»No se reunieron con Jemar a bordo de su buque insignia, el Espada del Viento, sino en una habitación de gruesas paredes en un almacén del puerto, adquirido por el bárbaro del mar, a través de un discreto agente comercial istariano. El Espada del Viento estaba en el puerto exterior, pero, Jemar nunca habría permitido que se celebrara a bordo de su barco una reunión que requiriese protección mágica contra oyentes indeseados.
—No es que no confíe en ti, amigo Tarothin —dijo el jefe de los bárbaros del mar—. Lo mismo digo para los que navegaron con nosotros. Pero hay muchos marineros nuevos. No les resultará fácil confiar en un mago, y a mí no me resultaría fácil confiar en que todos mantendrán la boca cerrada. Además, me he cansado un poco de que se utilicen conjuros en el mar. Hay más magia que nunca surcando las aguas, y si un barco protegido por un conjuro se tropieza con una tormenta desatada por otro… Bueno, puedo pensar en dos barcos así que se internaron en tales tormentas y nunca volvieron a salir.
—Lo comprendo —dijo Tarothin—. Es el problema que tienen algunos magos con su bastón, cuando quieren usarlo para invocar la magia y luchar al mismo tiempo. Recuerdo que cierto hechicero Túnica Negra intentó desarmar a alguien de un golpe con la punta de su bastón, sin saber que la espada de su adversario estaba protegida por un conjuro, que el bastón liberó.
—¿Y qué sucedió? —preguntó Pirvan, simulando su impaciencia.
La cortesía de los bárbaros del mar exigía que dedicaran cierto tiempo a hablar de la familia, las cosechas, los viajes coronados por el éxito (o no), etc. Jemar era un amigo, con el que Pirvan no sería grosero a propósito, pero también al que habían acudido en un caso de extrema necesidad y con el cálido aliento de los enemigos prácticamente abrasando su nuca.
—Liberado lentamente, quizá no habría sucedido nada —dijo Tarothin—. Pero de golpe… Bueno, nunca encontraron los cadáveres de ninguno de los dos, y el agujero del camino medía veinte pasos de ancho y diez de profundidad. Un vallenwood situado a cien pasos también cayó derribado, pero quizá estuviera podrido…
—Los dioses deben saberlo —dijo Jemar.
Entró un sirviente con pescado salado, hortalizas en vinagre, tortas con salsa de frutas calientes y té de brearándanos, vino y licor. Cuando todos se hubieron servido, Jemar pareció considerar que las exigencias de la etiqueta ya se habían cumplido.
—Bien, me parece que todo el alboroto que está armando Istar tiene que ver con este misterioso minotauro. Así que si encontramos el modo de poner fin a su carrera, también acabaremos con la excusa de Istar para llevar la guerra a la costa septentrional. No será sólo Karthay la que suspire con la alegría de una mujer bien amada cuando eso ocurra. Unos cuantos comerciantes honrados con negocios en Solamnia y Thorbardin se alegrarán de no tener capitanes istarianos vigilando todo lo que hacen. Ahora, con Aurinius al mando, no está tan mal. Se lo considera un hombre honrado. Pero además le gusta dirigir las operaciones desde el frente, lo cual también habla bien de él, aunque probablemente le cueste la vida. Una flecha o un tropezón en una conejera y acabará en el mausoleo familiar y su lugar será ocupado por uno de esos hijos de comerciantes sobornables que saben cómo hacer que la guerra proporcione beneficios a todo el mundo menos a los hombres que derraman su sangre.
Jemar suspiró y se aclaró la garganta con un gran trago de licor.
—Siento hablar así. Dejadme guardar silencio y beber mientras vosotros habláis. Lady Haimya, la belleza debería ir en primer lugar, de modo que si sir Pirvan no se ofende…
—En absoluto —dijo el aludido, y asintió mirando a su esposa.
—Creo que deberíamos empezar en Karthay, y en cuanto los vientos y las mareas nos permitan llegar allí…
La reunión de Pirvan y sus compañeros con Jemar el Blanco no fue la única que esa noche cambió el destino de las razas de Krynn.
En la ciudad norteña de Biyerones, Aurinius se reunió con sus principales capitanes. En el exterior, las calles de la ciudad estaban silenciosas, excepto por el ruido de botas sobre los adoquines de los soldados de la guardia que patrullaban a pie. Esperaba que los ciudadanos consideraran a los soldados de patrulla una protección antes que una amenaza, pero ahora no podía preocuparse por sus opiniones.
