8

Su camarote era pequeño y estaba escasamente amueblado, y Pirvan calculó que si recibían su equipaje algún día, la mayor parte tendría que viajar en la bodega. No obstante, lo más importante era que estaban a resguardo del viento y la lluvia, juntos y solos.

Se estaban adormilando en una litera apenas lo bastante grande para uno de ellos y claramente estrecha para dos, cuando una espantosa sacudida de la cubierta los hizo recuperar la conciencia. A Pirvan le sonó como si los Siervos del Silencio los hubieran seguido e intentaran tomar al abordaje el Espada del Viento.

Saltó de la cama, agarró sus ropas y espada con una mano y con la otra intentó reunir un atuendo decente y armas adecuadas para Haimya. Acabó introduciendo ambas piernas en una misma pernera de los pantalones y cayéndose de bruces con la violencia suficiente para hacerse un corte en el labio cuando intentaba saltar hacia la escalera.

Cuando se levantó, lo único que consiguió ver de Haimya eran sus hombros desnudos, un brazo también desnudo que empuñaba una espada y una cara que enrojecía a ojos vista por el esfuerzo de contener la risa. A esas alturas, Pirvan había identificado la voz de Kurulus, informando jovialmente de la llegada de su equipaje y varios marineros nuevos.

Pirvan sentía curiosidad por la última parte de la noticia, pero no tanta como para que esta vez no lograra vestirse adecuadamente y presentarse en cubierta como un caballero, perfectamente armado y con botas bajas. Estuvo a punto de tropezar de nuevo con un cabo del que tiraban varios marineros, pero saltó por encima mientras un baúl que reconoció como el que contenía las armaduras de repuesto de Haimya y suya apareció oscilando ante su vista.

El estrépito de la carga hacía imposible toda conversación. Pirvan se quitó de en medio. Fue entonces cuando vio el Leopardo Marino de Alatorva el Tuerto cerca de babor, e igualmente cerca a estribor un barco que no conocía, pero que lucía el estandarte de la Casa Encuintras en los topes de dos mástiles y en el castillo de popa. Supuso que se trataba del barco de Kurulus.

Y allí estaba, en efecto, el propio Kurulus en persona, sonriendo como un kender que acaba de birlar de una tahona toda la bandeja de galletas recién salidas del horno y el pastel de bodas de alguien.

—¿Todo bien? —preguntó Pirvan.

Kurulus soltó una sonora carcajada.

—Oh, hablaremos a nuestros nietos de esta noche. Entramos en la posada con clase y estilo, contratando por el camino a unos porteadores gracias a la bolsa de Jemar. Hizo falta algo más que la llave para demostrar que teníamos permiso para entrar en vuestras habitaciones. Además, algunos de los sirvientes parecían dispuestos a escabullirse para hablarle de nosotros a alguien, no diré nombres. Por eso subimos las escaleras como si la marea nos estuviera pisando los talones. Entramos en las habitaciones, recogimos todo lo que queríamos llevarnos…

—¿Sin importar mucho si nos pertenecía a nosotros o a la posada? —interrumpió Pirvan.

—Los marineros con prisas no se entretienen en leer etiquetas, si es que saben leer. En cualquier caso, salimos de allí con un poco de ayuda de un carretero al que persuadimos para que se desviara de su camino.

—¿Le robasteis el carro o sólo lo obligasteis a dirigirse al puerto?

—No hagas preguntas y no oirás bulos de marineros —dijo Kurulus, tan devotamente que Pirvan estalló en carcajadas.

—¿Y luego?

—Bueno, los cuatro muchachos que os habían acompañado hasta la chalupa de Jemar subieron después a la nuestra y fueron a prevenir a mi Risa del Trueno. Situamos nuestra chalupa a su lado, levamos anclas y vinimos a reunimos con vosotros. Calculo que tres naves de los bárbaros del mar y la bandera de la Casa Encuintras es suficiente protección contra cualquier cosa que el Príncipe de los Sacerdotes tenga posibilidades de mandar detrás de nosotros.

—Si reúne toda la flota istariana, seremos comida para peces, pero apostaría todo el vino que hay a bordo a que no hará nada semejante. Son muchos en Istar los que piensan que virtud significa honrar a los dioses, en lugar de sólo a un nombre que cree ser uno.

