La brisa marina se había extinguido cuando la banda de Waydol se desembarazó de las levas de las ciudades. Sin embargo, la niebla y la bruma seguían espesándose, pero no siempre extendiéndose. Lentamente engulleron el paisaje, hasta que Pirvan empezó a sentirse como si luchara en un mundo ajeno al tiempo y al espacio.
No era muy alentador recordar que los magos habían arrojado a amigos y enemigos por igual a lugares precisamente así, de los que no siempre encontraban el camino de salida.
—Por lo menos hará más lenta la persecución —dijo Epron a todo el mundo—. Los soldados heridos que sólo hayan recibido un puñetazo en las narices harán bien siguiendo a los sanos. No os separéis, muchachos. Estamos doblando el último recodo del camino.
El acantilado donde se abría la verdadera entrada de la fortaleza era visible entre los árboles para los hombres de Pirvan cuando llegó un mensajero con noticias de los exploradores enviados al norte.
—¡Istarianos! —fue lo único que dijo y necesitaba decir.
Antes de que nadie pudiera dar órdenes, de la abertura de las rocas salieron hombres armados en tromba. Pirvan contó veinte guerreros armados hasta los dientes, mandados por un bárbaro del mar llamado Acechante y el kender… ¿Insafor Pitaltrote?
—Pensamos que podríamos ayudar —dijo Acechante.
Waydol miró hacia el norte.
—Quizá necesitemos más ayuda de la que podáis prestarnos. ¿Quién más está dentro?
El kender empezó a recitar una lista; Waydol lo cortó en seco.
—El tiempo pasa, amigo mío. No necesitamos elocuencia.
Acechante explicó que lo acompañaban todos los hombres prescindibles para la defensa de la ensenada si el enemigo abría una brecha. Los demás embarcando rápidamente, la entrada de la ensenada aún estaba libre de niebla y de enemigos, lady Eskaia ya estaba fuera de peligro…
—¡No sabía que estuviera herida! —exclamó Haimya.
Waydol emitió un gruñido gutural, en lugar de repetir su sugerencia de no perder el tiempo. El mensajero siguió explicando que habían llevado a la dama de los bárbaros del mar a bordo del Espada del Viento. La comadrona, Delia, estaba ayudando a Sirbones en las tareas médicas. Rubina había desaparecido, pero no había cometido ninguna traición.
—¿Cómo van las cosas en el mar? —preguntó Waydol.
Acechante se encogió de hombros.
—Nosotros seguimos a flote y ellos también. Eso ya es una victoria para nosotros, creo yo.
«Si dura, sí», pensó Pirvan.
Pero, una vez más, no tuvo tiempo para seguir pensando. Los istarianos surgieron de entre la niebla, con la infantería ya en formación de combate y la caballería en ambos flancos. Detrás de la infantería cabalgaba una figura con armadura plateada, bajo un estandarte de capitán.
—¿Aurinius? —preguntó Acechante.
Pirvan negó con la cabeza.
—Beliosaran. Me parece que intenta apropiarse de la gloria de la victoria.
—Me parece que pronto descubrirá que era una estupidez —dijo Waydol con una voz tan queda que sólo lo oyeron los que estaban a su lado.
Acto seguido lanzó su desafío a los istarianos. Por un momento, ni siquiera se dignaron responder. Después, la caballería se desplegó, aumentando el espacio que cubría por cada flanco, empezó a sonar un tambor en la retaguardia de la infantería y todos se lanzaron a la carga.
Superaban a la retaguardia de Waydol por cinco a uno y todos eran soldados regulares istarianos. Podían perder a un hombre por cada uno de los de Waydol que abatieran y aun así quedarían suficientes para abrirse paso hasta la fortaleza y aniquilar a todos los que no estuvieran a bordo de la nave.
Por el momento, lo único que Pirvan podía agradecer a algún dios era que, entre los istarianos, los arqueros están compuestos últimamente sólo por cazadores de montaña y levas urbanas. Era un arte demasiado elfo, o eso se decía, para que unos soldados profesionales de la Ciudad de la Virtud se ensuciaran las manos con él.
No, había algo más que cualquiera de los presentes podía agradecer a los dioses.
Una buena compañía en la que morir, si hoy era el día.
