Darin ya no tenía que reprimir el impulso de trepar a las cofas del Ala de Gaviota, Al barco ya no le quedaba ni un mástil en pie.
Incluso desde el puente, la visión era menos clara que antes. Las tormentas mágicas llenaban el aire de nubes, lluvia, niebla, espuma y todo lo demás que tapaba la vista. Además, el barco estaba más sumergido en el agua.
El Heredero del Minotauro se preguntó si el camarote de Tarothin seguiría siendo hermético. Si el Ala de Gaviota se hundía mucho más, la tripulación tendría que rescatar al mago tanto si lo deseaba como si no, a menos que fuera capaz de conjurar unas agallas de pez y seguir usando la magia bajo el agua.
Porque las tormentas mágicas todavía eran visibles. Ambas reculaban ahora, altas como colinas por encima de la niebla y la espuma. La muralla de niebla verde contraatacaba con rayos; se formaban grandes nubes de vapor cuando las olas se precipitaban sobre ellos y los apagaban.
Al final, la magia no parecía desbordarse de la zona de la tormenta y poner en peligro las naves, ni las de Jemar ni las de Istar. Tampoco el viento y las olas parecían una amenaza tan grave. Darin ordenó utilizar seis remos por banda y el Ala de Gaviota fue aumentando la distancia.
Entretanto, un tripulante de vista aguda afirmó ver barcos istarianos cerca de la costa. El propio Darin había visto naves de Jemar en las proximidades, dirigiéndose a la entrada de la ensenada.
Esperaba que fueran hacia allí para cumplir su misión, y no porque estuvieran en apuros. Nadie había llevado la seguridad a bordo de un barco embarrancado para que se hundiera o quedara encajado en las rocas.
Por lo menos había otros marineros, aparte de Darin, capaces de pilotar los barcos de Jemar por el canal. Darin podía dedicar toda su atención a mantener su propia nave a flote… y con ella, al mago cuyos esfuerzos aún podían imponerse o sucumbir.
La armadura de Waydol era una anticuada coraza de cuero con aros de hierro cosidos, un yelmo lo bastante grande para cocinar en él comida suficiente para una docena de hombres y grebas de bronce. Sus armas incluían una clabarda —el espadón de filo dentado minotauro—, dos katars al cinto, más un tercero sujeto a su muñeca izquierda por una correa, y un arnés de gladiador con cuatro shatangs a la espalda.
Pirvan sospechaba que antes de que acabara el día habría hombres que caerían muertos ante la simple visión de Waydol equipado para la guerra. Apenas necesitaría tocarlos con ninguna de sus armas.
Él mismo se sentía profundamente agradecido de que esta vez lucharan en el mismo bando, y no uno contra otro.
—¿Hay noticias de Darin? —preguntó.
Waydol negó con la cabeza. Pirvan advirtió que había acoplado afiladas puntas de acero a sus cuernos para evitar que se agrietaran si chocaban contra una armadura. Le recordó los esfuerzos que algunos Caballeros de Solamnia dedicaban a protegerse el bigote, un problema que a él nunca le había importado. Su barba estaba bien arreglada cuando quería, pero su labio superior no conseguía producir nada que no pareciera una oruga desnutrida.
Birak Epron se acercó y saludó a Pirvan y Haimya. Detrás de él estaban sus mercenarios en formación, reforzados por forajidos de Waydol y desertores de las levas, superando los trescientos hombres. Incluso corría el rumor de que habían enrolado a un sargento de caballería istariano.
La brisa marina se había levantado hasta convertirse en un viento enérgico y la bandera de la compañía ondeaba y restallaba continuamente. La brisa también empujaba toda clase de tinieblas desde el mar, aunque no dejaba que se acumulase en vastos bancos impenetrables. Los barcos de Jemar debían ser capaces de encontrar la ruta hasta la ensenada sanos y salvos, y en tierra los combatientes no tendrían que luchar medio a ciegas.
—He arriado botes para que guíen las naves de Jemar hasta la ensenada —dijo Waydol—. También deberían traer noticias de Darin, si Jemar lo ha avistado.
