Tarothin no era el marinero más feliz del mundo, ni siquiera cuando viajaba a bordo de un gran buque como el Copa de Oro. Ahora era aún menos feliz, agarrándose desesperadamente a cualquier asidero que se pusiera a tiro, mientras la chalupa salía cabeceando del puerto occidental de Karthay. El viento soplaba como media galerna, la lluvia azotaba su rostro con diminutos cuchillos, la espuma empapaba todo lo que la lluvia había dejado seco y el Orgullo de las Montañas, el barco fletado por los «realistas karthayanos», podría estar en Nuitari, por todo lo que veía Tarothin de él.
Contaba con el modesto consuelo de estar soportando el mal trago mejor que buena parte de sus compañeros de a bordo. Los nuevos reclutas parecían mercenarios de los más baratos, los desechos de todas las tabernas de Karthay.
Por añadidura, daban la impresión de preferir hundirse basta el fondo del puerto si así acabara su sufrimiento. El olfato de Tarothin le informaba crudamente de hasta qué punto sufrían.
De pronto, algo cortó el viento, las velas cayeron flácidas, alguien gritó: «¡Fuera remos!», y todos los hombres a bordo capaces de empuñar o siquiera reconocer un remo se apresuraron a ocupar sus puestos. Tarothin pensó que no menoscababa su dignidad empuñar un remo con sus manos, y ya había sudado bastante cuando la chalupa se deslizó junto al Orgullo de las Montañas. Sudaba bastante más cuando acabó de ayudar a descargar la embarcación. Tanto la carga como el pasaje tuvieron que ser izados hasta la cubierta del barco en redes, y a Tarothin acabaron escociéndole las ampollas recientes de sus manos a causa del sudor.
Finalmente, los últimos barriles y sacos fueron almacenados en las bodegas, despejando las cubiertas para la tripulación y las quejumbrosas formas postradas de los reclutas. Alguien con lo que parecía los galones de oficial llamó a Tarothin desde la entrada del castillo de proa.
—¿Puedes hacer algo para curar a esos lastimosos payasos? —preguntó el hombre, señalando el cargamento de víctimas del mareo.
Tarothin frunció el ceño. No quería utilizar conjuros de curación tan pronto o en dolencias menores como un mareo. Necesitaba conservar sus energías, sobre todo porque sabía que el Orgullo de las Montañas estaba pobremente pertrechado y necesitaría usar toda su magia pese a consumir raciones muy exiguas. Además, cuanto menos supieran aquellos hombres de sus verdaderos poderes, mayores serían sus posibilidades de sorprenderlos a la hora de utilizarlos.
—Verás, la mayoría de estos muchachos pueden curarse solos, si puedo ayudarlos a que retengan agua y caldo. Si alguien me indica dónde está la cocina, puedo preparar un caldero de dos o tres pociones, que calmará los estómagos. La única magia que necesito es un pequeño conjuro que cualquier mago de pacotilla podría hacer incluso dormido.
El oficial pareció dudar. Tarothin se encogió de hombros.
—Puedo devolverles la salud a todos con un conjuro, pero ¿quieres que haya tanta magia cerniéndose sobre el barco cuando estamos a punto de hacernos a la mar?
—¿Quién te ha dicho que estamos a punto de hacernos a la mar? —El oficial seguía sopesando la idea de pedir ayuda y encerrar a Tarothin en la sentina, cargado de grilletes.
El mago fingió una total indiferencia sobre su destino y la benevolencia del oficial.
—Nadie me lo ha dicho, pero tengo ojos en la cara y ésta no es la primera vez que navego. Además, por feo que sea este viento, es bueno para alejarse de la costa. Si no esperáramos a que se disipasen los conjuros, el viento que se los llevaría podría resultar mortífero.
—Está bien —dijo el oficial con expresión contrariada—. Nuestros patrones istarianos no nos lo agradecerían.
Tarothin memorizó las instrucciones para llegar a la cocina y dejó al oficial intentando que varios de los recién llegados menos mareados ayudaran a sus compañeros más afectados. También se preguntó si las observaciones del oficial indicaban cierto descontento por parte de la tripulación, o simplemente la ancestral reticencia de un marinero de estar a las órdenes de unos marineros de agua dulce.
Al menos no le enemistaría en nada con nadie del Orgullo que su primer trabajo a bordo fuera devolver a cuarenta reclutas mareados cierta semblanza de salud.
