron de cerca a Silgor y Pirvan.

Ya habían encontrado a Alatorva cuando regresó la mujer para informar de que la ciudad estaba casi en calma.

—Se han desplomado varias chimeneas y muchos cristales han caído a la calle —dijo—. Todo el mundo mira por encima del hombro, pero no hacia nosotros.

Mejor dicho, encontraron el lugar más probable donde podía estar Alatorva, a juzgar por las manchas de sangre en las piedras. No estaba bajo una pila de cascotes, que lo habrían aplastado hasta la muerte, y todos dieron gracias por eso a quienquiera que considerasen que debían dárselas.

Alatorva se hallaba en el fondo de un nuevo boquete abierto en el suelo, que había engullido al corpulento ladrón y luego se había vuelto a cerrar. O casi, hasta el punto de que parecía que alguien de mayor corpulencia que un perro pudiera bajar por allí y despejar el camino para sacar a Alatorva.

—Si aún está vivo —puntualizó Yanitzia.

—Vivo o muerto, lo sacaremos… —empezó a decir Silgor.

Pirvan se había arrodillado y tenía la cabeza metida en el agujero hasta donde se atrevía sin luz. Enseguida se puso en pie y se sacudió la gravilla y las astillas de madera del cabello.

—Lo oigo respirar. Está vivo.

—Él u otra cosa —dijo un hombre. Silgor y Pirvan lo fulminaron al unísono con la mirada. El hombre se amilanó.

—Sea Alatorva o un dragón, cuanto antes lo averigüemos, mejor —dijo Pirvan, mientras desenrollaba la soga que siempre rodeaba su cintura.

—Eh, creo que debería bajar yo —dijo Yanitzia—. Soy la más pequeña y…

—Yo soy el siguiente en tamaña —la interrumpió Pirvan—. También soy más fuerte y tengo mucha más experiencia en este tipo de trabajos. Sin ánimo de ofender, hermana, porque tú estarás de mucho mejor ver sin ropas que yo, pero lo que nuestro hermano necesita es ayuda, y no una hermosa figura descendiendo hacia él.

La mujer se ruborizó bajo la capa de polvo que cubría su rostro, mientras Pirvan dejaba caer la soga al suelo, se desabrochaba el cinturón y empezaba a desnudarse. La mujer le dedicó una mirada de aprobación.

A Pirvan se le ocurrió que, de no haber sido por sus camaradas, en aquel momento podía estar recibiendo miradas de aprobación semejantes de Reida, mientras se desnudaba en el dormitorio de la camarera. Este pensamiento no disipó su mal humor.

—Grasa —dijo Pirvan, cuando se quedó en taparrabos y se puso los guantes.

—¿Sebo de cocina? —preguntó Silgor.

—Mejor que otra cosa.

Yanitzia salió a la carrera, al parecer dispuesta a redimirse. Pirvan se encaró con el anciano.

—No tienes por qué responderme, pero la vida de un hermano quizá dependa de ello. ¿Puedes curar a distancia? ¿O tal vez hacer levitar las piedras?

—Ninguna de las dos cosas —respondió el anciano—. No poseo verdadera magia. Rezaré cuantas oraciones sepa, quizá sirvan de algo.

«Quizá sirvan para que desperdicies el aliento», pensó Pirvan.

La mujer volvió con la grasa, alguien trajo una bolsa de cuero con un frasco de cierta poción curativa y vendas, y varios hombres llegaron con más sogas. Cuando Pirvan acabó de engrasarse de las plantas de los pies a la coronilla, ya estaban atadas las cuerdas formando dos más largas. El ladrón mostró su conformidad con un gesto de asentimiento mientras se anudaba una a la cintura.

—No la toquéis hasta que os haga la señal.

—¿La habitual? —preguntó Silgor.

—No, una nueva, en la lengua de los minotauros —estalló Pirvan—. Perdona, hermano.

—Si sacas a Alatorva de ahí, todos te perdonaremos, y por algo más que tener una lengua afilada —dijo Yanitzia.

Pirvan contempló todos los rostros que había a su alrededor y vio una estimulante unanimidad. Tal vez aquella noche, después de todo, no sería un completo desperdicio, pero perder a un amigo era un precio demasiado alto por recuperar la confianza de sus colegas.

Antes de que hubiera pasado diez minutos dentro del agujero, Pirvan pensó que nunca habría podido sospechar que un día se encontraría en una situación semejante. Podía morir allí, como cualquier otra persona abatida por la milicia, despedazada por grifos o empalada en una pica. Podía morir con la misma lentitud y quizá con mayor sufrimiento, con amigos arriba y tal vez abajo, a menos distancia que un tiro de lanza pero tan inalcanzables como si estuvieran en Nuitari.

