La tormenta del norte afectó a más de uno de los que lucharon en lo que las crónicas posteriores consignaron como la Guerra de Waydol.
Aunque la tormenta no alcanzó la fuerza de una galerna completa, obligó a los barcos de Jemar y a la flota istariana a salir a mar abierto. «Las olas tienen un poco de compasión, pero las rocas ninguna», estaba en la mente de los hombres de ambas flotas.
Esto mantenía a Tarothin atareado a bordo del Orgullo de las Montañas, ya que el mareo volvía a extenderse como una plaga por el barco. Esta vez lo afrontó con una cocina prácticamente vacía y ni siquiera mucha agua que no estuviera verdosa y apestosa por el tiempo que llevaba en el barril.
No obstante, hizo cuanto pudo con agua caliente y unas cuantas especias, una mezcla que olía y sabía incluso peor que su primer intento. El horrendo sabor de la pócima era tan insoportable que muchos de los enfermos se obligaron a recuperarse para no tener que bebérsela, y al resto no le hizo daño.
El mar también se ensañó con Amalya, la doncella personal de Eskaia. Se desmoronó, gimiendo y con la cara verdosa, y Delia se encontró siendo doncella, comadrona y sanadora al mismo tiempo. Esto la mantuvo ocupada y fuera del camino de Jemar. Además, observando a Delia ocuparse de rozaduras de soga, tobillos dislocados y la ocasional muñeca rota o el típico corte en el cuello cabelludo, Eskaia tuvo más conciencia del poder del mar y más resignada a quedarse en su camarote.
Aurinius había decidido que nada garantizaba el uso correcto de la flota, para la paz o para la guerra, salvo su mando personal sobre ella. Por ello se dirigió al norte a caballo con la misma celeridad que el mensajero en su viaje al sur, hasta una destartalada aldea de pescadores que no figuraba en ningún mapa y con un nombre que no supo deletrear ni pronunciar.
Sin embargo, en lugar de un barco que lo condujera hasta la flota, encontró un vendaval que mantenía a todo el mundo en puerto o dirigiéndose a mar abierto. Se quedó varios días varado por el mal tiempo en una cabaña de pescadores, temiendo las consecuencias del retraso, sabiendo que era inútil preocuparse y sospechando que su mal humor era una dura prueba para los de su entorno.
Tierra adentro, los soldados de Pirvan y los forajidos de Pedoon marchaban hacia el norte, por senderos fangosos y campos que en ocasiones parecían ciénagas. No tuvieron que hacer frente a más riadas mortíferas, pero los ríos desbordados y los puentes arrasados por las aguas entorpecían su marcha tanto como el fango. El mal tiempo también deterioró su ropa y su calzado, y hacía tan duras las largas marchas con el estómago vacío que empezaron a desertar incluso soldados, y varios de los hombres de Pedoon simplemente se desmayaron y fueron abandonados para que los alcanzaran como pudieran.
Al menos, Pirvan y Birak Epron mantuvieron unidos a sus hombres. Además, en cada parada para hacer noche se oía el ruido de las navajas tallando madera. Las ramas rectas y los plantones se convertían en pértigas, lanzas o picas, dependiendo de su longitud y de los gustos del tallista. Unos pocos incluso fabricaron toscos arcos, con cuerdas de tendón de ciervo.
Una afortunada parada en una herrería aislada les deportó un hallazgo inesperado, en forma de virutas de metal que podían convertirse en puntas de lanza e incluso algunas palas de hacha. Cuando Pirvan hubo gastado casi toda la plata de los caballeros, sus hombres estaban preparados para enfrentarse al menos a una traición por parte de la banda de Pedoon, cuando no algo peor.
El mal tiempo también cegó los ojos curiosos u hostiles, además de mantener a sus propietarios encerrados en casa o a cubierto. Ninguno podía aprovecharse de la escasez de armamento de los hombres de Pirvan, porque pocos podían verla. Había días en que la niebla, la lluvia y el viento transformaban el mundo en un lugar tan lóbrego que los hombres de Pirvan podían haber desfilado en ropa interior y armados con sólo varas de sauce, y aun así estar tan a salvo de ataques como un bebé en su cuna.
Nadie sabía qué tenían que ver los servidores de Zeboim con todo este mal tiempo, ni nadie habló de ello después.
Llegaron a la fortaleza y al campamento de Waydol el primer día en que cielo mostraba trazas de azul.