—Permaneceremos aquí, con la caballería desplegada como una pantalla desde la costa hacia el sur, hasta Krovari —dijo Aurinius—. Así toda la caballería estará fuera, pero un grupo numeroso a pie no tiene tantas posibilidades de atravesar semejantes defensas. Los grupos pequeños, los ciudadanos y los lugareños pueden apañárselas solos.
—Se podría dudar de su lealtad —observó un capitán de caballería.
—Se podría, en privado —respondió secamente Aurinius—. Pero no comentéis nada de esto cuando otros puedan oíros. Esos norteños son obstinados. Si los llamas traidores en voz alta, podrían ofrecer mayor resistencia. Además, cualquiera que tenga un pleito con un vecino o codicie sus rebaños y tierras utilizará la acusación de traición como excusa para atracar a ese vecino. Istar no tiene bastantes soldados para llevar la paz a una tierra desgarrada por tales pleitos. Y si los tuviera, tampoco nos los mandaría.
El capitán pidió perdón a su general y ya no volvió a abrir la boca.
Aurinius se levantó y se puso frente al mapa.
—Nos defenderemos, con la fuerza y la habilidad, hasta que la flota llegue al norte para asegurar nuestro flanco marino. Cuando ataquemos la guarida del minotauro por tierra y mar, no tendrá escapatoria. Conseguiremos mantener el asedio con fuerzas reducidas aprovisionadas por mar muchos más tiempo de lo que su fortaleza pueda resistir.
—¿Y luego? —Era otro capitán, éste con fama de valiente y cruel a un tiempo.
—Luego quizá consigamos una calavera de minotauro de verdad para la Puerta del Guerrero, o quizá hagamos al menos dos prisioneros capaces de enseñarnos algo sobre la guerra. Creo que ese tal Waydol llegó a nuestras costas a instancias de los minotauros de mayor rango. En la guerra, nunca hace daño averiguar cuánto sabe el enemigo sobre uno y qué métodos utiliza para espiarlo.
También en el norte, pero un poco más hacia el oeste, un minotauro y su heredero humano se hallaban sentados en una peña desde la que se dominaba el mar. Sólo Lunitari brillaba libre de nubes, iluminando un sendero sobre el mar, casi tan inmóvil como una balsa de aceite.
Waydol se revolvió en su asiento. Con los años, su peso y su duro pellejo habían desgastado la roca hasta formar casi una verdadera silla de montar. Luego sacó un katar, un frasco de aceite y una piedra de amolar de una bolsa que colgaba de su cinturón y empezó a afilar su enorme daga.
«Como si no estuviera ya bastante afilada para afeitarse con ella», pensó Darin. Pero sabía que Waydol necesitaba hacer algo con las manos cuando sus pensamientos corrían en una dirección inquietante. Darin no reprocharía a Waydol que estuviera nervioso, teniendo en cuenta lo mal que había dormido desde que regresara con el yelmo de oro de Aurinius. Había pensado incluso en pedir a Sirbones un conjuro medicinal que le ayudara a dormir a pierna suelta.
—Si Istar nos ataca con todas las fuerzas que puede reunir, la cosa puede ponerse muy fea —dijo Waydol por fin.
—No sin pagar un alto precio, en algo más que en generales humillados —replicó Darin.
La risa de Waydol fue un estallido brusco y grave, en lugar del prolongado rugido habitual.
—Habría dado un cuerno por ver la cara de Aurinius cuando sus dos asistentes cayeron sobre él y lo tiraron al barro. Pero no hay placer sin un precio y creo que estamos a punto de pagar el nuestro.
Darin permaneció en silencio, sabiendo que Waydol no estaba tanto pidiendo consejo como intentando aclarar sus ideas exponiéndolas en voz alta. No sería la primera vez que Darin prestaba sus oídos comprensivamente, puesto que sabía desde que tenía poco más de ocho años que el destino de Waydol era más duro de lo que sería jamás el de su heredero. Darin podía morir mañana en combate, pero no habrían pasado más de veinte años antes de ese combate solo en una costa extraña, sin señales de ningún otro ser de su misma raza.
