Hacia el noreste, el desfiladero hendía profundamente la ladera de la montaña. La cima quedaba oculta en amenazadoras nubes oscuras, y al este y el norte se agolpaban más nubes. Un observador de vista aguda podía distinguir los fogonazos de relámpagos en su interior.
—No parece una tormenta natural —dijo Birak Epron. Había espiado a su alrededor disimuladamente para asegurarse de que nadie más que Haimya y Pirvan podían oírlo. Después contempló el río que serpenteaba por el fondo del valle, a sus pies. Pirvan miró a Rubina, pero Epron negó con la cabeza. No quería decir que la hechicera Túnica Negra fuera inocente, sólo que no deseaba oír una acusación contra ella.
Tampoco cabía esperar mucho de tal acusación, además de una furiosa disputa y ciertamente no la verdad. Pirvan empezaba a desear que las circunstancias le hubieran obligado a viajar o bien con Rubina, o bien con la columna de mercenarios. Podía tratar con cualquiera a solas, pero juntas lo hacían sentir que nadaba en aguas demasiado profundas para él.
Sin embargo, el hecho era que el día se acercaba a su fin. Al otro lado del río, en tramos poco profundos que permitían vadearlo, había varios lugares resguardados donde acampar. A este lado todo era roca desnuda y hierba, sin un arroyo de agua fresca. Un risco dominaba la orilla izquierda, rematado por aristas donde podían apostarse arqueros para disparar sobre cualquiera que pasara por debajo.
A Pirvan no le hacía ninguna gracia cruzar el río a una hora tan avanzada del día, pero menos gracia le hacían las demás alternativas.
—Subiré con Rubina y los oficiales —dijo Pirvan—. Tú quédate bastante atrás, en el centro de la columna.
—Muy bien. Por mucho que me guste ella, desearía que se hubiera peleado con Tarothin. Dos magos son mejor que uno, y Tarothin era capaz de decir lo que pensaba. Rubina descubre su cuerpo, pero mantiene su mente invisible a los ojos mortales.
Pirvan se contuvo de felicitar al capitán mercenario por su perspicacia, aunque tardía.
El río era una de esas corrientes malévolas, demasiado poco profundo para pasarlo en barca, demasiado ancho para cruzarlo de un salto y demasiado profundo para vadearlo fácilmente. Además, estaba lleno de animales muertos, por lo que ni beber de él ni atravesarlo a nado eran ideas agradables.
La columna se desplegó por la orilla, buscando un vado. Al final encontraron un banco de arena que se extendía hasta más de la mitad de la anchura del río y formaba un sendero poco profundo que podían cruzar, si no con los pies secos, al menos sin mojarse las ropas y las armas.
—Sin olvidarnos de la comida —añadió Haimya—. Si se echa a perder el pan del caminante y llegamos a un territorio sin caza, cuando lleguemos hasta Waydol estaremos más fiaros que los elfos.
Dos soldados de los más altos cruzaron el río con recias sogas enrolladas a la cintura y las ataron a unos árboles de la otra orilla. Otros soldados altos y fuertes se metieron en el agua y se situaron a intervalos regulares a lo largo de las cuerdas, por si alguien se soltaba. Pirvan no creía que fuera muy necesario: la corriente parecía lenta, aunque había algún que otro remolino.
Pirvan y Haimya encabezaban la marcha, seguidos de Rubina. A pesar de su estatura, consiguió empaparse de pies a cabeza, de modo que cuando salió del agua sus ropas negras se ceñían a su cuerpo como una segunda piel. Se quedó expuesta así, escurriéndose el agua del cabello, hasta que varios hombres tropezaron en sendos hoyos porque no podían apartar la vista de ella.
Pirvan estaba a punto de arrastrarla por la fuerza a un lugar más discreto, cuando oyó un distante retumbar, como un trueno pero más cercano al suelo. Corrió hacia la orilla y miró corriente arriba y abajo. Hacia abajo no se veía nada raro antes del siguiente recodo.
