22

Lo que Tarothin hizo a los servidores de Zeboim fue una de esas cosas simples de describir, pero difíciles de conseguir. La profesión de mago está llena de ellas, pero ésta era una de las que el hechicero Túnica Roja no había visto nunca antes.

Sencillamente, se amuralló contra los conjuros del Mal. Después rodeó la muralla con otro conjuro que dirigía todo el poder de los servidores de Zeboim contra ellos.

Conocía varios conjuros defensivos y habría utilizado uno mucho antes si no corriera el riesgo de destruir a todos los magos implicados. Para amurallarse y repeler el Mal al mismo tiempo había requerido la ayuda del poder de Rubina y sus conocimientos sobre los poderes de los magos Túnicas Negras.

El resultado fue, como supo más tarde, todo el que podía esperarse.

Se cree que había siete sacerdotes de Zeboim a bordo de la flota istariana, tres barcos llevaban uno cada uno, y los cuatro restantes viajaban juntos en otro.

Dos de los sacerdotes que viajaban solos murieron sin que sus naves fueran destruidas. De uno no encontraron nada reconocible como parte de un ser humano. Del segundo encontraron restos que obligaron a marineros endurecidos a apartarse y vomitar… en el agua que ascendía rápidamente por las grietas de las junturas.

El tercer sacerdote se evaporó, nadie supo dónde. Lo único que supo la tripulación de su barco fue que de pronto había un boquete del tamaño de una carreta de bueyes en su nave, bajo la línea de flotación. Siendo una tripulación bien disciplinada, arriaron los botes con rapidez y arrojaron por la borda el equipo de cubierta capaz de flotar para que la mayoría de ellos fueran rescatados con vida a su debido tiempo.

El barco con los cuatro sacerdotes sufrió un destino más horrible.

El primer aviso para Darin de que algo iba mal fue una repentina sacudida brusca que hizo temblar la cubierta bajo sus pies.

Forzó la vista y vio que, donde antes se hallaban las tormentas enfrentadas, ahora soplaba un viento huracanado en dirección a los istarianos. Un viento que se extinguió con la misma rapidez con que se había levantado, dejando sólo restos de espuma sobre las olas que disminuían de tamaño a ojos vista.

La mayoría de los istarianos se había guarecido bajo lienzos encerados; Darin sólo vio un mástil caído. Pero en el centro de la flota, un gran buque parecía elevarse por encima del agua, como si algún monstruo marino lo estuviera levantando por debajo.

Su quilla estaba casi fuera del agua cuando la nave se desintegró. No fue un desmoronamiento lento, como un barco empujado contra las rocas por las olas. Fue un estallido demoledor, como una fruta madura arrojada con fuerza contra un muro de piedra.

Mástiles y berlingas, planchas de las cubiertas y el casco, cuadernas y partes de la quilla, equipo de cubierta, jarcias, velas, pertrechos… todo salió despedido hacia lo alto, pedazos más pesados de lo que un hombre podría levantar volando como flechas. Volando, y luego estrellándose contra el suelo entre los pedazos, había figuras gesticulantes que sólo podían ser cuerpos de tripulantes.

Darin rezó brevemente para que no sufrieran. El oficial de cubierta ya había dado la orden a los remeros y la proa del Ala de Gaviota viraba en dirección a los istarianos. Si alguna ola seguía a la destrucción de la otra nave, estaría preparado para hacerla frente.

Hubo una ola, pero fue más bien una breve subida del nivel del agua. La cubierta se elevó bajo los pies de Darin y luego descendió. Apenas entró una gota de agua en la vapuleada galera. Cuando pasó la ola, un marinero subió a informar de que el camarote de Tarothin ya no estaba atrancado.

—¿Habéis entrado?

—Eh… No, señor.

—¿Entramos a ver si aún tenemos mago?

El hombre se puso lívido, pero sabía que Darin no era tan blando como para soportar a los cobardes.

El Ala de Gaviota aún tenía mago; estaba vestido con una túnica empapada en sudor y dormía profundamente. De hecho, roncaba tanto que amenazaba con abrir las sufridas juntas de la nave.

—Échale agua por encima y avisa a la cocina para que preparen todos los platos que pueda comerse cuando despierte —dijo Darin al marinero—. Yo estaré en el puente. Voy a trazar el rumbo de la ensenada.

En alta mar, la ola provocada por la muerte de los servidores de Zeboim era sólo una joroba en el agua que levantó brevemente el Ala de Gaviota. Más cerca de tierra, cuando llegó a los bajíos, fue menos inofensiva.

Desde la barca, Aurinius oía más de lo que veía de la devastación sufrida por sus barcos. Eso bastó para que se estremeciera por algo más que la brisa, pero puso la mejor cara que pudo al mal tiempo. A su alrededor no veía más que miedo, que podía convertirse fácilmente en pánico; sería tres veces maldito si se ahogaba porque unos cuantos remeros perdían los nervios y el juicio.

—La batalla de magia ha terminado y no creo que se hayan impuesto los que iban a bordo —gritó—. Pero yo dudaba desde hace tiempo de que fueran servidores del Bien o de la legalidad. Aliarse con gente así puede resultar mortalmente caro.

«¡Y si estas palabras llegan al Príncipe de los Sacerdotes, que así sea!».