Waydol también guardó silencio un rato, de modo que sólo el suspiro del viento y el lejano murmullo de las olas turbaban la noche. Al fin, Waydol se volvió y miró a su heredero. Por primera vez, Darin vio una nube pálida en la comisura del ojo derecho de Waydol y se prometió comentárselo a Sirbones, con o sin permiso del Minotauro.
—Te he enseñado la forma de hacer la guerra de los minotauros —dijo Waydol—. Por lo menos lo he intentado. ¿Cómo describirías esa forma?
Por un momento Darin pensó que sería más fácil que le crecieran alas y echara a volar que responder a esa pregunta. Pero antes de que la vergüenza lo mantuviera callado por más tiempo, sus labios encontraron las palabras.
—Estar siempre preparado y bien armado. Utilizar en un combate toda la fuerza necesaria, que no es lo mismo que usar toda la fuerza disponible. No iniciar nunca una pelea que sea deshonrosa y no rendirse nunca a un enemigo que haya cometido tal indignidad o que te pida el honor como precio de tu vida.
Esta vez, la risa de Waydol arrancó ecos de los acantilados que rodeaban toda la rada escondida. Palmeó la espalda de Darin y, por un momento, el joven estuvo seguro de que le había descoyuntado la columna vertebral del cuello a la cintura y que tenía varias costillas rotas. Tardó un tiempo en volver a respirar con normalidad.
Entretanto, Waydol se sentó en la peña, con aspecto de tener ganas de bailar, manotear alegremente y cantarle a la luna como un sátiro. Mientras Darin inspiraba su primera bocanada profunda de aire desde hacía un rato, Waydol profirió un impetuoso suspiro.
—Diantre, Darin. Hace muchos años me pregunté si podría criarte con el alma de un minotauro y la de un humano en el mismo cuerpo. He olvidado lo que juré hacer si mi petición era escuchada y sé que no he cumplido el juramento. Sin embargo, ignoro por qué, algunos dioses, tuyos, míos o de alguien a quien no le importa la forma del cuerpo que ocupa un alma, me han concedido mi deseo. Esta noche no creo que haya en Krynn un ser más satisfecho que yo.
Waydol se puso en pie, apoyó una maciza mano en la frente de Darin y alborotó su cabello.
—Baja y duerme un rato, heredero. Creo que será mejor que yo vele esta noche, antes de que hablemos de si Aurinius es un enemigo honorable o no.
Darin comprendió que no era el momento de discutir con Waydol ni de persuadirlo, por lo que descendió hasta su cabaña y se envolvió en pieles calentadas a la piedra. Esperaba pasar otra noche de infierno, pero fue como si el contacto con Waydol le hubiera aplicado un conjuro de sueño de Sirbones. Darin durmió sin soñar hasta que el sol estaba bien alto sobre el horizonte.
En Istar, el Cónclave de Magos se reunía una vez más en la Torre de la Alta Hechicería, sin conseguir gran cosa. Tarothin estaba ausente, lo cual todos esperaban y nadie comentó.
Rubina también estaba ausente, lo cual nadie esperaba y más de uno sí comentó, incluso en profundidad.
También en Istar, el Príncipe de los Sacerdotes se reunió con cierto clérigo que servía a Zeboim, la Reina del Mar. Por lo menos se decía que el hombre era un clérigo y no un mago renegado.
Habló bien y prudentemente, pero ni siquiera el Príncipe de los Sacerdotes, y mucho menos quienes acompañaron al hombre a sus aposentos y después a la salida, podían quedarse impasibles ante la máscara del visitante.
Tenía la forma de una gigantesca cabeza de tortuga, con el pico erizado de colmillos puntiagudos. Sin duda, la Reina del Mar adoptaba la forma de una tortuga gigante cuando se movía por las aguas, pero en esos casos la acompañaban el mal y la destrucción.
Además, fuera lo que fuese lo que brillaba en las cuencas oculares de la máscara, no eran los ojos de un clérigo.
La mayor parte del cielo se había ido cubriendo de nubes, eclipsando Lunitari y la mayoría de las estrellas, cuando Pirvan y sus compañeros salieron del almacén de Jemar. Tarothin se quedó atrás, prometiendo reunirse con ellos por la mañana, después de visitar a ciertos amigos de las Torres.
