10

—¡Ehooo! —Se oyó gritar detrás de las columnas—. ¡Sir Pirvan! ¿Es ésa la última colina?

—Sí. La siguiente es una montaña —gritó Pirvan, formando una bocina con las manos.

En las rocas resonaron las protestas humorísticas y las risas cansadas mientras la columna se aproximaba al final del sendero ascendente. Pirvan aplicó más fuerza a los músculos de sus piernas, sabiendo que la extraía de otra parte de su cuerpo que probablemente la necesitaría antes de tener ocasión de descansar.

Iba en cabeza cuando llegaron a la cima y casi se desmayó de alivio al ver que la ladera descendente era cómoda y el sendero ancho, sin saltos bruscos. Cuando uno pierde a dos hombres en un mismo día por acercarse demasiado a un precipicio con el borde cubierto de lodo o de rocas resbaladizas, un jefe guerrero acaba apreciando las pendientes tan suaves que un bebé podría caer rodando por ellas sin hacerse ningún daño.

También acaba apreciando a los jefes jóvenes competentes. Haimya era uno de los que habría apreciado incluso sin amarla, al igual que Birak Epron y, bastante para su sorpresa, Rubina. La Túnica Negra vestía ropas de hombre aunque ningún soldado habría ido de campaña con aquel sombrero, y eso amortiguaba notablemente sus encantos hasta el punto de distraer menos a los hombres. Tampoco venía mal que, cuando se detenían para pasar la noche, ella recorriera la columna, imponiendo sus manos y su bastón en las llagas, los músculos agarrotados, los pinchazos de las plantas y otras molestias similares. Como cualquier mago Túnica Negra, sus poderes de curación eran modestos, pero hasta ahora nadie de la columna de tierra había sufrido heridas graves. Todos estaban o muertos o en situación de proseguir la marcha.

Pirvan buscó la roca más plana y seca del borde del sendero y se sentó. Luego sacó de una bolsa que llevaba al cinto un mapa del territorio apretadamente doblado en una funda de cuero.

Esta región nunca había formado parte de Solamnia, por lo que los caballeros no la habían cartografiado como otras tierras, desde que se inventaron los mapas. En cambio, habían confiado en que, por el Tratado de la Vaina de la Espada y la Gran Federación, Istar les proporcionara mapas por simple cortesía.

En esto, como en muchas otras cosas, los caballeros recibieron menos de lo debido. Lo más que Pirvan podía decir de este mapa era que su marcha les había llevado casi al final de las colinas, y en adelante encontrarían terreno más llano. Este terreno llano se extendía desde el lugar donde se encontraban hasta la costa, y en algún punto de esa costa se hallaba la fortaleza de Waydol.

Así pues, ahora se internarían en un territorio donde podían tropezarse con la banda del Minotauro. Los habitantes de la región podían ser amistosos u hostiles, en función de la opinión que tuvieran de Waydol. Sus ideas sobre el gobierno de Istar también podían cambiar las cosas, y Pirvan encontró cierto consuelo en comprobar que la mayoría de los hombres que lo acompañaban eran karthayanos.

Pirvan entornó los párpados para contemplar el sol poniente y estudió el camino de bajada. Los árboles eran lo bastante altos para ocultar buena parte, a pesar de la pendiente, por lo que tardó un rato en detectar las columnas de humo de chimenea que se elevaban mucho después del último recodo visible del sendero.

—Hay un pueblo más adelante —dijo a Haimya y Epron—. Está colina abajo, así que seguramente llegaremos antes de que anochezca. Pero ¿podemos confiar en que serán amistosos?

Epron asintió.

—La pregunta más antigua que conozco, para el capitán de una columna en marcha. ¿Cuánto puedo forzar a los hombres? Pues si el pueblo mantiene buenas relaciones con Waydol, quizá sólo estemos seguros si vamos más allá de lo que les conviene a los hombres.

Pirvan no iba a depender de la opinión de Epron hasta el punto de que los hombres dudaran de quién dirigía la columna. Pero no podía negar que él nunca había conducido a la batalla a doscientos hombres y Epron había conducido ese mismo número más veces que dedos tenía (de los cuales le faltaban dos, por culpa de una herida de espada en la mano derecha).

—Muy bien. Iremos por terreno llano hasta donde podamos, montaremos el campamento, apostaremos centinelas y nos acercaremos a inspeccionar el pueblo. En cuanto salgamos del bosque, debemos marchar campo a través y mantenernos bien alejados de las poblaciones.