—Creo que el mago Túnica Roja Tarothin se fugó del Orgullo de las Montañas para combatir a los que se proclamaban amigos nuestros. Él es un servidor de la Neutralidad, lo cual significa que no nos perseguirá porque se ha impuesto al Mal.

Los hombres se sintieron aliviados, aun cuando no comprendían la mitad de lo que les decía Aurinius. Él mismo no estaba seguro de que más de la mitad fuera cierto o tuviera sentido. Pero ésta era una de las muchas veces en todos los años que llevaba al mando que tenía que decir algo, con el fin de llenar con palabras un silencio que de lo contrario se llenaría de terror.

Pero todos sus esfuerzos parecieron fútiles cuando una muralla de agua se elevó por detrás del bote.

Era gris azulada por la base y verde cerca de la cresta, y se elevaba por encima de la pequeña embarcación como el castillo de popa de un gran buque. Avanzó rápidamente, se encorvó… y Aurinius advirtió que el bote ascendía.

—¡Mantened firme el timón y no soltéis los remos! —gritó para hacerse oír por encima del oleaje. Quizá se limitaran a deslizarse sobre la cresta y bajar por el otro lado, lo cual no les serviría de nada si venía otra ola, pero…

Una espumeante cresta se elevó a su alrededor y de pronto resbalaban por la otra cara de la ola, que siguió avanzando hasta romper en un revoltillo espumoso donde la costa era llana y en chorros de espuma donde era rocosa.

Fue el reflujo de la ola lo que volcó el bote, cuando toda el agua desplazada tierra adentro por la ola buscó el camino de regreso al mar. Pequeñas y maliciosas olas se precipitaron sobre el bote desde todas las direcciones, los remeros sudaron y maldijeron y al final la embarcación ascendió y luego cayó sobre una roca que normalmente quedaba por debajo de la superficie.

El primer hombre que saltó por la borda fue el secretario de Aurinius, y no por cobardía. Sencillamente, la roca astilló la parte del bote donde él se sentaba, o mejor dicho, se agarraba como un percebe, y lo arrojó al agua.

El segundo hombre en saltar fue el propio Aurinius. Quizá habría dejado que un marinero socorriera a su secretario si el bote no estuviera hundiéndose rápidamente. Así las cosas, tendría que nadar de todos modos, así que, ¿por qué no ser útil?

Resultó más que útil. Su secretario se había sumergido cuando Aurinius llegó a su altura, y luego apareció manoteando en la superficie.

—¡Socorro! ¡No sé nadar!

Aurinius rodeó con un brazo el pecho de su secretario y empezó a nadar con el otro brazo y las dos piernas.

—Yo sí. Relájate. Cincuenta pasos más y podrás llegar caminando a la orilla.

Fueron bastantes más porque el reflujo los arrastró hacia atrás varias veces. Un marinero tuvo que ser reanimado cuando finalmente llegaron extenuados a tierra, pero nadie se había ahogado.

—Os dije que el mago Túnica Roja no tenía mucho contra nosotros después de derrotar a sus verdaderos enemigos —recordó Aurinius a los hombres.

Las cargas del bote no habían corrido su misma suerte. La mayor parte del vestuario de campaña y la armadura de Aurinius, además de la caja con pergaminos, plumas y libros de contabilidad de su secretario yacían en el fondo, con las algas y las caracolas marinas.

Aurinius esperaba no tener que dar muchas órdenes, al menos hasta que encontrara ropa seca. Sin duda, Beliosaran disfrutaría siendo un día más el amo de todo lo que se extendía ante su vista, y probablemente sería más insistente que nunca en reclamar la parte del ogro de cualquier victoria que se hubiera alcanzado.

Dos jinetes descendían por la ladera de la colina en dirección a la playa. De pronto espolearon sus monturas con tal violencia que una resbaló y cayó aparatosamente.

La otra bajó a tanta velocidad que se detuvo cuando estaba a punto de llegar al agua. El jinete tiró de las riendas con fuerza, desmontó y se arrodilló.

—Lord Aurinius. Beliosaran ha muerto y los hombres del Minotauro huyen por mar. ¿Vuestras órdenes?

El mensajero era Zefros, uno de esos hijos menores de una familia que gozaba del favor del Príncipe de los Sacerdotes. Era la última persona que Aurinius deseaba que oyera lo que había que hacer, pero era el destino, no un fallo.

—No tenemos una flota en condiciones de perseguir a los hombres del Minotauro. ¿Qué hay de los hombres de tierra?

Beliosaran es una lamentable pérdida, pero ¿dónde están sus hombres? ¿Está a salvo el grupo de desembarco?

—Nuestros hombres están a salvo en su mayoría, aunque las levas urbanas no tienen corazón de guerrero. Es que hay fuego mágico alrededor de la fortaleza del Minotauro. Arde sin destruir nada, pero cierra el paso a todo el mundo.

«Y nosotros no tenemos magia que utilizar contra eso», pensó Aurinius.

—Muy bien. Tomaré el mando y enviaré a los hombres a inspeccionar el territorio. Waydol quizás haya dejado algunos rezagados y podamos interrogarlos. Además, estaría bien ocuparse de que otros forajidos no reconstruyan esta fortaleza y causen problemas en el norte. Estas gentes ya han soportado bastante.

—¡No más de lo que se merecían por apoyar a un minotauro!