Las calles adyacentes al puerto eran estrechas y estaban pobremente iluminadas en el mejor de los casos, y eso no lo mejoraban las oscuras nubes que se habían extendido sobre Istar. Pirvan se orientó a partir de los faroles del palo mayor de los barcos amarrados a lo largo de los muelles y se internó en una calle que proclamaba ser el Pasaje de las Chicas Alegres. Tan cerca del puerto, Pirvan sospechaba saber cuándo y por qué estaban alegres las chicas.
Se hallaban a tres calles del agua y sólo a dos de las avenidas mejor iluminadas cuando Pirvan alzó una mano para que el grupo se detuviera. A continuación ladeó la cabeza, intentando captar sonidos humanos entre las rachas de viento cada vez más fuertes.
—Creo que nos siguen —susurró—. Hay que tener ojos hasta en la nuca, preparaos para correr en cuanto dé la orden. Pero no os separéis.
Sus hombres de armas y Haimya asintieron. Al cabo de un momento hicieron lo mismo Alatorva el Tuerto y sus dos marineros del Leopardo Marino. La vacilación intranquilizó a Pirvan. Una traición era impensable en Alatorva… ¿o no? Todo hombre tiene un precio, y con tanto en juego alguien podría proponer…
La oscuridad cobró vida, pero fue la oscuridad que tenían delante.
Eso y el silencio proporcionó a los agresores la ventaja de la sorpresa inicial, y no la desperdiciaron. Un hombre de armas murió con la garganta rebanada y el segundo gorgoteando con un acero clavado en las costillas. Pero no murió antes de que su propia hoja subiera vertiginosamente y se clavara en el mentón de su asesino, hasta enterrarse en el cerebro.
Esto dejaba dos marineros, uno cargado con una bolsa de Jemar, además de Alatorva, Pirvan y Haimya, luchando contra al menos tres veces ese número de enemigos. Alatorva redujo un poco la desproporción derribando a un agresor con un tajo de través que casi partió al hombre por la cintura. Después frenó a otro hombre propinándole un puntapié en la rodilla y rajándole la mejilla con su daga.
Pirvan lanzó una puñalada baja y la punta de su daga resbaló sobre una armadura, oculta bajo las andrajosas ropas de estibador portuario; luego propinó un rodillazo en la entrepierna de su oponente, haciendo que se doblara por la mitad y bajara la cabeza lo suficiente para que Pirvan le aporreara la nuca con la empuñadura de su daga. El caballero saltó hacia atrás mientras el hombre caía y se retorció en el aire para aterrizar con la espalda apoyada contra una sólida pared.
La bolsa de Jemar estorbaba al marinero que la llevaba, pero tenía un arma lo bastante larga y un brazo lo bastante fuerte para mantenerse a salvo un rato sin cambiar de posición. De pronto, un atacante lo rodeó para situarse a su espalda y levantó una espada corta con intención de ensartarlo por detrás, pero Haimya vio al hombre incluso antes que Pirvan, y estaba más cerca.
Fue algo terrible y hermoso al mismo tiempo verla lanzar una estocada a fondo, dirigiendo la punta de su espada hacia la base del cráneo del agresor. Aun en la oscuridad, Pirvan vio cómo la vida se extinguía en los ojos del hombre… y también a un atacante caído que rodaba sobre sí mismo y se agarraba a Haimya por los tobillos.
Desequilibrada, Haimya trastabilló y otro hombre se acercó a ella con dos dagas y logró penetrar en su guardia antes de que Pirvan pudiese siquiera abrir la boca para avisarla. Pero el marinero de la bolsa pisoteó con fuerza las manos que sujetaban a la mujer, y cuando soltaron su presa Haimya se arrojó hacia un lado, amortiguando la caída con el cuerpo del hombre que le había hecho perder el equilibrio.
La espada del marinero de la bola acabó con la amenaza del segundo hombre para Haimya.
En aquel instante, la boca de Pirvan se quedó seca, y unos pasos acolchados sonaron en dirección del puerto. Se volvió, sabiendo que la pared de su espalda sólo le haría ganar tiempo para decir una última palabra o dos, si no podían esperar un contacto…
Un hombre apenas más bajo que Alatorva el Tuerto se materializó en el callejón, con una espada en la mano y un casco de acero en la cabeza. Tenía una barba de marinero peinada en dos trenzas atadas con cintas amarillas. Detrás de él, una docena de hombres más, todos vestidos de marinero, todos bien armados, avanzaron resueltamente.