Nadie se molestó en expresar en palabras las demás posibilidades. Pirvan se preguntó si en el Código habría algo en contra de rezar por la supervivencia de unos forajidos, pero decidió que no le importaba. Removería cielo y tierra para apartar a su amigo y camarada Waydol del destino de perder a su heredero, su banda y su fortaleza, todo en el mismo día.
Llegó un mensajero a caballo, trotando como le habían enseñado. Pirvan había derribado de la silla con su propio puño a un jinete mientras galopaba, y a partir de entonces todos se tomaron más en serio las órdenes de cuidar bien los caballos. Probablemente todos temían que fuera Waydol quien golpeara al próximo que decidiera ir al galope.
—¡Señor Waydol! Los istarianos desembarcan a una hora de marcha hacia el este. Quienes los han visto calculan que no son menos de mil.
El Minotauro asintió.
—Así, nos enfrentaremos a un ejército compuesto por levas en sus dos tercios, si la batalla empieza ahora.
—Es posible. La fama de Beliosaran se extiende más allá de Istar. Es muy capaz de enviar las levas contra nosotros sólo para desgastarnos y reservar a sus istarianos hasta que lleguen los refuerzos.
—Ésa es la táctica de un carnicero, no la de un capitán en guerra.
—¿Te parezco dispuesto a discutir?
Waydol gruñó amistosamente.
—No. Pero disponeos a luchar. Quizás os disguste luchar contra inocentes, pero la mitad de los hombres perderán el valor si vos y vuestra dama no estáis en el frente.
Como si las palabras de Waydol la hubieran conjurado, Haimya se acercó al trote, llevando el caballo de Pirvan de las riendas. Gracias a nuevas capturas, el caballero se había agenciado por fin un caballo de batalla adecuado, no entrenado para luchar según los usos de la caballería, pero apto para todo lo demás.
—¿Se ha registrado el campamento exterior por si hay mujeres y niños? —Preguntó Pirvan—. Los desertores pueden labrarse su propio destino, pero no nos iremos dejando refugiados.
—Yo preferiría conservar el campamento exterior defendiéndolo con una retaguardia —dijo Waydol.
Pirvan miró a Birak. Habían discutido antes este punto y ambos sabían que los sentimientos se imponían a la decisión juiciosa. El Minotauro no soportaría fácilmente ceder ni una pizca de lo que había sido suyo tanto tiempo.
—Se limitarán a rodearlo con un puñado de hombres y luego avanzarán hacia la fortaleza —dijo Pirvan—. Así los hombres del campamento exterior quedarán aislados. Hace tiempo que acordamos que todos los que te han prestado juramento deberían tener la oportunidad de retirarse por la abertura y embarcar.
Waydol asintió. Parecía demasiado abatido para hablar. De pronto, sonaron toques de trompeta, algunos tan desafinados como los de la banda de Waydol, otros con los aflautados tonos del código de señales de combate istariano.
Siguieron unos tambores.
Waydol echó la cabeza hacia atrás y profirió un bramido de desafío y provocación que hizo que toda la música marcial de los atacantes sonara como un juego de niños con instrumentos de juguete.
Jemar se obligó a no quedarse mirando por encima del hombro del sondeador mientras el Espada del Viento se arrastraba por la abertura entre los acantilados hacia el interior de la ensenada de Waydol. El sondeador ya tenía bastante trabajo que hacer, y ese trabajo significaba la diferencia entre la vida y la muerte para todo el mundo de a bordo, sin que el sudor de su capitán le goteara encima.
La vida o la muerte de más personas que los tripulantes de Espada del Viento. Si salían del canal y encallaban, irremediablemente cerrarían el paso a los barcos que los seguían. Algunos incluso podían unírseles embarrancando. Avanzaban tan seguidos como una fila de ovejas entrando en un cercado, tras la gabarra con un práctico a bordo que Waydol había enviado por delante de todos ellos.