Aurinius captó sinceridad en la exclamación, un odio sincero. Pero, claro, no se podía esperar moderación de personas como este joven. ¡Qué distinto del Heredero del Minotauro!

El general istariano se preguntó si Darin seguiría con vida. Esperaba que sí. Istar necesitaría enemigos dignos para que sus generales tuvieran trabajo… y para conseguir que los hombres, como este dechado de nobleza, siguieran siendo un poco honrados.

El humo de la destrucción del túnel por parte de Rubina todavía brotaba de la ladera de la colina. Pirvan se paseó por la cubierta del Espada del Viento hasta que Jemar el Blanco le dijo con bastante aspereza que no siguiera, porque ése era un privilegio del capitán del barco.

Pirvan, conociendo el peso que abrumaba la mente del bárbaro del mar, abandonó la cubierta.

El camarote principal se había convertido en una sala de hospital para Waydol y Eskaia. Delia también la ocupaba, tendida bajo una manta en una esquina, lo cual no era correcto, según Sirbones.

Jemar y Eskaia le habían dicho con toda claridad lo que podía hacer con la corrección. De no haber cedido el sacerdote, Pirvan y Haimya habrían hablado a continuación.

Birak Epron y la mayoría de sus hombres se hallaban a bordo del Risa del Trueno, por lo que el Espada del Viento no estaba tan atestado como otras naves de la flota. Pero había pocos lugares a bordo de una nave de construcción humana para acomodar a un minotauro, en el mejor de los casos, y menos para uno necesitado de curas de urgencia.

Haimya estaba sentada junto al jergón de Waydol, sosteniéndole una mano mientras Sirbones escuchaba el movimiento de la sangre en la otra muñeca. Waydol movía la cabeza adelante y atrás, y a cada rato soltaba un profundo gemido. Cada vez que lo hacía, Pirvan veía respingar a Haimya, cuando la enorme mano se cerraba alrededor de la de su esposa.

Pero no le pediría que se apartara. Sólo deseaba poder ocupar su lugar.

—¿Vive mi heredero? —Preguntó entrecortadamente Waydol—. ¿Tenéis noticias suyas?

—Sabemos que el Ala de Gaviota está a flote —respondió Haimya—. Esa señal era de la gabarra del práctico, pero está desarbolado y se acerca a base de remos. El mar está en calma, pero tal vez pase un tiempo antes de que Darin suba a bordo.

«Bastante más tiempo de sufrimiento para Waydol, a menos que Sirbones utilice casi hasta el último de sus conjuros para curar a un minotauro».

Habían dado a Waydol pociones normales, pero el propio minotauro les recordó que si tenía una hemorragia interna, eso podía matarlo. Además, la dosis para los minotauros era incierta. Finalmente, afirmó que se recuperaría cuando Darin estuviera a bordo, y aquello puso punto final a la cuestión.

Pirvan y Haimya tenían la impresión de que Waydol aún podía levantarse de su jergón y aplastarlos contra las vigas del techo si contrariaban sus deseos. Por eso esperaron… noticias de Darin, que el viento fuera favorable, que Sirbones recobrara las fuerzas, no sabían qué.

«Que acabe el dolor de Waydol —era lo que Pirvan no se atrevió a expresar en palabras; ese deseo podían concederlo los dioses acabando con su vida—. Si lo hacen antes de que vuelva a hablar con Darin, yo… no sé qué puedo hacer como Caballero de Solamnia. Como hombre, desearía…».

La puerta del camarote se abrió bruscamente y el único hombre a bordo que podía entrar sin llamar lo hizo como una exhalación, casi derribando a Haimya.

—¡Waydol! Señales del Ala de Gaviota, Darin está ileso y se alegra de vuestra victoria. Además, el viento es bueno y nos marcharemos en cuanto levemos anclas.

El bramido de Waydol fue una sombra de sí mismo, pero aun así arrancó ecos de las paredes del camarote y obligó a Eskaia a taparse los oídos con las manos. Acabó con un ataque de tos seguido por una espuma sanguinolenta, y Haimya cogió un paño empapado en agua con esencias de hierbas para secar los labios y el mentón del Minotauro.

—Enviad a alguien más para que me cuide —dijo Waydol—. Tú deberías estar en cubierta.

Haimya se puso en pie a regañadientes.

Pirvan y Jemar ya estaban en cubierta cuando se unió a ellos. Pirvan la rodeó con un brazo, pero ella miró hacia otro lado. El caballero sabía lo que significaba —lágrimas que se suponía que no debía ver—, y no dijo nada.

De una de las cabañas construidas en lo alto de la loma brotaban llamas y humo. Mientras el humo se alejaba a la deriva y las piedras caían rebotando sobre los tejados de más abajo, Pirvan reconoció qué cabaña era.

—Otra vez Rubina —dijo—. Asegurándose de que nadie hurga en los secretos que Waydol pudiera guardar en su cabaña.

—¡Remos fuera! —Gritó Jemar—. Tripulación de cubierta, preparados para hacernos a la mar. —Se dirigió al castillo de proa.

La cabeza de Haimya resbaló por el hombro de Pirvan y él sintió que su esposa estaba temblando.

Un único anillo de fuego ardía ahora a lo lejos. Rubina se hallaba sentada en un tronco frente a la entrada de la fortaleza, a sólo unos pasos de un charco de roca fundida que empezaba a solidificarse lentamente.