Pirvan supo que se acercaban a la costa por las aves marinas que volaban sobre ellos, con sus alas blancas recortándose fugazmente contra el gris y el azul del cielo. También sabía que se aproximaban a la fortaleza de Waydol, o al menos se internaban en una tierra asolada por la guerra, que ya llevaban recorriendo los últimos dos días.
Senderos ensanchados y apisonados por los pies de muchos hombres calzados con botas. Rastros de su paso, incluyendo ropa desechada, sobras de comida, letrinas, los lastimosos restos de esfuerzos por encender hogueras de campamento y, en dos ocasiones, cadáveres sin incinerar.
Pirvan detuvo las columnas por éstos, ante la insistencia de sus hombres, que formaron apresuradamente grupos para sepultarlos, e incluso Rubina murmuró unas palabras honorables ante las tumbas. La variopinta banda de Pedoon quizás habría dejado morir a sus enfermos, pero el grupo de Pirvan los llevaba a cuestas o les daba un entierro decente.
Además de los senderos, había granjas abandonadas, y en una de ellas encontraron un caballo medio muerto de hambre. Pirvan lo utilizó de montura, aunque primero se lo ofreció a Rubina.
—No sé montar a caballo —dijo ella—. Además, empecé este viaje de locos por mi propio pie y lo acabaré del mismo modo, o también puedes enterrarme a mí.
Pirvan prometió a Rubina un entierro decente, anotó mentalmente que no debían enterrarla cerca de ningún pozo de agua y montó en el caballo.
Con sólo un caballo que ni siquiera estaba entrenado para la guerra, no tenía sentido que Pirvan persiguiera a las patrullas montadas que salían de la penumbra más adelante, los observaban desde lejos y volvían a desvanecerse como si fueran espíritus. Pirvan lo dudaba, y no parecían istarianos; quizá Waydol había apostado vigías.
Al fin, hacia mediodía, una de las misteriosas patrullas no se detuvo fuera del alcance de los arcos, sino que cabalgó directamente hasta Pirvan. El jinete que iba en cabeza, un enano que parecía recostarse sobre su caballo más que montarlo, saludó educadamente a Pirvan con la mano.
—¿Quién sois?
—Pirvan Wayward y Pedoon, con hombres que buscan la buena voluntad de Waydol y su heredero.
El enano profirió un seco bufido.
—Ninguno de los dos ofrece buena voluntad sin obtener un buen servicio. ¿Habéis venido a prestarlo?
—Hemos venido a dar lo mejor de nosotros mismos —declaró Pedoon. El enano le devolvió una mirada agria y luego se encogió de hombros.
—De acuerdo. Formad en fila, si no lo habíais hecho, y seguidme.
Obedecer esta orden requirió un buen rato a los hombres de Pedoon, que tenían que reagrupar a los inevitables rezagados. Los hombres de Pirvan por lo menos estaban todos untos y de pie, aunque su pésima formación habría matado de apoplejía a un instructor de caballeros.
Al contemplar la columna de hombres en toda su longitud, a Pirvan se le levantó el ánimo. Las penurias compartidas y un mando sólido, en el que Pirvan creía poder atribuirse una modesta participación, habían convertido una colección de mercenarios en un cuerpo de guerreros enérgicos y audaces que mantenían la disciplina y el orden y se protegían unos a otros, al menos de la banda de Pedoon. Harían que Waydol pensara bien de sus superiores. Adecuadamente armados, además, serían muy difíciles de matar.
Por haberse olvidado de calzarse espuelas, Pirvan no tenía otra manera de azuzar al caballo que los talones y la voz. No tuvieron más efecto los unos que la otra, en el mejor de los casos; el caballo tenía los pulmones destrozados además de estar medio muerto de hambre.
La fortaleza de Waydol no era como Pirvan la había imaginado. Era un campamento rodeado por una empalizada de troncos, lo bastante grande para alojar a mil hombres, con terraplenes junto a las puertas, un foso alrededor de gran parte de la empalizada que daba a la orilla de un pequeño río, cabañas, tiendas de campaña, letrinas, cobertizos habilitados como cocinas y mucho más. Montones de leña, carros e incluso establos formaban otro círculo, éste sin foso y sólo con media empalizada.