Corriente arriba, una débil neblina parecía elevarse del río. Pirvan forzó la vista y distinguió que el pie de un prominente árbol se desvanecía, y lo mismo ocurrió con otros árboles. Sin perder un segundo, Pirvan formó una bocina con las manos para gritar:
—¡Riada! ¡El río está creciendo! ¡Todo el mundo fuera del agua, buscad el terreno alto!
No todo el mundo tuvo tiempo de obedecer esta acertada orden. El río medía cien pasos de ancho en el punto por donde cruzaban y no todos los hombres que conservaron la calma sobrevivieron. Pirvan vio que Haimya corría hacia el borde del agua, despojándose de su armadura y su ropa mientras corría, con la clara intención de utilizar su pericia como nadadora para salvar a quien pudiera.
El caballero quiso gritar o correr y arrastrarla fuera del agua. En su lugar, hizo señas a dos soldados que ya habían cruzado.
—Llevad a lady Rubina a terreno alto o trepad a un árbol si no encontráis nada mejor.
Acto seguido, el propio Pirvan corrió hacia la orilla, por donde el agua subía casi a la misma velocidad que él bajaba hacia ella. Era imposible detener a Haimya; sus opciones eran dejar que arriesgara su vida o avergonzarla ante todos de un modo que jamás olvidaría.
El caballero esperaba en que su prudencia lo consolaría un poco si su destino era ver con sus propios ojos cómo se ahogaba su dama.
Uno de los soldados que habían cruzado con las cuerdas ya se había zambullido y había sido barrido por las aguas detrás de sus camaradas. El segundo se mantenía más firme sobre sus piernas a pesar de la crecida. A medida que los hombres braceaban hasta llegar al alcance de su mano, los largos brazos de Pirvan los agarraban por la parte del cuerpo o la prenda de ropa más cercana. Después los sacaba del agua como un pescador cuando cobra una pieza de gran tamaño y los arrojaba a la orilla en dirección a Haimya. Ella los sostenía hasta que alcanzaban la tierra, y allí los demás se aseguraban de que escupían toda el agua que habían tragado y que no los sorprendería otra crecida del río.
Si las cuerdas hubieran sido arrastradas desde el primer momento, habrían sufrido un gran número de bajas. Pero aguantaron unos minutos vitales, permitiendo a un buen número de hombres mantenerse en pie hasta que pudieron deshacerse de su carga para nadar. Los que pudieron nadar fueron río abajo, acercándose a las orillas, y muchos encontraron allí la salvación. A lo largo de toda la ribera, corriente abajo, Pirvan vio soldados sacudiéndose como perros mojados, mientras que en el arroyo flotaban los cadáveres de los que no habían tenido tanta suerte.
En la orilla opuesta del río, la pendiente más suave de la ribera contribuyó a que el agua subiera más deprisa. Los que llegaron a tierra seca pronto se encontraron cubiertos de agua hasta las rodillas, luego hasta la cintura y así siguieron hasta perder pie. De nuevo, la crecida se produjo con la lentitud suficiente para que un buen número de hombres se deshicieran del peso y nadaran hasta ponerse a salvo.
Pirvan esperó durante un buen rato que el nivel del río descendería con la misma rapidez con que había aumentado, pero su esperanza fue vana. Cuando el crepúsculo caía sobre la tierra, él y Birak Epron se miraron a través de quinientos pasos de agua, en su mayor parte profunda como dos o tres hombres altos, arrastrando un cargamento de animales ahogados, troncos de árbol a la deriva y pedazos de matorral. Varios cuerpos humanos más flotaban también en él, leñadores o labradores, a juzgar por su indumentaria, y al menos uno que parecía tener sangre de ogro.
—¿Qué podemos hacer ahora? —preguntó Pirvan, medio reflexionando y menos que medio en voz alta.
Rubina, ocupada en cepillarse el cabello, se encogió de hombros.
—Preguntadle a Birak Epron o a vuestra dama antes que a mí.
—Mi dama está apostando la guardia y Birak Epron se encuentra a quinientos pasos de distancia. No puedo gritar o lanzar una flecha mensajera a esa distancia. ¿Os proponéis darme alas o conjurarme una barca?
—Disculpadme, sir Pirvan.
—Os disculparé cuando me juréis, por lo que quiera que juren los magos Túnicas Negras, que no tuvisteis nada que ver con esa riada.
