—Esto va más allá de la estupidez —dijo Rubina—. Es una locura.
Birak Epron no dijo nada, pero se puso en pie y salió de la habitación baja y ennegrecida por el humo, en la granja abandonada que serviría de refugio a Pirvan y sus compañeros hasta después del juicio por combate, dentro de dos días. Por su expresión deseaba dar un portazo, y sería un milagro que la puerta sobreviviera, pero la cerró con suavidad. Al cabo de un momento, sus pasos sobre la grava se diluyeron en la brumosa penumbra.
—Me pregunto qué opinará Birak de esto —dijo Rubina, hablando más para las paredes de piedra y la mohosa paja del suelo que para Pirvan y Haimya.
—Cree que hemos jurado hacerlo y, por tanto, debemos hacerlo o ser castigados por perjuros, y nada de lo que él o yo digamos merece el aliento que gastaríamos en exponerlo —respondió Haimya con convicción. Pirvan intuyó que la firmeza de su voz era fingida, pero que deseaba evitar más discusiones con nadie.
—Además, creo que quiere estar seguro de que sólo puedan oírlo hombres de confianza —añadió Pirvan—. Todo este incidente se ha producido por una mentira propagada por algún necio traicionero y creída por otro con más ambición que sentido común. Sólo los dioses se interpondrán entre nosotros y la catástrofe si vuelve a ocurrir.
—¿No es siempre así como se suceden las cosas? —preguntó Rubina.
Pirvan tenía la boca seca por el cansancio, la lucha y la inquietud. Vertió agua de la jarra en su copa de madera y la bebió. Los hombres del exterior no pasarían frío ni hambre aquella noche, gracias a la leña y el pescado salado enviado desde el campamento de Waydol, pero sólo tenían agua para beber. Al menos era potable; ninguno de los bandos en la reciente lucha había caído tan bajo como para envenenar los pozos.
—No —dijo Pirvan cuando se hubo aclarado la garganta—. Habéis oído a Waydol decir lo que el vencedor puede pedir al vencido. ¿Suena eso a que el combate sea a muerte?
—Tal vez. Pero ese gigantón, Darin, parecía dudar. Negadlo, si podéis.
—¿Era duda o sorpresa? —Intervino Haimya—. Creo que Waydol ha puesto en marcha un plan secreto incluso para su heredero. Espero que eso no signifique una ruptura entre ellos.
—Yo creía que rezaríamos y ofreceríamos sacrificios por una ruptura entre ellos —dijo Rubina—. En ese caso, las escasas posibilidades de vencer o vivir que tenéis serían mayores.
—Lo dudo —dijo Pirvan—. Tampoco saldría gratis. Una ruptura entre Waydol y su heredero dividiría el campamento en más facciones. Tarde o temprano llegarían a las manos, provocando el caos.
—Ahora no hablo como hechicera Túnica Negra —dijo Rubina—, sino sólo como vuestra amiga. ¿No serviría el caos a nuestra causa, en este caso, tanto para escapar como para reducir el poder de Waydol?
—No de una manera honorable —respondió Pirvan, y prosiguió pese a la mueca de Rubina, como si la palabra «honorable» despidiera un olor apestoso—. Además, ¿qué hay de nuestros hombres? Aunque escapáramos, se quedarían atrapados en el caos y al final lucharían unos contra otros. Me cortaré el cuello antes de mandar deliberadamente a un destino semejante a unos hombres que me han jurado lealtad.
—Si Waydol y Darin no os ahorran el problema —observó Rubina.
Pirvan no pudo evitar admirar la perseverancia de la dama, tan evidente como su belleza. No obstante, tenía sus dudas sobre la utilización que ella hacía de ambas cosas.
Tras una suave llamada, la puerta se abrió basculando sobre su única bisagra.
—Soy yo —dijo la voz de Epron.
Entró sin esperar respuesta, pataleando para sacudirse el barro de las botas. Rubina le dirigió una mirada de reproche por haberla dejado sola.
—¿Puedes decir algo a nuestros amigos que los salve? —Para hacerle justicia, el tono implorante de su voz parecía real.
—He hablado con el responsable de los carros que trajeron la comida —dijo Epron, como si estuviera pasando el parte a su capitán—. Dice que no tienen vino ni cerveza de sobra, por ahora. Menos mal, porque nuestros hombres llevan demasiado tiempo con el estómago vacío y no aguantarían la bebida. Mañana vendrá un armero a reparar las armas que lo necesiten. Dice que es probable, aunque no seguro, que, al margen del resultado del juicio, todos los que se alisten al servicio de Waydol reciban armas de su arsenal.