Por lo menos el canal era lo bastante ancho para que las naves pudieran usar sus remos, cortos o largos. Algunas apenas podían maniobrar por la falta de viento, pero todas consiguieron entrar… y Habbakuk quisiera que lograran volver a salir.
Los últimos escollos quedaron atrás, el canal empezó a ensancharse hasta formar una ensenada y Jemar contempló los acantilados que la rodeaban por tres lados; el cuarto era una pendiente más suave, cubierta de cabañas, despensas y todo lo necesario para una banda de forajidos de las dimensiones de una pequeña ciudad. Más arriba de la cuesta se hallaban los establos, las herrerías y varias cabañas de piedra que parecían más antiguas que el resto de la población, aunque quizá sólo estaban construidas al estilo minotauro, que no había cambiado mucho desde que los elfos gobernaban Ansalon.
Jemar recorrió la ensenada con la vista, estudiándola con ojo de lobo de mar. Si la zona de aguas profundas era bastante amplia y la de contención era buena, había espacio para el doble de barcos de los que traía. También parecía haber un buen número de barcas en la costa, y sus naves estarían arriando botes incluso antes de echar el ancla.
Otro paso adelante que no habría que repetir. Pero aún podían caer, y desde una altura fatídica.
El equipo del ancla completó su trabajo menos vigilado por su capitán que el sondeador. Jemar pudo ahora quedarse en cubierta hasta que el último de los barcos hubo atravesado el canal sin problemas.
Quería aullar como un lobo tullido, pero se limitó a llamar a un mensajero.
—Baja a ver cómo está lady Eskaia.
—A la orden, capitán. Nosotros… Todos rezamos por ella.
—Empezar bien es hacer la mitad del trabajo. Ahora, ¡corre!
Las levas surgieron de la niebla y Pirvan y Waydol las recibieron de frente.
Al menos lo hicieron durante cinco minutos, el tiempo suficiente para obligarlas a desplegarse, convirtiendo una columna de marcha en algo parecido a una línea de combate.
Necesitaron casi media hora y un vocabulario que hizo sonrojarse incluso a Haimya para que la línea de combate estuviera en condiciones de avanzar.
Para entonces, Pirvan y Waydol tenían a sus trescientos hombres a mano y preparados para ceder terreno al paso que fuera necesario.
La mayoría de los milicianos llevaban picas, lanzas o espadas. Sólo algunos tenían armadura y los arqueros seguían siendo pocos y estaban mal distribuidos.
—Probablemente no los manda a todos el mismo capitán —dijo Birak Epron—. Está claro que no es un istariano, porque estarían mejor alineados.
—¿Entonces dónde están los istarianos? —preguntó Waydol.
—Probablemente desplegados por el flanco marino —dijo Epron—. Preparados para apoyar a sus camaradas, luego desbordar nuestro flanco y correr hasta nuestro trasero, mientras las levas nos atacan por el frente.
De pronto llegó a sus oídos un rápido batir de cascos de caballo sobre terreno mojado… desde el flanco derecho, el de tierra.
Epron escupió.
—Recordadme que no me dedique a las profecías cuando sea demasiado viejo para ser soldado.
Pirvan asintió.
—¡Formad en cuadro para recibir a la caballería! —vociferó Epron.
Los hombres realizaron la proeza no sólo de formar en cuadro, sino también de desplazarse modificando su orientación mientras formaban y aumentando la distancia que los separaba de las levas. Justo cuando acababan, se hicieron visibles las patrullas de los flancos, perseguidas muy de cerca por varias decenas de hombres a caballo.
Ninguno de ellos parecía de la temida caballería istariana. Esta vez Pirvan dio la orden directamente.
—Cuadro, rodilla en tierra. Arqueros… ¡disparad!
A diferencia de sus adversarios, la retaguardia elegida por Waydol estaba bien surtida de arqueros. De hecho, los capitanes habían buscado ávidamente hombres duchos en más de un arma, y el resultado era que una buena parte de los lanceros llevaban arcos cruzados a la espalda.
