La leña de la angosta cabaña de Waydol chisporroteaba agradablemente y desprendía un relajante olor a pino.
Eran solo dos de los muchos sonidos y olores —y visiones y gustos— agradables que Pirvan había saboreado en los días transcurridos desde el juicio. Siempre los saboreaba más después de haber puesto en juego su vida, y durante un tiempo se preguntó si alguna vez volvería a saborear algo.
Bebió un sorbo de una copa del vino caliente con azúcar y especias de Sirbones. No hacía efecto en las heridas graves, les había dicho el sacerdote de Mishakal, pero no interfería en su curación mediante los conjuros adecuados. En cuanto a las heridas menores que no requerían magia, al menos ayudaba a olvidarlas un rato.
Esta vez Pirvan bebió ávidamente. Quería olvidar mudas cosas, además de las heridas menores, y luego dormir al lado de Haimya, despertar y deleitarse con su calidez y el cadencioso sonido de su respiración…
Ya llegaría el momento de todo eso, pero todavía no.
Waydol vació su copa, que era mayor que la de Darin, y la le éste era como las de Haimya y Pirvan juntas. La depositó robre la mesa, se secó los labios con un paño limpio y tosió, con una delicadeza de movimientos que revelaba que aún le dolían las manos.
—Me temo que no puedo despedir al trompeta —dijo Waydol. Su voz era ronca como la de un hombre acatarrado, pero por lo demás no menos recia que antes. Sirbones era un sanador de gran talento, y aunque todos los contendientes sufrirían durante varios días dolores y molestias que les recordarían el juicio, a ninguno le quedarían secuelas permanentes—. Eso lo avergonzaría —añadió—. Se unió a mi banda huyendo de un maestro demasiado duro con su aprendiz. Tocar la trompeta era su único placer.
—Es un fastidio para todos los que lo escuchan —dijo Pirvan—. Hagamos un trato sobre el trompeta. Si quiere hacer carrera, le buscaré un maestro que le diga si tiene dotes musicales o no. Si las tiene, adelante. Si no es así, le buscaremos otro oficio.
—Eres firme en tu palabra de honor —dijo Darin. Habló en voz baja para no tener que mover la cabeza. De los cuatro, él era quien había estado más cerca de la muerte; sin un cráneo más grueso que la mayoría, podía haber fallecido antes de que Sirbones pudiera curarlo.
—Soy un Caballero de Solamnia —dijo Pirvan—. Sé que eso sólo es el principio de una explicación, pero no tengo tiempo de contarte todas las ideas que tengo respecto al honor. Dejémoslo en que no abandonaré a tus hombres, como tú no habrías abandonado a los míos, y sigamos buscando la mejor manera de salvarlos.
Cuando aceptó el juramento de paz que pronunció Waydol, Pirvan sólo exigió que permitiera marcharse libremente a cualquiera de su banda que lo deseara. Los barcos de Jemar el Blanco los llevarían a Solamnia, donde, si elegían una vida pacífica, era improbable que Istar mandara a alguien en su persecución.
Waydol no tenía otras ataduras que su lealtad hacia sus hombres. Pirvan sospechaba que el Minotauro pretendía regresar a su tierra con su preciada carga de conocimientos sobre los usos de los humanos.
Sin duda, los esbirros del Príncipe de los Sacerdotes dirían que Pirvan debía detener a Waydol, incluso matarlo si era necesario. Y Pirvan, sin duda alguna, no levantaría ni un dedo para detener a Waydol y presentaría su acero desnudo a cualquiera que lo intentara.
Lo que más lamentaba el caballero de dejar embarcarse: Waydol rumbo al norte no era lo que pudiera contar a su: congéneres. Era perder la ocasión de conocer mejor al Minotauro. Waydol podía enseñar a los caballeros un par de cosas sobre el honor y los juramentos, y Pirvan quería aprenderlas.
—¿Y los que no deseen huir a Solamnia, sino renunciar a la vida de forajido? —Añadió Darin—. ¿Puedes hacer algo por ellos?