Se puso en pie con gesto cansado y empezó a remontar la cuesta hasta donde pudiera ver el mar. Podía haber llegado allí levitando, pero no sin interrumpir el conjuro que mantenía encendido el último anillo de fuego.

Ése lo mantendría hasta que hubiera zarpado el último barco.

Era una larga ascensión para una hechicera que había gastado sus energías con generosidad durante todo el día. Si se hubiera hallado en la Torre de la Alta Hechicería después de una jornada de trabajo como la de hoy, se habría dedicado a dormir y comer alimentos sanos durante varios días.

Tenía sus dudas sobre las perspectivas de comer nada sano en esta tierra. Algo más segura estaba en cuanto al sueño.

Varias veces sintió la tentación de desprenderse de su bastón y sus ropas. Ahora eran un simple peso muerto y el círculo de fuego se podía apagar con unas simples palabras. Simples, por lo menos, comparadas con lo que le había costado crear los tres círculos de fuego con los que había iniciado la jornada laboral.

Pero llevaba la túnica y el bastón desde hacía tantos años que se sentiría rara sin ellos. No le apetecía sentirse así en sus últimas horas de vida.

Además, si esas horas se prolongaban hasta la noche, pasaría frío sin ropa. Cuando era más joven disfrutaba mucho con las citas al aire libre; recordaba a un fornido soldado, cuyo nombre nunca supo, y la brisa con aroma a rosas que los acariciaba…

El mar se abrió ante ella tan bruscamente que tuvo que clavar su bastón en el suelo y agarrarse a una rama para no resbalar por el borde.

Allí estaba el mar y, en él, naves. Dos flotas, una al este y tan alejaba que apenas pudo contar sus efectivos. Otra al oeste, mucho más cerca, pero no lo suficiente para poder reconocer ningún barco. Y una solitaria nave que se dirigía a la flota del este, de bordas bajas como una galera y aparentemente avanzando a fuerza de remos.

Rubina se sentó en el suelo, con el mar a la vista pero a una distancia segura del acantilado. Alzó su bastón y formuló el que sabía que sería su último conjuro, para ampliar brevemente su visión y poder identificar ambas flotas.

«Primero la flota del este. Lo que está más cerca requiere menos energía».

Empezaron a llorarle los ojos, se le nubló la vista pero luego se le aclaró… y el Espada del Viento parecía estar casi al alcance de su mano.

Incluso creyó reconocer a Pirvan y Haimya, muy cerca uno de otra.

No había llorado en todo el día y tampoco lo hizo ahora, hasta que acabó de contar las naves de Jemar. Las diez estaban allí, junto al Ala de Gaviota.

Su misión había concluido. ¿Por qué no avanzar unos cuantos pasos más?

«Porque tus amigos están ahora a salvo de la venganza de Takhisis. Las únicas personas que quedan en estas costas son enemigos. ¿Quieres que también ellos se pongan a salvo?».

Este pensamiento puso fin al breve llanto de Rubina. Era agradable darse cuenta de que podía seguir luchando incluso después de la muerte, si atraía a la Reina de la Oscuridad a su propio bando.

«Tal vez, después de todo, elegir la Túnica Negra no fue una mala decisión».

Darin habría nadado de buen grado hasta el Espada del Viento en el momento en que el Ala de Gaviota estuvo lo bastante cerca, pero Jemar ya había mandado arriar un bote.

No había más noticias de Waydol que adivinar por la expresión de los hombres. Darin sabía que las habría si el Minotauro hubiera muerto o se hubiera curado, aunque nadie las comunicara con palabras.

De hecho, el silencio parecía cernerse como la niebla sobre el mar y la flota de Jemar. El agua se ondulaba suavemente, el aire estaba quieto y era como si allí hubieran estado presentes la muerte, el terror o la magia.

Jemar fue el primero en darle la bienvenida a bordo del buque insignia, pero luego retrocedió y dejó hablar a Pirvan.

—Waydol se agotó durante mucho tiempo cuando ya tendría que haber dejado de luchar —dijo el caballero.

—¿Es tu opinión o la del sacerdote?

—Yo confío en el sacerdote.

—No es un guerrero. Es… No carece de honor, pero no es el honor de un minotauro. Ni el de un guerrero. Tú sí eres un guerrero. ¿Qué opinas?

—En la situación de Waydol, yo habría hecho lo mismo.

Darin agarró a Pirvan por los hombros.

—Gracias es sólo una palabra. Si encuentro algo mejor que hacer o decir…

—No hay ninguna prisa —respondió el caballero—. Ahora ve abajo, antes de que Sirbones duerma a Waydol para la cura.

Darin se golpeó la cabeza contra las vigas varias veces antes de encontrar el camarote principal. Sirbones abrió la puerta y el primer pensamiento de Darin fue que el sacerdote de Mishakal necesitaba un sanador para sí mismo.

—Debo ir a trabajar pronto —dijo Sirbones—. Ya he recuperado las fuerzas suficientes…, creo. No puedo esperar más, pase lo que pase.

—No temas —dijo Darin—. Si a mi padre le ha llegado la hora…

Sirbones se apartó más deprisa de lo que Darin lo hubiera creído capaz.

—¿Me has llamado? —preguntó una voz ronca desde el camarote.

