13

Tarothin recorrió Orgullo de las Montañas de proa a popa después de hacer recuperar la posición vertical a los nuevos reclutas con su poción. El capitán estaba agradecido, y también los líderes karthayanos y los propios hombres.

El único que no estaba agradecido era el espía que había ofrecido a Tarothin un puesto a bordo del Orgullo. Pero esperar gratitud de un agente del Príncipe de los Sacerdotes era como esperar caridad de un prestamista.

Cuando la flota se alejaba de la bahía de Istar con rumbo oeste para reunirse con Aurinius, Tarothin se encontró haciendo otros trabajos además de curar. El primer dinero que había ganado en su vida fue por tratar con borrachos díscolos en una taberna del pueblo, y a partir de ahí había ido aprendiendo, desde abajo. Excepto por un año de formación como mago, cuando el trabajo era demasiado exigente a nivel físico y sus maestros demasiado estrictos, siempre se había mantenido al día en esta actividad.

Por eso estaba cualificado para el servicio como instructor auxiliar de los nuevos reclutas, al menos cuando la cubierta no formaba un ángulo imposible con la horizontal. Paseándose entre reclutas de día y entre marineros de noche, pudo escuchar mucho sin decir gran cosa ni beber nada. Pensaba que habría sido más barato comprar honrado vinagre, en lugar de pagar el precio que les cobraron por lo que el vinatero les vendía como vino. Algo que oyó al pasar fue un buen número de pesadillas similares a su visión de Zeboim y Habbakuk. Nadie estaba seguro de su significado, pero los rumores sobre que había sacerdotes de Zeboim en la flota habían cuajado lo suficiente para que algunos de los oficiales fruncieran el ceño.

Tarothin intentó tranquilizar a los que parecían más alarmados, afirmando que los sacerdotes de Zeboim eran tan devotos del equilibrio como el que más. Por añadidura, el Príncipe de los Sacerdotes difícilmente sería tan mezquino o tan necio como para preferir a un tipo de sacerdote hasta el punto de poner en peligro el equilibrio, aunque los propios sacerdotes fueran muy poco honrados.

Las reacciones a esa idea fueron elocuentes, incluso blasfemas, y dejaron claro que ni siquiera los karthayanos que preferían el gobierno de Istar aceptaban el gobierno del Príncipe de los Sacerdotes.

Los largos días aconsejaban a Tarothin descabezar una siesta de vez en cuando por la tarde, aunque ya no necesitaba prepararse para las largas noches con Rubina. Fue durante una de esas siestas cuando tuvo la pesadilla.

Un círculo de sacerdotes cubiertos con las máscaras de tortuga con colmillos de los devotos de Zeboim conjuraba nubes de tormenta sobre una montaña. Las nubes descargaban un aguacero, los torrentes acrecentaban los ríos, los ríos se desbordaban y los hombres que vivían río abajo en la montaña eran arrastrados por las aguas. A Tarothin le pareció que algunos de los hombres eran soldados, pero despertó demasiado pronto y demasiado aturdido para estar seguro.

Pero no estaba tan aturdido para no saber que no debía comentar el sueño con nadie.

La primera decisión de Pirvan fue mantener su propio acero envainado. A continuación ordenó a todos los hombres armados que hicieran lo mismo, incluidos los dos centinelas que precedían a la procesión. Finalmente lanzó a Rubina una elocuente mirada de lo que le ocurriría si algún conjuro lanzado atolondradamente por ella hiciera correr a Haimya un peligro mayor.

Sin duda, todo ello revelaría tanto a los amigos como a los enemigos que Haimya era su punto débil. Pero era absurdo negar la evidencia.

Dio un paso al frente con las manos bien a la vista.

—¿A qué debemos el dudoso honor de una visita en estas circunstancias?

—Yo diría que esa explicación se nos debe a nosotros, ya que vosotros habéis sido los primeros en ofendernos.

Varios de los hombres de Pirvan se pusieron rojos de ira e hicieron un esfuerzo para no desenvainar sus armas. Pirvan se cruzó de brazos. Eso también le permitió tener al alcance de las manos las dos dagas que ocultaba enfundadas en su pecho. Calculó que podía abatir al semiogro antes de que la lanza del cabecilla enemigo hiriera a Haimya, pero no tenía intención de comprobarlo a menos que la situación fuera desesperada.

