El alcázar de Dargaard entró en la historia y encontró la ruina por mediación de lord Soth, el hombre que podía haber evitado el Cataclismo pero tuvo motivos para no hacerlo. El nombre de la fortaleza acabó siendo objeto de tantas maldiciones como el de su señor.
Pero no siempre fue una ruina, poblada por sombras maléficas y entidades aún más innombrables. En un tiempo se irguió, alto y esplendoroso, y su piedra rosada era como un faro que guiaba a los viajeros que se hallaran a menos de tres días de camino. En la época de mayor poder de Istar, era una sede de los Caballeros de Solamnia, sólo superada en importancia por el alcázar de Vingaard.
Los caballeros no estaban a su altura en aquellos días en que Istar reclamaba la mayor parte del mundo y gobernaba una buena parte de él. Incluso entre sus propias filas, algunos dudaban de que las Órdenes de caballeros pudieran volver a tener algún día las elevadas miras que tuvieron en los tiempos de su fundación, o más recientemente, en los de Huma Dragonbane. Aireaban sus dudas, y los jóvenes ávidos de conquistar honores mediante hazañas heroicas ya no se presentaban como en otras épocas.
También entre los caballeros, los había mejor informados. Sabían que ésta era una de esas épocas en las que los hombres vivían tan bien y reinaba tal paz que olvidaban a los dioses y a los caballeros por igual. Éstos sólo serían recordados cuando el Mal o la mera insensatez ofendiera a los dioses y sembrara las semillas de la guerra. Entonces los hombres apelarían a los caballeros para que resistieran a la antigua usanza.
En el alcázar de Dargaard y en todas partes, el propósito de algunos caballeros era realizar ciertos preparativos necesarios para ese día.
Sir Marod, Caballero de la Rosa, siempre había sido muy madrugador. En una granja, uno difícilmente tiene elección al respecto, no cuando las vacas empiezan a mugir para que las ordeñen incluso antes del canto del gallo. En su primer período de formación en el alcázar de Dargaard, ya estaba bien despierto cuando tantos de sus camaradas de armas aún tenían los ojos turbios y caminaban con paso vacilante.
Treinta años después, seguía levantándose temprano, y más temprano aún los días de ceremonia o batalla. El ritual de aquel día también representaba una batalla ganada para el futuro de los caballeros, por lo cual estaba despierto y rezando desde que la aurora había despuntado en el cielo.
Se había rasurado las mejillas y el mentón, y recortado el bigote y el cabello, ambos de un tono más gris plateado que castaño, mientras el cielo aún presentaba el color de las piedras del alcázar de Vingaard. Ahora, vestido con una túnica y unos pantalones blancos, unas botas flexibles y un ancho cinturón, se mantenía erguido mientras su escudero le ponía la armadura.
Estrictamente, al anciano Elius no le cuadraba ese nombre tradicional, pues en los buenos tiempos, los escuderos eran jóvenes, todavía adolescentes, que pulían sus habilidades caballerescas y su honor auxiliando a sus mayores en sus aposentos y en el campo de batalla. Elius ya había superado su cupo de batallas, en calidad de sargento de los exploradores de infantería de los caballeros, y lucía sus huellas en forma de un ojo ciego y una rodilla inútil. Merecía estar cómodamente sentado junto al fuego, tomando una infusión de hierbas y fumando en pipa, contando batallitas y picardías ya lejanas, en lugar de realizar el trabajo de un joven.
Pero como muchos caballeros de edad, Elius no se había preocupado por tener hijos que le proporcionaran ese fuego, esa infusión y esa pipa. Y los caballeros no dejaban a los servidores ancianos y leales en la calle, a merced del viento, ni tampoco de la igualmente fría caridad de los clérigos. Les ofrecían algo mejor.
Con Elius y sus iguales era bastante sencillo. Algunos caballeros necesitaban sirvientes para poder comer y dormir, además de cumplir con sus obligaciones. Otros consideraban que su rango o su posición les daba derecho a tenerlos. Si deseaban pagar de su bolsillo por ese servicio, sus superiores hacían la vista gorda.
Sir Marod se sentó en un escabel para que Elius le abrochara las grebas y atara las espuelas a los escarpes. A continuación, se arrodilló y ambos iniciaron el poco decoroso forcejeo para ajustar la pesada cota de malla. Al final, sir Marod se puso en pie y Elius siguió de rodillas para tirar de la cota hacia abajo, hasta dejarla a la altura adecuada.
Ahora era el turno del peto, el espaldar, la gola y el yelmo ceremonial sin visera, con la cimera de rosas de plata. Elius fue tan meticuloso con las correas del yelmo como si la vida de sir Marod dependiera de ellas, aunque eran de seda con un baño de oro, en lugar de resistente cuero, y apenas habrían resistido tres minutos en combate.
Por último, las armas, las elegidas por el propio sir Marod para las grandes ocasiones formales. En otro tiempo fue un maestro entre los caballeros en el arte de luchar sin armadura, con espada y daga, por lo que se ciñó la espada con incrustaciones fosforescentes y la daga con el pomo de cristal en forma de rosa.
Al acabar, se miró en el espejo. Éste era pequeño, por lo que Elius tuvo que desplazarlo a su alrededor para que tuviera una visión completa de su aspecto. Satisfecho, sir Marod se atusó el bigote con un dedo y esbozó una leve sonrisa.