Empezaron a sonar tambores, llamando a los hombres a desplegar velas, y Pirvan se apartó mientras los marineros se dirigían apresuradamente a la flechadura para trepar y a las velas para trabajar desde cubierta. Kurulus estrujó la mano de Pirvan, más que estrecharla, y luego saltó por la borda a su chalupa.

Lunitari volvía a brillar, aunque a través de un velo de nubes, y Pirvan vio cómo las velas se desplegaban una por una e hinchaban con el viento. Después sonaron tambores y pitos avisando a los hombres del cabrestante que levaran anclas y el propio Pirvan corrió hacia proa para empujar las barras, bruñidas por muchos años de sudor de manos de marinero.

No era trabajo para un caballero, pero en aquel momento Pirvan habría limpiado los excrementos de una pocilga para acelerar su marcha de Istar.

Tuvieron un viaje lento pero cómodo hasta Karthay, con muchos vientos tornadizos o contrarios, pero ninguna tormenta. Al segundo día, Haimya se había acostumbrado al balanceo del barco y, aunque todavía estaba pálida, podía acomodarse a la inclinación de la cubierta y sujetarse con un brazo de la jarcia muerta como si se hubiera pasado media vida en el mar.

Pasaron tan lejos de la costa de los escollos de las Flores que Pirvan tuvo que trepar hasta la cofa mayor para divisarlos, oscuros y bajos sobre el agua refulgente por el sol. Allí él, Haimya y Tarothin habían contribuido a salvar el Copa de Oro, al precio de escapar por poco de ahogarse y de una naga marina.

Ahora el mar centelleaba y danzaba de tal modo que costaba creer que pudiera haber nada peligroso en él. Se elevaban arco iris de espuma cuando los cuatro barcos atravesaban las pequeñas olas, las velas se deshinchaban y se llenaban de viento alternativamente entre secos restallidos y, poco a poco, la costa de la bahía de Istar fue quedando atrás.

Tres días de navegación los dejaron a la vista de las montañas que se levantaban detrás de Karthay sin descubrir ninguna señal de persecución. Pirvan se preguntó en voz alta al respecto, y su curiosidad no era en absoluto ociosa. Tenía mucho que hacer en Karthay, tanto si iban en busca de los forajidos del Minotauro como si no. Podría hacerlo más deprisa si no tenía que deslizarse entre las sombras de la ciudad para evitar a sus gobernantes o a los Siervos del Silencio.

Jemar intentó tranquilizarlo.

—A mi entender, el peligro de una persecución terminó en el puerto. La flota istariana está compuesta principalmente por familias de comerciantes. No verá con agrado que se persiga un barco de la Casa Encuintras. Tampoco estarán demasiado contentos con los Siervos del Silencio. La costumbre era que los guardias del Templo permanecieran en el recinto del Templo. Por mandar asesinos juramentados a recorrer las calles, el Príncipe de los Sacerdotes podría ser derrocado, o al menos se quedaría sin el poder de decidir ni cuándo ir al retrete.

Pirvan sólo podía esperar que Jemar estuviera en lo cierto. El jefe de los bárbaros del mar creía en pocas cosas más que sus propias fuerzas y astucia, por mucho que rindiera culto a Habbakuk, dios de los marinos. No sabía hasta qué punto puede corromperse a un hombre diciéndole que es más virtuoso que los demás.

Al menos los Caballeros de Solamnia exigían que uno practicara las virtudes… y hacían su práctica tan exigente que no había tiempo para sentarse y pensar en lo maravilloso que es uno mismo. Sin esa disciplina entre sus seguidores, los Príncipes de los Sacerdotes amenazaban con sembrar la corrupción en nombre de la virtud.

Al cuarto día se encontraron ante un fondeadero en la costa occidental de la bahía. En las cartas de navegación ostentaba el nombre de Istariku. En un dialecto tan antiguo que sólo un puñado de eruditos y clérigos sabía de él más que unas cuantas palabras, significaba «Ojo de Istar».

Nadie sabía qué pretendía vigilar el ojo en los tiempos en que el fondeadero recibió su nombre. Hoy se limitaba a vigilar Karthay y la entrada del golfo, ninguna de las dos a más de un día de navegación del fondeadero.

Además, en las colinas había ruinas que sugerían que Istariku pudo ser en otro tiempo una gran ciudad, pero más interesante para los viajeros era una pequeña agrupación de tiendas en la costa. También en la costa, descansando sobre la arena, había una docena de galeras ligeras, y anclados en aguas más profundas varios buques de mayor calado, algunos claramente navíos mercantes, pero otros con los estandartes de la flota istariana.