Ocurrió todo lo contrario. El semiogro se apartó de Haimya, levantó la lanza y la clavó en el suelo. Aún llevaba a la cintura una espada de las dimensiones adecuadas para un minotauro y varios cuchillos colgados en varios puntos de su anatomía, pero ya no estaba a una distancia que le permitiera herir a Haimya.

—No soy consciente de haber cometido ninguna ofensa —dijo Privan en un tono más cálido—. Empero, la ignorancia, sin ser una excusa, es ciertamente tan común como la nieve en invierno o la lluvia en verano. Si hemos sido ignorantes, aceptaremos la lección.

—Habéis entrado en nuestro territorio sin avisar o pedir permiso —dijo el semiogro—. Si eso no se lo permitimos a las bandas rivales, difícilmente podemos permitírselo a soldados.

—Somos soldados en misión legítima —replicó Pirvan—. Dicha misión no tiene por qué ser peligrosa para vosotros, pero estamos dispuestos a luchar en caso necesario.

—Estoy seguro de que vuestros camaradas del otro lado del río os vengarán cumplidamente —dijo el cabecilla—. Pero prefiero no hablar de lucha y venganza. A menos que me falle la memoria, creo que soy yo quien te debe la vida.

Pirvan recorrió mentalmente la mayor parte de su vida, intentando recordar dónde había conocido al semiogro y le había salvado la vida. El rostro y la voz le resultaban vagamente familiares, pero los vientos del tiempo los distorsionaban…

—¿Dirigías la banda que nos atacó la noche que nos llevamos… algo de propiedad karthayana, en la orilla occidental del golfo, en un sendero muy empinado?

La cara de los semiogros no está hecha para sonreír, pero el cabecilla consiguió una buena exhibición de dientes amarillos. Después se echó a reír.

—Sí. Soy Pedoon, y esa noche podías habernos matado a mí y todos los míos. No lo hiciste. ¿Fue por eso por lo que te nombraron Caballero de Solamnia?

—¿Cómo has…? Oh, supongo que la noticia de que me llaman sir Pirvan nos ha precedido. Pues bien, es cierto que soy sir Pirvan de Tiradot, Caballero de la Corona. Estoy al mando de estos hombres por motivos que juro que no son peligrosos para vosotros.

La voz de Pirvan se endureció.

—La mujer de las parihuelas, cuya vida has amenazado para iniciar este parlamento, es mi amada esposa, Haimya. No sé cuáles son vuestras costumbres en cuestión de parlamentos, pero te aseguro que habéis corrido más peligro del que suponéis, empezando éste así.

—No con un Caballero de Solamnia. Además, como has dicho, la noticia os ha precedido y todos saben qué significáis el uno para el otro. Ahora bien —prosiguió Pedoon—, creo que sería mejor que fuéramos a mi campamento, tú y varios guardias. Juro por mi honor y el de todos mis hombres, al igual que por la sangre de cualquiera que rompa el juramento, que ni tú ni los tuyos sufriréis ningún daño.

Pirvan no estaba seguro de que tuviera mucho que ganar hablando con Pedoon. Pero si el cabecilla forajido consideraba que le debía la vida, las probabilidades de una traición eran mucho menores tanto por parte de ogros como de humanos. En consecuencia, también tenía muy poco que perder.

—Aceptaré, con dos condiciones.

—¿Cuáles son? —El tono de voz de Pedoon volvía a reflejar desconfianza.

—Que esperes a que haga señales a mis hombres de la otra orilla para que no crucen el río por la mañana buscando venganza por una sangre que no habéis derramado. Además, que nuestra sanadora, lady Rubina, examine a mi esposa y me asegure que no está gravemente herida.

«Y si lo está, tienes conmigo una deuda que no pagarás sólo con sangre».

—Me parece justo.

Esto último provocó cierto revuelo, mientras dos de los soldados encendían antorchas y se acercaban a la ribera para hacer señales a los de la otra orilla. Pirvan les dijo que informaran de que estaba negociando con un poderoso dirigente local aparentemente honorable. Pero que si no tenían noticias suyas mañana al mediodía, Birak Epron quedaba al mando y debía obrar como mejor le pareciera.