Las ambiciones de Waydol parecían ir en aumento, al igual que sus fuerzas. Y la disciplina necesaria para conseguir que varias bandas de forajidos trabajaran tanto, aunque no tuvieran nada mejor que hacer, era considerable.
Pirvan de Tiradot había tenido un viaje de lo más atroz, pero ahora se enfrentaba a un adversario nada despreciable.
El enano, cuyo nombre era Fertig Templador, refrenó su montura y señaló hacia los bosques.
—Por ahí se va al verdadero corazón de la fortaleza de Waydol. Pero no entraréis en ella hasta que hayáis demostrado que sois de fiar.
Cómo iban a demostrarlo era una cuestión seria, pero que podía esperar. La comida era otra, y ésta no podía esperar.
—¿Y en cuanto al rancho? —Preguntó Pirvan—. Si mis hombres tienen que apretarse más el cinturón, quizá seria, mejor que nos lo comiéramos mientras aún queda algo de él.
—Tenemos pescado y gachas —dijo el enano, volviéndose para que todos los hombres lo oyeran—. Ahora queremos que os dividáis en grupos de cincuenta, que son los que caben en una cabaña. Seguro que tendréis que construiré las vuestras, pero…
—Venimos de muy lejos para que nos digan que aún tenemos que trabajar más —grito alguien de las filas de Pedoon. Entre los hombres de Pirvan se volvieron algunas cabezas, pero Haimya y Birak Epron recorrieron las columnas con la mirada encendida, desafiando a cualquiera a que abriera la boca.
—Como queráis —dijo el enano—. Todos los caminos van en dos direcciones. Si emprendéis el regreso ahora mismo, puede que estéis fuera del alcance de Istar mañana antes del alba.
Una gaviota profirió un agudo y áspero chillido por encima de Pirvan, ahogando el silbido de una flecha que de pronto apareció clavada en el ojo izquierdo de Pedoon.
—¡Allí, en el montón de leña! —gritó Haimya, desenvainando su espada y señalando. Cincuenta pares de ojos se volvieron en aquella dirección, para ver a un hombre alto saltar desde lo alto de la pila de leña, empuñando un arco.
—¡Esperad! —gritó Pirvan, coreado por Birak Epron. Sus hombres se contuvieron.
Pero Pedoon ya no volvería a dar órdenes, ni a oírlas. Ante la mirada de Pirvan, su ojo restante se tornó vidrioso y se quedó fijo, contemplando ciegamente el cielo. Sus dedos de afiladas uñas se convulsionaron brevemente, arañando el barro, y un último espasmo lo sacudió y se quedó inmóvil.
—¡Coged a ese cerdo! —aulló alguien de las filas de los forajidos. Esta vez fueron cincuenta voces las que corearon el grito… y al punto la banda de Pedoon cargaba contra el hombre que corría hacia las puertas del campamento.
Pirvan gritó órdenes a sus hombres y maldiciones a su caballo.
—¡Columna izquierda, a las puertas! Dejad fuera a los hombres de Pedoon mientras parlamentamos. Columna derecha, a formar en cuadro.
De nuevo Birak Epron repitió las órdenes de Pirvan, aunque no sus comentarios para el caballo. El noble bruto se puso en marcha con una sacudida, dio varios pasos inseguros y se desplomó, muerto. Pirvan apenas tuvo tiempo de rodar sobre sí mismo para apartarse de su montura sin que le quedara una pierna atrapada debajo.
Cuando Haimya hubo ayudado a Pirvan a ponerse en los hombres de Pedoon estaban ya muy cerca de las -ritas. Los soldados iban un poco más atrás, pero les ganáis terreno a ojos vista, gracias a su mejor forma física.
Mientras tanto, se había reunido un pequeño ejército a la entrada, dispuesto a defender el campamento de lo que indudablemente parecía una grave traición.
La traición había partido del otro bando, pero nadie escucharía la apelación de los recién llegados si provocaban una auténtica batalla campal. La carrera de Pirvan hasta las puertas del campamento fue de pesadilla. De joven era rápido corriendo y de hombre, no mucho más lento, pero ahora llevaba botas, se había golpeado la pierna en la caída y el lodo lo hundía hasta las rodillas a cada paso. Sin Haimya a su lado, podía haberse caído de bruces tres veces en lugar de sólo una, y quizá no habría vuelto a levantarse antes de que hubiese sido demasiado tarde.