El cuadro ya estaba formado y varios de los arqueros más diestros ya habían empezado a disparar. Tenían que apuntar alto o bajo para acertar en las piernas del enemigo o en las filas de atrás. Los istarianos avanzaban con sus escudos rectangulares unidos formando una sólida muralla a prueba de flechas. La caballería se abría aún más por los flancos, muy lejos del alcance de los arcos.
Los istarianos empezaron a entonar su grito de guerra:
—¡Uur-ha! ¡Uur-ha! ¡Uur-ha!
Sonaba como un coro de osos encolerizados con todo, incluidos ellos mismos.
En aquel momento se veían huecos en la línea, y a Pirvan le pareció por un momento que el estandarte del capitán oscilaba peligrosamente. Pero el abanderado cuyo caballo había sido alcanzado pasó el pendón a otro hombre y todos siguieron avanzando sin perder el paso.
Entonces Waydol se abrió paso a empujones a través del cuadro. Pirvan extendió un brazo para detenerlo; el Minotauro pasó rozándolo como si el nervudo brazo de Pirvan hubiera sido una brizna de hierba. Otros hombres lo miraron una vez y se retiraron a un lado.
Armado, pero con las manos desnudas, Waydol se irguió en tierra de nadie, entre el cuadro de sus hombres y los istarianos que avanzaban. Pirvan montó a caballo, obligó al animal a dar media vuelta, deseó atreverse a decirle a Haimya que no lo siguiera y miró intensamente a Birak Epron cuando se dirigió al pasillo que dejaban los hombres.
Epron permaneció en el interior del cuadro, pero Acechante y Pitaltrote siguieron a Pirvan pisándole los talones. Todos los demás que sintieron el impulso de ir a morir con el Minotauro no tuvieron tiempo para responder a su deseo.
Entre las filas istarianas se hicieron señales con trompetas y tambores. La infantería se detuvo. Por la izquierda, la caballería picó espuelas y agachó la cabeza, para galopar hacia el acantilado a la velocidad que los árboles y el irregular terreno permitían.
Por la derecha, la caballería hizo lo mismo, pero su objetivo era evidente para Waydol y los de su entorno.
—¡Defended la entrada! —tronó Waydol. Birak Epron no necesitaba más órdenes ni explicaciones. El cuadro arrancó al trote, tan rápido como podían sin romper la formación. Pirvan vio también arqueros avanzando junto al cuadro.
La fortaleza podía aguantar el tiempo suficiente para que los del interior llegaran al mar. Incluso parte del cuadro podía volver a luchar otro día.
Los que habían seguido a Waydol al exterior para provocar a los istarianos estaban librando su última batalla.
«Por lo menos eso soluciona la cuestión de cualquier juicio de honor por combatir a los istarianos», pensó Pirvan.
La caballería istariana de la derecha estaba compuesta apenas por unos veinte hombres, pero todos bien montados y armados con lanza o espada. Pirvan hizo recular a su caballo, preparó su improvisada lanza… y vio a Waydol plantarse en el camino de la carga.
Tenía el tercer shatang en la mano.
El primer jinete sólo vio el insensato desafío de un blanco fácil y cargó lanza en ristre.
Pirvan reprimió un grito mientras Waydol dejaba que el hombre se le echara encima. De pronto vio que los demás rompían la formación para dejar a su capitán la gloria de la victoria.
—¡Adelante! —gritó Pirvan.
Su caballo dio un brinco. Al mismo tiempo, el minotauro se pasó el shatang de la mano derecha a la izquierda, lo levantó y lo arrojó. La lanza del jinete se clavó y desgarró el hombro de Waydol en el momento en que el shatang alcanzaba al hombre en el cuello.
«Alcanzar» era una palabra demasiado suave. El shatang atravesó limpiamente al hombre, de modo que el cuello casi cercenado se bamboleó literalmente sobre los hombros unos instantes, antes de que el jinete cayera de su montura. Dos jinetes que estaban detrás también cayeron, al intentar no pisotearlo.
Aprovechando el momento de desconcierto, Pirvan y Haimya se internaron en las filas de los istarianos, con Pitaltrote y Acechante pisándoles los talones. El aire se llenó repentinamente de gritos de guerra, alaridos, relinchos de caballo, el entrechocar de acero contra acero, silbidos de boleadoras volantes y el curioso rugido de una jupak kender blandida enérgicamente.
Pirvan casi perdió su montura a manos del segundo adversario, pero respondió con una estocada en la grupa del caballo de éste. El animal se encabritó y desmontó a su jinete y Pirvan apoyó un cuchillo en la garganta del hombre cuando empezaba a levantarse.