Cuando las antorchas parpadearon en respuesta desde la orilla opuesta, Rubina llevaba algún tiempo trabajando con Haimya, pasando las manos por el rostro de la mujer inconsciente, escuchando su pulso y su respiración, abriendo y cerrando sus párpados y mirando el interior de su boca con toda la atención de un tratante de caballos que sospecha que el vendedor intenta estafarlo.

Al final se puso en pie.

—Es una potente destilación de raíz de filandro. ¿Se la habéis hecho beber o le habéis tapado la boca y la nariz con un trapo empapado en ella?

—Lo segundo, y tengo las cicatrices que demuestran cómo se resistió —respondió Pedoon.

—Tienes suerte de que sólo sean cicatrices —dijo Pirvan—. Muy bien. ¿Qué efectos tiene esa poción?

—Muy pocos, aparte de provocar un sueño profundo —dijo Rubina—. O al menos eso dicen los libros. No veo signos de ninguna otra herida, pero sugeriría que la dejemos dormir hasta que la naturaleza libere la droga de su sistema. Podría despertarla con un conjuro moderado, pero estaría demasiado confusa para nada serio y sería casi incapaz de caminar. Pensad en un borracho después de la décima copa.

Pirvan lo hizo y la imagen no era agradable. Tendría que negociar con Pedoon sin el consejo de Haimya, y Rubina era un pobre sustituto. Pero quejarse de lo que no tiene remedio era un vicio contra el que su padre le había prevenido antes de que hubiera oído hablar siquiera de los Caballeros de Solamnia, excepto como distantes guerreros divinizados, muy alejados de la experiencia de los niños urbanos como él.

—Tenemos hasta mañana para resolver todos los asuntos de interés mutuo —dijo Pirvan—. De lo contrario, no respondo de lo que decidirá un capitán veterano como Birak Epron, pero dudo que os agrade.

Pedoon irguió la cabeza bruscamente, arrancó la lanza del suelo, la apoyó en el hombro e hizo un gesto con la cabeza a sus hombres. Pirvan, Rubina y tres soldados los siguieron de cerca, y la procesión entera desapareció de la vista de los que se quedaban en la orilla antes de recorrer cincuenta pasos.

Waydol estaba entrenándose con los cestis cuando Darin coronó el sendero que conducía a la cabaña del Minotauro.

Los guantes blindados y con púas tenían un aspecto bastante mortífero cuando eran del tamaño de unas manos humanas. Ceñidos a las manos de un minotauro, se convertían en terroríficos.

El blanco del ejercicio de Waydol era un madero envuelto en cuero y suspendido de un árbol por gruesas correas de piel. El cuero ya presentaba cicatrices y, ante la mirada de Darin, se desgarró otro jirón y volaron astillas.

Pero el vigor de Waydol siempre había sido algo que Darin aceptaba como natural. Había visto al Minotauro romper el cuello a un amotinado dándole una palmada en la nuca sin utilizar toda su fuerza, levantar yunques que dos hombres fuertes apenas podían mover, cargar a hombros una barca de cinco plazas y demostrar de otras muchas maneras un poder muy superior al que cabía esperar de un ser mortal.

Waydol hizo una finta con la mano izquierda y descargó un puñetazo con la derecha que segó dos de las correas antes de reparar en la llegada de su heredero. Se volvió, se desató los cestis, los arrojó sobre el banco e hizo señas a Darin para que le acercara el agua.

—Estás sangrando —observó cuando hubo bebido. Sudaba copiosamente, y Darin sabía que la mayoría de los humanos consideraban el olor corporal de los minotauros tan desagradable como el de un vertedero de enanos gullys. Pero a él le parecía natural.

El joven se pasó los dedos por el lado izquierdo del cuello.

—Es verdad. Creo que me alcanzó un navajazo a ciegas de uno de los camorristas. Ése no volverá a pinchar a nadie más, ni con esa navaja ni con nada, hasta que Sirbones le cure el brazo. Fue un compañero suyo quien se lo rompió, para mantener la paz.

—Bien —dijo Waydol—. Pero no debería haber ocurrido.