Esto decía mucho sobre las reservas de Waydol… y sugería que era capaz de comprar, no sólo robar, armas de los pueblos y ciudades amistosos del territorio que rodeaba su fortaleza. Además convenció más que nunca a Pirvan de que Waydol era un minotauro hasta la médula; aunque se hubiera inventado su propio concepto del honor, en adelante se atendría a él hasta la muerte.
—Mantén ocupados a los hombres y no permitas que vaguen por el campamento —dijo Pirvan—. Hablaré con ellos por la mañana, para elogiar su disciplina y su valor en el día de hoy.
—Dudo que sean muchos los que están dispuestos a recorrer todo el camino hasta la costa por mera curiosidad, para ver si los matarán en cuanto los vean o no —dijo Epron, con la primera sonrisa que Pirvan veía en su rostro desde hacía días—. Pero vos pensáis con claridad. Pronto no podré enseñaros nada sobre mandar soldados en campaña.
—Sí, ¿y de qué le servirá este aprendizaje en el juicio? —le espetó Rubina. Parecía al borde de las lágrimas—. No propongo utilizar magia seria, pero al menos un ligero toque en las articulaciones.
—¡Está prohibido! —gritó Haimya.
—¡Va en ello mi honor! —añadió Pirvan.
En el silencio lleno de ecos, Birak Epron intervino hablando con la calma de un padre comentando cuántos cerdos debería sacrificar antes de la llegada del invierno.
—Mi señora, estoy seguro de que estas buenas personas os han contado que no pueden hacer otra cosa que luchar con Waydol y su heredero. Dicen la verdad. Ahora diré más de lo que pueden decir ellos: por lo que hemos compartido, por el honor que considero que tenéis, por… por lo que quiera que podamos decir que hay entre nosotros, no toleraré que os deshonréis como proponéis. Por todos los dioses que juzgan el honor y obligan a cumplir los juramentos, os mataré con mis propias manos, a menos que os comprometáis a manteneros al margen del juicio.
Si Birak Epron se hubiera transformado en un minotauro, el silencio no habría sido mayor. Duró hasta que Pirvan se echó a reír.
—¿Qué os divierte tanto? —preguntó Epron con la mayor naturalidad. Se sentó al lado de Rubina, que no se resistió cuando le pasó el brazo por los hombros.
—Pensaba en que si te transformaras en un minotauro, probablemente quebrarías una de las vigas del techo y derribarías toda la casa sobre nuestras…
Se interrumpió porque Rubina había empezado a llorar. No hizo falta una orden o una dura mirada de Birak Epron para que Pirvan y Haimya se levantaran y salieran juntos a la noche.
Gildas Aurinius subió la bamboleante escala desde la barca de pesca hasta la cubierta de su buque insignia, el Dama Alada, con tanta dignidad como cualquiera. Estaba en forma y ágil bajo las capas de fina tela y buena vida, y nunca en toda su vida se había mareado.
Los capitanes que lo acompañaban en la travesía fueron menos afortunados. Ninguno de ellos cayó al mar, pero dos tuvieron que ser izados a bordo en una red. Otro, que había conseguido sobrevivir hasta entonces, se arrodilló en el imbornal y vomitó.
—Hay un mago a bordo del Orgullo de las Montañas karthayano que prepara pociones contra el mareo eficaces —dijo el capitán—. ¿Ordeno que lo traigan?
—¿Dónde está ese barco karthayano?
El capitán señaló. En el horizonte más remoto, su silueta recortada contra la puesta de sol, Aurinius distinguió un velero de tres palos con la vela del trinquete amarilla que normalmente usaban los karthayanos.
—Gracias, pero creo que podemos dejar en paz al mago.
Aurinius dio esa respuesta con renuencia, pero sabiendo que era la correcta. Que el mago subiera a bordo quizá permitiría una conversación en privado, durante la cual Aurinius podría interrogarlo acerca de los sacerdotes de Zeboim y otros asuntos similares.
El mago también podía ahogarse por el camino, o marearse tanto como los que venía a curar, o llegar de tan mal humor que respondería despacio incluso a las preguntas que le formulara un dios. Además, quizás estaba aliado con los servidores de Zeboim.
Aurinius no apreciaba las situaciones en las que no podía forzar al enemigo a luchar, presionándole para desequilibrarlo y obligándole a reaccionar a los movimientos del otro. Sin embargo, tenía la paciencia necesaria para soportar la espera cuando era necesario, y había ganado varias batallas y al menos una campaña de este modo.
Tampoco había muchas opciones, con paciencia o sin ella, si uno no sabía a cuántos enemigos se enfrentaba o dónde estaba la mitad de ellos.