Darin se mordió el labio y deseó haberse mordido la lengua, por díscola. También deseó dejar de ruborizarse, pero sabía que si esperaba hasta entonces, Waydol podía morir antes de que él entrara en el camarote.

Por eso entró y se arrodilló a los pies del jergón.

Sintió que una manaza le alborotaba el cabello. No había demasiado que alborotar, ya que se lo había cortado a cepillo antes de embarcarse. «Tampoco es mucho como ofrenda funeraria».

—Dime, ¿me has llamado?

—Padre.

—¡Humm…! No soy… el padre de tu cuerpo. Pero en todo lo demás… no rechazaré… el título.

—Quien enseña a un niño el honor es el padre de su alma.

—¿Te lo has inventado tú…? ¡Ah!

—No lo he leído en ninguna parte.

—No, no había muchos libros en la fortaleza, ni muchos amantes de los libros. Pídeselo a sir Pirvan… y creo que te permitirá visitar su biblioteca.

Darin quería hacer muchas cosas además de hablar de su futura educación. Una de ellas era llorar. Habría preferido que lo arrojaran al Abismo.

—Bueno, tú o quien lo dijera tenéis razón. Ahora ve a buscar a Sirbones, hijo mío. Si no, voy a agotarlo sin necesidad…

Un jadeo de dolor interrumpió la frase y Darin advirtió que el Minotauro se estremecía. Después, una pequeña mano se apoyó en su hombro.

—Quédate con tu padre, Darin. Yo iré a buscar a Sirbones.

Era lady Eskaia. Sólo iba vestida con un traje de noche que ocultaba mucho menos que su ropa normal, y Darin sintió, que se ruborizaba una vez más. Y recordó que ella también había estado cerca de la muerte.

—No discutas, Darin —dijo la mujer con firmeza, en un tono de voz que recordaba al de Waydol en la época de rabietas infantiles de Darin—. No te quepa duda de que puedo andar diez pasos para descubrir que Sirbones se está mordiendo las uñas en un rincón oscuro.

Salió del camarote, seguida por un débil rumor que Darin reconoció al final como la risa de Waydol, de su padre.

Sir Niebar había cambiado de planes varias veces en el camino desde la hacienda Tiradot a la posada El Ogro Encadenado. Cada vez se debía a que se había enterado de alguna novedad sobre los hombres de armas de Pirvan.

La mayor parte de lo que ahora sabía era cuánto habían aprendido ellos de sir Pirvan, sobre las habilidades de lo que delicadamente llamaban «las anteriores ocupaciones de su caballero». Incluían artes como entrar en una casa por el tejado en lugar de por la puerta, neutralizar perros guardianes sin matarlos y moverse en un silencio que normalmente se asociaba con seres incorpóreos, por lo que sir Niebar agradecía al Caballero de la Corona sus enseñanzas.

Sin embargo, no podía dejar de preguntarse qué más habían aprendido los hombres de la hacienda Tiradot que no confesaban. Y si los amigos y los enemigos de sir Pirvan las conocerían sólo en el último momento.

Los hombres de armas también habían recogido en la armería de la hacienda una buena cantidad de artilugios y pociones especialmente confeccionados, entre otros, botas de clavos y guantes para escalar, garfios de escalada atados a sogas, escaleras de cuerda, ungüentos para oscurecer la piel o disimular el olor corporal y pociones para mojar carne o galletas y echárselas a los perros indeseados.

Provisto cada uno de una bolsa con su parte del equipo, los siete hombres se deslizaron hacia El Ogro Encadenado mientras las nubes ocultaban la última luz de las lunas. Sólo se veían unas cuantas luces en las casas, y no muchas más en la posada. Faltaban pocos días para la feria más próxima; todos tenían trabajo al día siguiente y probablemente estaban acostados.

La parte de la carga de sir Niebar consistía, aparte de sus armas y algunas flechas adicionales para los arqueros, en un gran petate, cuya función sería bajar a Gesuso Saltatrampas a la planta baja, en el caso de que no estuviera en condiciones de hacerlo por sí mismo.

Como sólo se usaría cerca del final de la expedición y en caso de extrema necesidad, sir Niebar se encontró realizando el trabajo de un centinela. Otro lanzó un garfio atado a una flecha hacia el alero de la posada. Un segundo hombre trepó por la cuerda, cargado con otra soga. Un tercero ató una escalera de cuerda a la segunda soga y trepó por ella, arrastrando la escalera, que la enganchó en el marco de una ventana de la buhardilla.

La ventana estaba abierta y el cuarto hombre de armas escupió en el suelo cuando se enteró.

—Sir Pirvan no habría llamado a eso un trabajo decente cuando se dedicaba a su oficio anterior —murmuró el hombre con irritación—. No hay guardias dignos de ese nombre.

Al parecer, tenía razón, pero el posadero no tenía motivos para suponer que alguien conocía la existencia de su secreto en la buhardilla. De hecho, probablemente había cerrado con llave todas las escaleras de la buhardilla por si el kender se liberaba de sus grilletes y no quería saltar por la ventana de un tercer piso.

El cuarto hombre de armas desapareció escalera arriba, junto con uno de los caballeros. Sir Niebar y el segundo caballero se quedaron abajo, como centinelas y también por si había una trampa tendida en la buhardilla. Si no conseguían salir con el kender, alguien tenía que regresar a un castillo y advertir a los caballeros.