Ya casi era demasiado tarde. Cuando Pirvan llegó a las puertas, la carrera había terminado y la batalla empezado. Varios cuerpos yacían sobre el lodo y los hombres de Pedoon habían formado un círculo alrededor del arquero. Éste era corpulento, se había colgado el arco al hombro y ahora empuñaba una espada y una daga para defenderse, mortíferamente bien.
Los hombres de Pedoon no se atrevían a acercarse; la mayoría de los cadáveres eran de los suyos. Pero el círculo impedía salir a los hombres de las puertas del campamento, y a los soldados de Pirvan llegar hasta el arquero. Todo el mundo estaba demasiado apretujado para utilizar arcos contra el propio arquero. En conjunto, la situación parecía que fuera a prolongarse hasta que se acabara la paciencia o el acero desenvainado provocara una carnicería.
—¡Ríndete! —bramó alguien desde el interior del campamento. Pirvan no supo a quién se dirigía la voz.
El asesino se lo tomó como si fuera a él.
—¡He salvado a Waydol de la traición de Pedoon! Lo habrían vendido a los istarianos. ¡Pedoon y el Caballero de Solamnia!
Pirvan no sólo quiso que se lo tragara la tierra, sino que le salieran garras como a un dragón para desgarrar el cuello al arquero antes de que escupiera más veneno. Alguien los había espiado cuando hablaba con Pedoon en el bosque transmitido su conversación al campamento de Waydol. ¿Cuánto les había contado? ¿Cuántos más esperaban para defender a su jefe, enterrando a Pirvan en el barro junto a Pedoon?
Preguntas inútiles. Ahora sólo quedaba el honor… y cualquiera que lo considerara inútil era un loco sin remedio posible.
Pirvan dio un paso al frente.
—Soy sir Pirvan de Tiradot, Caballero de la Corona. Tomo a este hombre bajo mi custodia, hasta que pueda tener un juicio justo por la muerte de Pedoon el Semiogro. —Confió en encontrar otro nombre para Pedoon, pero otros mejores que él habían sido enterrados con nombres más cortos.
El arquero se volvió rápidamente. Uno de los hombres de Pedoon se aprovechó de la distracción para intentar acercarse. El arquero asestó un tajo con la daga y abrió un surtidor de sangre en la garganta del temerario forajido. El hombre se tambaleó y finalmente cayó sobre el cadáver de un compañero suyo.
Pirvan estudió atentamente al arquero. Sus oscuros y grandes ojos parecían verlo todo y nada, y el caballero sospechó que estaba contemplando la locura. Además contemplaría su propia muerte, si había subestimado a este enemigo.
Haimya se situó junto a su marido.
—Sería mejor que fuéramos por él…
Pirvan sacudió la cabeza.
—Eso no es mejor que dejar que lo linchen los hombres de Pedoon. El Código…
—… puede matarte.
—Entonces cuida de Gerik y Eskaia —respondió Pirvan. Haimya se quedó como si la hubiera abofeteado.
Pirvan no perdió el tiempo disculpándose, y se abrió paso a empujones entre círculo de hombres de Pedoon.
—Ahora ríndete y acepta mi custodia legítima, o me veré obligado a prenderte por la fuerza —dijo Pirvan al arquero, levantando la voz para que todos pudieran oírlo.
La respuesta del hombre fue un desgarrador alarido de demente. Pirvan ya había desenvainado su espada, de lo contrario habría muerto al instante siguiente, apuñalado en el barro. Aun así, sintió en la mejilla el viento de la espada del arquero y se arrojó rápidamente hacia un lado mientras desviaba una cuchillada de la daga. Consiguió no caerse de puro milagro, desenfundó su propia daga y se puso en guardia muy en serio.
Hasta qué punto iba en serio, Pirvan sólo lo comprendió más tarde, cuando los testigos le hablaron de la lucha. Se sumergió en una interminable confusión de movimientos principalmente defensivos, ya que el arquero descargaba un ataque tras otro. El hombre era más alto y fuerte que Pirvan, y además estaba poseído por la rabia. Por fortuna no era tan rápido, y como espadachín no estaba tan bien entrenado como Pirvan.
El caballero hizo cuanto pudo por mantenerse con vida durante los primeros minutos del combate. Su única esperanza era que todos los demás lo dejarán lidiar con el arquero sin entrometerse, y eso incluía que Rubina no interviniera a su favor con ningún conjuro. ¡Sería el fin de sus días de caballero que lo salvara una maga Túnica Negra!