Darin frunció el ceño. El Minotauro se rió brevemente.

—No, no es que dude de ti. Si así fuera, habría bajado personalmente a poner orden. Has hecho bien lo que no deberías tener que hacer en absoluto.

Darin tuvo que admitir que la razón asistía a Waydol. Su agrupación de forajidos y atracadores en el norte iba muy bien si sólo tenían en cuenta las cifras. Iban llegando bandas grandes y pequeñas, junto con muchos hombres solos, algunos de los cuales habían abandonado sus pueblos por el bien de sus vecinos.

Algunos de estos hombres ya habían desertado, unos cuantos eran espías y demasiados se habían acostumbrado hacía tiempo a vivir sin orden, ley o disciplina. Ya se habían producido altercados y navajazos a causa del vino, las mujeres y los dormitorios, no tantas como se temía Darin, pero una sola ya eran demasiadas. Nadie había muerto aún, pero eso se debía a la suerte y a los cuidados de Sirbones, y la suerte no podía durar eternamente.

En aquel momento no era pequeño el peligro que corría la banda de Waydol de ahogarse en su propio éxito, como una serpiente que intentara tragarse un cerdo demasiado grande.

Darin se pasó la lengua por los labios resecos. Estaba a punto de dar por supuesto muchas cosas, pero el momento de discutir medidas desesperadas era antes de que fueran necesarias.

—Podemos enviar a alguien al norte a pedir ayuda —dijo—. A tu tierra natal —añadió, por si Waydol no había captado la insinuación.

El Minotauro lo miró fijamente durante un instante, como si le hubieran clavado un hacha y estuviera a punto de caer de bruces a sus pies. Después se echó a reír suavemente y abrazó a Darin, con tanta delicadeza que el abrazo no habría molestado a un gato casero, y mucho menos a un fornido guerrero.

—En este momento, me siento casi como un dios. He introducido el alma de un minotauro en el cuerpo de un humano. ¿De verdad crees que ha llegado la hora de traer a mis congéneres al sur, para que nos ayuden contra los tuyos?

—Si no hay otra manera de impedir que nuestra banda y todos los nuevos reclutas se disuelvan como un mendrugo en sopa caliente por culpa de las peleas y la desobediencia… —Darin descubrió que no podía terminar. Meneó la cabeza, pero así no consiguió poner en movimiento otra vez su mente o su lengua. Finalmente, soltó de sopetón—: Hay que hacer lo que debamos por aquellos a quienes hemos jurado dirigir. Si tienen que hacerlo otros minotauros, que así sea.

Waydol se sentó en el banco, que emitió un débil crujido, luego un seco chasquido y finalmente se partió en dos. El Minotauro se levantó y contempló los destrozos.

—Menos mal que no hay nadie a la vista que crea en profecías.

Levantó medio banco con cada mano y arrojó ambos trozos a la pila de leña situada detrás de la cabaña.

—Te rindo honores, Heredero, pero también te pido que pienses en esto: pocos minotauros vendrían aquí a petición de uno que consideran que ha perdido el honor. No vendría nadie, salvo con la esperanza de someter esta banda a su autoridad. Entonces las rencillas y altercados que hemos visto serían como discusiones infantiles comparadas con lo que veríamos. Además —prosiguió—, nadie vendría a menos que yo volviera al norte en persona con el mensaje. Eso te dejaría a ti toda la carga de impedir que nuestra banda se convirtiera en una manada de perros salvajes.

—Podría aceptarlo si fuera necesario.

—Te lo confiaré si llegara el momento, pero creo que mi destino y el de la banda empieza a separarse. Tarde o temprano tendré que regresar al norte con lo que he averiguado de los puntos fuertes y débiles de los humanos. Más de lo primero que de lo segundo, diría yo, y no espero vivir mucho tiempo después de decir esta verdad. Sin embargo, nuestros seguidores deben disponer de una vía de escape de esta tierra, y fuera del alcance de Istar, si existe tal lugar. Debemos trabajar juntos hasta entonces. Después tendrás que quedarte atrás y mandar, mientras yo me dirijo al norte en una de las chalupas.

—¿Solo?

