9

La reducida expedición tuvo que corregir levemente su rumbo para asegurarse de desembarcar a Pirvan y sus hombres en un lugar seguro. Dejarlos al otro lado de la bahía frente a Karthay sería demasiado cerca de Istariku y su guarnición y su flota, cada vez mayores. Ir hacia el norte, cerca de la entrada de la bahía significaría una marcha mucho más larga por un territorio que ya contaba con guarniciones, donde no crecía una exuberante selva tropical.

Navegar hacia el sur significaba una larga marcha, pero sin grandes ciudades, guarniciones hostiles u otro tipo de grandes obstáculos naturales. Además, era un terreno con agua y caza en abundancia; era imposible que los viajeros llevaran consigo comida suficiente para todo el viaje.

Lo que no pudieran cazar o recoger, pensaban comprarlo, y el oro y la plata reunidos por Jemar y los caballeros darían para mucho a la hora de abrir despensas. Pirvan esperaba que el dinero diera aún más de sí a la hora de cerrar bocas.

Por lo menos sabían mejor que antes con cuánta desconfianza miraban los habitantes del norte el gobierno de Istar. Para algunos, se trataba del recuerdo ancestral de ser gobernados por Karthay o la experiencia más reciente de ser expulsados de sus tierras por los «bárbaros» sometidos, con la ayuda de los Caballeros de Solamnia, en el tiempo de la Gran Federación. Para la mayoría, sin embargo, era el simple hecho de que, cuanto más lejos se hallaban de Istar, menos benigno era el gobierno de la ciudad. Pirvan no era un gran estudioso de la historia, pero había leído lo suficiente en las bibliotecas de los castillos de los caballeros, además de las suyas propias, para haber prendido algo de las lecciones del pasado.

Una de estas lecciones era que cualquier imperio necesitaba que sus provincias periféricas estuvieran bien gobernadas. Cuanto más lejos se hallaban del centro del poder, más fácilmente caían presa de gobernadores y capitanes corruptos… y también les resultaba más fácil trasladar su lealtad a otros gobernantes, una generosa fuente de todo tipo de guerras.

Con todo, tampoco había nadie a quien los habitantes de esta tierra pudieran trasladar su fidelidad, aunque lo desearan. Los enanos de Thorbardin se reirían de la idea de tener súbditos humanos, y Solamnia difícilmente incumpliría el Tratado de la Vaina de la Espada. Pero una tierra donde el descontento estaba en constante ebullición como una cazuela de sopa olvidada, no era una tierra en paz.

Todo esto abrumaba la mente de Pirvan mientras observaba cómo la cola de la columna de tierra abandonaba los botes y vadeaba los últimos metros hasta la orilla. El cielo estaba oscurecido por las nubes y la temprana hora, pero no soplaba la brisa. El mar estaba negro y tan calmado que casi parecía aceitoso.

Mar adentro, la niebla y la lluvia ya empezaban a tragarse al Leopardo Marino, el más cercano de los cuatro barcos. Varios botes ya descargados regresaban laboriosamente al navío de los bárbaros del mar. Pirvan quiso creer que veía a Alatorva plantado en la proa, pero sabía que debía ser un invento de su imaginación.

Un chapoteo muy real junto a él lo hizo volverse. Rubina vadeaba hasta la orilla tras bajar del bote, sujetándose las faldas muy por encima de las rodillas para que no se le mojaran. No había hecho del todo bien eso y sí demasiado bien atraer muchas miradas.

Birak Epron carraspeó.

—Mi señora Rubina, me parece que teníais que haberos puesto un atuendo más práctico antes de subir al bote. Estoy seguro de que, en cuanto desembarquen vuestro equipaje, lady Haimya estará encantada de montar guardia mientras os volvéis a vestir.

Rubina salió del agua y dejó caer sus faldas. Pirvan vio languidecer muchos rostros cuando aquellas extremidades torneadas desaparecieron de la vista.

A continuación, la hechicera Túnica Negra se dirigió al capitán mercenario y le dedicó una de sus deslumbrantes sonrisas.

—Preferiría con mucho contar con vuestra compañía en este empeño… —empezó a decir.

Epron la cortó en seco.

—Señora, no me toméis por un desagradecido, pero tengo obligaciones para con mis hombres. Para el caso, vos también. Un deber que ambos tenemos es el de mantener la disciplina entre ellos.