—Se supone que debemos enterarnos de cuál es la actitud de estas gentes hacia Istar, Waydol, Karthay y, por lo que yo sé, los irdas y los Bárbaros de Hielo —dijo Haimya—. Naturalmente, si fuera tan importante, quizá habrían mandado a dos hombres por delante y el resto habría ido por mar.

—En eso estáis en lo cierto —dijo Epron—. No llamo a vuestro amigo Jemar…

—No hablemos de Jemar mientras pasan los hombres —interrumpió Haimya—. Además, recordemos que está en el mar con la flota de Istar, y no podrá tocarnos mientras el agua no sea bastante profunda para sus quillas.

Pirvan quiso señalar que Jemar, a su vez, estaba a salvo de Aurinius mientras el agua tuviera la profundidad del vientre de un caballo. Pero sabía que las discusiones menores podían convertirse fácilmente en disputas acaloradas.

Al final no hubo necesidad de pasar demasiado cerca del pueblo. Mucho antes, otro sendero más estrecho se separaba del principal, y los exploradores informaron de que salía a campo abierto muy lejos de otras poblaciones.

El camino conducía, sin embargo, a lo que era casi un poblado de carboneros, que tenían sus hornos montados en una veintena de claros, que recorrieron a lo largo del siguiente día de marcha. Para entonces, Pirvan parecía cualquier cosa menos un caballero, y de hecho la columna sólo se reconocía como militar porque los hombres iban armados y en cierto orden.

—¡Humm…! —dijo una carbonera (al menos a Pirvan le pareció una mujer), limpiándose las manos en un mandil de cuero negro como el betún y agrietado como el hielo en primavera—. Amigos, nunca le haréis sombra a Waydol, aunque no caigáis antes de llegar a sus puertas.

Pirvan se encogió de hombros.

—¿Quién dice que vamos a hacer algo más ante su puerta que llamar? Lo que hagamos después de llamar… depende de él y de cómo responda.

—¿No sois de los que lo consideran un enemigo, entonces?

—No, a menos que primero nos confunda por tales a nosotros, e incluso entonces intentaremos no combatirlo con mayor fuerza de la necesaria para obligarle a parlamentar.

La carbonera —definitivamente una mujer, aunque no era mucho más baja que Alatorva el Tuerto— estrujó a Pirvan en un abrazo que lo dejó cubierto de polvo y apestando a sudor.

—Pues que los dioses estén contigo. Pero ten cuidado. Hay mucha gente que quiere la recompensa por Waydol, y quizá tengas que abrirte paso entre ellos por la fuerza antes de llegar a tu destino.

Durante la mayor parte del día, Pirvan y Haimya fingieron tener toda clase de opiniones sobre Waydol, para sonsacar a los carboneros y sus parientes. Al final del día, estaba claro que, al menos entre los carboneros, Waydol no se consideraba un gran enemigo, a veces un amigo y con toda seguridad alguien que hacía enfadar a Istar la Poderosa, de modo que no podía ser tan malo, aunque fuera un minotauro.

Fue más difícil saber qué pensaba el pueblo del sendero principal, pues los carboneros y los aldeanos no eran los mejores amigos del mundo. Los moradores de los bosques sospechaban que los aldeanos besaban la mano (u otras partes) a Istar simplemente porque eran del tipo de personas que hacen esas cosas. Pero en cuanto a los detalles, no conocían ninguno, y al cabo de un rato Pirvan dejó de preguntar.

—No es sorprendente que no nos llevemos bien con los no humanos cuando dos poblaciones humanas tan próximas son incapaces de hacer las paces —dijo Epron después de que el último soldado desfilara por el último claro.

—Quizá no sea una sorpresa, pero algo no tiene que ser una emboscada para ser peligroso —replicó Haimya. Dirigió una prolongada y dura mirada a Epron, y Pirvan recordó que el mercenario sólo tenía humanos en su grupo y no se había molestado en reclutar miembros de otras razas. No era que hubiera muchos en Karthay, pero tenía que preguntárselo.

Excepto que, en este caso, preguntárselo no conducía a ninguna otra parte que a noches de insomnio que Pirvan no podía permitirse, si quería seguir poniendo un pie delante del otro hasta que llamaran a las puertas de Waydol.

Después de aquello, Haimya pensó durante algún tiempo que tal vez había llamado al mal tiempo mencionando emboscadas, porque les tendieron una dos horas después de que dejaran atrás el bosque de los carboneros. Dirigido con mayor fuerza y habilidad, el ataque podía haberles infligido importantes bajas.

Por así decirlo, los aldeanos que les tendían la emboscada en el sendero no habían acabado de decidir a qué lado del camino tenían que situarse. Por eso seguían corriendo de un lado al otro, y a veces parándose a discutir en medio del sendero, cuando los exploradores de Pirvan los descubrieron.