—Se podría tripular un gran barco con los que han navegado solos desde esta isla a la costa de los minotauros o a la inversa. En la buena época para la navegación, con una embarcación bien aparejada, ni siquiera es una empresa arriesgada.

—¿Entonces vamos a plantear ahora la ruta de la retirada? —Preguntó Darin—. Mencionaste las naciones enanas.

—Sí, pero eso era antes de hablar con Fertig Templador. Dice que los enanos podrían negarnos la entrada, aunque si lo hicieran, no nos soltarían de buen grado. Temen que Istar pueda utilizar su acogida como una excusa para declarar la guerra a Thorbardin.

—Una guerra así no pesaría poco sobre mi conciencia —dijo Darin.

—Ni sobre la mía —añadió Waydol, mientras vaciaba la jarra de agua—. Acércame el cepillo y el peine, por favor.

Empezó a acicalarse, aunque incluso el curtido olfato de Darin sugería que lo que el Minotauro necesitaba era un buen baño.

—Además, en la fortaleza controlamos un territorio del que no nos podrán expulsar fácilmente. Incluso Istar quizá prefiera dejarnos escapar a pagar el precio en sangre de una lucha hasta el fin. Y hay otros, de ideas menos fijas que los enanos.

Darin no estaba seguro de a quién se refería Waydol, de no ser los kenders o los enanos gullys, pero el Minotauro tenía razón. Aquí en la fortaleza, con trifulcas o no, podían ganar tiempo pagando un precio que se podían permitir.

Haimya despertó, pero sólo fue capaz de sonreír y oprimir la mano de Pirvan cuando ya llegaban al campamento de Pedoon.

El campamento tenía el aspecto de haber sido ampliado apresuradamente para alojar a muchos recién llegados en los últimos días. Aun así, no había más de cincuenta hombres armados, que Pirvan pudiera ver. Concediendo que la mitad de ese número estuviera de guardia, eso sumaba menos de un centenar, contando incluso a las mujeres y los niños en edad de tirar piedras y empuñar lanzas.

No eran rival para los soldados de Pirvan si no se hubieran visto sorprendidos por la riada y no hubieran dejado en el fondo del río buena parte de sus armas y equipo, junto con veinte de sus camaradas. En su situación actual, la abigarrada banda suponía un peligro real para la marcha de Pirvan si Pedoon se empeñaba en ello.

Aparentemente no lo hizo.

—Ambos queremos ir al mismo sitio —dijo el semiogro. Tendió a Pirvan un trozo de lo que parecía ser pan y un terrón de lo que muy probablemente era sal. El sentido del gusto de Pirvan no despejó todas las dudas, pero los rostros que lo rodeaban se tranquilizaron.

—¿Y qué sitio es ése? —preguntó después de beber para aclararse la boca.

—La fortaleza de Waydol —dijo Pedoon.

—Si así fuera, ¿qué motivos tenéis para…?

—Sir Pirvan, ¿me tomas por tonto? Sé que estás intentando someter a Waydol. Eso no me molesta. Yo pensaba sólo en cómo podíamos trabajar juntos en esa empresa.

—Discúlpame —dijo Pirvan, aunque no tenía el menor interés en disculparse. Sin embargo, le pareció prudente escuchar en lugar de hablar.

Escuchar fue recompensado. Pedoon había reunido bajo lo que podría llamarse su bandera a más de un centenar de habientes del bosque, la mayoría humanos o con sangre de ogro. Quería dirigirse al norte hasta la fortaleza de Waydol, pero tenía a las bandas rivales y también a las patrullas de caballería ir Aurinius.

—Pero si tú vienes con nosotros, sir Pirvan, seremos demasiado fuertes para que nos ataquen los rivales. En cuanto a los istarianos, si ven que he prestado juramento a un Caballero de Solamnia, un aliado honorable de Istar, quizá nos dejen en paz.

Pirvan no había sido nombrado Caballero de la Corona para que sirviera de escudo a forajidos. Pero si con ello conseguía sacar a estas personas de esta tierra y llevarlos pacíficamente con sus propios soldados hacia el norte, eso ya parecía bastante honorable.

Sin embargo, había algo en su manera de hablar de Waydol que a Pirvan le erizaba el vello de la nuca. Se puso en pie y se sacudió el hollín y el barro de los pantalones.