Alatorva abrazó al que comandaba a los recién llegados.
—Bien, Kurulus, si alguna vez quieres un puesto con Jemar…
Pirvan miró a Kurulus, antiguo contramaestre del Copa de Oro, el barco que había llevado a los compañeros de la misión al golfo del Cráter la mayor parte del camino hasta su destino. Su recompensa de la Casa Encuintras por un brazo fuerte en la lucha y una sólida formación náutica fue un puesto de mando.
—Ahora tengo mi propio barco, Alatorva, y sabes que Jemar no permite que nadie empiece por encima de oficial. Ahora veamos si hemos atrapado al tipo de ratas adecuado.
—¿Quiere alguien explicarme…? —empezó a decir Haimya.
Alatorva le puso un dedo en los labios y estuvo a punto de que se lo arrancaran de un mordisco por sus desvelos.
—Después —refunfuñó, y Pirvan asintió. No sabía qué se traían entre manos los marineros, pero no era frecuente que a un caballero no se le permitiera defenderse de quienes querían acabar con su vida. Un misterio, sí, pero probablemente no un motivo para un Juicio de Honor.
La mitad de los recién llegados montaban guardia. La otra mitad ayudó a Alatorva y Kurulus a dar la vuelta a los cadáveres y registrarlos. Pirvan contó diez muertos, incluidos dos hombres cuyas heridas no parecían tan mortales al principio.
Un agudo siseo que se convirtió en un silbido hizo que todas las cabezas se volvieran. Alatorva sujetaba un cadáver con una mano. Con la otra había abierto la túnica del hombre. Debajo relucía una cota de malla y también una mancha oscura en la axila expuesta.
—Pirvan, Haimya, tenéis que ver esto —dijo Alatorva.
El caballero y su dama se arrodillaron junto al cadáver. A la luz de la lámpara, la mancha oscura de la axila del difunto resultó ser una tatuaje de una corona, muy estilizada, escalofriantemente parecida al emblema de los Caballeros de la Corona solámnicos. Estaba rodeada por un círculo; una mirada más atenta reveló que se trataba de una representación de uno de los cordones tejidos que los clérigos de más edad lucían en la frente en las ceremonias oficiales.
Los clérigos de más edad y, según se decía, el Príncipe de los Sacerdotes.
Pirvan observó largo tiempo el tatuaje de la corona inscrita en un círculo y supo que uno de los rumores más inquietantes sobre el Príncipe de los Sacerdotes de Istar acababa de demostrar ser cierto.
—¿Habíais preparado una trampa para salteadores de caminos, o es que atrapar a los Siervos del Silencio formaba parte de vuestro plan? —susurró Pirvan a Alatorva.
—Juro que sólo íbamos detrás de los hermanos Vlyby y sus contrabandistas —dijo Alatorva. Parecía hablar tanto consigo mismo y con Kurulus como con Pirvan—. Debí imaginar que Haimya y tú atraerías una pesca distinta.
Alatorva podía afrontar su culpa y su vergüenza más tarde. Ahora era muy improbable que el Príncipe de los Sacerdotes contemplara con buenos ojos los acontecimientos de esta noche: diez de sus hombres juramentados, tatuados y entrenados para silenciar a sus oponentes para siempre, contra sólo dos de sus presas, y encima las menos importantes. La existencia de los Siervos del Silencio era ahora conocida por un Caballero de Solamnia y otros testigos, demasiados para eliminarlos antes de que hablaran. El caballero y sus compañeros estaban advertidos del peligro mortal que corrían.
En una situación similar, Pirvan sabía que sus maldiciones harían añicos los cristales y agrietarían las tejas de las casas.
—Muy bien —dijo—. Tenemos que volver junto a Jemar y embarcar en uno de sus barcos cuanto antes, si todavía quiere escondernos.
—Lo ha jurado —respondió Alatorva—. No lo insultes poniéndolo en duda.
—No juró ser nuestro amigo después de haber abofeteado al Príncipe de los Sacerdotes en pleno rostro —repuso Haimya—. No lo insultamos dándole la oportunidad de elegir qué batallas prefiere librar.
