—¡Alto! ¡Quién vive! —gritó un centinela.
Pirvan se disponía a desmontar, pero se detuvo con la pierna todavía encima de la silla. Volvió a sentarse en su montura. Tampoco ésta era un caballo de batalla, pero al menos no era el jamelgo que montaba el día que llegaron al campamento de Waydol.
El Minotauro había ordenado que se redoblaran las patrullas mezclando la caballería y la infantería, ahora que tenían casi cuarenta caballos. Se suponía que Pirvan, como Caballero de Solamnia, era el mejor jefe de tropas de caballería, además de esperarse que fuera el más ducho en el difícil arte de patrullar.
Junto con Birak Epron y Haimya, Pirvan se rió con ganas por ello.
Menos divertido era el peligro de tener que luchar contra soldados istarianos o sus aliados. El honor lo obligaba a guiar y defender a los hombres de Waydol hasta que llegara Jemar para llevarlos a lugar seguro. Sin embargo, si el honor acababa obligándolo a matar soldados istarianos, los gobernantes de la ciudad quizá tuvieran algo que decir a los Caballeros de Solamnia sobre un tal sir Pirvan de Tiradot.
Hasta ahora, sin embargo, no se habían producido encuentros tan incómodos. Pirvan había proporcionado galletas y pescado salado a los grupos de jornaleros famélicos en desbandada, avistado patrullas de caballería istariana a gran distancia y dado instrucciones para llevar al campamento a los potenciales reclutas de Waydol. Aún tenía que desenvainar, y menos aún manchar de sangre, un arma desde que empezó a dirigir los turnos de patrulla.
La de esa noche se componía de cinco hombres a caballo, incluido Pirvan, y diez más a pie. La mitad de los soldados de infantería era veteranos de Birak Epron, que enseñaban a la otra mitad, estos reclutas de Waydol.
Por el tono de su voz, el centinela parecía uno de los nuevos.
Pirvan espoleó su caballo, mientras indicaba a los demás que se desplegaran a los flancos. Dudaba de que se tropezaran con una emboscada o una oposición seria, pero siempre era aconsejable tener unos cuantos hombres al margen de cualquier trampa, para que acudieran en su ayuda o corrieran a dar la alarma.
Era una noche de nubes a jirones, pero por lo demás despejada, y Solinari estaba creciendo mientras Lunitari menguaba. Había luz suficiente para distinguir a los amigos de los enemigos, con un poco de suerte, lo cual era lo mejor que podía esperar un guerrero en una escaramuza nocturna.
—¡Alto! —volvió a oírse—. ¿Quién vi…? ¡Aggg!
El alarido del centinela fue el de un hombre atrapado en las fauces de un monstruo. Pirvan se estremeció muy a su pesar, aunque sabía que esa noche sólo merodeaban enemigos humanos por el bosque. Hundió los talones en los ijares de su montura, que aceleró hasta un medio trote, lo más rápido que se atrevía a pedirle en la oscuridad y en terreno desconocido.
Pirvan y sus jinetes dejaron atrás el puesto de vigilancia casi antes de darse cuenta de que estaba cerca de él. El caballero tuvo una breve visión de un cadáver degollado, tendido en el suelo, con dos siluetas de ropas oscuras en pie a su lado. Enseguida surgieron de la oscuridad un tercer y un cuarto hombres, los dos a caballo, los dos también vestidos de oscuro. Pirvan observó que los cuatro atacantes iban demasiado bien vestidos para ser forajidos, pero no eran istarianos, a menos que la ropa oscura fuera un disfraz.
Aquél fue su último pensamiento despreocupado durante un tiempo. Un instante después, las dos siluetas a caballo cargaron contra Pirvan, espada en mano. El caballero se hallaba en medio, y pasaron uno junto a los otros tan deprisa que lo único que Pirvan tuvo que hacer fue agachar la cabeza para que sus respectivas espadas chocaran por encima de su cabeza, provocando una lluvia de chispas pero no de sangre.
Menos inofensiva fue su carga por el centro de la infantería. Los nuevos reclutas se dispersaron gritando. Los veteranos también corrieron, pero en silencio y en formación, con las lanzas inclinadas como las púas de un puercoespín. Pirvan desenvainó su arma, hizo girar a su caballo y retrocedió al galope para ayudar a sus hombres.