Si alguien hubiera dicho a Pirvan que se encontraría en tal situación, lo habría reducido y atado en el acto. Después habría llamado a un mago o un clérigo, para que la internasen y tratasen porque una persona tan fuera de sus cabales suelta por la calle constituía un serio peligro.

El polvo parecía introducirse por todos y cada uno de los poros de su cuerpo. El sudor brotaba con la misma avidez y lo recubría con una capa de lodo sobre la capa de grasa. Las aristas de las piedras laceraban toda su anatomía, incluidas algunas partes tan sensibles que le hicieron dudar de su futuro con las mujeres. Los lados del boquete temblaban y de vez en cuando se desprendían piedras, que caían sobre él o al fondo sumido en tinieblas.

Cuando ensanchó el pasadizo, sin embargo, dejó de estar solo. Alguien deslizó una lámpara que ahuyentó las sombras. Alguien más le hizo llegar una botella de agua, que evitó que el polvo atascara su garganta. Una tercera persona dejó caer lentamente un haz de restos de madera. Le resultó útil para apuntalar los pasadizos debilitados al extraer las piedras que obstruían el paso, y a partir de entonces pudo descender con mayor rapidez.

Necesitó casi toda la siguiente hora para pasar de la planta en que se encontraba a la inferior, una distancia que por un tramo de escaleras habría recorrido conteniendo el aliento. Cuando llegó al fondo, sólo los guantes habían impedido que sus manos fueran unos despojos sanguinolentos, y ya empezaba a dudar de que Alatorva estuviese vivo.

Podía ver al hombre tendido de espaldas, con un brazo atrapado bajo una losa de piedra, recubierta por un antiguo mosaico. ¿Antiguo? Pirvan pensó que debieron confeccionarlo unos seres anteriores a la aparición del hombre sobre la Tierra, cuando Paladine y Takhisis eran todavía compañeros. Pensar en tantos eones perdidos le provocó un escalofrío, incluso sin necesidad de mencionar el nombre de la Reina de la Oscuridad.

Del cuero cabelludo de Alatorva manaba sangre, y su pecho subía y bajaba pesadamente. Aparentemente, sin embargo, en cuanto recobrara la conciencia y el uso de los brazos, no sería difícil liberarlo.

«Ah, y en cuanto el pasadizo sea un poco más ancho, digamos dos o tres veces más», pensó Pirvan.

Reptó para acercarse a su amigo cuanto pudo, empapó una de las vendas en la poción curativa y empezó a enjugar la sangre del cuero cabelludo del hombre. Así dejó al descubierto una larga brecha, pero poco profunda, de las que provocan escandalosas hemorragias pero no grandes daños.

La cura despertó a Alatorva.

—¡Que Takhisis te lleve! —exclamó el hombretón, a medio camino entre un gemido y una maldición. Después movió la cabeza, sus ojos se abrieron desmesuradamente y maldijo sin tapujos. Cuando hubo terminado, preguntó—: ¿Pirvan?

—Debajo del polvo y en mejores circunstancias, el mismo que viste y calza. Y no pronuncies nombres. Estamos enterrados entre piedras encantadas, o yo soy un clérigo.

—¿Tienes agua? —preguntó Alatorva, haciendo un gesto de asentimiento acompañado de una mueca de dolor y tragando saliva.

La botella de Pirvan estaba vacía, pero tenía poción curativa de sobra. Alatorva comentó que su sabor no era mejor que sus efectos, pero su voz y sus ojos recuperaron un poco de vitalidad después de engullirla.

Entretanto, los de arriba les oyeron pedir agua a gritos y dos botellas descendieron atadas a la otra soga. Cuando llegaron hasta ellos, Pirvan decidió que necesitaban más grasa. La losa de piedra se había detenido en su caída justo antes de machacar el brazo de Alatorva, pero no antes de aprisionárselo firmemente. Un poco de grasa daría una oportunidad al hombretón de utilizar sus fuerzas, casi intactas.

—Sólo si retiras esa losa de mi brazo mientras me escabullo de debajo —dijo Alatorva—. Sé que eso es invertir nuestros papeles habituales en el trabajo, pero eso podemos arreglarlo en otro momento y en otro lugar más apropiados. ¿Quieres intentarlo?

—Si estás preparado…

—Estoy preparado para salir de aquí desde que toqué fondo, aunque no me hubiera dado cuenta —dijo Alatorva—. Y me necesitarás con ambos brazos enteros para salir de aquí. No dudo que hayas abierto un paso adecuado para alguien de tu tamaño, pero no del mío.