Tras varios días de navegar hacia el noroeste, Jemar el Blanco se asomó a una portilla del castillo de proa del Espada del Viento y contempló la escena que se desarrollaba en cubierta. Si hubiera podido comparar sus emociones con las del oficial del Orgullo, quizá se habrían sentido almas afines.
No era que la cubierta del Espada del Viento estuviera atestada de reclutas de rostro verdoso, demasiado mareados para que les importara si vivían o morían. Lo que vio, aparte de los hombres habituales que trabajaban en los preparativos para zarpar, eran tres mujeres prudentemente vestidas con capas encapuchadas encima de sus túnicas, pantalones y botas Bajas, y rodeadas por un modesto círculo de bolsas, baúles y cajas.
Una de las mujeres estaba claramente embarazada, aunque sus ropas holgadas lo disimulaban. Y eso era lo que agriaba el humor de Jemar. La mujer que amaba tanto como su vida y casi tanto como el mar se proponía embarcar con él estando a la mitad de la gestación de su cuarto vástago.
Al menos, un recibimiento civilizado nunca había hecho daño a nadie, ni siquiera a un enemigo jurado, y mucho menos a la propia esposa. Jemar respiró profundamente y salió a cubierta.
Al cabo de un instante ya no pudo respirar porque Eskaia lo estaba abrazando con todas sus fuerzas. Tenía una fuerza sorprendente, para una mujer que apenas le llegaba al hombro, y el calor fluyó a través del bárbaro del mar por el abrazo de la mujer, a pesar de notar la rotundidad de su cintura.
—¿A qué debo este recibimiento? —preguntó Jemar, enarcando las cejas.
—A que me hayas dado permiso para subir a bordo y navegar contigo —respondió Eskaia, con una sonrisa de un blanco deslumbrante en su rostro oliváceo.
—Vaya —dijo Jemar, intentando evitar el tono, y mucho más las palabras, que pudieran provocar una pelea en público—. ¿Y tengo el honor de conocer a tus compañeras de pasaje?
Eskaia dio un paso atrás y propinó un suave puñetazo en las costillas a su marido.
—Si te has olvidado de Amalya, mi primera doncella, entonces me maravilla que te propongas mandar la flota. Menos mal que estoy aquí para ocupar tu lugar si tus sesos…
Jemar no pudo contener la risa. En realidad no era para tomarlo a broma; si Eskaia hubiera nacido en una familia como la de su marido, ahora podría estar recorriendo la cubierta de su propia nave (aunque, cabía esperar, no tan adelantada en su embarazo) y aspirar a navegar algún día bajo su propia bandera. Había adoptado la vida de una dama de los bárbaros del mar como si hubiera nacido para ella, en lugar de ser la heredera de una de las grandes casas comerciantes de Istar.
Jemar dejó de reír cuando cayó en la cuenta de que Eskaia seguía hablando.
—… es Delia, una maga Túnica Roja con un dominio especial de los conjuros de curación y partería. A decir verdad, no espero que permanezcamos en el mar tanto tiempo como para que nazca el bebé, pero Delia también tiene el poder de evitar los percances.
«Abortos es lo que no dirás», pensó Jemar.
Habían tenido suerte con su prole: tres bebés sanos seguidos, y todavía sanos muchos años después de que las comadronas los sostuvieran ante sus orgullosos padres para que los contemplaran. Pero embarcarse en este viaje le parecía a Jemar tentar a la suerte.
Ahora, todos los hombres de cubierta habían dejado su trabajo para dispersarse con el equipaje de lady Eskaia. También la habrían recogido a ella, si no tuvieran que dejar ese honor a su capitán.
«Tal vez sea mejor así. Habbakuk sabe que la aman, y si la ven como un buen augurio…».
Todos los ocupantes de la cubierta del Espada del Viento prorrumpieron en vítores cuando Jemar el Blanco levantó en brazos a su esposa y juntos entraron en el castillo de popa.
Tarothin encontró la cocina del Orgullo de las Montañas tan bien provista como esperaba. Rebuscando, encontró hierbas y especias para una de las pociones, no la mejor pero probablemente sí bastante buena, con un poco de ayuda de la magia y mucha más de los dioses.
El mago Túnica Roja trabajó con rapidez, siguiendo el principio de que si no tiene mal sabor, nadie creerá que hace algún bien. El olor de la poción cuando empezó a hervir casi hizo salir corriendo a los cocineros y pinches de su propia cocina, y los mozos que llevaron las cazuelas a cubierta lo hicieron con la nariz y la boca tapadas con un pañuelo.