Haimya tuvo peor suerte con los adversarios; Pirvan vio a Acechante utilizar sus boleadoras para derribar el caballo de un soldado que se echaba encima de Haimya por su lado ciego. El caballero se lo agradeció con un gesto.
En un momento, los istarianos habían perdido a cinco hombres y todo lo que les quedaba de orden. Fue entonces cuando Waydol se reincorporó a la lucha. Empuñaba con una mano la lanza ensangrentada que se había arrancado del hombro, pero ahora la asió con las dos y la blandió como un garrote. De pronto había otra silla de montar vacante… y la lanza se quebró como una ramita.
Pirvan creyó oír a Waydol rezongar. Había visto al Minotauro llevarse las manos a la espalda y desenfundar su clabarda. A continuación, todos vieron lo que podía hacer un minotauro que había luchado con un clabarda en cada mano en su juventud, incluso muchos años después y con un hombro convertido en una masa sanguinolenta de músculos desgarrados.
La mayoría de los istarianos que lo vieron no vivieron para poder contarlo. Waydol vació el área circundante de hombres y caballos vivos, o al menos en condiciones de luchar, en menos tiempo del que se tarda en vaciar una copa de vino. Varios caballos que no cayeron siguieron galopando, relinchando por las heridas o de puro terror, con las sillas desiertas.
Los demás soldados de caballería empezaron a retroceder, fuera por miedo o para dejar espacio libre a la infantería. Acechante derribó a uno de aquellos prudentes guerreros con una honda y Pitaltrote saltó encima de otro y lo derribó golpeándole la base del cráneo. El hombre volvió a levantarse tras tocar el suelo, por lo que Haimya fue hacia él, obligó a su caballo a levantarse sobre los cuartos traseros y descargar los cascos delanteros sobre el pecho del hombre.
De pronto, Pirvan vio un movimiento que rizaba la línea de infantería. Era hora de despedirse de Haimya, porque tenían aproximadamente un minuto para el inevitable final de la lucha.
El estandarte del capitán se adelantó a las filas de la infantería. Beliosaran iba a dirigir personalmente la última carga.
Pero ocurrieron muchas más cosas en un mismo instante de las que tres hombres habrían podido ver, aunque cada uno tuviera tres ojos. Aparecieron arqueros en las rocas situadas sobre la entrada de la fortaleza. La caballería istariana de la izquierda, a punto de desmontar y forzar la entrada defendida por el cuadro de Epron, se encontró con que la muerte se precipitaba sobre ellos desde las alturas.
Birak Epron desplegó rápidamente el escuadrón en línea, a fin de que los arqueros tuvieran más facilidad de tiro. Dispararon y la caballería superviviente se unió a sus camaradas.
Beliosaran y sus guardias picaron espuelas… y el shatang de Waydol voló por fin.
Alcanzó al caballo del capitán y el animal se detuvo tan en seco que el jinete siguió su camino por encima de la cabeza del noble bruto. Sin embargo, el hombre aterrizó blandamente y se puso en pie como impulsado por un resorte, espada en mano.
Fue una imponente figura marcial hasta el último momento de su vida.
Waydol se acercó y blandió su clabarda. La hoja dentada cortó la cabeza de Beliosaran con la destreza de una niña arrancando una uva del racimo. Los guardias del capitán estaban demasiado lejos de Waydol para utilizar sus lanzas, pero no lo bastante para quedar fuera del alcance del clabarda.
Los que no fueron derribados de sus sillas de montar estaban demasiado ocupados para advertir que Pirvan y sus camaradas cargaban contra ellos. La carga llegó a sus destino en un momento y cayeron varios guardias istarianos más, aunque Pirvan se conformaba ahora con derribarlos de sus monturas en lugar de matarlos.
La fortaleza tenía de repente ventaja en la lucha, al igual que el cuadro. Pero los cinco camaradas estaban ahora a menos de cien pasos de un millar de istarianos que aullaban furiosos por la muerte de su jefe.
Una bola de fuego se precipitó desde el cielo y se estrelló en el suelo frente a los istarianos, apenas a la distancia equivalente a la longitud de una lanza. En el punto donde cayó estallaron lenguas de fuego en todas direcciones. Algunas llegaron casi hasta a Pirvan y muchas envolvieron a los istarianos.