—Cabrías por él como un minotauro en un taparrabos de niño.

—Ya me lo imaginaba.

—Tu cabeza…

—… me duele como si hubiera estado bebiendo aguardiente enano barato, pero no me dolerá menos si me quedo aquí tumbado hasta que otra piedra me la aplaste.

Sólo se necesitaron cinto minutos y dos o tres milagros menores para liberar el brazo de Alatorva, ahora bien engrasado, y sacarlo a rastras de debajo de la losa. El espacio despejado apenas era lo bastante grande para los dos hombres, a menos que se acurrucaran uno junto al otro, y no había sitio para que Alatorva izara al más pequeño hasta sus hombros, como habían hecho en varios trabajos nocturnos.

La única manera de salir era ensanchar el boquete hasta que Alatorva pudiera pasar, y eso con toda la ayuda que pudiera conseguir de arriba (del piso superior, no de los dioses). Pirvan pidió más madera para apuntalar el pasadizo y más agua, y la compartieron mientras Pirvan contaba y calculaba la resistencia de los maderos.

«Después de este trabajo, podré dedicarme a la minería en los reinos enanos, si alguna vez se seca el pozo del latrocinio», pensó Pirvan.

Sin la ayuda de los dioses o la magia, salir le iba a costar casi tanto como entrar. Ahora había dos pares de manos trabajando, ya que Alatorva parecía estar en buena forma para un hombre a punto de ser salvado de su propio entierro. También se necesitaría mucho más espacio, que Pirvan ampliaba piedra a piedra.

El problema era que cada roca que retiraban tenía que ser reemplazada por un madero. Pirvan se dio cuenta de que así agotarían su provisión de madera antes de que el boquete estuviera asegurado. Tendrían que saquear la maderería del otro lado del callejón de La Varita de Sauce, y aunque Pirvan había perdido la noción del tiempo, la noche ya no podía ser muy joven. Iba en contra de las buenas costumbres y el honor de los trabajadores nocturnos pagar por algo, pero no sería un gran inconveniente por salvar la vida de un hermano.

Lo que sí era un gran inconveniente para los dos hombres del agujero (además de un desprendimiento) era el espacio disponible. Cada madero utilizado para apuntalar el pasadizo no sólo reducía sus reservas de madera, sino que también ocupaba parte del espacio conseguido al retirar las piedras. El tema tenía interés filosófico: ¿podían los hombres salvarse y condenarse al mismo tiempo? El interés era mucho mayor si tú eras uno de esos hombres.

—¿Cómo os va por ahí abajo? —En la voz de Silgor se traslucía su impaciencia.

—Si tuviéramos tanto espacio aquí abajo como el que tú tienes entre las orejas, hace tiempo que estaríamos fuera y haciendo arrumacos a Yanitzia sobre nuestras rodillas —respondió Alatorva, gruñendo como un jabalí al que le arrancan un colmillo cariado.

Esto provocó algo a medio camino entre un jadeo y una risita de la mujer. Por lo demás, se hizo el silencio, excepto lo que Pirvan habría jurado que era el rechinar de dientes de Silgor.

—En serio, ¿qué necesitáis? —preguntó este último.

—Más madera —respondió Alatorva.

—Tendremos que empezar a destrozar…

—Empezad —dijo Pirvan en tono imperativo, y sólo después de hablar cayó en la cuenta de que tal vez no era prudente utilizar aquel tono—. En cualquier caso, ¿va a ser de alguna otra utilidad este escondrijo?

—Probablemente menos que tú y Alatorva, lo reconozco —replicó Silgor—. Y no sólo para las damas. —Le oyeron organizar otro grupo de recolección de madera. Cuando ya había partido, Pirvan tuvo una idea.

—Silgor —gritó—. Creo que una de esas grandes losas mantiene todo lo demás en su sitio. Si la refuerzas por arriba mientras nosotros la apuntalamos por abajo, seguramente podríamos despejar el resto del pasadizo.

—¿Qué losa? —Gritó a su vez Silgor—. ¿Esta?

Pirvan oyó el ruido de una bota al patear una piedra. También oyó gemidos y rechinos de los cascotes cuando la losa se movió, y los chasquidos de la madera al agrietarse por la presión añadida. El polvo inundó de nuevo el boquete y un puñado de gravilla cayó rebotando por el hueco sobre la nariz y la frente de Pirvan. El ladrón estornudó y pensó groserías sobre Silgor.

Alatorva las dijo en voz alta. Describió a los padres de Silgor, sus costumbres, su inteligencia y su probable destino con cierto detalle y considerable precisión.