Sir Niebar seguía viendo por el rabillo del ojo siluetas en movimiento, pero se evaporaban en cuando miraba directamente hacia ellas. Sabía que la oscuridad y el nerviosismo podían engañar a los sentidos; tampoco oía nada.

Lo cual no demostraba que unos adeptos bien entrenados como los Siervos del Silencio no pudieran estar acechándolo en aquel mismo momento…

Una luz refulgió en la ventana de la buhardilla. Por un momento sir Niebar se quedó deslumbrado, e inmediatamente pensó que la posada ardía en llamas. Entonces apareció una pequeña silueta en la ventana, recortada contra la luz exterior. Sin titubear, saltó hacia la rama de un árbol que crecía cerca de la posada.

Un hombre habría quebrado la rama con su peso como si fuera una pajita. Un kender, incluso adulto, simplemente la dobló tanto que pudo dejarse caer al suelo. Pero cayó mal, y el aterrizaje forzoso sumado a las privaciones que había sufrido, lo dejaron gimiendo e incapaz de levantarse cuando sir Niebar corrió hacia él.

—Los tatuados… —intentó decir entre jadeos.

La advertencia llegó justo a tiempo. Sir Niebar y sus compañeros se irguieron como impulsados por un resorte y se colocaron espalda contra espalda, con las espadas desenvainadas, en el momento en que cuatro figuras vestidas de negro salían repentinamente de entre los árboles. Al mismo tiempo, un hombre de armas apareció en la ventana.

—¡Corred! —gritó.

Aparte de despertar a toda la posada, sir Niebar no vio el objetivo de aquel grito. Los caballeros del suelo no iban a abandonar a sus compañeros, y eso tenía un fin. Además, no podrían capturar ningún prisionero, si huían desenfrenadamente.

Así, los dos caballeros se pusieron a luchar con ahínco y descubrieron, contrariados pero con alivio, que los cuatro hombres a los que se enfrentaban no eran unos espadachines consumados. Porque no había honor en luchar contra hombres que no deberían haber sido enviados al combate; alivio porque eso aumentaba sus posibilidades de alzarse con la victoria.

Aún tuvieron que matar a dos Siervos del Silencio y herir gravemente a un tercero, que acabó huyendo al amparo de la noche. El cuarto podía haber escapado con vida si Saltatrampas no hubiera rodado sobre sí mismo rápidamente para clavarle en la pierna un daga recogida de uno de los cadáveres.

El sicario aulló, perdió pie y cayó como un árbol talado, mientas sir Niebar asía su espada con fuerza y descargaba un golpe transversal con la hoja de plano en la sien del hombre. El otro caballero se arrodilló de inmediato para asegurarse de que el hombre estaba indefenso y vendarle la herida en caso necesario.

El kender bailó una pequeña danza alrededor del hombre postrado. Sir Niebar nunca había visto a un kender de un humor que reclamara una venganza de sangre; ahora tampoco le apetecía verlo.

No obstante, el estado del kender hablaba por sí solo. Ahora le faltaban uñas de los dedos y varios dientes, además de soportar las indignidades que sir Pirvan había descrito. Era un pequeño milagro que no estuviera en peores condiciones. No lo era en absoluto que no hubiera derramado la sangre de uno de sus torturadores: los caballeros estaban presentes.

En aquel momento, los cuatro hombres de armas ya habían descendido de la buhardilla. Uno de ellos fue arrojado por la ventana; cuando llegó al suelo, Niebar vio por qué. Una estocada o puñalada le había atravesado el corazón: debió de morir inmediatamente y sin dolor.

Sir Niebar se aseguró de que el cautivo tuviera un tatuaje, como en efecto era el caso. Dos de los otros hombres de armas corrieron hacia la puerta principal de la posada y empujaron un gran carro hasta situarlo delante y disuadir a quien pretendiera abrirla. El tercer caballero hizo algo parecido en la parte de atrás, prendiendo fuego a un montón de leña ante la puerta.

Sir Niebar rezó cumplidamente a Sirrion, dios del fuego creador, para que la leña ardiera el tiempo suficiente como para resultar útil e incluso bonita, pero no tanto como para incendiar la posada y reducir a cenizas a personas inocentes.

El petate de transporte resultó muy útil porque Saltatrampas había agotado sus últimas fuerzas en la danza. Sir Niebar, siendo el más alto de los seis compañeros, cargó con el kender. Otros dos cargaron con el hombre de armas muerto.

Los habitantes de las casas situadas a lo largo del camino de vuelta hasta donde habían dejado los caballos se despertaron cuando los compañeros pasaron ante ellos. Pero la mayoría de los perros guardianes estaban narcotizados por galletas empapadas en poción. La mayor parte de los que se asomaban a las ventanas de las casas o salían corriendo al verlos o corrían hacia la parte delantera cuando los compañeros pasaban por la trasera, y éstos llevaban todos el rostro oscurecido y ropas negras.

A sir Niebar se le ocurrió que cualquiera que los viera podía confundirlos con la mismísima banda de Siervos del Silencio que ellos habían conocido y derrotado, los que iban por el kender. En ese caso, los campesinos tenían motivos para correr en dirección contraria.

Los caballos estaban donde los habían dejado atados, aunque cada uno tenía ahora un kender junto a él, preparados para «desatar» las correas en un instante o incluso cortarlas con dagas.