Cuando llegó junto a ellos, o donde creía que estaban, la luz de la luna se había extinguido, dejando a Pirvan sin saber dónde estaban los amigos y dónde los enemigos. Por eso, cuando un hombre de a pie corrió hacia él blandiendo una lanza, no le separó la cabeza de los hombros de un mandoble. En su lugar, lanzó una estocada al brazo del hombre, dominando su caballo con las rodillas mientras agarraba el asta de la lanza con la otra mano.
El hombre profirió un grito y soltó la lanza cuando la espada mordió su carne. Pirvan se la apropió, probó su equilibrio y supo que había conquistado un arma valiosa.
Este conocimiento fue vital inmediatamente después. El hombre corría de nuevo hacia él, ahora empuñando una espada corta. Pirvan asió la lanza por otro punto, obligó a su caballo a corvetear y clavó una lanzada desde arriba.
La punta del arma acertó al hombre en la garganta, desgarrándosela antes de atravesarla. El moribundo cayó al suelo de bruces; el caballo de Pirvan estuvo a punto de desmontar a su jinete, intentando no pisar el convulso cuerpo.
—¡Detrás de vos!
Pirvan se agachó sobre su silla, hizo girar el caballo y subió la lanza en un único movimiento continuado. El jinete enemigo se quedó demasiado sorprendido al ver una lanza contra hacia él para hacer nada antes de que el arma le traspasara el pecho. Salió despedido de su caballo y cayó de espaldas, con un golpetazo metálico de su armadura, gritó una vez, volvió a gritar cuando el caballo que lo seguía lo pisoteó y finalmente dejó de moverse.
—Hemos capturado a otros dos, sir Pirvan —informó una voz desde la oscuridad.
—¿Cuáles?
—Los que han matado al centinela.
—Mantenedlos con vida, si no están muertos. ¡Si mueren meteré esta lanza por el trasero a alguien!
Los dos hombres estaban vivos, con lo cual sumaban dos prisioneros y tres muertos entre los atacantes, frente a tres muertos y un herido entre los hombres de Pirvan. No era una proporción de la que el caballero pudiera sentirse orgulloso, aunque por primera vez en su vida hubiera luchado en una batalla real como un caballero tradicional, a caballo y lanza en ristre.
Lo mejor que podía esperar salvar del desastre de esa noche era averiguar quién había enviado a aquellos hombres a las fauces de sus patrullas. Alguien muy temerario, muy indiferente a las vidas de sus hombres o muy ansioso por descubrir los secretos de Waydol… y nada de ello constituía un pensamiento agradable.
Las tinieblas volvían a extenderse por el interior de Pirvan, además de a su alrededor, cuando la patrulla dio media vuelta para regresar al campamento.
Aurinius estaba despachando la última de un montón de cartas, la mayoría relacionadas con un asunto.
Varias ciudades de la costa norte enviaban sus levas hacia el oeste contra Waydol. Sus efectivos totales podían ser de hasta tres mil hombres. Añadidos a los dos mil istarianos de las tropas regulares que ya estaban en tierra, si concertaban sus ataques podían derrotar a Waydol por simple superioridad numérica.
Sería una victoria sangrienta aunque segura, pero la sangre no amilanaría al comandante de tierra. En veteranía, después de Aurinius, la elección inevitable era el capitán Beliosaran, a pesar de su fama de cruel además de valeroso.
No obstante, Beliosaran tardaría bastante en reunir a todos sus hombres, más aún las levas de las ciudades en congregarse y emprender la marcha. Algunas de las ciudades podían insistir en que Beliosaran dejara varios destacamentos para que ocuparan el lugar de sus levas ausentes.
Esto, naturalmente, corría el riesgo de hacer aún más inútil toda la expedición de captura. Aurinius se preguntó indolentemente si el propio Beliosaran osaría atacar a Waydol con la cantidad probable de hombres que sobrevivirían al hambre, las fiebres, las botas de mala calidad, las ciénagas, las serpientes, las emboscadas y la simple pérdida de entusiasmo por la guerra.
Su secretario entró sin llamar a la puerta, como estaba autorizado a hacer.
—Señales del Orgullo de las Montañas —dijo el hombre.
Masculló el nombre con más que un poco de desdén, algo casi generalizado hacia el barco karthayano de la flota. Había demostrado no estar bien aprovisionado ni bien tripulado. La única razón por la que Aurinius no había rezado para que estallara una tormenta era que entonces necesitaría que lo escoltaran a casa, de lo contrario los karthayanos que creían que se estaban ganando el favor del Príncipe de los Sacerdotes aullarían como lobos famélicos, probablemente pidiendo la cabeza de Aurinius.
