Aurinius durmió durante el alboroto matutino de relevar la guardia, fregar las cubiertas y componer lo que se hubiera estropeado durante la noche. Lo que consiguió despertarlo fue su secretario, sacudiéndolo. El general miró fijamente el rostro del joven.
—¿Qué pasa?
—El barco del Minotauro… no está.
—¿Se ha ido a pique? —Aurinius se permitió un agradable momento de fantasía en el que el Orgullo de las Montañas había embestido y hundido al Ala de Gaviota, Así podía ofrecer a los karthayanos, como precio de la paz, a Waydol…
—No. Se ha escabullido durante la noche. Ese heredero era un traidor, después de todo.
—O eso, o es un mal navegante. ¿Es posible que siguiera a los cargueros cuando se separaron de nosotros, creyendo que era el grueso de la flota? —El grupo de desembarco se dirigía hacia el sur; Aurinius había dedicado todo el tiempo libre que tenía a rezar por que llegaran sanos y salvos.
El secretario meneó la cabeza con expresión compungida.
—No fue ningún percance, mi señor. Encontramos una chalupa que habían dejado a la deriva con un farol atado al mástil para engañarnos.
Aurinius sacó los pies de la cama. El piso parecía más frío que la noche anterior. Lo mismo podía decirse del aire. En aquellas aguas, una bajada de temperatura semejante a menudo presagiaba una tormenta. Varias otras cosas parecían más útiles en aquel momento.
—Supongo que la flota los está persiguiendo.
—Sí. El explorador más adelantado informa de que tiene el Ala de Gaviota a la vista, pero quizá no acorte distancias antes de la noche aunque el viento se mantenga y el tiempo siga despejado.
—Estoy entusiasmado —dijo Aurinius. De pronto recordó otro asunto pendiente—: ¿Ha visto alguien a Tarothin?
—No, mi señor.
—¿Dónde estaba el Orgullo de las Montañas cuando desapareció el Ala de Gaviota?
—Pues… en el siguiente convoy, o eso me han dicho.
—¿A una distancia, digamos, que se podría recorrer a nado?
—Un nadador fuerte y atrevido sí, tal vez, pero los magos de su edad…
—Saben utilizar la cabeza mejor que cualquiera de esta flota en este momento.
Aurinius conservaba la capacidad de hablar después de esta última observación, pero declinó malgastar palabras que no conducirían a nada. Señaló la puerta. El secretario no hubiera salido, o los sirvientes entrado, a mayor velocidad si Aurinius hubiese arrancado las velas de los mástiles y éstos de la cubierta.
Darin deseaba trepar a la cofa del Ala de Gaviota y estudiar personalmente a sus perseguidores. Pero mantuvo sus pies sobre la cubierta y su fe en los vigías. Habían sido cuidadosamente elegidos por su agudeza visual y su serenidad, y al menos uno de ellos era más ágil que él en la obra muerta.
«Encuentra a buenos hombres como subalternos y no necesitarás estar en todas partes a la vez y hacerlo todo tú mismo». Era como si la voz de Waydol le hablara con el viento marino.
—¡Ah de cubierta! —Gritó el vigía—. Veo más barcos detrás del primero.
No había necesidad de preguntar si eran istarianos. Darin miró hacia proa. A primera vista, el perseguidor istariano era visible sólo desde la cofa. Ahora pudo distinguir las velas de la cubierta. Los demás buques istarianos estaban aún demasiado lejos para que los viera alguien más que los vigías.
—¿Creéis que deberían aligerar el barco? —preguntó el oficial de cubierta.
—¿Cómo? —Preguntó Darin—. No me gusta soltar lastre cuando parece que el viento va soplar fuerte, y de todos modos es una operación lenta.
—Pensaba en la comida y el agua. No vamos a estar mucho tiempo aquí expuestos, o bien nos quedaremos en el mar para siempre y no necesitaremos ni agua ni comida.
—Estás inspirado esta mañana —dijo Darin en actitud de suave reprobación.
—Puedo contar los dedos que levantan ante mis ojos —replicó el oficial—. Como mínimo, hasta después de la cuarta copa.
Darin lo meditó. Habían cargado el Ala de Gaviota con provisiones para un largo viaje con una tripulación completa. Calculaban que si el barco regresaba pronto, sería para llevarse a los hombres de Waydol, sin tiempo para cargar nuevos suministros.
Ahora parecía que la misión primordial era asegurarse de que llegara como fuera.
—Empezad con los depósitos de agua —dijo Darin—. Purgadlos y bombead el agua por encima de la borda. Después extended las velas para recoger toda la lluvia que pueda descargar la tormenta. Y haz que venga Tarothin. Supongo que está bien.
—Oh, sí, heredero. Dispuesto es otro asunto. Pero ya entrará en razón.
Jemar y Eskaia permanecían uno al lado del otro encima del castillo del Espada del Viento. No era tan arriba como Jemar deseaba llegar, pero sí lo máximo que se atrevía a permitírselo a su esposa.