—No me cabe duda de que los caballeros responderían a cualquier solicitud que yo les mandara, si iniciaran una campaña militar —respondió Pirvan—. Pero creo que Aurinius tiene intención de forzar la batalla antes de que esto ocurra. Por eso instaría a todos los que deseen huir por tierra a que lo hagan antes de que nos encontremos sitiados. Si se escabullen silenciosamente de tu banda y reaparecen en algún otro lugar como hombres honrados, dudo de que nadie los moleste. Lo único que hay que evitar como al deshonor es que alguien se convierta en jefe de una banda de forajidos en tu lugar. Entonces los istarianos asolarán esta tierra hasta que sólo queden ruinas, y su flota y su ejército caerán sobre Karthay hasta que a la ciudad se le agote la paciencia.
Estas palabras salieron de la boca de Pirvan antes de caer en la cuenta de que, para un minotauro, el hecho de que Karthay e Istar se desgastaran mutuamente en una guerra insensata podía ser una perspectiva deseable. Pero no temía que Waydol pensara en esos términos.
«Waydol cree en la superioridad de los minotauros, como codos los de su raza. Pero cree que deben demostrarla venciendo de un modo honorable».
—Tendré unas palabras con cualquier hombrecillo ambicioso que lo intente —dijo Waydol—. Darin, ¿estás bien como para zarpar con el Ala de Gaviota en busca de Jemar el Blanco?
—Me siento bien, Waydol.
—¿Ha dicho Sirbones que estás bien?
—Todavía no.
—Entonces te quedarás en tierra hasta que lo diga —concluyó Waydol. Ya no se podía seguir discutiendo con el, salvo con un hacha de guerra.
—Jemar puede encontrarnos sin que Darin tenga que viajar —dijo Pirvan—. Además, hay señales que él reconocerá. Si podéis encender hogueras de señalización en el promontorio que se levanta sobre la ensenada, serán visibles a gran distancia desde el mar.
—No sólo para Jemar, sino también para los istarianos —intervino Darin.
—Creo que la ubicación de nuestra fortaleza ya no es un gran secreto —dijo Waydol—. Ahora debemos ayudar a nuestros amigos en la carrera por ella contra nuestros enemigos.
Aurinius despertó con la confusión de innumerables gritos y carreras en el techo. Ésta parecía ser la forma habitual de caminar a bordo del Dama Alada y, de hecho, de cualquier otro barco. Por fortuna, tenía el sueño pesado; su buena digestión le confería más que cierta rotundidad de cintura.
Las carreras cesaron, pero los gritos continuaron. Aurinius empezó a captar algunas palabras. Al parecer, habían avistado un barco sin identificación.
Decidió vestirse y salir a cubierta, a ver cómo afrontaba la situación el capitán. Era el primer avistamiento de esta naturaleza desde que él estaba a bordo; todos los demás habían sido simples navíos mercantes de una u otra nacionalidad. Todos menos uno, una embarcación de vela de poco calado que se había internado en un banco de niebla a una velocidad que sugería que su tripulación no deseaba ser identificada.
Aurinius se entretuvo menos que de costumbre en vestirse. Por orgulloso que estuviera de su fino atuendo, aún lo estaba más de su dignidad… y vestirse a bordo de un buque de guerra como si tuviera que acudir a una audiencia con el Príncipe de los Sacerdotes era una manera segura de ser el hazmerreír del barco.
Ataviado con una túnica larga de lana y unas calzas de lino, Aurinius salió a cubierta.
—¡Ah de cubierta! ¡Galera ligera a la vista, navegando a toda vela! No han izado ninguna bandera, que yo vea, pero se dirige hacia nosotros —gritó el vigía desde la cofa mayor.
Aurinius miró al capitán, pero éste se encogió de hombros.
—No falta ninguno de nuestros exploradores. Podía ser un barco mensajero, aunque si viene del oeste es probable que sea de Solamnia. No tiene capacidad para demasiados hombres, así que no espero que sean los caballeros, que se unen a nosotros.