—Me gustaría pensar en ello a solas. ¿Correré peligro si me quedo dentro de tu círculo de centinelas?

De una bolsa de su cinturón, Pedoon sacó un trapo que podía haber sido blanco en la época en que a Pirvan le empezaba a salir el primer diente.

—Ponte esto alrededor de la cabeza y será un signo de paz entre nosotros.

El andrajo no sólo estaba mugriento, sino que además hedía. Pirvan no quiso pensar en qué podía atraer a su paso. El hedor quizá repeliera los insectos, y si el trapo repelía las flechas y las lanzas de los centinelas impetuosos…

—Te lo agradezco, Pedoon.

Desde la cubierta del Espada del Viento, grises murallas de agua ocultaban el horizonte y grises nubes oscurecían el cielo. La noche anterior, el barco había seguido una costa donde se alternaban los páramos, las colinas escalonadas y los tramos de bosque. Ahora parecía hallarse en un mundo donde no había nada más que viento y agua.

Sin obligaciones que cumplir en cubierta, Jemar el Blanco bajó a su camarote. Eskaia estaba acostada y Delia, sentada en el piso alfombrado, al parecer escuchando un extremo de su bastón como si fuera una trompetilla para sordos mientras apoyaba el otro extremo en el vientre de Eskaia.

Preguntándose si no habría interrumpido algún misterio femenino, Jemar se volvió para retirarse.

—No, quédate —dijo Eskaia—. Ya casi ha terminado.

—¿Terminado qué? —preguntó Jemar secamente. Tan cerca de la costa, el mal tiempo siempre lo ponía nervioso. Había mucho espacio en dirección al mar, a menos que el viento cambiara, pero eso podía ocurrir y las orillas de la zona ofrecían la peor clase de abrigo.

—Estoy escuchando al bebé —dijo Delia—. No con las orejas de mi cuerpo, sino con un conjuro ligado a mi bastón.

—¿Ah sí? —Dijo Jemar—. ¿Y qué te dice el bebé?

—No gran cosa, aparte de que está bien —respondió la mujer—. Aún no se puede saber si es niño o niña, ni oír los latidos de su corazón.

—No es nuestro primer hijo —dijo Jemar—. Ruego que no me trates como a un ignorante en cuestión de bebés.

—Los padres no suelen ser mucho más que eso —comentó Delia, pero Eskaia le apretó la mano con tanta fuerza que la mujer dejó de lado las agudezas con una sonrisa.

—Yo soy marino —declaró Jemar—. Como padres, estamos dispuestos a quedarnos cerca para sujetar la quilla, pero la construcción y la botadura son un misterio para nosotros. ¿Has acabado?

—Sí —respondió Delia, y se incorporó para retirarse con más dignidad que prisa.

—Creía que una comadrona amargada era mala para el bebé —dijo Jemar cuando la puerta del camarote estuvo cerrada.

—Oh, simplemente ha tenido más problemas de los que quiere recordar, con padres que no quieren que se haga nada nuevo por sus bebés —replicó Eskaia—. Pero el bebé se siente bien, lo digo yo, que he tenido tres hijos, y yo me siento aún mejor. ¿Puedo salir a cubierta?

—No.

—¿Ni en esta tormenta corriente?

—El mar está bastante revuelto, la corriente va hacia tierra y los movimientos de la nave son muy bruscos.

—Recuerdo haber cruzado toda la cubierta con un viento que cortaba las crestas de las olas y las precipitaba contra el barco. No lo dudes, vi hombres mirándome como si estuviera loca…

—Sí, y uno de ellos era yo. Tenía el corazón en un puño cada vez que salías «a tomar el aire». Además, no estabas tan adelantada como ahora.

—Está bien. Seré de lo más dócil y me retiraré, con una condición.

Jemar suspiró. No por nada Eskaia era hija de un maestro del regateo, como había aprendido él a un alto precio, y como también habían aprendido sus rivales y enemigos, a un precio aún más elevado. A veces creía que Eskaia sería mejor como consejera que como esposa, pero esas ocasiones se habían vuelto escasas con el paso de los años.

—¿Cuál?

