Epílogo

Desde el patio de armas, Pirvan oyó los cascos de los caballos cuando los últimos visitantes se alejaron de la casa donde sir Marod tenía sus dependencias.

El anciano caballero lo hizo entrar, despidió a su escudero con una mirada y acercó dos sillas. Pirvan eligió una, pero no se sentó hasta que el otro lo hubo hecho.

Eso hizo sonreír a sir Marod.

—Habéis soportado el día de hoy mejor que yo en mis tiempos, y entonces era diez años más joven que vos ahora. Mis piernas se negaron a cumplir con su obligación y más bien caí encima que me senté en la primera silla que creí que no se hundiría bajo mi peso.

Sir Marod siguió por estos derroteros durante un rato, mezclando anécdotas de su propia carrera con las de otros caballeros que conocía y las de caballeros que habían pasado a la historia o incluso formaban parte de la leyenda. Al menos Pirvan creyó que era sir Marod quien las mezclaba, aunque podía ser su propio juicio. Ayunar sólo era la menor de las exigencias de un caballero, el día en que podía llamarse legalmente así.

—Pero me voy por las ramas, sin tener los años suficientes para que eso sea una explicación o una excusa —dijo sir Marod—. ¿Habéis adivinado cuál será vuestro objetivo como Caballero de la Corona?

Pirvan recorrió con su visión interna todas las anécdotas que recordaba y asintió lentamente.

—Creo que deseáis que busque a personas dignas de ser caballeros, o al menos que las ayude. Eso significa vivir en el mundo y viajar, utilizando mucho de lo que aprendí siendo ladrón.

—Exactamente. Gran parte de eso no puede enseñarse en ningún castillo, ni en veinte años en la caballería. Muchos caballeros se negarían a aprenderlo aunque tuvieran ocasión. Y, sin embargo, mucho de ello es bueno.

—Me pedís mucho.

—No pido más de lo que acabáis de jurar darnos, sir Pirvan. Tampoco es más de lo que hicisteis durante diez años sin ninguna atadura, excepto vuestro propio honor y los juramentos que pudisteis hacer a vuestros hermanos y hermanas.

—Creo que con el honor ocurre lo mismo que con el valor. La mitad de ambos consiste en desear dormir bien por las noches —dijo Pirvan. Había creído que sir Marod se sentiría insultado, pero en su lugar el otro caballero hizo un lento gesto de asentimiento.

—A menudo pensado por hombres sabios, pocas veces dicho en voz alta —dijo—. Además, lo que no sabéis de ese trabajo, podéis aprenderlo de vuestra dama.

—Creía que Haimya podía estar haciendo ese trabajo. ¿Cuántos caballeros ha encontrado?

—Ése es su secreto —dijo severamente sir Marod.

—Muy cierto —dijo una voz detrás de Pirvan, y éste se volvió en redondo. Haimya estaba de pie en la puerta. Llevaba un sencillo vestido de color verde oscuro con encajes de plata, cortado de un modo nada inmodesto, pero que aún hacía lamentar su condición a un hombre que había jurado ser célibe… y alegrarse al que acababa de ser liberado de tal voto.

Ahora Pirvan era consciente de que alguien hablaba a su espalda. Sir Marod estaba diciendo:

—Quizá debería pedir vino y pastas, para mantenerme hasta que tengáis tiempo de escucharme otra vez. Los viejos necesitamos comer. Por supuesto —añadió—, también podría dejaros el vino y las pastas y marcharme. Los jóvenes también necesitáis fuerzas y, tal vez, intimidad.

Haimya extendió un brazo con el que rodeaba a Pirvan y por encima del hombro hizo un grosero gesto a sir Marod. El caballero hizo un ruido que a Pirvan le recordó tanto a Hipparan que contuvo el aliento por un instante.

—Vos, mi señora, no me echaréis de mi propia casa para dejarme al aire libre y a merced del viento como hicisteis con sir Niebar. Hay una habitación reservada para los dos para esta y varias noches más. Mi escudero espera para conduciros a ella.

»¡Ahora marchaos, sir Pirvan, lady Haimya!

Por formar parte de las obligaciones de un caballero la obediencia a las órdenes directas de un superior, Pirvan obedeció.