Darin se sacudió las migas de pan duro de su regazo. Los ratones que vivían tras las paredes salieron enseguida a la carrera y empezaron a comer. Waydol sonrió y vació su plato para sus pequeños inquilinos peludos.
—¿Hay algo que no hayamos resuelto a tu entera satisfacción? —preguntó el Minotauro.
Darin deseó poder decir que no, pero no era el momento de contarle a Waydol una mentira.
—Sí. ¿Y si ganamos?
—Si se rinden…
—No. Me refiero a si mueren.
—Creo que podemos arreglárnoslas para no matarlos sin correr un gran riesgo de perder la pelea. Ciertamente, si uno cae herido, el otro probablemente se rendirá para salvarle la vida.
Darin pensó en preguntar si él y Waydol seguirían la misma regla, como era su deseo. Pero eso sería acercarse demasiado al borde de un deshonor que un minotauro nunca podía aceptar.
—Pero ¿y si ocurre lo peor?
—Si ocurre lo peor, habremos matado a un Caballero de Solamnia. Yo aceptaré el juramento de paz de ese capitán mercenario, Birak Epron, para zanjar la cuestión de los hombres. Después no existirá ningún peligro para nosotros, aunque no pasen a engrosar nuestras filas. Mientras tanto, los Caballeros de Solamnia iniciarán una campaña militar para vengar a uno de los suyos. Acabarán la guerra mucho más deprisa que esos istarianos, que parecen dispuestos a intentar la manera más barata de hacer la guerra en lugar de la mejor. Además, los caballeros son disciplinados y están bien pertrechados, no saquearán el territorio ni maltratarán a los aldeanos, y tratarán con honor a los prisioneros que capturen. A ellos puedes rendirles la banda con alguna confianza en que al menos no ejecutarán a los hombres. Si hay peligro de que los caballeros quieran tu cabeza, puedes acompañarme en la barca rumbo al norte, aunque yo confiaría más en los caballeros que en mi propia raza si pudiera elegir.
—Ya veo.
Por lo menos eso creía Darin. La idea de preparar una batalla de modo que la derrota pudiera convertirse en victoria o a la inversa, y con igual facilidad, habría sido difícil de entender viniendo de un capitán humano. Procedente de un minotauro, aunque fuera Waydol, al principio había que obligarse a creer que ni el Minotauro ni él mismo se habían vuelto locos.
—Hay algo que no has visto —continuó Waydol. Su voz era más áspera ahora—. Como no viste el plan de traicionar a Pedoon.
—No puedo estar en todas partes, y espiar a los hombres… ¿Puedo tener honor y a la vez confiar en hombres que no lo tienen, aunque los necesite?
—Un dilema, sin duda —dijo Waydol con irritante impasibilidad.
—Y no es de los fáciles de resolver, cuando tengo tanto que hacer —le espetó Darin.
—Sé que hay cinco veces más trabajo para un comandante que antes, y que tú haces nueve décimas partes del total —dijo Waydol en actitud tranquilizadora—. Pero eso significa que debes dedicar parte de tu tiempo a entrenar a nuevos subalternos. Kindro y Fertig Templador no serán suficientes, si piensas dirigir a los hombres cuando yo me haya ido.
—Los buscaré después de la batalla. Pero ¿qué era lo otro que no he visto? —Darin estaba al borde de la ira contra Waydol como no lo había estado desde hacía años y supo que el cansancio sólo era parte del motivo.
—Perdóname. Creo que no lo has visto porque no estabas en el lugar adecuado. Yo pude ver con más claridad cómo luchaban Pirvan y Haimya. Era como si una sola mente controlara cuatro brazos y cuatro piernas. Tú y yo hemos luchado formando pareja en unos cuantos ejercicios de entrenamiento, pero nunca en una contienda real. Apostaría a que el caballero y su dama han luchado juntos para salvar la vida más veces de las que nosotros nos hemos entrenado. Pero sólo venceremos de una manera honorable y que no implique su muerte.
—¡Tal como lo expones, podían incluso ganar! —exclamó Darin.
—Sí —fue la única respuesta de Waydol.
La pluma de sir Marod dejó una pequeña mancha sobre el pergamino cuando acababa de escribir la carta. Pero la arena la secó junto con el resto de la tinta y el caballero pudo releer la misiva con satisfacción.
Alcázar de Dargaard,
de Holmswelt
Sir Niebar:
Por la presente se os instruye y ordena que toméis a tres caballeros de confianza e investiguéis el asunto de un kender llamado Gesuso Saltatrampas, mantenido injustamente cautivo en la posada El Ogro Encadenado, justo al oeste de la ciudad de Bisel.