Los exploradores los vieron sin ser vistos y se escabulleron en el acto entre los árboles, avanzando a rastras hasta que consiguieron precisar las fuerzas y posiciones del enemigo. Sus mensajeros corrieron a avisar a Pirvan, quien detuvo la columna mientras escuchaba los informes.

Birak Epron opinaba que, a la izquierda por lo menos, el bosque era lo suficientemente tupido para que un pequeño grupo rodeara a los aldeanos y cayera por su espalda, volviendo así las tornas a su favor. Incluso se ofreció voluntario para dirigir el ataque, pero Pirvan pensó que era más una hazaña para impresionar a Rubina que una táctica sólida.

La hechicera Túnica Negra se había mantenido fiel a Epron, por lo que Pirvan sabía, pero también sabía que el mercenario siempre albergaría dudas, siempre buscaría una nueva manera de crecerse en estatura a los ojos de la dama. Sus observaciones sobre no permitir que ella lo apartara de su deber no eran precisamente huecas, pero tampoco toda la verdad. Por fortuna, sus hombres parecían tolerantes… hasta el momento.

—Envía a tu mejor sargento, con diez o doce hombres elegidos —dijo Pirvan al mercenario—. Nadie pone en duda tu valor, pero nadie podría hacer tu trabajo si te mataran en una escaramuza con enemigos indignos de tu acero.

Epron pareció titubear.

—Tampoco los buenos sargentos no crecen en las zarzas de brearándanos —-dijo—. No he conservado la fe de mis hombres en mí todos estos años mandando a otros a hacer lo que yo no haría.

—Todos éstos años no habías sido tan desesperadamente necesario —el cansancio sugirió a Pirvan la idea de que quizá Birak Epron deseaba una guerra entre Istar y Karthay, que seguramente engrosaría las bolsas de los mercenarios de todas partes.

«Y dejaría un rastro de pueblos quemados, viudas y huérfanos llorando, jóvenes muertos o tullidos en la flor de la vida y mucho más que no sería grato a los dioses».

Se guardó el comentario.

—Epron, elige. No creo que los tipos de ahí delante sean consumados guerreros, pero no están dormidos ni borrachos, así que no podemos esperar eternamente para atacar.

Epron se encogió de hombros.

—-Que sea como vos queráis, sir caballero.

El sargento de Epron y diez hombres desaparecieron rápidamente. Otros hombres se internaron en el bosque por el otro lado del camino. Su misión era cubrir la retirada del grueso de las tropas, sí por azar los emboscados los obligaban a emprenderla.

El resto de la columna debía limitarse a marchar por el sendero, como una lombriz utilizada de cebo en un estanque, para atraer el ataque de los aldeanos. Pirvan rezó brevemente a Kiri-Jolith para que los peces no fueran demasiado grandes ni estuvieran demasiado hambrientos, y luego ocupó su lugar a la cabeza de la columna.

Las suposiciones de Pirvan en cuanto a la fuerza y la habilidad del enemigo no iban muy desencaminadas. Eran poco menos de cincuenta y, de todos los lugares posibles para atacar, habían elegido uno donde se abrían anchas y profundas zanjas a ambos lados del sendero.

Así, cuando las primeras flechas salieron volando de entre los árboles, un soldado o dos cayeron. La mayoría, incluso los menos entrenados, se arrojaron a las zanjas de uno y otro lado. En ambas zanjas había agua, en una hasta la altura de las rodillas de un hombre, por lo que los soldados que se resguardaron en ellas no estaban secos, limpios ni cómodos en su refugio. Tampoco todos los arqueros mantuvieron secas las cuerdas de sus arcos, pero sí los suficientes como para derrotar a los arqueros enemigos, abatiéndolos casi con la misma rapidez con que se asomaban. Al cabo de algunos minutos, la desesperación del enemigo le impulsó a atacar, a pesar de que los oponentes triplicaban su número.

Cuando se lanzaron a la carga, lo mismo hicieron el sargento de Epron y su grupo. Los enemigos de la izquierda del sendero se encontraron entre dos fuegos, empujados hacia terreno húmedo donde apenas podían luchar y menos aun huir, siendo sometidos en unos segundos. Podían haber sido aniquilados hasta el último hombre, pero Pirvan había dado órdenes estrictas de evitar muertes innecesarias. En general fue obedecido. A la derecha, donde el propio Pirvan dirigía a su grupo, la lucha fue más dura. Allí estaban los corazones más valerosos del pueblo y los brazos armados más diestros, y el caballero tuvo que desenvainar su espada para repeler a dos hombres que eligieron a Haimya como adversario.