Pero funcionó. Cuando el Orgullo de las Montañas estuvo listo para zarpar, los aún pálidos nuevos reclutas se sostenían en pie… y enseguida los contramaestres los pusieron a trabajar en los cabrestantes, izando los velas o amarrando el equipo suelto por cubierta.
Cuando se dirigieron mar adentro, naturalmente, el mal tiempo y el balanceo del barco hicieron cuanto pudieron para devolver a los reclutas a la lista de enfermos, pero no fue suficiente; todos seguían en pie y trabajando, o bien liares de servicio y descansando de una honrada fatiga, ruando el Orgullo se reunió con la flota istariana.
El tiempo seguía sin ser el de un crucero de placer y Tarothin habría jurado que veía niebla, lluvia, espuma y nubes el aire, todo a la vez. Se agarró a la baranda del puente y rato de contar la flota istariana; calculó que serían unas quince naves, del tamaño necesario para transportar más de mil soldados, además de sus respectivas tripulaciones.
Algunos no podían soportar el mal tiempo; las galeras navegaban a toda vela y con las portillas de los remos firmemente atrancadas. Incluso los buques más pesados cabeceaban con un movimiento indolente, que habría provocado náuseas a Tarothin si se hubiera quedado mirándolos demasiado tiempo.
No hizo tal cosa, sino que abandonó la cubierta y se encerró en su camarote, pues sus servicios le habían granjeado un alojamiento individual. Se tumbó en la litera y se rodeó de un ligero conjuro que lo dejaría sumido en trance y de otro más fuerte que lo haría agudamente consciente de cualquier magia o practicante de magia que revelara su presencia en la flota.
No le permitiría interferir con otros conjuros; eso era otro asunto, más grave, aparte de mucho más peligroso. Mientras estaba en trance, no sería capaz de defenderse de un ataque mágico, y mucho menos físico, con la eficacia que hubiera deseado.
Pero la combinación de conjuros tenía una gran virtud. El sería como una mosca en la pared de una habitación, indetectable por los que se dedicaban a sus asuntos debajo, ajenos al escrutinio.
Cuando despertara, la flota de Istar escondería pocos secretos para él.
Lady Eskaia se dejó caer en el segundo asiento más formal del camarote de su marido, el de madera de vallenwood con incrustaciones de coral pulido de color vino y marfil de cuerno de ballena. Jemar reparó en que todavía se movía con cautela y gracia al mismo tiempo.
De hecho, no perdería la gracia hasta los últimos meses del embarazo, cuando ninguna mujer puede evitar adoptar la forma de un melón con patas o moverse como si lo fuera. Por lo demás, podía haber sido un elfo, quizá con la sangre de los kalanestis bajo su oscura tez, con una gracilidad de movimientos instintiva en tierra o en el mar, caminando o bailando, vestida o…
Jemar no obligó a su mente a expulsar ese pensamiento. Obligó a su lengua a encontrar en él la inspiración para modular las palabras que esperaba que devolviesen a su esposa a tierra.
—Eres demasiado hermosa para ser real, aunque te esté viendo aquí sentada ante mí.
—¿Incluso embarazada?
—Incluso así.
Ella le mandó un beso por el aire.
—Nunca dejará de maravillarme cómo pudo un rudo bárbaro del mar aprender a hablar de una manera tan dulce.
—He tenido quien me inspire, mi señora.
—Pues si tan inspirado estáis, mi señor, ¿por qué parecéis tan incómodo por mi presencia a bordo? ¿Traigo mala suerte?
—No. —Eso era básicamente cierto; quienes creían que una mujer a bordo trae mala suerte eran un puñado cada vez más reducido, y Jemar era contrario a tenerlos a su servicio—. Me has traído buena suerte desde que te conocí. Te debo…
—Algo por mi dote y por los contactos que te facilité con la Casa Encuintras y sus aliados, diría yo.
—Tú dirías eso, mientras que yo estoy hablando con gentil pasión…
—Mejor que hablar con menos gentil pasión de verme regresar a tierra en bote.
Jemar se levantó de su asiento de un brinco. Quería ponerse de rodillas, apoyar la cabeza en el regazo de Eskaia y suplicarle que tuviera en cuenta la locura que iba a cometer. En cambio, se irguió con los puños crispados y apoyados con fuerza en los costados.