Las lanzas se agitaron y descendieron, el cuadro se convulsionó y contorsionó cuando los arqueros buscaron ángulos de tiro sin obstáculos, y de pronto una cortina de flechas se elevó en el aire. Sólo fue un momentáneo borrón recortado contra las nubes, y el viento desvió varias de las flechas.
Sin embargo, el número suficiente voló recto, teniendo en cuenta el tamaño del blanco. Todos los jinetes parecían ricos comerciantes para quienes jugar a caballeros era una afición. Al igual que sus colegas de a pie, carecían de la disciplina necesaria para desplegarse rápidamente en formación de combate.
Por eso siguieron cabalgando hasta ponerse a tiro, un blanco de cien pasos de ancho y casi de la misma profundidad, justo cuando las flechas caían.
Los hombres gritaron y los caballos relincharon. Varios jinetes salieron despedidos de sus monturas y se arrastraron por el suelo hasta que fueron pisoteados por los caballos y se quedaron inmóviles. Varios caballos cayeron también; otros enloquecieron de dolor, arrojando al suelo a los jinetes que de otro modo hubieran aguantado.
El ataque de la caballería se disolvió antes de que los arqueros tuvieran tiempo de disparar por tercera vez.
Pero la visión de sus conciudadanos muriendo bajo las flechas encendió el coraje de las levas de infantería. Varios grupos se adelantaron en tropel, aullando y profirieron alaridos. A continuación, toda un turba de varios centenares de hombres abandonó la línea y embistió en una masa informe contra el cuadro.
Al mismo tiempo, otra veintena de hombres a caballo salió a reforzar a los supervivientes del primer ataque. Frenaron su carga para pasar entre los cadáveres, pero sin desviarse ni un ápice del cuadro de Waydol.
El Minotauro se plantó junto al cuadro, de cara a los jinetes, y desenvainó dos shatangs de su arnés mientras tomaba posición. Levantó el brazo derecho, lo echó hacia atrás y lo proyectó hacia adelante en un veloz movimiento borroso.
El shatang fue aún más veloz. Estaba en la mano de Waydol, y de pronto apareció enterrado hasta la mitad de la hoja en el pecho de un caballo. El animal, muerto a media zancada, se desplomó y rodó sobre su jinete.
Antes de que los demás jinetes advirtieran la caída de su camarada, el segundo shatang surcaba el aire. Esta vez Waydol alcanzó a un hombre.
Le acertó en el pecho y el hombre salió despedido de su caballo. Estuvo en el aire el tiempo suficiente para que Pirvan viera que el shatang había atravesado por completo el peto y el cuerpo y sobresalía la longitud de un brazo por la espalda.
La segunda maniobra de la caballería fue más prudente que la primera: huyeron, en su mayoría sin que hubiera necesidad de matarlos. Unos cuantos arqueros dispararon flechas de despedida contra ellos, antes de centrar su atención en las levas de infantería, que ya iniciaban la carga.
Pirvan sabía que era el momento crucial para los hombres de Waydol. Si la infantería de una ciudad conseguía causarles daño, otras se animarían a atacar. Si repelían el primer asalto, quizá desalentaran a las demás.
Entonces Pirvan podría conducir el cuadro de regreso a la fortaleza y al mar, sin miedo a nada excepto a los istarianos, la magia, las tormentas, la traición y una caída del caballo. Podía hacer algo con respecto al último peligro yendo a pie, pero en cuanto al resto…
La infantería ya estaba sobre el cuadro.
Waydol estuvo a punto de desenvainar su clabarda, pero cayó en la cuenta de que no podía blandiría sin cercenar cabezas y miembros de sus hombres. En su lugar empuñó el tercer shatang a modo de lanza, mientras de su otra mano brotaba un katar.
A pesar de todos sus preparativos y su poder, Waydol no estaba allí cuando el cuadro cedió. Ese honor recayó en Pirvan y Haimya.
Empezó cuando un astuto espadachín de las levas esquivó una lanza agachándose y mató al lancero. Así se abrió una brecha y el espadachín tenía camaradas de un valor, una destreza o una suerte comparables a los suyos. De pronto, tres lanceros habían caído, cuatro hombres de las levas obligaban a retroceder a la segunda fila y a un arquero del extremo opuesto del cuadro se le escapó una flecha e hirió a un amigo de esa segunda fila.