—Bueno, yo digo que librará ésta hasta el fin —dijo Kurulus. Se volvió hacia sus hombres—. Todos hemos jurado fidelidad a la Casa Encuintras y ellos todavía están en deuda con estas personas. Sugiero que la paguemos yendo a… ¿dónde os alojáis, sir Pirvan?
—En la posada Los Cuatro Patios.
—Bien, muchachos. Si sir Pirvan nos ofrece alguna prueba de nuestro derecho y un poco de plata para untar manos, habremos salido de la posada y regresado con el equipaje antes de que las ratas del Templo dejen de correr.
Pirvan se obligó a pronunciar unas palabras sensatas, con la misma reticencia que ellas por salir.
—Esto… Pensábamos en dejarlo todo…
—Dejadlo todo —rugió Alatorva— y dejaremos cosas que los esbirros del Príncipe de los Sacerdotes querrán estudiar. Por no hablar de que Jemar probablemente se alegrará más de tenernos a bordo si además no necesita equiparnos de pies a cabeza.
—¿Estás seguro de que alguien nos debe tanto como para enfrentarse al Príncipe de los Sacerdotes…? —preguntó Haimya.
—Oh, callad, señora —la interrumpió Kurulus—. Hemos jurado fidelidad a la Casa Encuintras y eso significa más que si la deuda fuera nuestra. Significa también que quien nos ataca los ataca a ellos, y los sátiros se volverán célibes antes de que ningún templo o torre se enfrente a la Casa Encuintras.
Pirvan le dio una de las llaves de la habitación y dos puñados de piezas de plata que sacó de la bolsa del marinero. Kurulus dividió a sus hombres, cuatro se quedarían con Pirvan y sus compañeros y ocho lo acompañarían a la posada. Luego condujo a los ocho hasta el final de la calle a un paso digno de unos minotauros.
—Es agradable tener amigos —dijo Haimya. Su tono entrecortado indicaba que estaba intentando asimilar los acontecimientos de la noche, pero en realidad deseaba que aflojaran un poco el paso.
—Más que agradable, cuando uno tiene enemigos como el Príncipe de los Sacerdotes —dijo Pirvan, atrayéndola hacia sí—. Yo diría que es la diferencia entre la vida y la muerte.
Las nubes mantuvieron su promesa de más lluvia. Mientras Pirvan conducía a sus compañeros de regreso al puerto, el cielo se abrió y descargó un aguacero que convirtió las alcantarillas en arroyos y las calles en ríos poco profundos.
Al menos ofrecía también cierta protección. Mientras la lluvia estaba en su apogeo, un rebaño de centauros podía haber pasado trotando de cuatro en fondo por cualquier calle de Istar sin ser detectados. Para cuando empezó a amainar, se hallaban en una de las chalupas del Espada del Viento, remando en dirección al puerto exterior y con la vela latina izada para aprovechar el viento de la tormenta moribunda.
Consiguieron una buena marca al precio de casi marearse por el camino. Haimya tuvo que correr a la parte cubierta del puente, donde las sombras la ocultaban de la vista y el viento ahogaba sus ruidos. Cuando volvió estaba pálida, pero caminaba orgullosamente erguida.
—En verdad espero que no tarde tanto en acostumbrarme al balanceo del barco como la última vez —dijo. A continuación oprimió el brazo de Pirvan con tanta fuerza que el caballero dio un respingo, y cuando vio dónde señalaba su esposa con la mano libre, profirió una exclamación impropia de un caballero.
Tarothin se hallaba en la entrada del castillo de proa, no rodeando con el brazo a su acompañante, pero sí tan cerca que resultaba evidente que ella no habría protestado por tal contacto. La acompañante era una mujer, casi tan alta como Haimya, con el cabello negro meciéndose con la brisa, además de resplandeciente a la luz del farol.
Además vestía una túnica negra.
—Naturalmente, quizá sólo sea ropa de viaje —se oyó decir Pirvan a sí mismo.
—Parece que este viaje en barca me ha dejado a mí mareada y a ti atontado —dijo Haimya, tan secamente que sus palabras llegaron a Tarothin y su acompañante. Ambos se volvieron, mientras Haimya avanzaba hacia ellos con expresión de estar dispuesta a arrojar a la mujer por la borda y al mago detrás si protestaba.