La mirada de Eskaia pareció atravesarlo como una flecha. ¿Sospechaba que estaba a punto de levantarle la mano? Lo había hecho dos veces; Jemar estaba convencido de que su vida sufriría una dura pérdida si lo hacía una tercera vez. Eso le había obligado a contener su lengua, su mal genio y su afición al vino, nada de lo cual, con moderación, suponía él, le haría ningún daño.
De hecho, la moderación le proporcionaría más años que compartir con Eskaia; ella era unos diecisiete años más joven que él y probablemente sería una beldad de cabellos plateados cuando Jemar fuera una balbuceante ruina de marinero o un cadáver roído hasta los huesos hacía mucho tiempo por los peces de un lejano mar. Quería esos años. Los quería tan desesperadamente que podía saborearlos en sus labios…
Eskaia se puso en pie y lo abrazó; Jemar notó en sus labios sus sueños hechos realidad.
—No me tomo a la ligera los peligros que comporta este viaje, amado mío. Pero recuerda que sobreviví a una tormenta en invierno y embarazada de Milandor, y ahora él me llega al hombro y es fuerte como un minotauro.
—Una tormenta no es una batalla. Si la nave se mantiene a flote, todos los que estén a bordo pueden sobrevivir a la tormenta. Una batalla es otra historia. Una batalla nos puede enfrentar a la flota de Istar, con toda la ventaja de su parte…
—No necesitas hacerme un mapa detallado de los riesgos de este rumbo —lo interrumpió Eskaia—. Pero piensa cuántos peligros puedo evitar. Primero, quizá conozca a alguno de los capitanes istarianos, o al menos a sus subordinados. Si se trata de negociar en vez de luchar, eso nos será útil. Segundo, la flota de Istar quizás esté dispuesta a mandar al yerno de Josclyn Encuintras al fondo del mar, con los dargonestis y los tiburones. No estarán tan dispuestos a hundir a la propia hija de Josclyn Encuintras. Mi padre no es tan viejo como para no ser un mal enemigo.
—¿Me pides que vaya a la batalla mientras todos creen que me escudo detrás de mi esposa? ¿Sabiendo que espera un hijo? —Los dedos de Jemar se crisparon y su voz subió de tono hasta recordar al viento haciendo chirriar el aparejo.
Eskaia no se alteró. Por el contrario, sonrió.
—Elige. Que te consideren un cobarde las mentes estrechas por protegerte, o que te consideren un necio, probablemente no sólo yo, por no aprovechar cualquier arma que los dioses pongan a tu alcance.
Los hombros de Jemar se hundieron. Eskaia no lo reduciría con su lengua como una tormenta reduciría las velas a jirones si creyera que él se había vuelto un necio por orgullo. Pero algo se perdería entre ellos, algo que hacía la vida más dulce de lo que jamás había soñado.
—Si te conozco como debiera, hay otra razón —dijo. Su sonrisa era forzada, pero ella le respondió con otra similar—. Quieres volver a ver a nuestros viejos amigos, los del viaje al golfo del Cráter.
—No eres tan tonto como a veces finges ser, Jemar —dijo Eskaia, y se puso de puntillas para besarlo—. Me alegraré muchísimo de verlos.
—Siempre que no estemos demasiado ocupados esquivando galeras, arietes y lluvias de flechas para decirle a nadie ni siquiera «buenos días» —observó Jemar. Abrazó gentilmente a su esposa—. Ahora manda llamar a esa comadrona con poderes mágicos o a esa maga comadrona, o lo que quiera que sea, y permíteme quedarme satisfecho de sus habilidades. Porque si no es lo que dice ser, quizá todavía acabes regresando a tierra.
—Me parece justo —dijo Eskaia con el recato de una joven de diecinueve años, en lugar de una mujer que pasaba de los treinta.
Jemar quiso rechinar con los dientes ante la futilidad de su amenaza. Pero si no hubiera abandonado ese hábito varios años atrás, el matrimonio con Eskaia habría reducido sus dientes a raigones y su dieta a purés y cerveza.
A ojos de los ignorantes de la magia, Tarothin parecía dormir. De hecho, se habría necesitado magia de cuarto orden o superior para atravesar el disfraz de sueño, y semejante penetración habría convertido el trance en verdadero sueño y poco más para satisfacer la curiosidad de cualquier mago, amistoso o no.