Pirvan juró que patearía al pésimo tirador en un punto vital de su anatomía en cuanto tuviera un momento libre, lo cual sospechaba que no ocurriría pronto. Lo que ocurrió, en cambio, fue que lo que parecía la mitad de la población de una comarca arremetió hombro con hombro contra el cuadro.
Se encontraron con Pirvan y Haimya, el caballero armado con una espada y una daga, y su dama con un espadón y un escudo. Un atacante intentó cercenarle el escudo con una podadera, y Pirvan lo acuchilló. Su camarada descargó un hachazo sobre la cabeza desprotegida de Pirvan, pero Haimya dio un paso lateral y detuvo el hacha con su escudo, para luego cortar las piernas de un solo golpe al hombre que la empuñaba.
Mientras tanto, Pirvan se había trasladado al flanco temporalmente desprotegido de Haimya, empuñando la espada y la daga y moviéndose como una exhalación. Su intención no era tanto matar como alarmar. Lo consiguió. Varias de las levas que avanzaban pasaron a ser levas en retirada.
Pero no todas. Un hombre corrió hacia Pirvan con una lanza, pero fue levantado del suelo por la punta del shatang de Waydol. El hombre aún gritaba cuando Waydol sacudió la pesada lanza, arrojando al hombre en medio de sus camaradas.
Intentando esquivar el cadáver volador, varios de ellos eligieron la dirección equivocada, y algunos se pusieron al alcance de Waydol. Uno aulló cuando una pezuña le aplastó el pie, y otro murió gorgoteando cuando el katar le rebanó el pescuezo.
En el otro flanco, Pirvan y Haimya se enfrentaban a cuatro hombres, todos armados con espadas y al parecer lo bastante osados o insensatos como para quedarse y luchar. De poco les sirvió.
Haimya enganchó una espada con el canto de su escudo y lanzó una estocada al hombre más próximo a su izquierda.
Pirvan se agachó bajo el escudo de Haimya y ensartó al hombre de la espada inmovilizada. Esto lo situó detrás de los otros dos hombres, que tenían a Haimya delante. Ambos sólo tuvieron tiempo de respirar tres veces antes de quedar tendidos en el suelo.
Pirvan giró sobre sus talones a toda velocidad para defender su retaguardia, pero descubrió que no había peligro. Al ver su ariete diezmado, el resto de la columna atacante emprendía la retirada. De hecho, corrían como si esperaran que a Pirvan, Haimya y Waydol les salieran alas y los persiguieran volando.
Pirvan deseó poder hacerlo. No haría daño a nadie, y menos aún a las levas, si seguían corriendo hasta que estuvieran de vuelta en la taberna del pueblo, contando mentiras sobre su gallardía ante un vaso de vino.
En realidad, la línea entera de las levas retrocedió hasta situarse fuera del alcance de los arqueros. Por el modo en que las filas se revolvían como puré hirviendo, Pirvan sospechó que tardarían un poco en volver a atacar.
—Creo que hemos abusado de nuestros anfitriones en esta tierra —dijo—. Enviad mensajeros a las patrullas montadas para que se reagrupen y salgamos de aquí.
Waydol asintió.
—No ha habido la mitad de la lucha que yo esperaba, ¿sabes? Pero he tenido una recompensa. Os he visto luchar en equipo a vos y vuestra dama cuando podía apreciarlo.
Después Waydol rompió a reír, tan alto como su desafío anterior. Las levas, advirtió Pirvan, no parecieron notar la diferencia. Muchos hombres rompieron filas y corrieron hacia los bosques antes de que se extinguieran los ecos de la risa del minotauro.
El bote de Jemar arañó la arena gruesa de la playa de la ensenada. El capitán de los bárbaros del mar saltó a tierra y corrió colina arriba, hacia la cabaña que lucía la bandera con el bastón azul de Mishakal.