Pirvan se quedó boquiabierto, pero cerró los ojos y deseó poder cerrar la nariz. Ya había visto a bastantes hombres muertos todavía capaces de retorcerse y gritar, y olido bastante carne abrasada.
Sólo le llegó el olor de la tierra caliente y la hierba en llamas. Abrió los ojos. Salía humo de la hierba y el mantillo en todas partes donde las lenguas de fuego habían tocado el suelo. Y los istarianos se retiraban. De hecho, corrían como si las llamas les lamieran los tobillos. Varios de ellos se despojaban de su armadura y todos proferían gritos de terror, algunos también de dolor.
Pero no había ni un solo cadáver calcinado a la vista, y menos aún al olfato.
—Creo que hemos encontrado a Rubina —dijo Waydol—, o, mejor dicho, ella a nosotros. —Se interrumpió por un ataque de tos. La tierra se manchó de gotas de sangre a sus pies.
Pirvan corrió hacia el Minotauro y comprendió la inutilidad de intentar sostener o subir al caballo a un ser que pesaba más que él y Haimya juntos.
—Agárrate a mi silla de montar.
—No. Vosotros entrad… en la fortaleza. Hay más istarianos por aquí y Rubina quizá no esté en condiciones para expulsarlos a todos.
—Waydol, hiciste un juramento de paz, lo que significa que prometiste obedecerme.
—Sólo en cuanto a disolver mi banda y despedir a mis hombres en paz.
—Juega a asesor legal más tarde —dijo Haimya; se acercó a Waydol por el otro lado y extendió un brazo—. No puedes hacer que nos avergoncemos de dejarte aquí solo.
Waydol refunfuñó, su protesta se convirtió en otro ataque de tos y más sangre cayó sobre la que ya había en el suelo.
La mirada de Pirvan se encontró con la de Haimya por encima de la cabeza de Waydol. «Una lesión pulmonar. Si no se lo llevamos a Sirbones, morirá desangrado o asfixiado».
Pirvan agarró con fuerza una de las enormes muñecas y la apoyó en el pomo de su silla de montar.
—Aguanta, amigo Waydol, pues con toda seguridad tendremos que desmontar y morir contigo si tropiezas con tus propias pezuñas.
A su espalda, más allá de la primera línea de llamas, estalló otra bola de fuego. Un pino crepitó, convertido en una columna de fuego, y un arroyo hirvió, escupiendo un chorro de vapor como un géiser.
Tarothin era vagamente consciente de que Rubina estaba ocupada en tierra. Deliberadamente, se mantuvo así. La conciencia podía conducir a la influencia, y no era el momento de que el Mal influyera en los conjuros de la Neutralidad.
No cuando tenía al enemigo casi al alcance de la mano. Había sido casi fácil, en cuanto Rubina se lo explicó; nunca lo olvidaría.
En cuanto al resto… Como mago de la Neutralidad luchando por el equilibrio, tenía un poder que los sacerdotes del Mal que lo combatían nunca podrían conseguir.
Asió su bastón y empezó a repetir las primeras cinco sílabas que Rubina le había enseñado.
No había más de una docena de arqueros en las rocas situadas sobre la entrada, pero tenían la ventaja de la altura y la sorpresa, y eran hombres escogidos.
Pirvan seguía insistiendo en que avanzaran hacia la entrada, por el túnel y hasta la fortaleza. Desmontó, dio una palmada a su caballo en la grupa y vio cómo se alejaba corveteando. Confió en que encontraría el modo de rodear las llamas. Las bolas de fuego de Rubina habían creado tres semicírculos de fuego alrededor de la fortaleza.
—¿Waydol? —El frío atenazó a Pirvan cuando no vio al Minotauro.
—Aquí.
Pirvan corrió hasta el otro lado de un peñasco. Waydol estaba sentado en el suelo, con la cabeza inclinada sobre el pecho. Un hilito de sangre manaba ahora incesantemente de su boca.
—Tenía… que preparar… el final. Podemos provocar una avalancha… de rocas desde dentro. Mis hombres… saben cómo.
—Podrás hacerlo tú cuando Sirbones te haya curado.
—Sirbones…
—Un sacerdote de Mishakal cura a todo el mundo hasta donde lo permiten sus poderes.
Waydol levantó la cabeza. La mitad de su boca se frunció en una sonrisa.
—En mi caso… eso son muchos poderes.