Rubina frunció el ceño. Era el ceño de una mujer muy astuta que fingía ser tonta.

—Mi querido amigo, parecéis desear que mi primera guerra me resulte muy dura. No sólo he perdido a Tarothin, sino que ahora parece que voy a perder…

—Lady Rubina —dijo Haimya en un tono que excluía cualquier posibilidad de discusión—. Vamos aparte y os explicaré, mientras os cambiáis de ropa, lo dura que es la guerra.

A continuación agarró firmemente a Rubina por el brazo. Por un momento pareció que la hechicera Túnica Negra se resistiría, física o incluso mágicamente, y la mirada de Pirvan se encontró con la de Epron, que reflejaba su misma opinión.

Inconsciente de haber escapado por muy poco, Rubina se dejó conducir hasta una discreta mata de diente de dragón, que en esta costa crecía hasta alcanzar el tamaño de un grupo de árboles jóvenes. Cuando las mujeres desaparecieron, Pirvan se volvió hacia el capitán mercenario.

—Os doy las gracias.

—Protejo a mis hombres de todos los peligros y ellos me protegen a mí, sir Pirvan. Mantengo ese trato incluso contra las Torres de la Alta Hechicería. ¿Algo os ha hecho pensar en algún momento que los mercenarios no tienen honor?

—En absoluto, muy al contrario. Pero también he aprendido a no subestimar el poder de… de…

—¿De una mujer como Rubina para hacer que un hombre piense con otra parte del cuerpo distinta de la cabeza?

—Supongo que es una manera de decirlo.

La quilla del último bote arañó la gruesa arena de la playa al ser arrastrada a tierra. Pirvan contempló la montaña del equipo y las provisiones que dejaban atrás y a los hombres que ya los trasladaban a escondites.

Era una suerte que Birak Epron fuera un veterano capitán mercenario y, en consecuencia, el segundo en la cadena de mando en tierra, por debajo de Pirvan. Sus hombres no sólo eran los mejores de la partida, sino que además hacían un buen trabajo instruyendo a sus camaradas bisoños con sus habilidades y disciplina.

En cuanto a Rubina, Pirvan juró hacer lo que pudiera por dejársela a Haimya y Epron. Si entre los dos no lograban que fuera útil, tendría que intervenir él.

—Os pido perdón por esta falta de hospitalidad, pero perdimos nuestros campos el año pasado —dijo el hombre arrodillado ante Darin. Depositó una bandeja de madera con frutos secos y un trozo de carne salada más dura y oscura que la bandeja que tenía delante el Heredero del Minotauro; después se levantó y retrocedió un paso.

A la luz titilante de las antorchas, Darin vio que sus hombres estaban tan alerta como era menester en un campamento extraño. Podía dedicar su atención al cabecilla sin preocuparse por sorpresas de los hombres del otro bando.

Hombres… y otros seres. En algún lugar de esta tierra, a lo largo de las últimas generaciones, los ogros se habían tomado licencias con mujeres humanas en distintas ocasiones. De los treinta hombres que Darin había contado (con disimulo, porque de lo contrario hubiera provocado una lucha en el acto), al menos diez presentaban signos de tener sangre de ogro.

Entre ellos estaba el cabecilla, el que acababa de dejar el obsequio de comida ante Darin. Tenía su misma estatura y habría sido casi tan ancho y fuerte como él, si el trabajo duro y la escasez de alimento no hubieran mermado el potencial de la sangre de ogro. Tampoco era feo y mucho menos, contrahecho. Los arcos superciliares, la forma de su cráneo, la línea de la mandíbula y el vello apelmazado que le crecía en todas partes menos donde antiguas cicatrices surcaban la piel del cabecilla eran lo único que revelaba su sangre mezclada.

Pero todo aquello había bastado para convertirlo en un forajido. Aunque no de mucho éxito, a juzgar por el estado de sus hombres, sus armas y su campamento; en resumen, no era de los que podían rechazar una alianza si alguien se la ofrecía.

Darin deseó por décima vez en otros tantos días que fuera él quien defendiera la fortaleza y Waydol quien recorriera el país, proponiendo alianzas a las bandas de forajidos, los salteadores solitarios y los simplemente descontentos o los espíritus libres de todo el territorio. Sin embargo, eso era imposible. Ningún caballo podía cargar con el peso de Waydol y había que hacer el trabajo con rapidez.