—¿Algo importante?
—Es posible. Creen que su mago, ese Túnica Roja Tarothin, se ha caído por la borda.
Aurinius no gimió ni emitió otros sonidos inhumanos. Deseó por un momento que el Orgullo de las Montañas estuviera invadido por la carcoma y su tripulación pillara la sarna azul y las fiebres pulmonares.
—¿Tarothin? —Exclamó Aurinius—. ¿Es el mismo que…?
—Sí. El que fue al cráter del Golfo con sir Pirvan, antes de que los caballeros lo admitieran. Dicen que iba con Pirvan en busca de Waydol, pero tuvo una discusión por una mujer. Una hechicera Túnica Negra, dicen.
—Es el primer mago del que tengo noticia con tanto nervio —comentó Aurinius—. Bien, arriad algunos botes y vayamos a investigar. Tenemos casi calma chicha, así que no hay peligro para los botes y quizás incluso alguna posibilidad de encontrar a Tarothin, si no se ha ahogado ya. Lo mejor sería poder informar a sir Pirvan de que intentamos encontrar a uno de sus antiguos camaradas.
—A la orden, mi señor.
Una vez a solas, Aurinius volvió a mirar el mensaje y luego el mapa del mamparo. Tal vez podía hacer algo por los asuntos de tierra, además de dejárselos al destino, a las levas ciudadanas o a Beliosaran.
La flota transportaba cerca de un millar de soldados curtidos, aunque muchos de ellos enfermos por el mareo. Podían desembarcar más cerca de la fortaleza de Waydol de lo que estaban ahora los soldados istarianos o las milicias urbanas. Avanzando por tierra, podían forzar una tregua entre Waydol y sus enemigos, hasta que Jemar el Blanco se llevara a los hombres del Minotauro, o si quedaba claro que Waydol y el bárbaro del mar estaban conspirando para llevar a cabo una traición.
Entonces tendrían fuerzas suficientes en tierra y en el mar para tratar a los enemigos declarados como se merecían.
Pirvan y Waydol caminaban uno junto a otro por el sendero que conducía a la cabaña del Minotauro. Era estrecho para dos personas, cuando una era un minotauro, pero Pirvan había acabado conociéndolo bien en los últimos días.
No hablaron durante la mayor parte del camino. De hecho, a veces Pirvan tenía la sensación de que él y Waydol eran más elocuentes cuando permanecían callados. Era como si fueran amigos desde hacía años… y a Pirvan le afligía que el futuro no le permitiera conservar esa amistad.
Waydol estaba ansioso por volver a su tierra natal, resignado al destino que pudiera esperarle, mientras pudiera contar a su pueblo lo que había averiguado sobre los humanos. También estaba ansioso por ver que sus hombres y Darin quedaban en buenas manos, antes de zarpar.
A lo lejos, en la oscuridad y la niebla, osciló y titiló un resplandor rosado.
—Han encendido las balizas —dijo Waydol—. Quizás ayuden a guiar a los amigos que se unen a nosotros por mar. Dudo de que eso ayude mucho a Jemar. Cualquier barco de buen tamaño que esté lo bastante cerca para ver las balizas se hallará demasiado cerca de los escollos. Si embarranca ahora y la marea sube antes de la mañana, acabaremos rescatando a su tripulación en lugar de ellos a nosotros.
—Jemar es un hombre prudente, es decir, para ser un bárbaro del mar —añadió Pirvan al oír que Waydol intentaba reprimir la risa.
Otros veinte pasos los condujeron al final del sendero. La cabaña era una masa borrosa en la niebla, con un farol ardiendo con una llama dorada encima de la puerta. Haimya quería conocer el secreto del aceite para lámparas de Waydol, que brillaba con ese color particularmente agradable, además de desprender un aroma también agradable.
—Hemos interrogado a los prisioneros —dijo Waydol mientras abría la puerta.
Pirvan guardó silencio. Su honor estaba en juego para que no fueran torturados. Además, no podía enfrentarse solo a toda la banda de Waydol si ellos lo consideraban necesario.
—Hablaron con toda libertad —explicó Waydol—. Son levas de Biyerones, que buscan la gloria de causarnos la primera baja ante sus conciudadanos. Supongo que pueden reclamarla, si lo desean, pero también la de ser las primeras víctimas.
«Aunque no las últimas», pensó Pirvan.