Eskaia llevaba dentro casi una hora, desde que el práctico propuso llevarlas a ella y a Delia a tierra. Jemar nunca supo cómo se había enterado el hombre del peligro que corría Eskaia.
Entre los hombres de Waydol había un sacerdote de Mishakal llamado Sirbones; quizá tuviera algo que ver con ello. Aunque era probable que se hubiera adelantado para acercarse más a la lucha que se extendía por el lado de tierra de la ensenada y se arrastraba cada vez más cerca de la entrada de la fortaleza. Rubina parecía haber desaparecido, o al menos nadie sabía dónde estaba, aunque Jemar sospechaba que eso era por miedo a preguntar.
El único consuelo para Jemar era que si la magia de la hechicera Túnica Negra al final se hubiera decantado por el bando istariano, juntos habrían barrido del mar a todos los enemigos y comenzarían su mortífera labor en tierra.
Y ahora Jemar podía apartar de su mente todo eso para ir a ver a Eskaia. El práctico también había dicho a los marineros de los botes que empezaran a embarcar a las mujeres y los niños, y algunos de los barcos de Jemar ya tenían la cubierta abarrotada.
La pendiente se hacía más empinada enseguida, por lo que una carrera se convertía en un paseo, y el paseo por un sendero acababa siendo una subida de escalones de piedra. Jemar quería seguir andando hasta la misma puerta de la cabaña y luego entrar para estrechar a Eskaia entre sus brazos.
Pero la puerta era de roble macizo debajo de la pintura azul y además estaba cerrada con llave. Jemar llamó con los nudillos y esperó, intentando captar el olor de la muerte o la salud en el interior. El pueblo no estaba demasiado limpio, de modo que aún estaba forzando su olfato y sus oídos cuando la puerta se abrió.
No era Delia, sino una de las mujeres de los forajidos, o mejor dicho, una niña. No podía tener más de catorce años.
Jemar empezó a levantar una mano para apartarla de su camino, por su descaro al estar allí, pero se detuvo. La niña sonreía.
—¿Está…?
La niña asintió y a continuación casi se cayó de espaldas cuando Jemar se precipitó al interior de la estancia, tropezó con un escabel y estuvo a punto de estrellarse contra la pared opuesta de la cabaña.
—Jemar —llamó una voz familiar desde las sombras del fondo de la cabaña—, ¿es así como entras en la habitación de los enfermos y en una casa de Mishakal?
La voz de Eskaia sonaba débil, pero detrás de la debilidad se adivinaba que la antigua mordacidad había regresado. Y el dolor, la respiración esforzada, la sensación de una lucha desesperada por encontrar las fuerzas necesarias para hablar, todo había desaparecido.
—Está bien —dijo una voz que Jemar apenas reconoció, procedente del otro extremo de la cabaña—. El bebé también. Llegará a buen término, aunque la comadrona deberá tener cuidado de que respire cuando nazca, y quizás esté enfermo al principio. Además, prohíbo a vuestra dama que viaje más por mar hasta que nazca el bebé.
—Delia, no puedo caminar o ir en camilla todo el viaje hasta casa —dijo Eskaia vivamente—. ¿Lo dejamos en que me quedaré en tierra en cuanto lleguemos?
—Ah… Pues claro que sí.
Esta inmediata aceptación era tan impropia de Delia que Jemar se volvió para mirarla fijamente. A continuación avanzó para sujetarla en sus brazos e impedir que se cayera de su asiento.
Dalia había pasado de ser casi rolliza a casi esquelética en cuestión de horas. Tenía el rostro tan pálido que parecía repeler el color, excepto por los círculos negros que rodeaban sus ojos. Jemar percibió su temblor y olió su rancio sudor.
—¡Un jergón! —ordenó a la niña.
—Sí, señor.
El bárbaro del mar sostenía a Delia con firmeza.
—Has ido más allá de tus fuerzas y… que los dioses me digan cómo agradecértelo. Yo no lo sé. Sólo sé… que todo lo que pueda… lo que podamos hacer para que te mejores…
—El jergón bastará, por ahora —dijo Delia.