Pirvan puso fin al problema con una retirada fingida que indujo a los atacantes a salir del bosque, cruzar la zanja y entrar en el sendero. Cuando llegaron, la retaguardia de Pirvan llegó a la carrera y les cerró el paso, encerrándolos en un círculo de acero. Los aldeanos empezaron a agitar sus arcos en el aire, con la cuerda hacia fuera y sin flecha, y pronto lo único que tuvieron que hacer fue atar a los prisioneros.

No, lo único no. Pirvan estaba empeñado en averiguar por qué los aldeanos habían cometido esa estupidez. A pesar de sus órdenes contrarias a las muertes innecesarias, de los cincuenta agresores, unos seis habían recibido heridas mortales, y Rubina se encontró con una abrumadora tarea con muchos de los demás.

Pirvan se sentó en un tocón ante el prisionero de más edad y contempló brevemente al grupo: todos parecían estar sanos y bien alimentados.

—Sentaos —ordenó, señalando el suelo.

—Nos tenéis en vuestro poder, capitán —gruñó el hombre—. No es necesario que seáis compasivo.

—Al contrario —dijo Pirvan—. Es muy necesario, a menos que, además de necios, seáis malvados. Sentaos o quedaos de pie, como gustéis, pero decidme por qué nos habéis atacado.

Al parecer, los aldeanos habían oído decir, sin duda por un espía infiltrado entre los carboneros, que llegaban mercenarios para unirse a Waydol. Eso significaba que podían asolar el territorio a su paso. Además, si los dejaban pasar sin oponer resistencia, la venganza de Istar, en forma de capitanes y jinetes de Aurinius, caería tarde o temprano sobre ellos.

—Entonces perderíamos tanto como hemos perdido hoy en sangre y más aún en riquezas, mujeres y niños, además de nuestro honor. Por lo menos, nuestra sangre derramada hoy ha pagado el precio de todo eso.

Pirvan suspiró. A sus propios hombres no les sobraba gran cosa de nada, salvo los hechizos de Rubina, para compensar las pérdidas de aquellas gentes.

Pero había pergamino y un tintero de cuerno en una de las bolsas de Pirvan y con ellos pudo hacer algo por el pueblo. Los sacó, escribió rápidamente y luego pidió cera a Haimya. En una gota de cera verde de sellar estampó su anillo con el signo de la corona grabado, luego dobló el pergamino y se lo entregó al aldeano.

—Lleva esto a un castillo de los Caballeros de Solamnia, como prueba de que un caballero desea que seas escuchado. Ellos te escucharán y creo que recibiréis justicia, quizá más de la que esperáis.

El hombre miró a Pirvan con desconfianza.

—En todo el territorio es sabido que los caballeros ya no son lo que eran.

—Los caballeros nunca han sido lo que cuentan las leyendas. Los dioses saben que yo no. ¿Sabes que yo era ladrón en Istar, antes de que los caballeros encontraran un trabajo más honrado para mí?

El aldeano parecía ahora completamente desconcertado. Pirvan se puso en pie y obligó al hombre a hacer lo mismo.

—Por eso no necesitas arrodillarte ante mí. Limítate a presentar esa carta a los caballeros y luego juzga cuánto valemos. Quizá te sorprendas.

—Ya estoy sorprendido, sir…

—Sir Pirvan.

—Como he dicho, no sé qué creer de todo esto. Pero quizá las personas como vos hacen que merezca la pena acudir a los caballeros.

En aquel momento, la mayor parte de los aldeanos heridos ya habían recibido los cuidados imprescindibles para poder caminar o ser transportados en parihuelas improvisadas con ramas y capotes. Pirvan se quedó junto a Haimya y vio cómo los aldeanos desaparecían de su vista; después se volvió hacia Birak Epron.

—Reúne a los hombres, cargad a los heridos y los muertos en parihuelas y vayámonos de aquí. Quiero estar muy lejos del bosque antes del anochecer.

Fue imposible estar lejos del bosque antes del anochecer. Lo que desde las colinas parecía terreno despejado, en realidad estaba cubierto de tramos de bosque. Pirvan habría jurado que algunos de los árboles los seguían y se les adelantaban.

Por fin encontraron un punto fácilmente defendible para acampar, con terreno boscoso a un lado y un arroyo de cristalinas aguas al otro. Montaron las tiendas ligeras, dejaron en ellas a los heridos, en manos de Rubina, y un grupo se alejó para enterrar a los dos muertos.