—¿Todas las ciudades han salido a cobrar la recompensa? —preguntó el caballero.
—Dudo de que sea la recompensa lo que los atrae —dijo Waydol—. Lo más probable es que lo hagan para despejar las dudas sobre su lealtad. Ahora, en tierra, está al mando el capitán Beliosaran, y tiene fama de ser duro con los enemigos y de imaginárselos por todas partes.
«Justo el tipo de hombre necesario para convertir una campaña honorable en una carnicería, si le dan tiempo», pensó Pirvan.
—Recemos para que los vientos traigan a Jemar más deprisa que a Beliosaran o las levas urbanas.
—A mi modo, lo haré —dijo Waydol. Se volvió, y su voz era ahora más suave, lo más parecida a un susurro que la naturaleza permitía a un minotauro—. Hay algo más que quería preguntaros. Ningún juramento os obliga, pero si tuvierais un hijo en edad de interesarse por las mujeres…
Pirvan habría dado mucho por aliviar el evidente azoramiento del Minotauro. Por desgracia, no tenía ni la más remota idea de qué tenía Waydol en la mente.
—Darin se quedará aquí cuando yo zarpe —continuó Waydol—. Su vida no está ligada a mí para siempre. Pero con el tiempo, nuestra banda también se disolverá. Entonces él será un hombre solo entre hombres y necesitará abrirse camino en el mundo con lo que lleva dentro.
—Puedo hacer voto de protegerlo como si fuera de mi propia sangre —dijo Pirvan.
—Sé que lo haríais sin ningún voto —replicó Waydol. Apoyó suavemente una inmensa manaza en el hombro del caballero, pero después de una noche de insomnio y una viva discusión, eso provocó que a Pirvan le cedieran las rodillas—. ¿Y si os pido que… lo mantengáis apartado de lady Rubina? Él… Ella no es la clase de mujer que debería buscar primero un hombre joven.
«Eso es pedirme que encienda un fuego en un granero lleno de heno y que impida que arda hasta los cimientos». Pero Waydol tenía derecho a pedirle lo que quisiera, incluso lo imposible.
—Lady Rubina apenas me escucha, y sólo un poco a Birak Epron.
—Él no me ha prestado juramento.
—A mí sí y, por tanto, también a ti. Además, es un hombre juicioso. —Pirvan sonrió—. Y muy enérgico, además, al menos eso me han dicho. Quizás entretenga bien a la dama para que no tenga tiempo de poner el ojo en nadie más.
«Y los enanos gullys son en realidad dragones disfrazados».
—¿No me estáis dando falsas esperanzas, sir Pirvan?
—Está bien. Entonces te daré una real. Mi buena amiga opina que tu heredero es un joven tan espléndido que no tardará mucho en encontrar una mujer digna de él. Lo que lady Rubina pueda hacer no lo cambiará ni lo estropeará.
—Tal vez sea así —dijo Waydol—. Sir Pirvan, debo desearos buenas noches. ¿Podréis encontrar solo el camino de vuelta?
—No estará solo —se oyó la voz de Haimya desde la oscuridad.
—No —dijo Waydol—. Con vos, lady Haimya, no puede estar solo. Ojalá Darin sea tan afortunado.
«Y mientras concluimos el trabajo nocturno rezando para que se produzca un milagro…».
La puerta se cerró con gran estrépito y Haimya rodeó a su marido con un brazo.
Al principio Tarothin consiguió mantener apartado de su mente cualquier pensamiento sobre la vasta profundidad del agua que había debajo de él y lo que podía contener.
Después no podía olvidar que el fondo estaba tan lejos como el pie de una colina lo está de la cima. Toda esa distancia era agua oscura, y sólo los dioses sabían lo que nadaba en ellas en busca de comida.
Sólo criaturas naturales, por supuesto. Si los sacerdotes de Zeboim hubieran invocado algo más en su ayuda o la de su patrona, lo habría percibido.
Tarothin tragó agua, casi se asfixió y durante un momento se retorció desesperadamente. Logró calmar su respiración y sus miembros, y luego siguió nadando con brazadas regulares. Estimuló tanto su cuerpo como su valor descubrir que el agua era más cálida de lo que esperaba y su brazada más segura.
Aun así, incluso el agua más cálida absorbería las fuerzas de un hombre si permaneciera en ella demasiado tiempo. Lentamente, Tarothin advirtió que sus miembros eran cada vez más pesados, su respiración más difícil, sus pensamientos más lentos, hasta que apenas surgía ninguno.