—Es lo que yo pienso —dijo Aurinius.
El siguiente aviso de la cofa sorprendió a todos.
—Se han detenido y están izando la bandera de tregua. Aún no veo sus colores, pero hay algo pintado en la vela del trinquete.
—Nada hostil, eso seguro —dijo el capitán—. De lo contrario iría a toda velocidad. —Alzó su bocina y gritó a los de proa—: Poneos el casco. Quiero acercarme a hablar con esa galera. Y ordenad a los hombres que ocupen sus puestos.
—Ordenad lo mismo al resto de la flota —dijo Aurinius.
—Disculpadme, mi señor —dijo el capitán—, pero no hay señal para eso. Si el Dama Alada no puede encargarse solo de una galera ligera, podéis llevar vuestra bandera a otra parte con mi bendición.
—Ni se me ocurriría —dijo Aurinius, sonriendo—. Vuestro mascarón de proa es demasiado atractivo.
El capitán le devolvió la sonrisa. El mascarón de proa del buque insignia era una talla a mitad de tamaño de una mujer espléndidamente proporcionada, con un par de alas extendidas por toda indumentaria y cada pluma exquisitamente tallada y recubierta de pan de oro. Había muchas opiniones distintas respecto a qué diosa o heroína representaba el mascarón. La que prefería Aurinius era que se trataba de una semblanza de la amante del tallista.
—¡Ah de la cubierta! La galera ha virado hacia nosotros y la vela del trinquete se ha hinchado. Apenas distingo… ¡Qué Habbakuk nos asista! —gritó el vigía antes de que los hombres hubieran ocupado sus puestos de combate.
—¿Qué ves? —Gritó el capitán—. ¡Responde, o Habbakuk no te salvará de mí!
—¡Hay una cabeza de minotauro pintada en la vela, capitán! ¡Una enorme cabeza de minotauro roja!
—¿Hay minotauros a bordo?
—No puedo… No, un momento. Veo a los ocupantes de la cubierta. A mí me parecen todos humanos.
Aurinius hizo chasquear los dedos y uno de sus sirvientes se adelantó.
—Mi armadura de campaña y mi espada, por favor.
—Sí, mi señor.
Se volvió hacia el capitán.
—Estábamos buscando a Waydol. Ahora diría que él también nos buscaba a nosotros.
Desde que habían zarpado, tres días antes, Darin se preguntaba cuál sería su destino, si se encontraba con los istarianos antes que con Jemar. No esperaba tropezarse con toda la flota, ni con el viento soplando de un modo que al Ala de Gaviota le resultara imposible huir.
Sin embargo, como también había reconocido la bandera de Aurinius, decidió que el honor no requería una lucha a muerte. Ordenó que izaran la bandera de tregua y pensó en lo que le diría a Aurinius si había que hacer honor a esa bandera.
No esperaba que el propio buque insignia istariano se acercara al Ala de Gaviota, imponiéndose sobre la galera como un caballo de tiro sobre un pony. Tampoco esperaba el grito que sonó en la cubierta del gran barco.
—¡Ah de la galera de Waydol! Si hay alguien a bordo que pueda para hablar en nombre del Minotauro, Gildas Aurinius se complacería en invitarlo a bordo del Dama Alada.
—Recordad mis palabras —masculló el oficial de cubierta—. Será para colgarlo, y por el cuello, no para agasajarlo.
—Así sabremos que los istarianos no tienen honor sin perder a ninguno de los nuestros —dijo Darin.
—Pero perderemos… —empezó a protestar el oficial.
—Ya estamos perdiendo el tiempo, y pronto perderé la paciencia —lo atajó Darin. Su voz no retumbaba como la de Waydol, pero consiguió ser igual de convincente.
—A la orden, Heredero —dijo el oficial.