—No queríamos que los tatuados se apoderaran de vuestros caballos y obtuvieran pruebas de vuestra identidad —dijo Rambledin.

La cabeza de Gesuso Saltatrampas asomó rápidamente de la bolsa.

—¡Mirón Rambledin! ¿Qué haces aquí? Si es que estás haciendo algo útil, porque sería la primera vez en tu vida que…

—Si el cautiverio no ha mejorado tus modales, Gesi, el caballero aún está a tiempo de devolverte a la posada —dijo Mirón Rambledin—. Ahora vamos. Estas buenas gentes ya tienen bastante que hacer sin ti, y Shemra se alegrará de verte… No, pensándolo mejor, no lo hará hasta que te hayas dado un baño. ¿Cuándo fue la última vez que estuviste a menos de diez pasos del agua caliente, si puedo preguntarlo?

—No puedes —respondió Saltatrampas, pero salió como pudo del petate, se tambaleó y se desplomó en los brazos de Mirón Rambledin. Los demás kenders se congregaron a su alrededor y lo levantaron; antes de que sir Niebar pudiera abrir la boca para decir una palabras de gratitud, los humanos estaban solos junto a sus caballos.

—Bueno, parece que tenemos un prisionero —dijo sir Niebar—. Y los sobrinos y sobrinas de Rambledin pronto podrán contar historias sobre un tío Saltatrampas real. Aunque espero que no aireen este asunto fuera de la familia.

—Tal vez lo hagan, tal vez no —dijo el hombre de armas que había hablado de buscar kenders que los ayudaran—. Pero vos sabéis cómo son estos personajillos. Lo que sabe uno, no tardan mucho en saberlo todos los demás. Eso no nos ha venido mal esta noche, sir Niebar, y puede que tampoco nos haga daño en el futuro.

—Dejemos que el futuro vele por sí mismo. Lo que necesitamos ahora es menos charla, buenos caballos y que la noche siga tan oscura.

—A la orden, sir Niebar.

Cinco minutos después, los hombres y los caballos habían desaparecido con la misma rapidez que los kenders, aunque no tan silenciosamente, y cabalgaban amparados en la noche.

En un trecho de costa donde había más roca desnuda que bosque, Rubina estaba también sola la noche.

Sabía que no estaba sola en aquella tierra. Desde su asiento veía las antorchas de cuatro grupos de rescate istarianos que se dirigían al campo de batalla. Parecían mirar bajo cada arbusto o cada piedra en busca de camaradas muertos y heridos, así como hombres de Waydol rezagados.

En dos ocasiones oyó entrechocar el acero y los gritos de los moribundos, cuando encontraban personas que o bien eran enemigos o no podían demostrar que fueran amigos. De momento no habían dado con ella, ni siquiera caminaban en su dirección.

Takhisis, por otra parte, no se había presentado. Rubina esperaba estar en el Abismo desde hacía ya mucho rato, torturada hasta el borde de la muerte y luego devuelta a la vida para seguir torturándola. ¿Estaría la Reina de la Oscuridad curando o consolando a su hija Zeboim?

Tal vez. Lo más probable era que Takhisis llegara cuando menos lo esperara. Obligar a Rubina a caminar sola durante días, meses o incluso años, por miedo de arrastrar a otros a su destino, sería una forma sutil de tortura. Después de todo, la Reina de la Oscuridad era una diosa, y disponía de más tiempo y crueldad que ningún mortal.

En aquel momento, uno de los grupos de antorchas remontaba lentamente la colina en dirección al mirador desde donde Rubina contemplaba el mar. Pronto oiría el ruido de botas imponiéndose al rugir del oleaje. De pronto distinguió la luz de las antorchas reflejada en las armaduras y finalmente pudo identificar los rostros.

Uno de ellos, situado en el centro de un círculo de soldados, era nada más y nada menos que Gildas Aurinius en persona. Demostrando que su visión nocturna era la de un hombre más joven, también fue el primero en ver a Rubina.

—¡Eh, señora! ¿Qué hacéis aquí?

Rubina se levantó y sus piernas parecían estar a punto de disolverse en agua. Dejó su bastón apoyado en las rocas porque no deseaba alarmar a los soldados. Aurinius podía ir a pie, pero lo acompañaban unos veinte guardias armados.

—Espero.

-¿Qué?

—Mi destino.

—Déjate de acertijos, mujer —repuso otra voz más joven—. Muchachos, adelante y atadla. Debe de ser la hechicera Túnica Negra de la fortaleza de Waydol. Podemos enterarnos de muchas cosas a través de ella.

Aurinius se volvió hacia el joven, que lucía una lujosa armadura y parecía ser el capitán de la guardia.

—¿Me permitís, Zefros? —El general dio un paso al frente—. Lady… Rubina, ¿verdad?

Rubina tragó saliva. No esperaba que ningún istariano conociera su nombre.

—Intentamos estar informados del lugar en que se encuentran los magos y si están vivos o muertos —dijo con delicadeza—. Y a veces lo conseguimos. Ahora bien, no puedo prometeros que las Torres de la Alta Hechicería os aceptarán de nuevo, después de esta huida, pero sí os prometo que, si nos acompañáis pacíficamente, con el tiempo seréis libre de regresar a ellas si ése es vuestro deseo y el suyo.