La estupefacción se reflejó en el rostro de Rubina. A alguien menos ducho en fingir lo que no era, Pirvan quizás lo hubiera creído únicamente por su expresión. A ella, en cambio, la escuchó mientras juraba por Takhisis, Gilean y Paladine que era inocente como un bebé nonato de cualquier cosa relacionada con la crecida del río.
Como no cayeron árboles, ni se abrieron grietas en la tierra, ni cayeron rayos del cielo para castigar a Rubina por mentar a dioses del Bien y la Neutralidad en su juramento, Pirvan estuvo dispuesto a creerla. No con mucho más placer en su compañía que antes, pero al menos con menos miedo.
—A decir verdad, yo sería incapaz de conjurar esa riada. Ni siquiera la advertí antes de que lo hicierais vos —añadió la hechicera Túnica Negra—. En el ámbito del agua tengo muy poco poder. No podría jurar que la riada fuera natural, pero por otra parte nos encontramos corriente abajo de un territorio donde ha llovido copiosamente.
—Os suplico que contengáis vuestra lengua acerca de la sobrenaturalidad de la riada —dijo Pirvan, con mayor sequedad de la que pretendía. Pero su tono de voz rebotó en Rubina como un guijarro en un yelmo de batalla, y la maga replicó con una deslumbrante sonrisa que lo hizo sentirse capaz de ponerse en pie de un salto y hacer frente a enemigos formidables.
La sensación no duró mucho, pero perduró la necesidad de hacer frente a problemas tan formidables como cualquier enemigo dotado de un cuerpo. Pirvan empezó a recorrer la ribera de arriba abajo a grandes zancadas, haciendo caso omiso del barro que se adhería a sus botas y a las ramas bajas que le abofeteaban el rostro.
En su orilla del río había veinte hombres, una tercera parte armados y equipados. En la otra orilla estaban Birak Epron y el resto de los supervivientes, y era difícil saber cuántos conservaban sus armas o su equipo. Tal vez la mitad, pero no más.
Naturalmente, el nivel del río descendería pronto. Pero incluso cuando volviera a su caudal anterior, no devolvería la vida a los muertos, no alimentaría y reequiparía a los que ahora no tenían nada más que las ropas empapadas que llevaban puestas.
¿Avanzar o retroceder? Alguien tenía que seguir adelante y averiguar más sobre Waydol. Y si eso era imposible, al menos llegar a la costa y avisar a Jemar el Blanco. Si el bárbaro del mar navegaba demasiado hacia el norte siguiendo la línea de costa, llegaría a la flota istariana, que podía atacarlo a él sólo por falta de alguien más con quien luchar, o porque era un bárbaro del mar que se encontraba en el lugar y el momento más inoportunos.
Pirvan sabía que él y Haimya —con Rubina, si podían confiar en ella— eran capaces de realizar el viaje hacia el norte solos y conseguir tanto como un grupo más numeroso. Sin embargo, ahora había que pensar en ese grupo más numeroso y ocuparse de él, viendo cuántos de ellos estarían casi indefensos ante un ataque serio o incluso de unos vulgares salteadores de caminos.
¿Dividir el grupo, avanzando con unos cuantos hombres y mandando al resto a casa? Aparentemente era lo más prudente, hasta que uno comprendía que también había que dividir a los hombres armados. Divididos, quizá no fueran suficientes para defender a sus camaradas desarmados de ambos grupos. Además, el territorio que habían dejado atrás estaba sobre aviso y los ataques tenían más probabilidades de multiplicarse.
¿Seguir adelante con todos los hombres? Un rumbo peligroso, pero quizás el que menos. Si todo lo demás fallaba, Pirvan podía conducirlos a una de las guarniciones de Aurinius. Su condición de Caballero de la Corona sería garantía suficiente para que los hombres fueran tratados con corrección. Se sentirían humillados, aunque no tanto como él, pero conservarían la vida, en lugar de perecer miserablemente en la espesura.
Si la suerte los acompañaba y conseguían llegar a la costa, un pequeño grupo de hombres armados escogidos podía explorar la fortaleza de Waydol. El resto podía encontrar un lugar seguro en las rocas y esperar, alimentándose de peces, aves marinas y caza, hasta que apareciese Jemar frente a la costa.