Kurulus se ofreció a atracar su Risa del Viento para ver si encontraba compradores para su cargamento. Aún más importante, buscaría capitanes que se fueran de la lengua con el vino suficiente.

—Todo el mundo espera lo peor de los bárbaros del mar, cuando se trata de pillar una borrachera —dijo—. Tendrán las sospechas a flor de piel y las manos cerca de su acero. Pero la Casa Encuintras será mi escudo y mi bastón de mago.

Jemar se mostró de acuerdo, pero no pudo evitar prevenir a Kurulus de que no presumiera demasiado de la bandera de su casa.

—Por lo que he oído, el viejo Josclyn Encuintras ya no es el que era, y quizá no esté aquí mucho más tiempo para ayudarnos.

Kurulus bajó la voz para que únicamente Jemar, Pirvan y Haimya pudieran oírlo.

—Eso es lo que él quiere que piense el mundo. Apostaría el precio de una de esas galeras a que aún vivirá otros diez años. Puede que incluso acepte de buen grado una buena bronca con el Príncipe de los Sacerdotes mientras aún es lo bastante joven para disfrutarla. Disfrutará más aún descubriendo quién de su casa besa el culo al Príncipe de los Sacerdotes y convirtiéndolo en comida para peces.

Como Josclyn Encuintras ya había cumplido los setenta (Eskaia era la última hija de su tercera esposa y la única superviviente de las cuatro que le habían dado entre todas), el homenaje de Kurulus puso celoso a Pirvan brevemente. Con apenas la mitad de la edad del hombre, pensaba tan a menudo en los placeres del hogar y la chimenea como en el honor de aniquilar enemigos.

Pero, por otra parte, él tenía a Haimya, mientras que Josclyn Encuintras no.

Kurulus llevó el Risa del Trueno a Istariku a media mañana, cuando las tres naves de Jemar emprendían su periplo rumbo a Karthay. Kurulus podría haber zarpado antes si no hubiera sido por una discusión iniciada por Rubina: la hechicera afirmaba que se enteraría de muchas cosas útiles si la permitían acompañar a Kurulus.

Tarothin no sólo pareció disgustarse, sino que, en opinión de Pirvan, dijo más de lo que hubiera debido. Rubina pareció disgustarse, pero se mordió la lengua.

Jemar intentó poner paz.

—Mi señora, no dudo de que vuestro poder para hacer balbucir a los hombres supera al del mejor vino. Tampoco cuestiono vuestro derecho a utilizar los poderes que consideréis oportunos para tirarles de la lengua. —Esto último lo dijo dirigiendo una aguda mirada a Tarothin—. Pero simplemente por decir que vais a bordo del Risa del Viento revelaréis más de lo que averiguaréis. Nuestros enemigos se enterarán antes o después de que una hechicera Túnica Negra nos acompaña, una Túnica Negra de Karthay. Pensad que eso podría despertar las sospechas suficientes para que cualquier capitán dispuesto a desafiar el poder de la Casa Encuintras nos causara problemas.

Rubina asintió lentamente.

—Muy cierto. Soy una de esas armas que es mejor sacar sólo en caso de extrema necesidad. Además, cuanto más pueda ayudar a sir Pirvan a utilizar del mejor modo posible su tiempo en Karthay, tanto mejor para todos.

Pirvan esperaba que se refiriera a sus planes de reclutar mercenarios, con o sin la ayuda de los gobernantes de Karthay y los ojos y oídos de los caballeros solámnicos que hubiera en la cuidad.

La maga Túnica Negra se puso de puntillas y sus labios rozaron la oreja de Tarothin.

—Además, me privaría de vuestra compañía. Haría falta un precio mayor que lo que pueda saber por los istarianos para que mereciera la pena.

Su tono casi rezumaba sinceridad y Pirvan entendió claramente el impulso que leía en los rostros de muchos de sus compañeros de viaje:

«Arrojad a esta moza por la borda y su camisón negro detrás. Entre tanto, nada de lo que pueda hacer por nosotros merece que la escuchemos».

Pero los votos de un caballero lo obligaban al honor y la prudencia, y deshacerse de Rubina a aquellas alturas de la misión no obedecería a ninguna de las dos cosas. Además, necesitarían toda la ayuda que pudieran conseguir hasta reunir bastantes hombres para llevar a cabo sus planes.