—Serás un amor con Delia. Y si zurra a algún miembro de la tripulación por mirarla irrespetuosamente, pásalo por alto. De lo contrario tendrás una comadrona muy amargada, que quizá no perjudique al bebé, pero seguro que me pone a mí de mal humor.

Jemar no volvió a suspirar. En su lugar, sonrió, aunque con cierto desconsuelo. Viviendo con Eskaia había aprendido mucho, incluido cuándo no había nada que hacer, excepto aceptar la derrota con dignidad.

La selva envolvió a Pirvan en una oscuridad absoluta por fuera, pero había más oscuridad por dentro. Este viaje parecía llevarlo muy lejos de donde pretendía ir, además de apartarlo del camino honorable para un caballero.

Dejaría que Paladine y los demás caballeros juzgaran su honor después de haber hecho cuanto estuviera en su mano. Pero no podía dejar para futuros juicios la esencia misma de la empresa en esta región, que era poner fin a la amenaza del Minotauro antes de que Istar lo hiciera por medios que desembocarían en la guerra. Hasta donde se le alcanzaba, él y sus hombres habían recorrido un buen trecho del territorio a pie sin dar más que unos pocos pasos hacia la meta.

Ahora oía los pasos que estaba esperando en la oscuridad que tenía detrás. Al instante supo, por la pesadez de las pisadas, que no era Haimya, completamente recuperada y acudiendo a aconsejarlo.

Era Pedoon, la otra persona que esperaba ver. El semiogro acortó el paso y acabó deteniéndose junto al caballero.

—¿Tienes órdenes respecto a Waydol que puedas contarme? —preguntó Pedoon.

Pirvan se encogió de hombros.

—Hay detalles secretos, pero no cambian lo que te he dicho.

Tras unos momentos de silencio, Pedoon asintió.

—Pero… ¿hay alguna ley o uso que te impida aceptar la recompensa?

Pirvan sospechó que esta conversación iba en una dirección que, interpretando estrictamente la Medida, él no podía seguir de una forma honorable. Sin embargo, era el único Caballero de Solamnia en muchos días de marcha a la redonda para juzgar lo que era honorable y deshonroso. Además su propio honor, y no sólo el de los caballeros, estaba seriamente comprometido en llevar a sus hombres a un lugar seguro.

—No tiene sentido repartirse lo que no se ha conseguido. Incluso los colegiales saben eso.

—No soy ningún colegial, señor caballero. Sólo un viejo forajido a quien una vez decidiste perdonar la vida. ¿No merezco ni siquiera ser escuchado?

Pedoon parecía estar a punto de echarse a llorar, y la desazón de su voz parecía auténtica. Pirvan le dio un ligero puñetazo en el hombro.

—Te pido disculpas otra vez. Creo que mi cerebro fue arrastrado río abajo junto con mi bolsa de provisiones.

—No importa. Pero piensa una cosa. Si llevamos nuestras bandas unidas al campamento de Waydol, quizá seamos los más numerosos del lugar. He oído que hay cierto descontento con el Minotauro. ¿Quién mejor que nosotros para aglutinarlo? Pues si Waydol es derrotado por hombres mandados por un Caballero de Solamnia, todos nos habremos ganado la recompensa y una licencia para el pillaje, y nadie podrá decir nada contra nosotros.

El primer pensamiento de Pirvan fue arrepentirse de haber perdonado la vida a Pedoon diez años atrás, y el segundo, que quizás estaba siendo injusto. ¿Qué sabía él de vivir como un forajido en un mundo mucho más duro que las calles de Istar o las ciudades de su imperio?

Su tercer pensamiento fue que tenía que encontrar la manera de desviar a Pedoon de ese rumbo sin provocar un altercado. Conseguirlo le costó un rato; el caballero intuyó la impaciencia de Pedoon antes de haber acabado.