Pirvan se recostó contra un grueso arce y se quitó las botas. No se las había quitado ni secado desde la batalla, y las líneas de color rojo carne que circundaban sus pantorrillas le indicaron que no había sido nada prudente por su parte. Se había despojado de los calcetines y se deleitaba con el tacto de la hierba en sus pies desnudos cuando una sombra se movió en la oscuridad.

Echaba mano a su espada cuando la sombra volvió a moverse y se convirtió en una silueta recortada frente al resplandor de las hogueras del campamento.

—Buenas noches, lady Rubina.

—Buenas noches, sir Pirvan. Sospecho que necesitáis mis servicios de sanadora.

—No es nada que el aíre fresco no pueda curar sin necesidad de que os fatiguéis.

—Tal vez sí, tal vez no. Al menos permitidme verlo, por si fuera tan grave que me obligara a fatigarme más aún para curaros.

—Es cierto. Lo habéis hecho honrosamente y bien, y no sería justo pediros más de lo que podéis ofrecer.

—Soy famosa por mi generosidad, pero gracias de todos modos —dijo Rubina. Pirvan captó el doble sentido, pero sabía que la mejor manera de impedir que Rubina siguiera por aquel camino era guardar silencio.

Pero le costó mucho quedarse callado mucho rato, en cuanto los largos y elásticos dedos de Rubina empezaron a recorrer sus doloridas pantorrillas. Se le escaparon pequeños suspiros de satisfacción, aunque por lo menos ella no insistió en que se quitara los pantalones.

Por desgracia, a los sutiles conjuros amorosos de Rubina no parecía importarles demasiado lo que llevara puesto un hombre. Cuando Pirvan sintió un ardiente deseo de estrechar a Rubina en su regazo y besarla, supo que tenía que marcharse.

Se puso en píe con un esfuerzo, consciente de que cualquiera que lo mirara vería su deseo, y Rubina también se incorporó. Se arrimó a él haciéndole notar que llevaba poca cosa bajo sus ropas de soldado, y después alzó una mano y le acarició la mejilla y los labios.

A continuación se echó a reír —por una vez, no con una risa burlona, sino con otra en la que brillaba una auténtica ternura— y besó a Pirvan en el mentón.

—Yo… Bueno, vos ya sabéis lo que quería y yo ya conozco vuestros pensamientos. Pero por conocer vuestros pensamientos, también sé que… no necesito ese poder sobre vos, sir Pirvan. Tampoco lo conseguiría interponiéndome entre vos y vuestra dama. Tenéis algo muy poco frecuente, los dos. Creo que es el poder de protegeros mutuamente. Si alguna vez pudiera lanzar un conjuro por vos, sería para sacar a relucir ese poder.

Rubina volvió a besar a Pirvan y se alejó con un contoneo de caderas que hablaba claramente de su deseo y de su firme intención de satisfacerlo. Pirvan se apoyó en el árbol durante un momento, frotándose donde la hechicera Túnica Negra lo había besado. No para limpiarse de alguna impureza, sino simplemente para poder creerse lo que había sucedido.

Finalmente Pirvan decidió que el tradicional remedio del agua fría podía funcionar. Remontó la corriente del arroyo desde el campamento, atravesó la línea de centinelas y, en unos matorrales apartados que crecían junto a una tranquila charca, se desvistió y se zambulló en el agua.

Fue refrescante, relajante, purificador y mucho más, todo a la vez. Pirvan disfrutaba con el abrazo del agua como nunca habría podido gozar con Rubina, cuando escuchó un chapoteo demasiado violento para ser de un pez.

Se volvió en el momento en que una cabeza humana emergía del agua, una cabeza de liso cabello rubio que enmarcaba unos ojos, incoloros en la oscuridad, pero con una forma familiar.

—Bienvenida, mi señora.

—Parece que ambos teníamos en la mente un baño —dijo Haimya.

—En efecto —replicó Pirvan. Aunque eso no era ya lo único que tenía en la mente; incluso el agua fría tenía un límite si la compartía con Haimya.

Ella tomó su mano y lo condujo hasta la orilla. Cuando el agua les llegaba a la cintura, él la rodeó con sus brazos desde atrás y le besó la nuca, con cabello mojado incluido. Ella se volvió de cara él… y poco se dijo a partir de entonces, durante tanto tiempo que lo que por fin los despertó fue el ruido de las patrullas de búsqueda del campamento.

Volvieron a dormirse poco después de llegar a su tienda, y el último pensamiento de Pirvan antes de sumirse en el olvido fue: «Todos los guerreros deberían tener compañeras como Haimya. Pero entonces, si así fuera, nunca querrían dejarlas para ir a la guerra. ¿Podría ser ésa una manera de conseguir la paz en todo el mundo, que incluso los dioses han pasado por alto?