Al cabo de un rato que le parecieron horas, Pirvan observó que varios hombres de Pedoon habían sido arrastrados fuera del círculo y sustituidos por sus propios soldados. Eso al menos contribuiría a que la pelea fuera limpia. Pero había más hombres de Pedoon controlando las puertas y el riesgo de una escalada de la violencia si los del interior intentaban salir.
En ese momento, Pirvan estuvo a punto de perder la pelea y la vida al tropezar con un cadáver. Se dejó caer y rodó de lado como un animal para esquivar la cuchillada descendente del arquero; mientras rodaba, lanzó una estocada a la pierna del hombre, a la desesperada pero con éxito.
—¡Primera sangre! —brotó de una docena de gargantas.
Pirvan se puso en pie. Corría sangre por la pierna izquierda del arquero. Aunque no parecía cojear, el Código era muy estricto en la cuestión de la primera sangre.
—¿Te rindes?
La respuesta fue una retahíla de obscenidades que habrían hecho caer a los pájaros del cielo si el revuelo de la lucha no los hubiera ahuyentado previamente. Le siguió otro furioso ataque.
Pero éste no fue tan rápido como los otros. Quizá se debió a la herida de la pierna. Tal vez a la energía volcada en los ataques anteriores, ya definitivamente consumida. Acaso le pesaban los pies más que antes… Pirvan descubrió que, en algún momento del combate, se había quitado las botas y estaba luchando descalzo.
Le sentó bien, le resultaba familiar, como sus antiguos trabajos nocturnos… y confería una agilidad muy superior a sus pies.
El arquero luchaba ahora con una pernera de sus pantalones empapada en sangre y ambos pies entorpecidos por el lodo. Además, presentaba media docena de heridas menores que Pirvan no recordaba haberle infligido, pero que tenían que debilitarlo.
Pirvan sabía que debía poner fin a esta lucha antes de que las pasiones se enardecieran más o que las aún considerables fuerzas del arquero abrieran una brecha en su guardia en un golpe de suerte. Describió un círculo alrededor del arquero hasta que encontró tierra firme bajo sus pies, y entonces atacó recurriendo a la velocidad que lo había salvado hasta entonces.
Atravesó la guardia del hombre y trabó la daga con la suya, inmovilizando las dos armas un momento hasta que la mayor fuerza del otro lo obligó a ceder. Pirvan dejó caer su daga y, haciendo caso omiso de los gritos y aullidos que estallaron a su alrededor, extrajo rápidamente otra daga de su funda del pecho, mientras el arquero intentaba clavarle la espada por detrás.
Pirvan empujó la daga de abajo arriba y sintió cómo atravesaba la tráquea, la boca y se detenía en el cerebro del hombre mientras caía hacia atrás.
El caballero se inclinó para recoger su espada caída… y un gritó surgió del interior de la empalizada.
—¡Matad al caballero! ¡Matad al otro traidor!
Al instante, los hombres de Pedoon se convirtieron de ser posibles enemigos en los defensores más acérrimos. Lo habían visto vengar a su jefe caído; morirían a su lado antes que abandonarlo. Empezaron a atacar salvajemente, aunque sin gran vigor o destreza, a los hombres de las puertas.
Esos hombres se defendieron, más hombres de Pedoon cayeron y los de las puertas avanzaron sus posiciones. En ese momento estaban a campo abierto y empezó la gran batalla.
A Pirvan no le quedaba aliento para maldiciones. Pero aún veía con claridad, y lo que vio fue que no todos los hombres del interior del campamento avanzaban para atacar. Algunos retrocedían, e incluso arrastraban o intentaban arrastrar a otros consigo.
En el campamento parecía haber dos posturas respecto a Pirvan y sus hombres.
—¡Apartaos de las puertas! —gritó—. ¡Todo el mundo lejos de las puertas, fuera del alcance de las flechas, y formad en cuadro! ¡Vamos, mentecatos triplemente necios! —Llamó a sus hombres bastantes cosas más, la mayoría de las cuales supo más tarde, contadas por quienes lo oyeron con reverente admiración.
Al final, los hombres de Pedoon obedecieron, arrancando como un solo hombre en una frenética carrera por alejarse de las puertas. Al parecer, consideraban que ya habían saldado su deuda su deuda con el caballero vengador, porque Pirvan se encontró de pronto solo mientras los hombres de Pedoon pasaban en tropel por su lado.