De modo que Rubina se quedó con Tarothin en el castillo de popa del Espada del Viento y se despidió con la mano de Kurulus cuando hizo virar el Risa del Trueno hacia el fondeadero, desde el cual ya salían varios botes a recibirlo.

El Timonel era una posada de considerable tamaño con una comodidad moderada y un propietario discreto, situada en la zona occidental del puerto de Karthay. Incluso aunque el propietario no tuviera reputación de discreto, según el observador de los caballeros en la ciudad, era lo bastante prudente para improvisar ese don cuando trataba con Jemar el Blanco.

El bárbaro del mar nunca había tenido fama de ser un asesino que se manchaba las manos de sangre por placer, pero sí de buena memoria para las indiscreciones y la traición, y una manera rápida de tratar a los indiscretos o traidores cuando los atrapaba.

Desde una habitación reservada de El Timonel, Pirvan y Jemar se dispusieron a reclutar un grupo de guerreros lo bastante numeroso y temible para sus propósitos. Haimya les prestó toda la ayuda que pudo, pero hacía años que había dejado atrás su época de mercenaria y una parte nada reducida de sus antiguos camaradas se habían retirado o muerto, al igual que todos sus parientes excepto algunos de los más lejanos.

Alatorva salió a las calles para elegir a varios marineros y artesanos gracias a sus conocimientos de los marinos y de los profesionales del trabajo nocturno, por no hablar de unos cuantos viejos amigos de su época de luchador en el circo. También se encargó de conseguir armas, ya que los gobernantes de Karthay podían inquietarse si veían al mismo hombre reclutando hombres y acumulando un arsenal.

Pirvan no supo con certeza, hasta el día de su muerte, si Rubina ayudaba más que estorbaba. Le llevó también el mismo tiempo olvidar una noche en El Timonel, cuando Rubina decidió unirse a él y Jemar en la conversación entablada para contratar a cincuenta hombres a través de un tal Birak Epron.

Epron era un mercenario de cierta reputación, corta estatura y tan nervudo que se podía sospechar la presencia de sangre kender en sus venas, salvo por el hecho de que al principio era más o menos tan locuaz como una de las mesas de la posada. Se sentó en su banco frente a los tres viajeros, bebiendo de su jarra de cerveza, respondiendo a las preguntas con un monosílabo o un gruñido, y sólo hizo dos preguntas durante toda la primera parte de la noche.

—¿Cuál es la recompensa por la cabeza de Waydol? —fue su primera pregunta.

—Eso depende de cuántas cabezas más traigamos, aparte de la de Waydol —dijo Pirvan—. Hay diez piezas por cabeza para todos los integrantes de la expedición que capture a Waydol, además de mucho honor. Si capturamos también al resto de su banda, ¿por qué deberían quedarse con todo los generales que usan un yelmo de oro para proteger una cabeza hueca?

—Porque la cabeza de Aurinius no está hueca —dijo Epron, lo cual era la frase más larga que había pronunciado hasta entonces.

Pirvan decidió que nunca volvería a intentar convencer a un mercenario curtido de que la misión sería fácil.

—¿Os acompaña algún sanador? —fue la segunda pregunta.

Rubina contestó antes de que ninguno de los hombres pudiera hablar.

—Claro que sí. Cualquier mago de mi talla puede invocar conjuros de curación, quizá no del orden superior, pero suficientes para mantener con vida a muchos hombres que de lo contrario morirían. No soy seguidora de Mishakal, pero si tienes algún mal que yo pueda curar, creo que te sentirás satisfecho.

—Si tienes que poner las manos encima de lo que más necesita curación, esta habitación no es lugar para ello —dijo Epron, mirándola con lujuria—. Va contra mi naturaleza quitarme los pantalones si no es detrás de una puerta cerrada.

—Entonces insisto en que vayamos a una habitación con esa puerta que podamos cerrar —dijo Rubina. Apoyó una mano en el hombro de Epron, y Pirvan habría jurado que el hombre flotó realmente varios dedos por encima del banco antes de que sus botas tocaran el suelo.

Rubina apoyaba la cabeza en el hombro de Epron, y él la abrazaba por la cintura cuando llegaron al pie de las escaleras de los dormitorios. Lo malo fue que Tarothin entró en la habitación en ese mismo momento.