—Cuanto más esperemos, mayores serán. —Pirvan esperaba no tener que abandonar a Waydol cuando ya no podía andar y sí reunir a ocho o nueve porteadores para transportarlo por el túnel.
—Si así debe ser…
—No sé lo que debe ser, pero lo que no debe ser es que mueras tú solo aquí fuera.
—Sí, lord Pirvan.
Waydol se tambaleaba cuando se puso en pie y tuvo que descargar parte de su peso en Pirvan, pero el caballero había cargado sacos llenos de piedras que pesaban más, en sus días de cadete. Por otra parte, no tenía ninguna deuda de honor con las piedras.
Pirvan no tuvo problemas para encontrar porteadores después de que él y Waydol entraran en la fortaleza dando traspiés. Corrieron hacia ellos hombres suficientes para tripular un barco de buen tamaño. Cuatro de ellos trajeron una recia hoja de puerta provista de asas, y sobre ella tumbaron al Minotauro. Los cuatro hombres y cuantos pudieran sujetar la puerta por algún punto la levantaron y empezó la procesión hacia el agua.
Pirvan no podía hacer nada más por Waydol, así que fue en busca de Birak Epron y Haimya. Los encontró ante a la cabaña de Waydol, con la espada desenvainada, haciendo frente a una docena de hombres furiosos. Por su andrajoso aspecto, la mayoría eran nuevos reclutas o refugiados.
—¿Qué sucede aquí? —preguntó Pirvan.
—Estos hombres querían entrar en la cabaña de Waydol —dijo Birak Epron—. No demostraron tener ningún derecho a ello. Dicen que querían llevar sus pertenencias a la costa. Creo que buscan un botín.
—Tal vez —dijo Pirvan, traspasando a los hombres con una mirada que los hizo retroceder varios pasos—. O tal vez piensan en lo que pagaría el Príncipe de los Sacerdotes por los secretos de un minotauro que ha vivido veinte años entre los humanos.
—Bueno, por todos los dioses, ¿y por qué no? —Dijo un hombre—. Waydol vuelve a su casa sin…
Birak Epron agarró con una mano el cuello de la camisa del hombre y apoyó la punta de su daga en su garganta con la otra.
—¿Quién te ha dicho eso?
El hombre farfulló algo que podía haber sido un nombre. Birak Epron lo soltó de un empujón, como si fuera una pata de cabrito podrida.
—El mismo que dijo al arquero que matara a Pedoon, o eso he acabado creyendo. Supongo que intenta crear problemas hasta el final, pero al menos esta vez no ha conseguido que maten a nadie.
—O al menos no lo hará, si no volvemos a ver a ninguno de estos mal nacidos. Los botes esperan. Embarcad antes de que yo llegue a la playa o empezad a nadar.
Los hombres huyeron a la carrera.
—Tengo que encontrar al provocador y matarlo antes de que dejemos a estos hombres sueltos por Solamnia —dijo Birak Epron—. Sé que vos y vuestra dama sois demasiado honorables para hacer algo así, pero os aseguro que debe hacerse.
A aquellas alturas, Pirvan habría prestado oídos a quien le asegurara que tenían que ir a buscar la Gema Gris de Gargath. Esta misión había ampliado sus nociones de lo que podía ser justo e injusto más allá de los límites anteriores… y no tenía la sensación de haber llevado una vida demasiado restrictiva.
Haimya miró hacia la cabaña.
—Detesto dejársela a los expedicionarios istarianos. Pueden llevárselo todo al Príncipe de los Sacerdotes más deprisa incluso que esos bandidos.
—Habrá tiempo suficiente para pensar en eso cuando hayamos puesto a los hombres a salvo… —repuso Epron.
Lo interrumpieron unos tambores procedentes de los barcos. Seguidos por gritos, y luego por un alarido desde abajo.
Pirvan escrutó la fortaleza y luego los acantilados. ¡Allí! Unas siluetas diminutas recorrían velozmente el borde del acantilado por el extremo oriental de la ensenada, avanzando como arqueros. Arqueros, situados donde podían alcanzar a varios de los barcos y parte de las casas.
Y de donde serían tan difíciles de desalojar como si dispararan desde el mismísimo Abismo con permiso de Takhisis.
Los compañeros corrieron colina abajo más deprisa aún que los potenciales saqueadores.