Además, subir a la cofa y poner nerviosos a los vigías no aceleraría los avistamientos de amigos o enemigos.
Lo que más inquietaba a Jemar era el repentino descenso de la temperatura durante la noche, junto con el creciente viento. La niebla se había disipado hacía rato, pero el bárbaro del mar sentía en los huesos que se aproximaba una tormenta.
«Una tormenta natural, por ahora. Pero no es ningún secreto que influir en el tiempo con magia es más fácil cuando puedes jugar con un poder que ya está en marcha, en lugar de hacerlo todo con tus propios conjuros».
Tarothin conocía varios conjuros para calmar el mal tiempo; Jemar esperaba que el mago Túnica Roja estuviera esperando la ocasión de utilizarlos.
—¡Ah de cubierta! —Gritó el vigía—. Señales del Risa del Trueno. Ha avistado balizas en la costa. Dice que emiten nuestra señal privada.
Eskaia profirió un suspiro de alivio que casi igualó la fuerza del viento y cogió la mano de su marido. Jemar se habría puesto a bailar si no tuviera una dignidad por la que velar.
—Perfecto —dijo Jemar. Un mensajero se adelantó corriendo hasta los marineros de las drizas de señalización. Pronto subían banderines hasta los penoles y estallaban en llamaradas de color contra el hosco cielo.
El Risa del Trueno respondió a las señales indicando el rumbo y la distancia de las balizas. Jemar transmitió su agradecimiento y su promesa de recompensar a Kurulus, gritó lo mismo al vigía y luego se inclinó lo suficiente para abrazar a Eskaia.
—¿Ya casi estamos? —preguntó ella, devolviéndole el abrazo.
—Digamos que hemos dado un gran paso —respondió Jemar, liberando una mano a regañadientes para hacer un gesto de protección. El mar concedía la victoria a los hombres sólo con gran reticencia y podía contraatacar antes de que los hombres de tierra estuvieran a salvo.
El bárbaro del mar hizo otro gesto de protección, éste con ambas manos. Acababa de ejecutarlo cuando el vigía volvió a gritar, ahora con la voz temblorosa por la emoción.
—¡Barco a la vista! Es una galera con una cabeza de minotauro en la vela del trinquete. El Ala de Gaviota, seguro, y se acerca deprisa, como si lo persiguiera alguien.
Jemar frunció el entrecejo. La galera aún estaría fuera del alcance de las señales durante un rato, e incluso entonces su tripulación quizá no supiera interpretar las señales de los bárbaros del mar. ¿Debía dispersar sus naves para la batalla de inmediato o esperar hasta averiguar más?
Ya sabía una cosa: sus barcos ya navegaban a buena marcha a barlovento. Haciéndolos maniobrar para situarse en posición de combate resultarían aún más lentos.
También sabía otra cosa: el momento de tomar precauciones era cuando el peligro era sólo una posibilidad. Muy cierto en tierra y diez veces más cierto en el mar.
Jemar contempló sus navíos y luego empezó a dibujar tres señales sobre una tabla de mensajes de madera finamente cepillada.
—Entiendo lo que quieres que hagan los barcos —dijo Eskaia, mirando la tabla—. Pero ¿por qué?
—Así dejaremos los buques más pesados a mar abierto para que se reúnan con el Ala de Gaviota y sus perseguidores. Se situarán entre nosotros y el enemigo, si hay alguno, y las naves más ligeras rodearán a Waydol.
—¿Si hay que luchar?
—Pareces casi ansiosa.
Eskaia se azoró.
—Te pido perdón. La batalla a bordo del Copa de Oro fue más que suficiente para mí. Además, ahora no estoy muy en forma para luchar contra minotauros.
Jemar volvió a abrazarla. Si eran los istarianos persiguiendo al Ala de Gaviota, no estaba seguro de que no hubieran salido ganando enfrentándose a minotauros.
Tarothin yacía en su litera, no porque estuviera enfermo, enfurruñado o en trance. Simplemente necesitaba toda su concentración para comprender el mensaje que estaba recibiendo.
Y, para empezar, aún necesitaba más concentración para creérselo.
Los primeros cosquilleos del mensaje no los recibió en su mente, sino en otras partes de su cuerpo. Partes asociadas a ciertos antiguos ritos que él había practicado con Rubina, más de una vez y con gran regocijo, al menos por su parte, y era lo bastante caballeroso para esperar que ella hubiera recibido tanto como había dado.
Era la primera vez que iniciaba una sesión de magia de esta manera, pues no estaba versado en el arte de los conjuros normalmente asociados con ese rito concreto. «Aunque un hombre podría acostumbrarse a este tipo de magia», pensó.
Fue aproximadamente en este punto del mensaje cuando empezó a identificar a la persona que lo enviaba.
—¿Rubina?
La respuesta no llegó con palabras, sino en forma de imagen. Una imagen que no hizo nada por aumentar la capacidad de concentración de Tarothin.
Oyó las palabras:
Quería estar segura de que me reconocerías.