Vio a Rubina desaparecer escaleras arriba con otro hombre y su rostro se puso del mismo color que su túnica. Miró en derredor para estallar en furiosas maldiciones… o lanzar un conjuro que haría arder en llamas la posada.

Antes de que se decidiera por alguna de ambas cosas, Jemar se puso en pie, con la mano en la empuñadura de su espada.

—¡Tarothin, déjalo! Eres demasiado viejo para no reconocer a una mujer ligera de falda, aunque en este caso sea una falda negra. Eres demasiado joven para permitir que alguna consiga que te pongas en ridículo. Y, por Habbakuk y Kiri-Jolith, eres demasiado listo para saber que una mujer así no cambiará sus costumbres por tus encantos, por muchos que tengas.

Por un momento, Pirvan pensó que necesitaría interponerse entre el marinero y el mago para que no llegasen a las manos. Sin duda, había miedo en el rostro de todos los que estaban al alcance del oído, lo cual probablemente incluía a todos los presentes en El Timonel y en la calle de paso.

Al final, Tarothin inspiró profundamente, obligó a sus manos a descender a sus costados y se humedeció los labios con la lengua.

—Pirvan, disculpadme ante vuestra dama y ante otros de quienes consideréis que lo merecen. Siento que no puedo continuar esta misión. Rubina domina toda la magia que necesitaréis, aunque no se domine a sí misma mejor que Jemar.

El bárbaro del mar adoptó la expresión de una morsa macho a punto de atacar.

—Me domino a mí mismo y mis naves. Y digo que si crees lo contrario, puedes ahorrarte poner los pies en ninguna de ellas.

—Ése será un placer que no había previsto —rugió Tarothin, y salió caminando a grandes zancadas, tan furioso que chocó con un mozo del servicio y derribó al joven y la bandeja de platos que llevaba, que se hicieron añicos con gran estruendo.

—Ésta no es la noche más provechosa que hemos pasado juntos desde que nos conocemos —dijo Jemar, poco después. Habían tardado un rato en pagar al posadero por los daños y Haimya en utilizar sus antiguas habilidades de enfermera de campaña para recomponer al muchacho. Por la mañana le dolería más que si lo curaba Rubina, pero nadie estaba dispuesto a salir en busca de la Túnica Negra e interrumpir su «curación» de Birak Epron.

Pirvan dijo que estaba agotado poco después y se fue a la habitación que compartía con Haimya. No tenía sueño, pero la necesidad de dormir le servía de excusa para evitar a los demás hasta que mejorara su humor.

Nunca habría creído a Tarothin capaz de una estupidez tan grande como sucumbir a un ataque de celos. No creía que Rubina pudiera ser un sustituto adecuado de Tarothin en ningún sentido, para los karthayanos ni para los kenders, puesto que era una hechicera Túnica Negra y, por lo tanto, una servidora de Takhisis. La Reina de la Oscuridad defendía todo lo que Paladine, patrono de los Caballeros de Solamnia, combatía.

Se preguntó incluso si era justo, y menos aún prudente, proseguir la misión.

El único consuelo que encontró antes de apagar la vela de un soplido fue que ya le había entrado sueño mientras se lavaba y se ponía la camisa de dormir.

Había alguien en la habitación con Pirvan y él sacó la daga de debajo de la almohada en el momento en que fue consciente de ello. Pero se mantuvo completamente inmóvil hasta que, por el olor y el sonido de la respiración, por el susurro de unas ropas y el ruido de unas botas al caer al suelo, reconoció a Haimya.

No necesitaba más reconocimiento, pero lo tuvo igualmente cuando ella se deslizó entre las sábanas y lo rodeó con sus brazos por detrás. Su cálido aliento en la nuca era suave y relajante. Pirvan volvió a dejar la daga bajo la almohada y permaneció inmóvil.

—Kurulus ha regresado —dijo Haimya—. Dice que es mejor apresurarse y poner en marcha nuestros planes. Más barcos, al menos veinte con los correspondientes soldados, se están reuniendo en Istar para sumarse a los que ya están aquí.

Pirvan frunció el ceño. El plan era muy simple: Jemar transportaría a Pirvan y a unos doscientos soldados mercenarios al otro lado de la bahía y los desembarcaría en secreto. Ellos marcharían por tierra, hacia la región dominada por Waydol el Minotauro.