A decir verdad, tampoco todos los forajidos de esta tierra sentían simpatía hacia los minotauros simplemente porque se opusieran a Istar, o a quienquiera que reclamara la autoridad legal de la región. El Heredero del Minotauro no levantaba sospechas ni ira, como le habría ocurrido al propio Minotauro.

Darin indicó con gestos a sus hombres que se pusieran a su lado. Cuando hubieron formado un semicírculo, abierto hacia el semiogro y su hoguera, Darin empezó a comer.

No tenía tanta hambre como para que la tosca comida pareciera apetitosa, pero mientras comía vio que sus hombres escrutaban a los del otro lado del fuego para ver cuándo estaría lista su comida. Frunció el ceño. No le parecía probable que el semiogro tuviera comida en sus despensas para otros doce hombres. Él mismo estaba comiendo únicamente como gesto de paz, pero lo hacía mientras que sus hombres miraban, en contra de su costumbre, su honor y su buen juicio.

—Hermano de la floresta, ¿puedo preguntarte dos cosas? —dijo al semiogro.

—Aquí se puede preguntar todo, pero en cuanto a lo que se puede responder…

—Comprendo. Primero: ¿es Pedoon el nombre por el que se te conoce, o sólo por el que deseas ser conocido?

El cabecilla se pasó un pulgar por los arcos superciliares.

—He respondido al nombre de Pedoon y a ninguno otro durante años. No creo que supiera que me hablas a mí si usaras cualquier otro.

—Muy bien, Pedoon. Entonces, ¿hay algo que comer en tu campamento para mis hombres? Si no lo hay, ¿somos libres de cazar en vuestra tierra, de modo que no tengamos que elegir entre apretarnos el cinturón y comérnoslo?

Las risas de los hombres de Pedoon fueron secos ladridos. Al mirarlos, Darin podía comprender que no encontraran nada divertidos los chistes sobre el hambre.

—¿Os conformaréis con pan y sal, y a partir de ahí el derecho de caza? —preguntó Pedoon.

Darin asintió. No sabía si el pan y la sal comprometían a Pedoon a descartar cualquier traición, como ocurriría entre los humanos. Dependía mucho de dónde se hubiera criado el semiogro, si entre ogros o entre humanos, pero se lo preguntaría cuando los jefes estuvieran solos.

El pan estaba apenas medio cocido y era de harina de alguna planta que con toda seguridad no había sido creada para tal propósito, y la sal era la más basta de las sales minerales. Pero con los ojos de ambos cabecillas fijos en ellos, los hombres de Darin no se atrevieron a rechazarlos, sobre todo cuando vieron que Darin comía el pan con sal.

Acababan de finalizar su ritual, y algunos ya buscaban sus botellas de agua, cuando un hombre situado tres pasos a la izquierda de Darin se puso de rodillas. Luego abrió la boca y se llevó las manos a la garganta. Le brotaban mucosidades de los ojos y la nariz, y parecía tener ganas de vomitar.

Una figura menuda que se sentaba a la derecha de la fila se puso en pie de un salto y corrió hacia la oscuridad, donde se encontraban los caballos y sus vigilantes. Pedoon gritó y media docena de sus hombres se incorporaron en el acto para perseguir al que corría.

—¡Esperad! —gritó Darin. Un hombre se había dado más prisa que el resto y, cuando Darin se volvía, levantó una lanza.

Darin no llevaba guanteletes, pero la fuerza de su brazo, con o sin ellos, era la misma. Agarró la lanza y tiró de ella, se la arrancó de las manos del hombre y golpeó con el asta a su propietario bajo la mandíbula. El hombre se desplomó hacia atrás en medio de sus camaradas… y todos los efectivos de ambos bandos se pusieron en pie como marionetas suspendidas por un mismo hilo.

Un instante después, todos tenían armas en las manos.

Habría empezado una sangrienta carnicería, de no ser porque la pequeña figura regresó de la oscuridad. Ahora llevaba un bastón, en cuyo mango relucía una sobrenatural luz azul, débil pero visible para todos a pesar del resplandor de la hoguera del campamento.

—¡Esperad! —gritó a su vez Pedoon, y Darin lo repitió como un eco. Sirbones se apresuró a acercarse al hombre que se ahogaba, ahora caído de lado, víctima de convulsiones. Apoyó el bastón en la garganta del hombre, luego en su barriga, después en su pecho y finalmente dio un paso atrás, canturreando con una voz que recordaba a una cigarra gigante a todo volumen.