Inevitablemente, el caballero siguió a su dama y le dio alcance justo cuando las dos mujeres se estudiaban con la mirada. A Pirvan le recordaron dos lobos decidiendo si era o no el momento de luchar por la jefatura de la manada.
El silencio fue interrumpido dos veces, por Tarothin al carraspear y por unos pasos que sonaron a sus espaldas y resultaron pertenecer a Jemar el Blanco. La hechicera Túnica Negra fijó la vista en Pirvan y él se sintió de pronto como un sátiro frente una mujer decidida a divertirse con él.
Excepto que «divertirse» no sería la palabra correcta, si esta mujer tenía intenciones serias de atraerlo hacia ella mediante la magia. O por cualquier otro medio, añadió su razón, reparando en los grandes ojos oscuros y el resplandeciente cabello negro que lo enmarcaba todo.
«Supongo que una vez al año, más o menos, conoce a un hombre demasiado viejo o demasiado joven para que pruebe sus ardides con él. O eso, o nos ve a todos como presas, y por ello ha desarrollado malas costumbres».
Pirvan agradeció a todos los dioses de Krynn en una sola plegaria general de gratitud que Haimya estuviera a su lado en esta misión. Después sonrió.
—Mi señora, soy sir Pirvan de Tiradot, quizá hayáis oído hablar de mí con el nombre de Pirvan Wayward, el Guardián del Camino. —Enseguida pensó: «Esto no es lo que intentaba decir y podría dar ideas a la dama…, aunque no es que necesite ayuda en esos menesteres».
Para sorpresa de Pirvan, la sonrisa de la mujer era tan seria como la de un clérigo Túnica Blanca.
—Soy Rubina, hechicera Túnica Negra de Karthay. Vuestro amigo Tarothin y yo servimos a una causa muy parecida. Por eso, con el permiso de Jemar el Blanco, embarcaré en esta nave rumbo a Karthay, y más lejos, mientras pueda ser de utilidad.
Por el modo de balancearse de Tarothin y mirarla, una de sus utilidades era demasiado evidente para requerir comentarios. Pirvan y Haimya intercambiaron una mirada. Así Jemar tuvo tiempo para recuperar la voz.
—Confío en que no pretenderéis objetar a quién llevo en mi propio barco. —No era una pregunta.
—¿Tan necio te parezco? —preguntó Pirvan.
—No. Te tengo por un hombre prudente, además de un caballero, y ambas cosas no van siempre juntas —respondió Rubina.
Haimya rió entre dientes, algo que no hacía a menudo y que pareció desconcertar a Rubina. La mujer vestida de negro se volvió y, con majestuosa gracia, rodeó con un brazo a Tarothin.
—Vamos, amigo mío. Creo que se está levantando viento, y a ninguno de los dos nos van bien los resfriados y la tos.
Cuando el puente quedó vacío, salvo de los marineros que se dedicaban concienzudamente a su trabajo, Haimya estalló en carcajadas.
—¿Qué os divierte tanto, mi señora? —preguntó Jemar.
—Al principio estaba celosa. Después vi que esa mujer se había reservado a Tarothin para sí y ya no buscaba en otra parte. Pero apenas puede abrir la boca ante un hombre sin decir algo incitante. Debe malgastar mucho tiempo que sería mejor emplear en otros menesteres.
Pirvan miró hacia todos lados menos a su mujer y fue recompensado cuando ella introdujo los dedos en su túnica y le hizo cosquillas por debajo del esternón. Cuando el caballero recobró el aliento, se volvió hacia Jemar.
—Viejo amigo, confío en tu buen juicio, pero ¿es prudente o necesario llevar a esta hechicera Túnica Negra?
—Tarothin así lo cree, y yo sé por mis propios ojos y oídos en Karthay que tiene mucha influencia en las Torres de esa ciudad. ¿No os han dicho nada de ella vuestros caballeros?
—Ni siquiera su nombre.
—En los años venideros, los caballeros harían bien en hablar más con los magos y hechiceros y menos unos con otros —dijo Jemar.
—Y nosotros haríamos bien en buscar un camarote caliente y resguardarnos de este viento helado —dijo Haimya. Esta vez, Pirvan le cogió la mano antes de que se la introdujera en la túnica y luego se la llevó a los labios y besó la palma encallecida de empuñar la espada.