Y más valía, porque Tarothin estaba escuchando mentes versadas en la magia tan de cerca que debían ir a bordo de los barcos de la flota. No pudo identificar cuáles; tenía una vaga noción de que se hallaban en una estancia tan húmeda y oscura que debía quedar muy por debajo de la línea de flotación de un gran buque.
Eso era lo único que veía del entorno físico de los otros. Tenía la impresión de que eran clérigos, más que magos, pero no podría jurarlo aunque tuviera una lengua despierta con la que jurar.
Mucho más vivida fue la siguiente imagen: un mar agitado, con naves surcándolo, velas arrizadas y henchidas, olas embravecidas saltando por encima de las cubiertas y a veces de los castillos de proa. Por delante de los barcos avanzaba una vaporosa bruma que en ocasiones se solidificaba lo suficiente para hacerse reconocible como el Fénix Azul, una forma habitual de Habbakuk.
De pronto, en la ruta de las naves, el mar entró en erupción, vomitando una montaña de agua coronada de espuma. Las tinieblas se espesaron en el interior de la montaña de agua, que conservaba su forma desafiando la intensidad del viento y su propio peso.
La oscuridad se irguió por encima del agua: la monstruosa forma de tortuga de Zeboim, que llevaba el Mal a las aguas como Habbakuk llevaba el Bien. La tortuga saltó fuera del agua por completo y su pico se cerró sobre un ala del Fénix Azul.
Ahora el viento soplaba desde la montaña de agua. Los barcos que ya se escoraban mientras luchaban por apartarse de la ola, se escoraron aún más. Algunos volcaron por completo y se quedaron con la quilla al aire antes de irse a pique; otros tenían la cubierta casi vertical, y los hombres se agarraban a los últimos escasos asideros hasta que sus fuerzas se esfumaban y lo mismo les ocurría a ellos en el hirviente mar.
Los dioses luchaban arrojándose truenos y fuego. El viento arrancó las velas de todos los barcos que aún seguían a flote, desarboló varios y tumbó a otro de costado. Se hundió casi en el acto, como si una mano —¿o un pico?— gigante lo hubiera empujado hasta las profundidades.
El fuego ardía con todos los colores y ninguno, y la mayoría no eran los que un hombre prudente querría identificar con un nombre, pues para ello debería estudiarlos más de cerca, demasiado, y durante mucho tiempo, demasiado. También desprendía calor, y la cresta de la ola humeaba como si toda el agua de un pequeño lago hirviera de pronto hasta convertirse en deslumbrante vapor blanco.
Tarothin vio la muralla de vapor expandirse hacia él, supo que su carne iba a quedar abrasada hasta los huesos, luchó por despertar o invocar un conjuro de protección, o ambas cosas si podía ingeniárselas…
… y despertó bañado en sudor, con la ropa de cama de su litera empapada como si su camarote se hubiera inundado. Miró hacia la portilla; estaba atrancada herméticamente y no entraba ni una gota de agua. Miró hacia el suelo; estaba seco, sin siquiera una mancha oscura en la alfombra de lana barata que había comprado con sus últimas monedas para equipar su camarote.
Tarothin no sabía qué suerte había corrido Habbakuk en este torneo entre dioses. Sospechaba que no sería prudente extenderse demasiado tiempo en este… ¿sueño, visión, pesadilla? Sólo hacía unos pocos años que conocía el conjuro para detectar la magia, que no era muy común entre los magos Túnicas Negras, era raro entre los Túnicas Rojas y estaba prácticamente proscrito entre los Túnicas Blancas.
Pero unos sacerdotes de Zeboim que confabulaban tan abiertamente para obtener la victoria de su diosa sobre Habbakuk quizá se confiaban porque dominaban conjuros muy poco corrientes. Antes del final del viaje, Tarothin podía descubrir que su mente estaba tan abierta a ellos como a la inversa.
Entonces la victoria sólo dependería de quién golpeaba primero.
Tarothin bebió la mitad de su jarra de agua, se desnudó y limpió el sudor de su cuerpo con un trapo empapado en la otra mitad. Cuando acabó, se sintió limpio no sólo de cuerpo, sino también de mente.
Además, se sentía lo bastante lúcido como para saber cuál era su deber. La Neutralidad sugería que no debía golpear el primero si era sólo él quien corría peligro. Pero su neutralidad personal también sugería incluso con más firmeza que no debía tener tales escrúpulos si sus amigos corrían peligro.