Darin se trasladó al Dama Alada en un bote enviado desde el buque insignia, otra cortesía inesperada. Llegó con tanta rapidez que el joven apenas tuvo tiempo de cambiarse la camisa que llevaba desde el día en que zarparon y dar una rápida pasada a sus botas con un tosco paño.
Después saltó al bote, consciente de que muchos de sus hombres estaban pendientes de él. Darin se preguntó si debía pedir a los dioses que le impidieran decir alguna estupidez.
Tuvo pocas ocasiones de decir nada durante un buen rato, mientras lo conducían cortés pero apresuradamente a bordo y luego a la cubierta inferior, casi como si tuvieran que ocultarlo de los ojos de alguien de la flota. Si ése era el caso, ¿los ojos de quién?
Olvidó pronto esa preocupación, cuando fue introducido en el camarote de Aurinius. Al ser presentado al hombre al que había hecho esfuerzos por avergonzar y que tenía poder de vida y muerte sobre él, supo que necesitaba hacer algo más que evitar decir alguna estupidez. En realidad necesitaba la elocuencia de un sacerdote erudito.
—Confío en que mi yelmo esté bien cuidado —dijo Aurinius. No hizo el menor ademán de levantarse.
Darin mantuvo el rostro y la voz inexpresivos.
—Se lo confié al propio Waydol. Sabe honrar los trofeos de los enemigos dignos.
—Entonces quizá pueda devolverle la cortesía, con el tiempo —dijo Aurinius—. Si se lo hubieras dejado a aquel kender…
—Insafor Pitaltrote es un camarada de muchas batallas, leal y de confianza —dijo Darin.
—Eso no lo dudo. Pero los kenders no son los más indicados para cuidar de las propiedades valiosas ajenas.
Ahora Aurinius se levantó. Seguía sin dar su mano a estrechar y sin salir de detrás de su escritorio, y mucho menos invitar a Darin a que se sentara.
—Creo que ambos buscamos a Jemar el Blanco. ¿No es así?
Mentir sería inútil, o algo peor.
—Sí.
Aurinius entrelazó los dedos de ambas manos a su espalda.
—Bueno, Heredero del Minotauro. Podemos echar a pique tu barco y acoger a tus hombres a bordo como invitados para continuar la búsqueda de Jemar, o podemos navegar juntos. La decisión es tuya. Lo que te devolverá tu barco y la libertad de tus hombres es una respuesta. ¿Para qué buscas a Jemar?
—Ninguno que pueda perjudicar a Istar ni ofender a los dioses.
—Se diría que crees saberlo todo acerca de las intrigas de Istar y también la voluntad de los dioses. Eso te hace más sabio de lo que sugieren tus años. Por eso es más increíble.
Aurinius palmeó con ambas manos sobre el escritorio, y los tinteros y las plumas brincaron.
—¡No me tomes por estúpido! No tengo razones para confiar en ti y sí todo el derecho y el poder de quedarme con tu cabeza y la de todos tus hombres.
—Ya las tenéis —dijo Darin, para luego tragar saliva—. Pero también tenéis conocimiento y creo que sentido del honor para no hacerlo.
»Lord Aurinius —prosiguió Darin antes de que éste pudiera replicar—, en adelante tratémonos honorablemente el uno al otro. Que cada uno diga por qué busca a Jemar, bajo juramento de decir la verdad. Si lo hacemos así, y vos no pretendéis hacer daño a Jemar, navegaremos juntos. De lo contrario, tendréis que pagar con sangre por el Ala de Gaviota y cada hombre que va a bordo. Y no estéis tan seguro de que vuestra propia sangre, general, no forme parte del precio.
Darin no esperaba que la amenaza provocara en Aurinius miedo o violencia, pero tampoco lo que sucedió, que fue un ataque de risa.
—Si eres el resultado de la educación de un minotauro, quizá deberíamos contratar minotauros para enseñar a otros jóvenes de Istar. Tienes una cabeza adulta sobre unos hombros jóvenes, algo muy raro últimamente y que promete ser cada vez más raro.
Aurinius sacó un escabel de detrás del escritorio.