—¡Ah, volver a ser joven! —exclamó el caballero.
—¿No fuisteis vos, sir Marod, quien el mes pasado dejó a seis hombres, lo bastante jóvenes para ser vuestros hijos, sudorosos y magullados cuando abandonaban la sala de entrenamiento?
—Supongo que sí, salvo que sea alguien a quien todos creyesen oportuno confundir conmigo. Pero pensaba en mi apariencia con este atuendo. ¿Estaré disfrazándome sólo de guerrero?
—Eh, yo no soy quién para opinar.
—Si no das tu opinión cuando la tienes, Elius, no me cabe duda de que a los caballeros les aguardan malos tiempos.
—Ah, bien, entonces digo… que todavía no parecéis más preparado que yo para la bata y la pipa.
Sir Marod reprimió la risa, sin demasiado éxito, pero una llamada a la puerta lo distrajo.
—¿Quién vive?
—Sir Lewin de Delan, que solicita ver a sir Marod.
—¡Entrad, sir Lewin! —dijo con voz recia el caballero. Cogió una capa de piel de oso lechuza y se cubrió los hombros con ella. Elius acababa de trabarla con un grueso broche de oro cuando entró el visitante.
De haber sido unos cuantos años más joven, sir Lewin podría ser el hijo que sir Marod no había tenido y que nunca tendría. Sin embargo, sir Marod no se habría sentido del todo satisfecho al ver a un hijo de su sangre alcanzar la edad viril como lo había hecho Lewin. El caballero más joven que él era de la segunda Orden, la Orden de la Espada, lo cual indicaba que había demostrado ser prudente además de formidable en el combate. Pero había una relajación en sus actitudes y una extravagancia en su forma de vestir que traslucían su descontento; ¿con los demás, consigo mismo, por no recibir los honores o las atenciones que creía merecer?
Ésas eran las tres principales conjeturas de sir Marod, pero jamás las manifestaría. Tampoco era ninguna de ellas un camino seguro al deshonor, ni siquiera al error. Muchos caballeros habían luchado bien, vivido largamente y muerto cargados de años y honores con muchos más vicios de los que Lewin había demostrado tener hasta la fecha.
—Éste no es un día propicio para los caballeros —dijo animadamente Lewin.
Que tales comentarios no eran un comienzo propicio para las ceremonias del día llegó a tenerlo sir Marod en la punta de la lengua. Pero allí lo dejó. Sir Lewin siempre revelaba su estado de ánimo si se le permitía quejarse y refunfuñar.
—Ah, bueno, ¿quién sabe lo que los Caballeros de Solamnia han admitido en sus órdenes en tiempos pasados? —dijo sir Marod con una sonrisa burlona—. Algo mucho peor que cualquier cosa a la que nos enfrentemos hoy, no me cabe duda. Y, no obstante, hemos sobrevivido.
—Nunca habíamos sobrevivido a merced de Istar —replicó sir Lewin.
—Dudo que ellos protesten demasiado cuando uno de sus principales mercaderes apadrine hoy al nuevo caballero.
—¿Sólo apadrine? ¿O es un hombre comprado por el mercader?
El comentario excedía los límites que podían tolerarse incluso a sir Lewin cuando estaba de mal humor.
—Es contrario a la ley hablar en esos términos sobre el honor de un caballero, además de ser contrario a mis convicciones. Si esperáis que el día de hoy sea propicio, procurad contener vuestra lengua.
—Perdonadme, sir Marod —se disculpó sir Lewin, que no estaba tan enojado como para no reconocer una orden de su superior legítimo.
—Os perdono. O, mejor dicho, os perdonaré cuando hayáis repetido vuestro comentario a nuestro nuevo Caballero de la Corona y os disculpéis con él.
—Vos no… —sir Lewin empezó a protestar, cuando pareció sentir que el aire se helaba a su alrededor sólo por la mirada de sir Marod—. Vos sí —concluyó—. En consecuencia, haré lo que me ordenáis. Y lo que el honor, el Voto y la ley exigen —añadió, aunque a regañadientes.
Sir Lewin se apartó hacia un lado, y Elius hacia el otro, para dejar que sir Marod los precediera. El Caballero de la Rosa salió a grandes zancadas y torció a la derecha. Mientras giraba, las palabras de sir Lewin (y lo que reflejaba su rostro y no se atrevía a expresar con palabras) resonaron en su mente.
Sir Marod albergaba pocas dudas sobre el hombre que, antes de la puesta del sol, sería un Caballero de la Corona. Pero aún cabían menos dudas de que en otro tiempo fue un ladrón en Istar, y muy próspero. ¿Quién sería digno de ingresar en las filas de los caballeros solámnicos a continuación? ¿Kenders, elfos? (Es decir, elfos puros, no los semielfos, que no eran desconocidos en las filas de los caballeros y en raras ocasiones molestados, si eran discretos acerca de su ascendencia).
No obstante, dos cosas eran seguras (cuando menos para sir Marod; albergaba dudas respecto a otros caballeros, empezando por sir Lewin). Una: casi todas las razas producían individuos que conocían el honor, la lealtad, el valor y la diplomacia. (Bueno, quizá no los gnomos, los enanos gully o la mayoría de los minotauros). Dos: poco honor podrían alcanzar los caballeros con su propia extinción.
Satisfecho con estas verdades en la base de sus planes, sir Marod aceleró el paso en dirección al gran salón.