Se diría que el hombre vació su estómago de todo lo que había comido desde que salió de la fortaleza. Sirbones y dos de sus camaradas lo arrastraron hasta la hierba seca y lo limpiaron con hojas y agua. A continuación, lo cubrieron con dos capotes y Sirbones regresó junto a Darin.

—Ha echado la mayor parte de la poción, mi conjuro eliminará el resto.

—¿Qué clase de veneno era?

—En este tipo de pan podrías esconder una docena a la vez sin detectar el sabor de ninguno —dijo Sirbones—. Pregúntale al envenenador. ¿O puedo…?

—¡No! —Respondió Pedoon, que ahora estaba al lado del nombre que había intentado matar a Darin—. Ha violado l as leyes de los dioses y de esta tierra, ha sido un necio y también un traidor. Pero no penetrarás en su mente.

—¿Estará mejor si le cubres el cuerpo de carbones al rojo vivo hasta que se quede sin voz de tanto gritar y muera sin hablar? —le espetó Sirbones.

Darin se interpuso entre el sacerdote y el cabecilla semiogro.

—¿Responderás a Sirbones? No habrá guerra entre nosotros por esto, pero no te llamaremos amigo sin una respuesta aceptable.

Pedoon encogió sus macizos hombros. Incluso en las paletillas le crecía pelo, aunque en su mayoría era gris.

—Ansik siempre iba un poco a su aire. No sé dónde ha obtenido el veneno. Confío en que cualquiera de sus camaradas que lo sepa se encarguen de que nadie más sea tan estúpido.

Los ojos entornados de Pedoon recorrieron las filas de sus hombres como una ola de fuego.

—En cuanto a por qué ha hecho lo que ha hecho… Han puesto precio a tu cabeza, Heredero del Minotauro. Todos los hombres lo saben. Algunos son menos honorables que otros en el modo de cobrarla. ¿Te das por satisfecho?

Darin miró a Sirbones. El pequeño sacerdote se encogió de hombros. Su rostro decía que la respuesta quizá no lo satisfacía a él, pero tenían pocas posibilidades de recibir otra.

Darin asintió.

—¿Entonces puedo ver la lanza de Ansik?

Darin le tendió a Pedoon la lanza conquistada, con el asta por delante, mientras mantenía una mano apoyada en la empuñadura de su propia espada. Pero no tenía nada que temer. Pedoon se acercó al traidor Ansik, que acababa de recobrar el sentido, y le clavó la lanza en el pecho con todas sus fuerzas.

Ansik casi ni se convulsionó antes de que la vida lo abandonara.

El silencio envolvió el campamento, tan absoluto como si todos los hombres hubieran seguido a Ansik hasta la muerte. Pedoon lo interrumpió con un prolongado grito, ronco y ululante.

El resto de la banda lo secundó; claramente, era un lamento por el muerto, ni ogro ni humano, pero con algo de los usos de ambos. Darin indicó discretamente a sus hombres que escucharan en silencio, hasta que finalizó el lamento.

Cuando las aves y los insectos nocturnos acallados por la sorpresa recuperaron la voz, Pedoon se acercó a Darin.

—¿Quieres acompañarme, Heredero del Minotauro?

—De buen grado.

A Darin no le gustó el oscuro sendero que Pedoon eligió para su paseo, pero lo siguió en silencio. Si su destino era morir por la traición de Pedoon, no podía eludirlo mostrándose como un cobarde o negándose a prestar oídos al cabecilla.

—Creo que sería mejor que nuestras bandas no se unieran —dijo Pedoon—. El hambre y los lechos duros son más fáciles de sobrellevar que tener que preocuparse cada día por la traición, sea de un bando o del otro. Entonces la paciencia se acaba enseguida, hace su aparición el acero, corre la sangre y al final todos somos más débiles que antes.

—Yo pensaba lo mismo —dijo Darin, y sus palabras habrían pasado la prueba de un conjuro de sinceridad de alto nivel—. No creía que vuestra… que tú…

—¿No esperabas tanto sentido común en un ogro? —interrumpió Pedoon, riéndose. En el bosque sumido en tinieblas, la risa de ogro era un sonido aterrador—. Qué vergüenza, tú que sigues a un minotauro.