Rubina dio vueltas a las palabras en su mente una y otra vez. Era una promesa de amnistía total por parte de los amos de Istar, si los ayudaba a resolver los misterios de Waydol y el combate de la jornada.

No era un trato que pudiera aceptar, diantre. Había demasiados secretos que no le correspondía a ella revelar.

Pero proponiendo semejante trato, Aurinius demostraba la clase de hombre que era. La clase de hombre que no debería estar cerca de ella cuando Takhisis contraatacara. La clase de hombre a quien Istar, Karthay, los Caballeros de Solamnia y todos los demás necesitaban vivo antes que muerto.

Por eso su decisión era simple. Sólo esperaba encontrar entre las filas de los guardias a uno que la ayudara a dar el último paso.

Se inclinó, recogió su bastón, introduciendo al mismo tiempo la mano libre en la pechera de su túnica.

Aurinius pensó que Rubina se limitaba a recoger su bastón y quizás a ofrecerle sus bolsas de hierbas para que se las guardara.

Zefros aulló de rabia y miedo.

—¡Intenta embrujar a Aurinius!

Varios de los guardias eran de infantería ligera e iban armados con espada corta y jabalina en lugar de espada larga y escudo. Zefros arrebató una jabalina al hombre más próximo, la alzó y la arrojó.

En las competiciones deportivas, al menos, se había ganado la fama de diestro con la jabalina. Ahora demostró que también podía lanzarla con eficacia en combate, si alcanzar a una mujer inmóvil a treinta pasos de distancia podía llamarse combate.

La jabalina acertó a Rubina justo bajo los senos. Se desvió ligeramente hacia arriba y atravesó su corazón. Apenas tuvo tiempo de sentir alivio porque el final de su cuerpo fuera tan rápido, antes de dejar de sentir.

Aurinius intentó impedir que cayera y lo consiguió al precio de mancharse de sangre las manos y los brazos. Se volvió hacia Zefros, que ya había cogido otra jabalina… y la dejó caer al punto.

Aurinius descendió por la ladera en dirección a Zefros, con una expresión en el rostro que nadie de los que la vieron olvidaría jamás.

—Joven idiota… —dijo en voz baja.

Zefros se encogió ante el quedo reproche, como no lo habría hecho ante un borbotón de maldiciones.

—Intentaba mataros.

—Era una mina de conocimientos preciosos que tú acabas de cegar.

La paciencia de Aurinius llegó a su fin. Agarró a Zefros por ambos brazos y pegó su rostro al del joven.

—Puedes ir donde te plazca y decir lo que te plazca y a quien te plazca. Pero nunca más servirás a mis órdenes. Si alguna vez te veo en un campamento que esté bajo mi mando, te mataré.

Por un momento, pareció que la muerte de Zefros no tendría que esperar mucho rato. La rabia puede convertir a una gata madre en una tigresa, a la hora de defender a sus cachorros; también puede proporcionar a un general humano de mediana edad la fuerza de un minotauro para despedazar a los jóvenes e impetuosos capitanes.

Aurinius lo sabía, apartó las manos de Zefros y dio un paso atrás. Después escupió a los pies del joven, un gesto vulgar, lo sabía, pero cualquier otro más fino era un desperdicio con el principito comerciante.

Cuando Aurinius se alejó en la oscuridad que rodeaba el círculo de antorchas, nadie hizo ademán de seguirlo.

Waydol murió justo antes del alba.

Fue como todos temían. El Minotauro había agotado sus fuerzas luchando tras ser herido y Sirbones había agotado su poder curando a otros heridos. El sacerdote hizo lo que había aconsejado a Delia que no hiciera, dar lo que en realidad ya no tenía intentando salvar a Waydol, pero todo fue en vano y el sacerdote de Mishakal estuvo a punto de seguir el destino de Delia y el Minotauro.

Por fortuna, Tarothin se había recuperado bastante, después de un largo sueño y una abundante comida, y pudo subir a bordo del Espada del Viento para administrar un remedio al sanador.

—Y ahora, si alguien lo mantiene atado a su litera varios días —añadió el mago Túnica Roja—, después estará en condiciones de curar cualquier cosa, desde ampollas hasta fracturas de cráneo.

Decidieron entregar los cuerpos de Waydol y Delia al mar, «para que mi padre realice con el tiempo el viaje de regreso a casa, aunque transformado», como expresó Darin. La flota se puso al pairo, los dos cadáveres amortajados se colocaron sobre tablones y Tarothin impartió las bendiciones adecuadas, ya que Sirbones estaba dormido en un camarote.

Eskaia permaneció en cubierta durante el funeral, aunque por su aspecto debiera haberse quedado en cama. Pero ya había dejado claro lo que le ocurriría a Jemar si no le concedía permiso, y todos los demás tuvieron el buen sentido de morderse la lengua.

Darin pronunció unas palabras sobre su padre, «que vivirá más tiempo que si tuviera diez hijos de su propia carne, pues todos los que le seguíamos éramos como sus hijos».

Al terminar, echó la cabeza hacia atrás y rugió, en un lamento fúnebre de minotauro mejor de lo que Pirvan hubiera esperado oír salir de una garganta humana.

Pero tampoco esperaba conocer nunca a alguien como Darin.

Redoblaron los tambores, el lienzo se deslizó sobre la madera, sonaron dos chapoteos junto a la borda del Espada del Viento y todo acabó.