Mientras tanto, Jemar saldría de la bahía de Istar, con otros cien mercenarios, y se dirigiría a hacia el oeste, a reunirse con sus naves y hombres restantes. Los llevaría a la costa donde se creía que estaba la fortaleza de Waydol, al mismo tiempo que la columna que iba a pie llegaba por tierra. Después, al no haber necesidad de cortarle la cabeza a Waydol o a nadie más para completar su plan, los compañeros ofrecerían al Minotauro y a su banda un transporte seguro, fuera del alcance de las flotas y los ejércitos de Istar.

Pero si Istar pensaba mandar más fuerzas por mar y tierra hacia el norte, ahora se había convertido en una carrera. No sólo una carrera por llegar a la fortaleza de Waydol antes que Aurinius, sino también para evitar que Istar impidiera a Jemar hacerse a la mar o a los mercenarios marchar por tierra.

Además, estaba el peligro de que los istarianos, en su arrogancia, lo impidieran sometiendo Karthay a un bloqueo o desembarcando soldados en territorio que los karthayanos consideraban bajo su gobierno directo, más que de Istar. Ambas cosas podrían abrir una brecha mayor entre Istar y Karthay. Evitar esa brecha era el único motivo de que Pirvan y Haimya reunieran a sus compañeros y sus recursos, y dejaran el hogar a instancias de los Caballeros de Solamnia.

Ni siquiera el calor de Haimya en su espalda lo tranquilizó.

Ella sintió la tirantez y la inquietud de su marido y lo estrechó con más fuerza.

—¿Qué te preocupa, mi señor y amor?

Pirvan le confió sus pensamientos y añadió su disgusto con Tarothin.

—No sé si un hombre es alguna vez demasiado viejo para nacer el ridículo por una mujer. Pero Tarothin es demasiado viejo para coger semejante berrinche poniendo en peligro a sus compañeros juramentados.

De pronto notó que Haimya se estremecía convulsivamente y empezó a darse la vuelta para abrazarla y secar a besos las lágrimas que empezarían a rodar inmediatamente.

Lo que ocurrió, sin embargo, fue que los dientes de la mujer casi atravesaron el lóbulo de la oreja izquierda de Pirvan. Por suerte, la almohada amortiguó el alarido del cabañero y, cuando el dolor remitió, comprendió que Haimya no estaba llorando, sino todo lo contrario.

—Mi señora —susurró—. Podéis usar una almohada para ahogar la risa. Pero si no me cuentas después el chiste, : e ahogaré yo a ti.

Lentamente, Haimya se serenó.

—Ojalá hubiéramos podido decírtelo antes —empezó a explicar—, pero sabíamos…

—¿Hubiéramos?

—Jemar, Tarothin y yo. Creo que Alatorva lo adivinó, pero él sabe morderse la lengua y disimular.

—Estás aumentando el misterio, en lugar de desvelarlo —dijo Pirvan cansadamente—. Por favor, sigue.

—Es muy simple: la discusión fue fingida. Tarothin se pueda atrás, con su lealtad hacia Istar y el Príncipe de los Sacerdotes aparentemente restablecida. Con un poco de suerte y unos cuantos sobornos, para los cuales Jemar ha proporcionado la plata, Tarothin podrá embarcarse con la flota istariana. Así tendremos ojos, oídos y magia entre nuestros enemigos… o al menos entre quienes podrían convertirse en enemigos.

Pirvan cambió de postura. La calidez de Haimya a su lado le resultaba tan reconfortante que se habría vuelto a dormir si su mente todavía no girara como un bailarín en carnaval.

—¿No os fiabais de mí?

—De tu honor, sí. De tu cara, no.

—¿Mi cara?

—Habría sido un pergamino en el que nuestros enemigos podrían leer lo que no deberían. Supongo que eras demasiado honrado como ladrón para ser buen actor, y naturalmente hace sus buenos diez años que eres Caballero de Solamnia.

Haimya tardó aún un rato en convencer a Pirvan de que decía la verdad. Cuando finalmente lo consiguió, la respuesta del hombre fue reírse suavemente con el rostro enterrado en su cabello.

Después la abrazó.

—Bueno, quizá no sea tan buen actor como Tarothin, pero tengo una bendición para el resto de esta misión que a él le falta.

—¿Y cuál es?

—Él debe mantenerse célibe el resto de este viaje. Yo, por otra parte…

Haimya puso fin a la conversación con sus labios.