—Creo que estamos tasando el ternero antes de llevarle la vaca al toro —dijo Pirvan lentamente—. Primero, tenemos que conducir a nuestros hombres sanos y salvos hasta el campamento de Waydol, entre bandas de forajidos, patrullas istarianas, riadas y, por lo que yo sé, terremotos, incendios forestales y plagas de mosquitos. Segundo, el descontento debe ser real y no un simple rumor. Waydol ha mantenido unida su banda desde que yo era joven. No es una hazaña propia de un líder cualquiera. Ir contra él podría se simplemente una locura. Tercero, aunque exista descontento, quizá descubramos que, a pesar de todo, nos conviene más apoyarle. Si él quiere negociar desde una posición de fuerza y yo me sumo a esa fuerza, quizá sea lo mejor para todos. Si tuvieras que elegir entre la recompensa y la muerte de tus hombres a manos de la justicia de Istar o por inanición, ¿qué elegirías?

—Mis hombres, por supuesto —dijo Pedoon, y Pirvan no distinguió falsedad alguna en la voz del semiogro—. Llevamos mucho tiempo viviendo en los bosques, señor caballero. Creo que demasiado tiempo. Cómo acabar con eso…

Pirvan apoyó una mano en el hombro de Pedoon.

—Dos bandas, como dos cabezas, son mejor que una para eso, me parece a mí. Volvamos al campamento y pongámonos en marcha.

«Lo cual no significa que no hable con Haimya de no perder de vista a Pedoon a medida que nos acerquemos al campamento de Waydol. La traición es una serpiente con muchas cabezas; si cortas una, las demás todavía pueden morderte».

El mensajero que entregó la carta a Aurinius llegó al campamento montado en un caballo bañado en espuma. Nada más descabalgar, corrió hasta la tienda del general, entrando a trompicones por la puerta y cayendo de rodillas ante él.

El general le dio las gracias y ordenó que lo atendieran adecuadamente, al igual que a su caballo. Pero no se apresuró a abrir la carta.

—¿Malas noticias, señor? —preguntó su secretario.

—No son triviales, sin duda, pero está por ver si son buenas o malas. —Aurinius empezó a alisar la carta—. Parece que han sido avistadas varias naves de Jemar el Blanco frente a estas costas. Como mínimo ocho, tal vez más. El informe es de hace dos días. No ha habido más avistamientos desde que se desató la tormenta.

—Jemar —dijo el secretario pensativamente—. ¿No es el que se casó con…?

—¿Con la Casa Encuintras? El mismo. Lo cual significa que no suelen llamarlo enemigo de Istar. Aun así, no es más que un bárbaro del mar, y los de su calaña raramente son enemigos de forajidos como Waydol. A menos que se peleen por el reparto del botín —añadió Aurinius.

El secretario se rió puntualmente.

—¿Archivo la carta o deseáis dictarme una respuesta?

—Archívala, pero contestarla será lo primero que haga mañana por la mañana —dijo Aurinius. Se levantó y apagó de un soplido la vela que ardía sobre mesa de campaña.

A pesar de la comodidad de su catre, obsequio de su difunta esposa, Aurinius no pudo descansar bien al principio. La tormenta que ocultaba los barcos de Jemar de los observadores de tierra también soplaría ante la flota de Istar en el mar. Tanto si Jemar tenía buenas intenciones hacia Istar como malas, era más probable que las llevara a cabo sin oposición.

A menos que la oposición procediera de medios distintos de los naturales. Los rumores que corrían por el territorio istariano habían llegado hacía tiempo al campamento; Aurinius era demasiado escéptico con los rumores tanto como con la magia para creer ni la mitad de ellos.

Pero ¿qué ocurriría si la campaña fuera a decidirse con un duelo de magia en alta mar? Tales duelos en tierra lo devastaban todo a su paso; Aurinius no recordaba haber oído hablar de ninguno en el mar.

Pero Zeboim era hija de la propia Reina de la Oscuridad y de Sargonnas, dios de la venganza. Se llamaran clérigos, magos o hechiceros, cualquiera que utilizara conjuros sin trabas en nombre de Zeboim era de temer, aunque dijera estar de su parte.

Lo mismo podía decirse de lo que los había mandado por delante.

Aurinius esperaba, más que rezaba, que Jemar contara también con cierta ayuda. De lo contrario, los océanos no serían testigos de un duelo, sino de una masacre, si Jemar nacía el menor movimiento hostil.

Al menos eso indicaba a Aurinius el texto de su mensaje: «Jemar el Blanco no debe ser atacado ni detenido, a menos que haga algún movimiento hostil», y con eso en la mente encontró por fin el sueño.