Un instante después estaba completamente solo, frente a una docena de hombres del campamento, y enseguida vio a Haimya a su lado, con una fiera expresión dibujada en el rostro, que Pirvan temió que estuviera dirigida más a él que al enemigo.
Pero la hoja de Haimya fue tan rápida como siempre y abatió a dos oponentes. Sin previo aviso, de la nada surgieron rodando unas boleadoras que se enrollaron en su espada y la desviaron hacia un lado. Ella cedió terreno cuando tuvo que bajar la guardia y un flaco hombre de piel oscura saltó de entre la multitud, blandiendo una corta porra.
Haimya desenvainó su daga cuando Pirvan se acercaba para protegerla, pero algo golpeó al caballero en los tobillos y lo hizo trastabillar, sabiendo que bajaba la guardia y que el hombre de piel oscura podía matarlos a él o a Haimya, y probablemente a los dos…
Pero el hombre de piel oscura y su compañero —¡nada menos que un kender!— estaban retrocediendo. Parecían pastores recogiendo al resto de los hombres del campamento, y Pirvan y Haimya de pronto se encontraron solos.
Solos, a cincuenta pasos de sus hombres más próximos (ahora todos formados en un cuadro irregular pero sólido, advirtió Pirvan con aprobación). Solos, con Haimya desarmada y Pirvan casi incapaz de andar, con el fuego que notaba en las piernas sumándose al agotamiento hasta que supo que sólo podría dar tres pasos antes de estar a punto para ser segado como mies madura.
Pero no caería solo. Pirvan quiso pedir perdón a Haimya por sus duras palabras, pero sabía que si ahora no era capaz de hacerlo, al menos saldrían juntos de este mundo en un instante.
Pasó ese instante, pero ningún enemigo avanzó. Pirvan se volvió hacia Haimya.
—Perdóname, amor mío. —Al menos eso fue lo que intentó decir rápidamente, o mejor dicho, atropelladamente.
Haimya se volvió hacia él, parpadeó y empezó a hablar.
No llegó a pronunciar palabra. Desde la derecha, un grito de guerra taladró los oídos de Pirvan; de nuevo quiso soltar su espada y tapárselos con las manos.
Un instante después, llegó la respuesta al grito de guerra desde la izquierda. Era un sonido inarticulado, como el primero, pero no salía de una garganta humana. Sólo una raza de Krynn poseía aquel atronador bramido.
Había llegado el Minotauro… y Pirvan habría apostado a que su heredero no andaba lejos.
El primero en aparecer fue un hombre que mandaba una de las patrullas de caballería, a lomos de lo que parecía ser un huesudo pony. Sólo cuando el hombre desmontó, Pirvan se dio cuenta de que montaba un caballo de altura normal. Era la estatura del hombre lo que había engañado al caballero.
Pero no había ninguna torpeza en sus movimientos cuando se acercó a Pirvan y Haimya.
—Yo soy Darin, el Heredero del Minotauro. Estaría bien que explicarais por qué vuestra presencia ha provocado semejante desorden en nuestro campamento.
—Lord Darin… —empezó a decir Haimya.
—Heredero —interrumpió con firmeza el hombre.
—Oh, no seas estricto por el momento, Darin —retumbó una voz a la izquierda. Pirvan y Haimya no habrían podido evitar girarse, aunque los hubieran convertido en estatuas.
Una figura aún más gigantesca que el jinete cruzaba el campo hacia ellos. No podía medir mucho menos de dos metros y medio y, como todos los minotauros, su anchura guardaba proporción con su altura.
Su avance era una marcha más que un paseo. Parecía negar al barro la dignidad de creerse capaz de entorpecer su paso, ya que sus pies subían y bajaban con la regularidad del giro de una rueda de molino. Llevaba unos calzones cortos, una túnica sin mangas y un shatang, la pesada lanza arrojadiza de los minotauros, colgada de través a la espalda.
Su pelaje presentaba zonas grises en medio del pelo rojo y negro predominante, pero sus cuernos brillaban como el cristal más fino. También eran los cuernos más largos que Pirvan había visto nunca en un minotauro.
Waydol tardó en cruzar el campo el tiempo suficiente para que Pirvan lograra apartar la vista de él y mirar a otro lado. Todos sus hombres se habían quedado boquiabiertos, pero conservaban sus armas y mantenían la formación.