Waydol se hallaba a bordo de un bote rumbo al Espada del Viento cuando los tres compañeros llegaron a la playa. Los arqueros corrían hacia el este, buscando puntos desde donde pudieran distraer al enemigo.
Por lo que Pirvan podía oír, los enemigos parecían… cazadores de montaña o quizá arqueros de marina istarianos. No les importaba que el arco fuera un invento elfo y se contaban entre los arqueros más formidables fuera de las naciones elfas. También contaban con la ventaja de la altura, y en conjunto prometían ser un problema que Pirvan no había previsto y realmente no necesitaba.
—¿Pueden subir otros por donde han ido ésos? —preguntó, sin dirigirse a nadie en particular. Veinte arqueros allí arriba estaban haciendo bastante daño. Un centenar…
—No —era Acechante—. Sólo unos escaladores muy buenos llegarían allí. Apuesto a que caería un hombre por cada uno que lo consiguiera.
Era un consuelo, hasta cierto punto. Lo mismo podía decirse del inicio del contraataque de la fortaleza. Los arqueros aliados estaban disparando, aunque no con precisión, porque tenían que apuntar hacia arriba. Pero eran muchos y tenían muchas flechas; la suerte podía hacer el resto.
Además, varios de los barcos de la flota de Jemar respondían al fuego. Dos tenían catapultas de asedio de tamaño natural montadas en cubierta y otros dos tenían escorpiones, enormes ballestas con ruedas que podían disparar un proyectil de la longitud de un hombre y atravesar una plancha de roble de un palmo de grosor. Fue una de esas enormes ballestas la que alcanzó al primer arquero y lo hizo desaparecer de la vista en un abrir y cerrar de ojos.
Eso interrumpió brevemente el fuego de sus camaradas, el tiempo suficiente para que Pirvan llegara con sus compañeros a la cabaña con la puerta azul de Mishakal. Varios heridos yacían sobre mantas en el exterior, pero Sirbones no estaba a la vista.
—Yo… soy Delia —dijo la delgada y pálida mujer que sostenía su bastón por encima de un hombre con una herida abierta en el muslo—. Era… comadrona y sanadora de lady Eskaia. Ella está a salvo, a bordo del Espada del Viento, pero Sirbones necesita ayuda.
—Seguro que sí —dijo Haimya—. Pero Waydol necesita ayuda con urgencia. ¿Puedes decirnos dónde está Sirbones?
—¡Delia! —Gritó una voz desde la cima de la colina—. ¿No te he dicho que dejaras…?
—Sirbones, eran demasiados. Abandonarlos era peor que curarlos. Déjalo tú, o tendré que consumir más fuerzas para curarte a ti ese…
Sirbones apareció en el sendero que coronaba la colina. Antes de que Pirvan pudiera pedirle que hablara con sentido, los arqueros del acantilado soltaron las flechas de más largo alcance que habían empleado hasta el momento.
Pirvan y sus compañeros vieron dónde iban tres de ellas. Una rebotó en el yelmo de Birak Epron. La segunda se clavó en el tejado de la cabaña de Delia.
La tercera se clavó en el estómago de Delia. La mujer dejó escapar un débil gemido, rodeó con una mano la caña de la flecha y se sentó, tapándose la boca con la mano para sofocar el dolor.
—No la toques —dijo Haimya—. Ahí no es probable que te mate, si hay un buen sanador a mano…
—Ah, pero ahora no hay ningún sanador bastante cerca —dijo Delia. Puso los ojos en blanco y cayó hacia atrás, sobre el hombre cuya pierna estaba curando.
—¿Señora? —Dijo el herido—. ¿Señora? —repitió, esta vez con la voz quebrada.
—¿Delia? —preguntó Sirbones, apresurándose. Se arrodilló junto a ella, sosteniendo su bastón paralelo al cuerpo de la mujer—. ¿Delia? —volvió a decir.
Entonces se puso en pie lentamente, con el rostro contraído.
—Se lo advertí. Ella… Cuando curó a lady Eskaia y al bebé… puso demasiado de sí misma en aquellos conjuros. No dejó nada para ella. Luego se dedicó a curar a otros, dando más y más de lo que en realidad ya no tenía, hasta que la mordedura de un ratón podía haberla matado.
Sirbones buscó a tientas algo donde apoyarse. Haimya le permitió recostar la cabeza sobre su hombro acorazado y lo abrazó mientras el mago lloraba.