—Pero Sirbones…
—Su trabajo es más importante a medida que llegan más heridos. Y Rubina… ahora es útil, no dañina. Pero… que me toque ahora… no sería prudente.
—¡Yo diría que no! —exclamaron al unísono Jemar y Eskaia.
—No, en serio. Rubina… se equivocó al elegir el color. Su corazón… está del lado de la Neutralidad, en el peor de los casos. Ahora… traiciona a Takhisis. La Reina de la Oscuridad se lo hará pagar. Ah, si pagará…
La niña apareció en ese momento con el jergón y Delia se relajó en los brazos de Jemar con un suspiro de agradecimiento. Al cabo de un momento estaba tendida en el jergón, aparentemente dormida.
Jemar se inclinó y la besó, para luego volverse hacia su esposa.
—Os hago saber, mi señora, que no había besado a otra mujer más que a vos desde que nos desposamos. Tenéis mi palabra.
—Bien. Espero que no tengas pronto otra ocasión como ésta para besar a nadie —dijo Eskaia. Después se echó a reír con ganas.
Las sombras de la tarde se había alargado casi hasta el fondo del claro cuando Niebar llegó al lindero. En el extremo opuesto empezaba un camino que conducía a la parte trasera de la posada El Ogro Encadenado. Pasaba ante varias granjas que sin duda tendrían perros guardianes y similares, pero no cerca de pueblos y menos aún de ciudades, donde siete extraños armados destacarían como un minotauro en una aldea kender.
Niebar miró hacia atrás para asegurarse de que los caballos no eran visibles desde el claro. No vio caballos, pero sí a un kender parado bajo un rayo de sol.
Lo primero que pensó Niebar fue en una traición.
¡Lo segundo fue en los caballos! Si los expedicionarios regresaban, con o sin Gesuso Saltatrampas, y descubrían que sus monturas habían sido «acompañadas» hasta que se alejaron errantes…
—Oh, no os preocupéis por vuestros caballos —dijo el kender. Sus palabras produjeron en Niebar el efecto contrario a tranquilizarlo.
—¿Eres un mago?
—No, y estamos demasiado cerca del claro para charlar, a menos que queráis que nos oiga alguien.
Niebar se ruborizó ante la idea de que fuera un kender quien le recordara la disciplina del silencio. Permitió que su nuevo acompañante lo guiara hasta un grupo de pinos jóvenes, en lo que debía ser un claro no muchos años antes.
—Venís a buscar a Gesuso, ¿verdad? —Preguntó el kender—. Porque si no es así, apreciaríamos mucho que nos contarais…
El kender prosiguió un buen rato, pero Niebar consiguió extraer del monólogo que era un Rambledin, que lamentaban haber abandonado a Gesuso Saltatrampas y que quería ayudar a quien intentase rescatarlo.
—Podemos vigilaros los caballos —concluyó el kender—. Podemos…
Se soltó otra vez con una larga lista de posibles servicios, la mitad de los cuales les pondrían en peligro en lugar de ayudarlos.
—Podemos avisaros de los hombres tatuados —dijo finalmente el kender—. No podemos combatirlos, pertenecen a los templos y tendríamos que huir si lo hiciéramos, pero…
—¿Los hombres tatuados? —interrumpió Niebar. Involuntariamente, subió la mano derecha y se rascó bajo la axila izquierda.
—Sí, sí. Ahí es donde tienen el tatuaje. Una costumbre tonta, pero supongo que el Príncipe de los Sacerdotes lo exige. Al menos parecen trabajar para él, y supongo que necesita ayuda. No podría pasarse el día preparándose o haciendo lo que quiera que haga si no fuera así. Él…
El caballero había dejado de escuchar. La sangre martilleaba en sus oídos y todo su cuerpo parecía un poco más vivo.
Esta noche quizá consiguieran algo más que rescatar al kender y averiguar qué había visto durante su cautiverio. Quizá se tropezaran con los Siervos del Silencio… y Niebar juró que, aunque le costara la vida, uno de ellos saldría de la posada como prisionero.