—Creo que podemos esperar a que vuelvan los otros. ¡Cuantas más manos, mejor! —gritó un compungido Silgor cuando el hombretón guardó silencio.

—Suponiendo que quieras que salgamos de aquí con vida, sí —dijo Pirvan. Se preguntó brevemente si los testigos habían decidido que la mejor manera de resolver el problema de las joyas robadas era enterrarlo a él «accidentalmente», aunque tuvieran que sepultar a Alatorva de paso.

«Si lo hacen, acabaré con ellos, aunque tenga que regresar del Abismo para conseguirlo», pensó Pirvan.

Cuando volvió el grupo que había salido a buscar madera, Pirvan estaba convencido de que él y Alatorva llevaban una semana entera en aquel agujero. El siguiente accidente sería un río subterráneo que irrumpiría en el pasadizo, y si él y su amigo no flotaban hasta la superficie agarrados a la madera, se ahogarían…

«Muchas manos adelantan el trabajo, al menos si saben cómo hacerlo». Por las maldiciones, toses y gemidos (imitados por los gemidos de los cascotes que se movían), Pirvan lo puso en duda. Al menos no cayó nada grande.

—Ya casi está —gritó Silgor—. Al menos eso creo. Hemos tenido que cavar un poco para hacer sitio a la riostra.

—Aseguraos de no cavar tanto que la maldita losa entera vuelva a moverse —replicó Pirvan.

—Ya lo había pensado —respondió Silgor—. Tú tranquilo.

—¡Tranquilo! —rugió Alatorva, lo bastante fuerte como para provocar a la vez ecos y una nube de polvo—. Silgor, lo próximo que aprendas sobre minería será lo primero. Ahora vamos a salir de aquí escalando antes de vuelvan a despertar los dragones, ¿sí o no?

—Empezad a escalar —dijo Silgor—. Y ahorra el aliento para eso. No vamos a…

Los cascotes emitieron el gemido más prolongado hasta el momento. Alatorva reprodujo el sonido. A Pirvan le recordó un minotauro moribundo.

«Ambos seremos humanos muertos si no nos arriesgamos a confiar en Silgor», pensó Pirvan. Señaló hacia arriba.

—Ya lo has oído —dijo Pirvan, señalando hacia arriba.

—Deberías… —empezó a decir Alatorva.

—No hay tiempo para discutir, amigo mío. Yo puedo pasar por un hueco más pequeño que tú y seré más fácil de estirar. —«¡Aparte de que no he llegado tan lejos para ensuciarme las manos con tu sangre!».

La velocidad de Alatorva sorprendía a muchos hombres, pero hasta aquella noche nunca a su amigo Pirvan. El hombretón pareció volar túnel arriba, partiendo maderos de refuerzo al pasar como si fueran simples ramitas secas. Sus pies desaparecieron en las alturas y luego un rugido triunfal ocupó el agujero, seguido de gritos de júbilo.

Pirvan no perdió más tiempo. Cuando empezaron los gritos, ya había recorrido la mitad del pasadizo. Varios maderos sueltos cayeron rebotando y le golpearon en la cabeza y en un hombro. Las astillas y las aristas de las piedras que no había retirado al bajar hacían que la sangre resbalara sobre su piel engrasada y dejara un pringoso rastro. Una gran roca se desprendió y se atascó justo encima de su pecho; por un momento, no estuvo seguro de poder retirarla o pasar por encima de ella sin dejarse las costillas por el camino.

Cuando la roca se soltó y se deslizó hacia las sombras del fondo, se oyó el gemido más fuerte de todos. Pirvan arrojó a un lado toda precaución y varios maderos, y se precipitó por el último tramo de la cuesta, de la longitud de una lanza. Sólo la grasa le permitió resbalar sin atorarse hasta que dos fuertes manos agarraron sus muñecas y tiraron de él. Sólo la presa de esas manos lo arrancó del agujero, en el momento en que la losa basculaba y una docena de piedras más grandes que un hombre se estrellaban contra el boquete. En menos de lo que alguien deshidratado se bebería un vaso de agua, cualquier cosa mayor que un ratón habría quedado reducida a pulpa, y el ratón se habría asfixiado con el polvo que se levantó.

Pirvan no quedó reducido a pulpa ni se asfixió. Tampoco bebió agua. Se tumbó de espaldas en el suelo y unas manos ansiosas vertieron agua sobre él. El líquido resbaló por la comisura de sus labios y, finalmente, alguien reparó en que su corazón seguía latiendo aunque sus ojos no veían nada.

Lo cargaron sobre unas estrechas vigas de madera y lo sacaron en volandas de la habitación.