Darin no supo qué responder. Pedoon se rió con más suavidad.

—No obstante, estoy en deuda contigo por no considerar. La estúpida traición de Ansik una causa para el derramamiento de sangre. Y estoy dispuesto a pagar esta deuda. Hace unos diez años, un hombre nos perdonó la vida a mí y a mi banda junto al golfo, y no he vuelto a saber nada de él. Probablemente moriré con el peso de esa deuda sobre mi espíritu. Pero a ti puedo pagarte.

Pedoon explicó cómo él y otros cabecillas de pequeñas bandas había acordado prevenirse mutuamente cuando entraran visitantes hostiles en el territorio. Ahora estaba dispuesto a jurar, y pediría a los demás que juraran, que cualquiera que fuese en contra de Waydol y su heredero les daría También motivos para dar la alarma.

—No luchar, a menos que sean pocos o podamos reunir una banda más deprisa que nunca. Pero dar la alarma… En eso puedes confiar en nosotros.

Darin estrechó la nudosa mano de Pedoon.

—Y vosotros podéis confiar en que mis cazadores compartirán todo lo que cacen antes de que salgamos de vuestro Territorio.

Regresaron al campamento rodeados por el silencio, exceptuando los ruidos nocturnos de la selva.

—¿Hay sitio en esta mesa? —dijo una voz a espaldas de Tarothin.

El Túnica Roja mantuvo la expresión ausente unos instantes antes de mirar lentamente al hombre de aspecto melifluo que estaba de pie detrás de su silla.

—Supongo que sí —dijo. No arrastró las palabras más de lo necesario: se suponía que sólo había vaciado tres copas de buen vino, lo cual apenas embriagaría a un bebedor empedernido. Nadie lo contrataría si pensaba que se había emborrachado para olvidar las penas de amor.

El hombre se sentó e hizo señas a la camarera para que trajera otra jarra de vino y una bandeja de salchichas. Tarothin tuvo que permitir que le llenara la copa cuando llegó el pedido, pero para él no era ningún sacrificio no beberlo.

Logró fingir que bebía y dejaba que la bebida le hiciera efecto.

—¿Quieres devolvérsela a los que te dejaron tirado? —susurró el hombre, inclinándose hacia él.

—¿A quién?

El hombre empezó a decir algo en voz alta y con cajas destempladas, pero acabó inspirando profundamente.

—Ya sabes a quién. A estas alturas lo sabe todo Karthay.

Si así fuera, alguien le había dado al rumor botas, alas o incluso transporte a lomos de un dragón. Sin embargo, si aquel tipo lo había oído y era de donde Tarothin esperaba que fuera, el rumor había llegado lo bastante lejos.

—Ah, ¿Rubina y sus amigos?

—Ése es el nombre de la mujer que he oído. ¿Y los demás?

—Si lo has oído, ya sabes quiénes son. Malditos istarianos. Triplemente malditos caballeros.

Tarothin dedicó los siguientes cinco minutos a expresa: lo que le gustaría hacerle a Rubina, a ciertos istarianos y: cualquier caballero solámnico que cayera en sus manos. De vez en cuando levantaba la voz lo suficiente para atraer miradas de incredulidad de las mesas cercanas.

Algunos detalles eran de la propia cosecha de Tarothin. Otros procedían de una de las experiencias más desagradables de su vida, el juicio a un mago renegado que había utilizado conjuros de curación para torturar a su víctima. En su mayoría, Tarothin deseaba sinceramente que fueran de su propia cosecha.

Su visitante mantuvo el rostro impasible hasta que Tarothin acabó de despacharse a gusto y luego encargó más vino. El mago esperaba que el hombre fuera al grano, si lo había, antes de que tuviera que beber vino hasta que se le enturbiara realmente el juicio.

—Mira, no sé qué será de ti si vuelves a Istar —dijo el hombre, volviendo a inclinarse hacia él—. Pero hay un grupo de buenos karthayanos que estamos cansados de esta lucha contra Istar. Los dioses han demostrado claramente que la ciudad goza de su favor y nosotros no somos de los que luchan contra los dioses. Por eso vamos a fletar un barco, uno grande, para llevar a muchos karthayanos valerosos y dispuestos a levantarse en armas contra Istar. Necesitaremos magos en abundancia, pero se rumorea que tú vales por tres de los normales. ¿Podemos confiar en ti?