Si creéis que necesitaréis más hombres, podéis reclutar hombres de armas de la hacienda Tiradot. No os comunicaréis con la comunidad kender local hasta que hayáis liberado a Saltatrampas y discutido las circunstancias de su cautiverio con el posadero de El Ogro Encadenado.
Sé que éste es el tipo de trabajo que suele dejarse a sir Pirvan. Empero, él tiene otras tareas que lo ocupan y que no puede dejar. No obstante, ordeno esta acción basándome en sus cartas, por lo que podéis contar con que la información es fiable.
Por el Código y la Medida
Marod de Ellersford, Caballero de la Rosa
El anciano caballero plegó y selló la carta; después llamó a un mensajero para que la llevara, y también a un sirviente para que se llevara los restos de su cena. Últimamente comía sólo en sus habitaciones más a menudo de lo que debería y menos de lo que incluso su cuerpo envejecido necesitaba.
Pero, ¡ay!, había demasiado que hacer, demasiado poco tiempo para hacerlo y ahora sin ninguna noticia de Pirvan en tantos días, había que prepararse para la posibilidad de que hubiera muerto. Los informes situaban a Jemar el Blanco en el mar y bien, pero él tenía escaso poder para influir en nada de lo que sucediera en tierra.
Marod decidió velar sus armas aquella noche. De todos modos descansaría mal. Mantenerse toda una noche en vela al mes era un requisito para los Caballeros de la Rosa, y quizás incluso sosegaría su mente, de acuerdo con el Código.
En todas direcciones menos una, la oscuridad que rodeaba la granja era tan absoluta que Pirvan y Haimya parecían haberse metido en un grueso saco de terciopelo negro.
En la dirección del campamento de sus soldados, las hogueras de la guardia seguían encendidas, aunque las de cocinar eran ascuas moribundas. A la luz de primeras, Pirvan distinguía a los centinelas, el que menos armado, con lanza y casco, haciendo la ronda. Otros, lo sabía, estaban apostados en las sombras para sorprender a cualquiera que se deslizara furtivamente entre los centinelas visibles.
Sus hombres estaban bien entrenados y preparados para cualquier resultado del juicio. Si su discurso de mañana para ellos estaba destinado a ser una despedida…
Tragó saliva. Eso significaba despedirse también de Haimya, y tendría que recurrir a toda la disciplina mental que había aprendido para evitar que ese pensamiento lo acobardara ante sus soldados. Ellos comprenderían; había oído sus elogios hacia la dama y camarada del caballero cuando creían que no los oía.
Pero aun así parecería pesimista, y necesitaba levantar más ánimos que el suyo al día siguiente.
Un brazo rodeando su cintura lo hizo brincar, pero reconoció el tacto antes de desenfundar su acero.
—Eres tan silenciosa que no te he oído llegar.
—Perdóname.
—No, perdóname tú a mí. Por favor, Haimya. Lo que dije cuando parecías dominada por tu miedo…
—Dijiste la verdad acerca de mi miedo a sacarle el mejor partido a mi lengua. Eso me avergüenza tanto como crees que tu respuesta te avergonzó a ti.
—Pero recuerda que volviste a ser tú misma antes de que empezara la lucha.
—Sí, y cuando el juicio acabe iré a sentarme con ese lanzador de boleadoras y ese kender y aprenderé cómo trabajan juntos. Nunca hubiera creído que un kender tuviera la disciplina necesaria para eso.
—Waydol parece sacar de muchas personas lo que ni siquiera ellas sabían que tenían.
—Sí. Estaría bien si todos sobreviviéramos al juicio. Quiero saber más sobre Waydol. O bien es el minotauro más astuto jamás parido, o bien su raza puede constituir un enemigo aún más formidable de lo que creíamos.
—Ambas cosas pueden ser ciertas. Pero ya pensaremos mañana en cómo luchar por una victoria incruenta. Esta noche es nuestra.
Haimya tensó el brazo y apoyó la cabeza en el hombro de Pirvan.
—¿Nuestra?
—La casa tiene tres habitaciones ocupables, amor mío. Birak Epron y Rubina se han dormido por fin, alabados sean los dioses, en una del fondo de la casa. En la más próxima he dejado mantas y pieles. Las cambié por una daga a uno de los sargentos de Waydol. Podemos dormir en blando, al menos por esta noche.
Pirvan se volvió y dejó que Haimya lo condujera al interior de la casa, y cuando por fin se durmieron, las mantas y las pieles estaban realmente blandas.