Nadaba casi por instinto cuando chocó con algo duro y resbaladizo. Levantó la vista y algo rojo le devolvió la mirada. Lo escrutó fijamente, pues era un solitario ojo rojo inmenso, y la superficie dura y resbaladiza que había tocado era el caparazón de una tortuga gigante…
Tarothin dio un grito, y fue lo mejor que podía haber hecho. El sonido no llegaba muy lejos en la niebla, pero despertó a todo el mundo a bordo del Ala de Gaviota, el mago apenas tuvo tiempo de comprender que había tocado el timón cubierto de algas de un barco, y que el «ojo» era su farol de popa, cuando un cabo cayó al agua a su lado con un chapoteo. Lo agarró, decidido a sujetarlo no sólo con las manos, sino también con los dientes y los dedos de los pies si era necesario.
Siguió agarrado mientras los marineros lo izaban como a un pez muerto por encima de la borda, para aterrizar con un golpe seco sobre la cubierta recién fregada. Consiguió ponerse de rodillas antes de expulsar toda el agua que había tragado y permaneció así hasta que vació por completo el estómago.
Para entonces había un círculo de marineros a su alrededor. Ninguno de ellos era minotauro, y ninguno era el joven gigante que tenía que ser el Heredero del Minotauro. Tampoco su expresión era particularmente amistosa.
«Supongo que un mago medio desnudo y medio ahogado no es lo que un barco respetable iza a bordo cada noche», pensó.
Ese pensamiento le hizo acordarse de su bastón, y el puro terror de pensar que lo había perdido lo hizo ponerse en pie. Se incorporó tan bruscamente que encontró el bastón cuando le golpeó en el cogote. Se lo descolgó de la espalda, lo sostuvo con ambas manos, usándolo en parte como muleta, y lo habría besado de no haberse hallado en medio de un corro de marineros expectantes.
Después el corro se disolvió y de lo que parecía ser cerca de la cofa mayor habló una recia voz de hombre:
—¿Qué nos ha traído Habbakuk?
Darin había invocado a Habbakuk más para complacer a sus marineros que por sus propias creencias. Pero después de escuchar el relato de Tarothin y convencerse de que el mago Túnica Roja decía la verdad, pensó que sin duda el Dios Pescador les había hecho un gran favor a él y a sus amigos.
—Hemos de abandonar la flota —dijo al oficial de cubierta—. Existe peligro y debemos advertir a Waydol y sir Pirvan.
—Eh, ¿y qué hay de nuestro juramento? —preguntó el oficial.
—Ahora no podemos cumplirlo —respondió Darin—. No con Aurinius. Nuestros juramentos a Waydol y sir Pirvan son anteriores, aunque dudo de que Aurinius en persona tenga algún poder al respecto.
El oficial pareció desconcertado. Darin buscó palabras que sonaran sinceras sin revelar verdades demasiado horribles para propagarlas a bordo.
—La flota zarpó de Istar dividida en bandos. Una facción que se oponía a Aurinius planea un motín, con la ayuda de ciertos magos. Si se salen con la suya, o incluso si intentan hacerse con el poder, el compromiso de Aurinius de protegernos será papel mojado. Si vencen, la flota quizás haga la guerra sin piedad contra nosotros tanto como contra Jemar.
El oficial lanzó un silbido.
—Bien, entonces lo mejor será que nos dispongamos a marcharnos. Mandaré que arríen una de las chalupas con mástil y vela, y colgaré un farol del tope de ese mástil. Estará aproximadamente a la misma altura que nuestro farol de popa, de modo que cualquiera que lo vea creerá que somos nosotros, hasta que ya sea demasiado tarde.
Darin deseó poder hacer algo más que agradecer al oficial que mantuviera la serenidad de un buen marino en esta crisis, y aún deseó con mayor fuerza seguir vivo varios días más para entregar esa recompensa.
—Ah, y amortiguaremos el ruido de los remos y recogeremos un poco las velas para disminuir nuestro tamaño —prosiguió el oficial—. Y si alguno de los muchachos hace ruido, me haré una cinta de sombrero con sus tripas.
Nadie hizo ruido, las velas fueron arriadas y los remos bajados en silencio, y la chalupa que llevaba el farol se alejó a la deriva hasta perderse en la niebla. Después, a un quedo susurró del oficial, los remeros empezaron a batir el agua y el Ala de Gaviota se alejó de la flota y se internó en la noche.