Ya era hora de que las personas honradas supieran por qué el Príncipe de los Sacerdotes, en nombre de la virtud, estaba dejando libres a criminales en Istar. También era hora de que él empezara escuchar de nuevo al kender Rambledin. Los kenders podían arrancarte un brazo hablando, luego empezar con los dedos de tus pies y por último sentirse ofendidos cuando descubrían que no los estabas escuchando.
Aurinius se calzó las botas con brusquedad y miró por encima del hombro a su secretario.
El joven estaba ocupado atándose un yelmo de un modo que se diría que rara vez se lo ponía. A su lado, apoyado en una silla, había un peto de armadura.
—¿Vas a llevar armadura?
—No tendré muchas oportunidades, mi señor.
—¿Esperas la paz universal para mañana, o quizá mi muerte inminente?
El secretario se azoró.
—Bueno, no, nada de eso. Pero… bueno, será la mayor batalla a la que tengo la oportunidad de asistir.
—También la primera a la que tienes que llegar por mar —observó Aurinius—. ¿Has intentado alguna vez nadar con armadura?
—No.
—Yo sí. No te recomiendo la experiencia. Nueve de cada diez hombres que lo intentan acaban siendo pasto de los peces. Nos llevará a tierra un bote muy pequeño. Aunque nuestra magia y la suya parece mantener un equilibrio, eso puede cambiar. Y también están las ocasionales olas que escapan del equilibrio. Lleva esa armadura, si lo deseas, pero no te la pongas hasta que llegues a tierra.
—Sí, mi señor.
La tripulación del Dama Alada aclamó a Aurinius cuando el general salió a cubierta. Aurinius deseó haberles ofrecido algo por lo que estar tan contentos. De hecho, se sentía más como una rata que abandonaba un barco que se hundía por ir a tierra que un general poniéndose al frente de sus hombres.
No le resultó más fácil cuando comprendió que en tierra estaría fuera del alcance de este duelo de tormentas mágicas. La flota podía perecer con toda su tripulación, pero él estaría seguro para conducir a sus hombres hasta la fortaleza de Waydol.
O quizá fuera Waydol quien pereciera con toda su banda. Aurinius se lo había preguntado a todos los dioses que creía que podían tener una respuesta, pero ninguno le había dicho si debía desear el éxito de los esbirros de Zeboim o no.
¿Tarothin?
La concentración del mago Túnica Roja en sus conjuros le dejaba la suficiente conciencia física para saber que entraba agua en su camarote. Al menos parecía venir de abajo, por lo que no cabía duda de que el Ala de Gaviota permanecía a flote.
¡Idiota!
El tono era casi cariñoso e inconfundible.
Rubina. ¿Qué quieres?
Que cargues con todo el peso de la batalla.
Bromeas.
No. Lo que he introducido en la tormenta mágica seguirá allí. Los sacerdotes de Zeboim carecen del poder de expulsarlo. Recuerda, soy una hechicera Túnica Negra y conozco más secretos suyos que tú.
Pero ¿por qué…?
Tengo trabajo en tierra. Los istarianos amenazan con avanzar y cortar la retirada a los nuestros. Ellos no tienen ningún mago y los esbirros de Zeboim no pueden actuar en tierra firme. Además, tú puedes hacerlo mejor en el mar sin mí que conmigo.
Pero, Rubina…
Tarothin, no te echaré de menos mucho tiempo. Pero te dejaré un recuerdo que podrás convocar siempre que lo desees.
Si es del tipo que sospecho, espera hasta que logremos la victoria.
Todos los hombres sois iguales. Nunca dejáis de pensar, nunca os permitís ni un momento para el placer.
Tarothin oyó una suave risa, sin rastro de burla, y Rubina se desvaneció de su mente.
Pero su fuerza no se había desvanecido de las barreras mágicas que juntos mantenían contra los sacerdotes de Zeboim. De hecho, ya empezaba a ver fallos en los conjuros de los istarianos, y si trabajaba con rapidez, podía darles la vuelta…