Las puertas de campamento eran una sólida muralla de hombres, y muchos otros se habían encaramado a la empalizada. Aparentemente, era la primera vez que muchos de los nuevos reclutas de Waydol veían a su jefe.
Ninguno de los hombres del campamento había alzado su arma, lo cual era buena señal. No tan buena era el número de cadáveres que no eran hombres de Pedoon ni el arquero. Habría que pagar un precio de sangre; para Pirvan no era la mejor manera de iniciar unas negociaciones con Waydol.
Por fin, el Minotauro estaba lo bastante cerca para un recibimiento formal. Aunque había censurado a su heredero en público, no había nada amistoso en su actitud cuando se acercó a Pirvan y Haimya.
Ninguno de los dos se arrodilló. Con los minotauros, aún más que con los hombres, eso era admitir superioridad sin que nadie se lo hubiera pedido.
Tampoco inclinaron la cabeza. Permanecieron en pie, con las manos extendidas y los dedos separados para demostrar que sus intenciones eran pacíficas.
—Te saludamos, Waydol —dijo Pirvan, cuando el Minotauro se detuvo.
—Vuestro primer saludo no ha sido muy amistoso —dijo Waydol. La mayoría de los minotauros parecían enfadados o que sufrieran una jaqueca, aunque hablaran educadamente. Waydol no parecía tan enfadado. Su voz era más como un alud, que no está enfadado con lo que arrasa, pero tampoco admite que lo detengan.
—Hemos venido, si no como amigos, sí sin malas intenciones —dijo Pirvan—. Pero tu saludo tampoco hablaba de amistad. Mi camarada al mando de nuestro grupo, Pedoon el Semiogro, a quien una vez perdoné la vida en combate, ha sido abatido como un perro rabioso por alguien que te había prestado juramento.
—Hay una deuda de sangre, en efecto, para ambos bandos —dijo Waydol. Pirvan empezó a albergar esperanzas. Reconocer aquello era asumir una carga considerable para un minotauro honorable, y nunca era prudente, seguro o siquiera cuerdo suponer que un minotauro no se consideraba honorable, aunque hubiera elegido vivir durante veinte años entre los humanos como jefe de unos forajidos—. ¿Dejamos que juzguen los dioses? —propuso el Minotauro. Parecía plantear la pregunta a Pirvan y Haimya, a su heredero e incluso al cielo entero y al barro de la tierra.
—Que juzguen los dioses —dijo el heredero, pero en un tono casi interrogativo. No parecía tanto reacio como desconcertado.
—El juicio se celebrará dentro de dos días —dijo Waydol—. Yo llevaré a mi heredero Darin como compañero. ¿Quién será el vuestro, sir Pirvan?
—Yo, que los dioses sean testigos —dijo Haimya antes de que Pirvan asimilara lo que sus oídos habían escuchado, y enseguida le susurró al oído—: La única alternativa es Birak Epron, y yo soy mejor que él en el combate cuerpo a cuerpo.
Haimya podía ser un guerrero tan consumado como Huma Dragonbane, pero probablemente acababa de firmar su propia sentencia de muerte. La palabra «juicio», en aquellas circunstancias, sólo tenía un significado para los minoramos: combate personal; Pirvan y Haimya contra Waydol y Darin.
Con independencia de qué armas y armaduras estuvieran permitidas, las probabilidades se decantaban claramente a favor del Minotauro y su heredero. Pero participar en esa clase de juicio era legítimo, y de hecho si uno había jurado dejar que los dioses juzgaran, el Código lo ordenaba.
—Al margen del resultado, la deuda de sangre se considerará saldada —prosiguió Waydol—. A partir de ese momento, el perdedor hará un juramento de paz al vencedor.
Pirvan tuvo que morderse la lengua dócilmente para no decir que su juramento como caballero le prohibía aceptar ese compromiso. Lo que Waydol acababa de decir implicaba que el combate no sería a muerte.
Podía tener un cargamento entero de otros significados, pero Pirvan pensaría en ellos más tarde. De momento, aceptaría que se acababa de apuntar a un juego del que no sabía todas las reglas y en el que su vida podía ser la apuesta, pero el premio podía ser tan grande que merecía la pena correr el riesgo.
Aunque el riesgo fuera para él mismo y para Haimya.