—Siéntate, Darin, y dime si Jemar tiene intención de ayudar a Waydol de algún modo que pueda perjudicar a Istar.
—No. Waydol ha prestado juramento a sir Pirvan de Tiradot, Caballero de la Corona, por derecho de victoria de sir Pirvan en un juicio por combate.
—¿Un humano ha derrotado a un minotauro?
Darin se ruborizó.
—Dos humanos derrotaron a un minotauro y… a otro humano.
Aurinius era demasiado educado para preguntar lo evidente.
—¿De modo que Waydol quiere retirarse de territorio istariano, al menos el que ahora controla, y dejar de alterar la paz? ¿Y lo hará a bordo de las naves de Jemar?
—Los dioses mediante, sí. Quizá vos tengáis algo que decir al respecto.
Aurinius tenía mucho que decir respecto a lo que él y los marineros y soldados de Istar podían hacer. Pero al final, Darin intuyó que podía confiar en que el istariano no haría ningún movimiento hostil contra Jemar, en tanto el bárbaro del mar se llevara a Waydol y los forajidos y no intentara ninguna otra cosa.
¿Pero cómo prevenirse de la traición, si Aurinius no era el amo absoluto de su propia casa? Darin era consciente de que, de hecho, navegando con la flota istariana sería el primero en conocer una posible traición. Entonces tendría que apostar por la oscuridad o el mal tiempo para escabullirse, así como por la fiabilidad de su nave y de su tripulación, e incluso así esperar contar además con el favor de los dioses.
Pero le acababan de dar como regalo lo que ahora comprendía que debía haber buscado con avidez. Tal vez los dioses ya estaban de su parte.
El apretón de manos entre el general istariano y el Heredero del Minotauro fue el de dos hombres que saben que se han salido con la suya en una negociación honrada.
Sir Niebar contempló a los cuatro hombres de armas que tenía ante él y la puerta que había a sus espaldas.
—Os pido que nos acompañéis, a mí y otros dos caballeros, por un asunto de gran interés para los Caballeros de Solamnia y para la paz de los reinos. Si alguno de vosotros considera que no puede prometer obedecerme como obedecería a sir Pirvan, puede marcharse ahora. No perderéis nada por ello.
Los cuatro hombres le devolvieron la mirada sin pestañear. Sin duda, lo consideraban mucho más misterioso que él a ellos. Ninguno, sin embargo, miró hacia la puerta.
—Muy bien. Este asunto no sólo preocupa a los caballeros, sino que para sir Pirvan se trata de algo personal. El asunto es el cautiverio ilegal de un kender.
Relató brevemente las averiguaciones de Pirvan en la posada El Ogro Encadenado antes de continuar:
—Desde que sir Pirvan embarcó para proseguir su viaje, hemos averiguado muchas cosas sobre esa posada. Puede ser un centro donde se practican determinados… ritos, sin el conocimiento o la bendición del Príncipe de los Sacerdotes.
El entrenamiento de los Siervos del Silencio sólo era un rito en parte, y sir Niebar y sir Marod dudaban seriamente de que se llevara a cabo sin la bendición del Príncipe de los Sacerdotes. Pero pedir a estos hombres que lo siguieran a una guerra declarada contra el Príncipe de los Sacerdotes era pedir demasiado. Por añadidura, si alegaban ignorancia del verdadero propósito de la expedición, las posibles represalias caerían sólo sobre sir Niebar.
«Más allá de la pérdida del honor, pasando por mentir a estos hombres buenos».
—Así… ¿el kender es un testigo? —preguntó uno de los hombres.
—De eso y de otras cosas.
—¿Contra humanos, kenders o qué?
Niebar contuvo su lengua y su mal humor.
—¿Importa eso?
—Veréis, sir Niebar, a mi modo de ver, nuestro deber es echar una mano para apoyar a las otras razas. No me entusiasma ninguna de las viejas razas, pero creo que intentan embaucarnos, no diré el Príncipe de los Sacerdotes pero quizá alguien cercano a él. Si dejamos que la gente adquiera malas costumbres con los kenders, cuando queramos darnos cuenta estarán haciéndoselo unos a otros.