Además, no tenían por qué seguir mal equipados. Los hombres cortaban ramas para fabricar lanzas mucho antes de que los armeros se encargaran de ello, los dogales podían atrapar presas humanas además de caza y los palos tenían su utilidad en la lucha cuerpo a cuerpo. Una de las clases más importantes del entrenamiento de los caballeros se llamaba «el hombre peligroso», y enseñaba cómo convertir cualquier objeto en un arma y a mantener hasta el fin las esperanzas de una muerte honrosa, si no de victoria.
De pronto, la burbuja de esperanza de Pirvan reventó. Estos mercenarios no eran Caballeros de Solamnia, ni siquiera habían sido admitidos en la caballería como aprendices. La mitad de ellos eran los vagos o los alborotadores de su pueblo natal, y el resto estaba acostumbrado a tratar con desdén a los patronos que no les proporcionaban armas adecuadas, cuando no a provocar un motín.
¿Qué haría si los demás se negaban a seguir el viaje? ¿Qué haría si Birak Epron se negaba a castigar a los posibles desertores? Eso sería estúpido: Epron tenía que saber mejor que la mayoría que recorrer en solitario un territorio hostil sólo podía acabar de una manera. Pero Epron no podía enfrentarse solo a cincuenta hombres que sólo pensaban en la manera de salir con vida de esta espesura.
Pirvan se sentó y empezó a lanzar guijarros y trocitos de corteza al turbio río que discurría impetuosamente a sus pies. La sensación de haber fallado a aquellos hombres de los que era responsable lo corroía por dentro como un gusano a una manzana.
El Código lo rebatía, por supuesto; aparentemente, era poco lo que no discutía. Decía que ese estado de desánimo era deshonroso en un caballero y había que ponerle fin cuanto antes. Lo que no decía era cómo.
También decía que no había que tomar decisiones importantes en tal estado. Lo que no aclaraba era qué había que hacer cuando las decisiones eran urgentes y el desánimo no tenía ningún viso de desaparecer antes de que fuera necesario tomarlas.
Pirvan calculaba que otros dos o tres capitanes mercenarios veteranos se las habrían apañado tan bien como cualquier caballero. Sin embargo, tenía sus órdenes, sus hombres lo tenían a él… y ambos, sin duda alguna, tenían a Haimya. Su esposa había sido mercenaria el tiempo suficiente para aconsejarle al menos cuánto estarían dispuestos a soportar aquellos hombres. Pirvan sospechaba que los de Birak Epron seguirían a su capitán hasta los confines de Krynn, pero no estaba tan seguro de los demás.
Ahora, a buscar a Haimya. Pirvan se puso en pie… y en ese momento dos de los centinelas armados aparecieron en su campo de visión, reculando. Habían desenvainado sus espadas, pero no las esgrimían y parecían poner todo su empeño en no hacer movimientos bruscos. Uno de ellos tuvo tanto cuidado que tropezó con un tronco caído y cayó de espaldas aparatosamente. Su compañero lo ayudó a incorporarse, pero sin apartar la mirada de lo que quiera que fuera que los perseguía, invisible para Pirvan pero con una fuente de luz propia.
Enseguida, una corta procesión apareció ante la vista de Pirvan. A la cabeza iban dos hombres, uno llevaba una antorcha y otro —que mostraba signos de tener sangre de ogro— una bandera blanca.
Detrás iban cuatro hombres más, armados. Dos tenían la Espada desenvainada y los otros dos transportaban una figura tapada en unas parihuelas hechas de ramas y mantas.
Cerraba la marcha un semiogro alto, con una capa y un yelmo que sugería que era el cabecilla. Además sostenía una lanza apuntando al frente, con la punta balanceándose a solo el grueso de un cabello de la garganta del ocupante de la camilla.
Los porteadores de las parihuelas las depositaron en el suelo. El semiogro alto apartó las mantas con la punta de la lanza del cuello de la persona postrada.
Pirvan sintió como si un cuchillo le atravesara las costillas y luego una mano le estrujara el corazón.
Quien ocupaba la camilla era Haimya.