El vino había afectado al hombre más que a Tarothin y tardó un rato en decir todo esto. Para entonces, ya no se fijaba en que Tarothin había dejado de beber.

Eso no era tan malo para el mago. No se atrevía a emplear ni siquiera el menor de los conjuros de autocuración para serenarse, ni para embriagar aún más al otro hombre. El otro podía afirmar que era un karthayano leal al gobierno de Istar, pero si de verdad era karthayano, Tarothin era un kender.

—¿Hay algún lugar adonde pueda ir para enrolarme? —preguntó el mago.

—El local de Egalobos, en el muelle del Maestro de Escuderos.

Tarothin rebuscó en su bolsa con gran parsimonia, como quien se dispone a pagar la siguiente ronda.

—¿Tus amigos… te han dejado… sin dinero? —consiguió balbucir el hombre.

Tarothin asintió, pero el hombre también estaba cabeceando; de pronto cayó de bruces sobre la mesa, derribando la copa de vino. Tarothin creía que se merecía quedarse allí tendido con la barba empapándose en el vino, pero en su lugar llamó a un mozo.

Tuvo cuidado de ir dando bandazos hasta la puerta. Era probable que el hombre no hubiera ido solo. Ningún conspirador que mereciera la pena espiar mandaría como único agente a un hombre que perdía el conocimiento a las tres copas de un vino tan despreciable. Avergonzaría a Tarothin fingir siquiera que tenía alguna relación con él.

Pero borrachos y locos habían derrocado tronos en el pasado. Cuando la guerra y la paz estaban en la balanza, la vergüenza de un mago Túnica Roja pesaba muy poco.

La carta que había escrito Pirvan desde Karthay había tranquilizado a sir Marod.

La carta que acababa de recibir de Istar hizo todo lo contrario.

Sir Marod miró la carta como si desearlo con la intensidad suficiente fuera a cambiar las palabras del pergamino por otras más inocentes, como un poema de amor o la lista de la lavandería.

Desearlo no produjo ningún efecto. Arrimar la carta a la vela sí tendría alguno, pero no bueno. Con todo, la mayor parte de la carta estaba ya grabada en la mente de sir Marod.

El Príncipe de los Sacerdotes enviaba a ciertos poderosos y despiadados sirvientes de Zeboim, la Reina del Mar, a bordo de la flota que estaba a punto de zarpar de Istar. Estaban a sus órdenes, con su bendición, respaldados por los recursos de los grandes templos y específicamente dispensados de la mayoría de las restricciones normales en cuanto a usar su magia.

Esto era lo peor. Los magos Túnicas Negras, Rojas y Blancas y los sacerdotes del Bien, la Neutralidad y el Mal mantenían el equilibrio en Krynn como se mantenía entre las estrellas, cumpliendo ciertas reglas de honor. No tan complejas o comprometidas como el Código de los Caballeros, pero con el mismo fin.

Enviar sacerdotes de Zeboim al mar con órdenes de hacer lo que fuera necesario para obtener la victoria podía ser como quitar la piedra angular del delicado arco del equilibrio de Krynn. Entonces se desataría el caos y todos los seres por igual quedarían sepultados bajo las ruinas.

Sir Marod decidió que estaba cogiendo el gusto a las figuras retóricas teatrales de un modo que bien podía dejar para los poetas y los histriones. Los sacerdotes de Zeboim se encontrarían con la oposición de poderes mágicos o humanos.

Pero su presencia aumentaría el peligro hacia el que navegaban o caminaban Pirvan y sus amigos antes de que se enteraran de su existencia y pudieran ponerse en guardia. Y esto no tenía nada que ver con el hecho de contar con ayuda mágica sólo de Rubina, desde que Tarothin había abandonado la compañía por un ataque de celos.

Sir Marod había ordenado a hombres y mujeres ir a la muerte con anterioridad; no tantos como para haber perdido la cuenta, pero los suficientes como para impedirle conciliar un sueño profundo por las noches. Pero había hecho siempre cuanto podía por asegurarse de que los que iban a morir sabían a lo que se enfrentaban antes de su parada.

Esta vez le roía las entrañas haber enviado caballeros con lanzas rotas y espadas melladas contra enemigos que podían surgir del suelo o caer del cielo sin previo aviso.