—Eso —dijo otro hombre—. Yo haría esto por cualquiera, menos por un enano gully.
«Que no es probable que necesite nuestra ayuda», reflexionó Niebar. Lo que les faltaba de mollera a los enanos gully lo compensaban con siglos de experiencia en ocultarse, de modo que los posibles perseguidores a menudo abandonaban incluso los intentos de encontrarlos.
Los kenders, por otra parte, eran casi tan difíciles de pasar por alto como las Torres de la Alta Hechicería.
La oscuridad cubrió el mar como una enorme tapadera de cazuela. Tarothin se hallaba en el centro de la cubierta del Orgullo de las Montañas, calculando la distancia que los separaba del barco con la cabeza de minotauro en la vela del trinquete.
Lo único que veía ahora de él era el farol de popa. Las tinieblas habían engullido hacía mucho rato la cabeza de minotauro y todo lo demás de a bordo, incluyendo al joven gigante, alto como un minotauro, que paseaba por el puente.
El Minotauro había enviado a su heredero al mar, probablemente en busca de Jemar más que de lo que había encontrado. El heredero había sobrevivido incluso a esta inesperada reunión, gracias al favor de los dioses y muy probablemente a la ignorancia de los sacerdotes de Zeboim.
Tarothin había utilizado el trance de detectar conjuros con moderación desde la primera vez, pero no en los últimos días. Los sacerdotes de Zeboim parecían tranquilos, por el momento, y el mago habría dado diez años de su vida por conocer la razón.
¿Creían que ya habían obtenido la victoria, sin ninguna necesidad de esforzarse? ¿O estaban ahorrando fuerzas para librar las batallas desesperadas que preveían?
Eso, naturalmente, dependía de cómo definieran la victoria… y Tarothin no se atrevería a jugar a las adivinanzas en este tema. Los sacerdotes de Zeboim eran los más reservados de todos, y unos enviados por mar con todas las restricciones anuladas por orden del Príncipe de los Sacerdotes probablemente desafiarían la comprensión humana normal e incluso la de los magos.
Sin embargo, si Tarothin no podía comprenderlos, al menos podía transmitir un aviso. El mago Túnica Roja repasó mentalmente el cálculo que había efectuado sobre la distancia hasta el barco de Waydol. No era un nadador consumado, pues había aprendido a nadar a una edad tardía de la vida, pero ya no era como cuando se embarcó en el Copa de Oro en el viaje al golfo del Cráter, un hombre que se habría hundido como una piedra si hubiera caído por la borda.
Además, el agua estaba más caliente que más al sur, el viento era suave y la oscuridad ideal para ocultar su fuga. Si lograba abandonar el barco sin chapoteos que dieran la alarma y atrajeran botes empeñados en encontrarlo…
Botes. Como muchas naves de la flota, el Orgullo de las Montañas llevaba a remolque un par de barcazas aptas para la navegación marina, a vela o a remo, y capaces de transportar pesados cargamentos de soldados o provisiones. Los cables de sirga partían del centro del barco. Si podía descender por uno de ellos sin ser visto, y después deslizarse silenciosamente de la barcaza al agua…
Tarothin comprendió que era una de esas decisiones que deben traducirse en actos antes de que pensar en ello consuma el valor necesario para intentarlo siquiera. Llevaba consigo su bastón y una bolsa de hierbas para ciertos conjuros cerrada herméticamente de la que nunca se separaba, ni siquiera cuando se bañaba.
Nunca estaría más preparado que entonces para partir. Se negó a pensar en perderse, en tropezarse con peces hambrientos, en permanecer tanto tiempo en el agua que el frío lo debilitara.
En su lugar, esperó hasta que nadie miraba hacia babor. Se encaramó a la borda, rodeó el cable de sirrga con los brazos y las piernas y empezó a deslizarse torpemente hacia la barcaza.