Se serenó rápidamente, pero habían empezado a congregarse moscas alrededor de Delia antes de que volviera a hablar.
—¿Es cierto que Waydol…?
Un trueno formidable dejó la pregunta inacabada. Pirvan alzó la vista y vio una docena de pequeñas bolas de fuego abrasar la cima del acantilado donde estaban apostados los arqueros. «Estaban» era la palabra: esas bolas de fuego no eran una ilusión.
La mirada de Pirvan siguió al cadáver en llamas de un arquero en su caída desde la cima del acantilado hasta que se sumergió en el olvido con un chapoteo cuando llegó al agua.
—Waydol está… —empezó a decir Pirvan, y profirió una maldición para sus adentros cuando Rubina se materializó de la nada.
—Creía merecer algo mejor que esa grosería, sir Pirvan —dijo Rubina. Estaba casi tan pálida como Delia, y Pirvan tuvo la sensación de que el bastón de la hechicera le servía ahora para ayudarla a caminar. Pero la belleza de la mujer no había menguado y se había puesto sus vestiduras negras por primera vez desde que desembarcaron, se diría que meses atrás.
—No iba por vos —dijo Pirvan—. Hoy parece ser un día de los que no puedes acabar de decir nada sin que te interrumpa un amigo o un enemigo.
Rubina se plantó frente a Pirvan, apoyó el bastón en el pliegue del codo y rodeó al hombre con los brazos para estamparle un sonoro beso en los labios.
—¡Ya está! —dijo—. Nadie ha interrumpido esto, y menos mal, porque quería hacerlo desde el día en que te conocí.
Se volvió hacia el sacerdote de Mishakal.
—Sirbones, con tu permiso…
El sacerdote no se arredró.
—Tú no mandas aquí, Túnica Negra.
Rubina estuvo a punto de dar un pisotón en el suelo, pero al final se encogió de hombros.
—Bueno, también te mereces una despedida. Yo voy a atravesar el túnel y hacer que las rocas se desplomen detrás de mí. Por favor, no dejéis que nadie juegue con los engranajes hasta que acabe. Yo puedo hacerlo mejor.
Se volvió y empezó a remontar la cuesta. Birak Epron dio dos apresurados pasos detrás de ella.
—¿Rubina? —De pronto, el endurecido capitán mercenario se había convertido en un joven cuyo primer amor le acaba de abofetear la cara.
—Oh, perdóname, Birak —dijo ella, volviéndose—. También tú mereces una despedida.
La despedida adoptó la forma de un beso aún más largo que el que había recibido Pirvan. En cuanto finalizó, y antes de que nadie pudiera hablar o moverse, Rubina desapareció entre las cabañas.
Pirvan fue el primero en recuperar la voz para interrogar a Sirbones.
—¿Qué pretende…? ¡Va a morir, ahí fuera! ¿Por qué? Ha hecho tanto por nosotros…
—Por vosotros, sí —replicó Sirbones—. Y contra la Reina de la Oscuridad y su hija, Zeboim. La Reina de la Oscuridad se vengará de cualquier Túnica Negra que la traicione. La venganza será terrible y no perdonará a nadie que esté cerca de Rubina cuando llegue. Se marcha sola para que nadie sufra a manos de Takhisis.
Las palabras de Sirbones produjeron un silencio aún más prolongado que la súbita marcha de Rubina. Esta vez fue el clérigo quien rompió el silencio.
—Busquemos porteadores para Delia y los que no puedan caminar, y vayamos hacia los botes.
El último contacto de Tarothin con Rubina fue en el momento en que ella arrojaba una bola de fuego al interior del túnel de la fortaleza. Medio desplomado, medio derretido, el túnel quedó cegado para cualquiera que no fuera un dios.
La llamó, deseando mandarle un último mensaje, pero sintió que el mensaje rebotaba en la muralla de magia que él había erigido a su alrededor.
Muy bien. Lo que ya estaba fuera era lo único realmente necesario, y nada que enviaran los que luchaban por Zeboim conseguiría traspasar la muralla y llegar hasta él.
Al menos nada que pudieran enviar mientras luchaban para salvar la vida.
Tarothin cambió la posición de su cuerpo y sintió que su mente se relajaba. Su sentido del tiempo se desajustaba un poco cuando él se sumergía tan profundamente en un conjuro, pero la Reina del Mar no tardaría mucho en necesitar desesperadamente la ayuda de su madre.