6

Prepararse para una misión o incluso un viaje no era un asunto trivial cuando uno era Caballero de Solamnia.

Aun así, sólo en contadas ocasiones envidiaba Pirvan su juventud. Sin duda, aquel Pirvan más joven tenía pocas pertenencias que no pudiera cargar a la espalda, y nadie a quien necesitara decir algo más que «adiós». Y sólo por cortesía, y a veces ni siquiera eso, cuando no deseaba que se conociera su partida.

Además, cuando llegaba a su destino, si no buscaba un lugar nuevo para el trabajo nocturno, tenía poco que hacer y nada que corriera prisa. Eso sí, necesitaba un techo sobre su cabeza y comida en su estómago, pero una legión de posadas y albergues baratos ofrecían ambas cosas, y en algunos de ellos las pulgas eran raras y las sirvientas complacientes no eran desconocidas.

Ahora, naturalmente, el esfuerzo requerido para iniciar un viaje la parecía a Pirvan suficiente para emprender una campaña con un regimiento de caballería completo. Órdenes a los hombres de armas rezagados, otras tantas a los sirvientes, y a los senescales, alguaciles, personalidades del pueblo y todos los demás que pudieran llevar a la ruina la hacienda Tiradot por malicia o negligencia. Procurarse caballos (si algunos de los que tenían en los establos no estaban en condiciones) y todo lo necesario para convertir un penco en la montura de un caballero, además de comida, bebida, tiendas de campaña, dinero y cualquier otra cosa que pudieran necesitar si una jornada de viaje acababa lejos de una taberna civilizada (del tipo que ya no era barato cuando la bolsa de Pirvan era magra y no lo era más ahora que estaba bien surtida).

Armas, no había que tomar tantas decisiones difíciles ni tener presente una lista tan larga, ¡alabado fuera Kiri-Jolith! Pirvan sabía que aún le faltaba bastante para adquirir toda la gama de habilidades con las armas que un verdadero Caballero de Solamnia tenía que dominar. Por lo menos que Haimya le diera clases con el espadón significaba que tenía una buena maestra.

La armería sólo entregó una espada y una daga a Pirvan, dos espadas y un escudo a Haimya y una armadura ligera a cada uno, compuesta por yelmo y coraza de peto y espaldar. Ambos llevaban también varias armas ocultas no sólo a los ojos de los extraños, sino también a los del armero, que tenía órdenes de informar de ello a los Caballeros de Solamnia.

Pirvan no sabía cuál era el castigo para un Caballero de Solamnia que llevara un cayado trucado o un bastón de estoque. Lo que sí sabía era que prefería seguir con vida a averiguarlo.

Pronto los días de los preparativos quedaron atrás, todo estaba empaquetado o había sido devuelto a los almacenes, e incluso los caballos parecían impacientes cada vez que Pirvan cruzaba el patio. Lo hizo varias veces el último día, despidiéndose mentalmente de un lugar que se había convertido en su hogar como jamás había esperado que sería en los días en que su nuevo rango le pesaba como un yelmo de medidas equivocadas.

Haimya y él habían salido de viaje por asuntos de los caballeros muchas veces, y unas cuantas por asuntos propios. Con más frecuencia que menos, habían arrostrado peligros mayores de lo que Pirvan sospechaba que les plantearía esta misión.

Pero la despedida de la hacienda se había convertido en un ritual, y Pirvan imaginaba que su espíritu lo repetiría en su último viaje, cuando se llevaran sus despojos mortales al osario del otro lado del arroyo.

Todavía quedaba una despedida más, y en ella no había ritual alguno, porque afectaba a Gerik y Eskaia. Sin ritual porque con cada despedida sabían más que antes acerca de lo que sus padres afrontaban.

Lo que afrontaban y lo que podía barrerlos del mundo sin dejar siquiera un cadáver.

Había ocasiones en que las palabras de despedida estaban a punto de atragantársele a Pirvan. Quería decir otras, que no se le atragantaran. Palabras como:

«Que los ogros se lleven a sir Gehbian y todo lo suyo. Nos quedamos en casa». El asunto de sir Gehbian de Juhrwood había dejado a Pirvan con jaquecas y a Haimya con una cojera que le duró varios meses, y sin ensalmos de curación muy hábiles, ninguno de los dos hubiera conseguido regresar a casa.

Soñaba con decir tales palabras, pero en sus sueños los niños no saltaban a su alrededor, ni gritaban de alegría, ni abrazaban a sus padres, sino que se ponían hoscos y melancólicos, murmuraban acerca del «honor» y de que «ya no sois como erais» y otras frases que no mostraban el menor respeto filial, sino más bien una dolorosa verdad.

—Los hemos educado bien —dijo Haimya una noche, después de que Pirvan le revelara sus sueños—. Son sinceros hasta la médula, no lo niegues.

—¿Quién lo niega? —protestó Pirvan, reacio a ser consolado—. Pero recuerda: ahora debemos despedirnos cuando nos pongamos en marcha. Pronto no les diremos adiós, porque vendrán con nosotros. Luego vendrá lo peor, cuando tengamos que quedarnos sentados junto al fuego y contemplar cómo ellos montan a caballo y se alejan.

—¿Los dos?

—Cualquier hombre que obligue a Eskaia a sentarse junto a la chimenea y ponerse a bordar será atravesado por la aguja más larga y afilada de nuestra hija. ¿Y has pensado en cómo reconciliar a Gerik con una vida que él calificaría de menos que honorable?

—Imposible. Parece haber aprendido algo bueno de esos señoritos, además de lo otro.

—Supongo que su madre no ha tenido nada que ver en ello.

—Menos que su padre, yo…

Pirvan la silenció con un beso, y la discusión murió antes de que naciera.

—Papá —dijo Eskaia—, ¿puedo hacerte una pregunta?

—¿Tendré que contestarla?

—Creo que sí, porque tanto Gerik como yo necesitamos saber la respuesta.

—¿Por qué no está aquí Gerik y lo pregunta por sí mismo?

—Él… Creo que tiene miedo.

—¿Miedo? —Pirvan frunció el ceño y dijo con fingida seriedad—: No es digno de la sangre de un caballero…

—Es la sangre de un caballero lo que nos preocupa —exclamó Eskaia—. A los dos. ¿Qué pasará si tú y mamá no volvéis?

Pirvan alzó la vista al cielo. Ningún dios le ofreció una pista, un consejo o siquiera un gesto grosero indicándole que el problema era exclusivamente suyo.

Por esto último, Pirvan se sintió agradecido. No estaba de humor para que le dijeran lo que ya sabía.

También sabía que no era cuestión quién sería el tutor de los niños, quién pagaría su educación, cómo conseguiría Eskaia su dote y Gerik su entrenamiento con los caballeros, etc. Todo eso ya lo sabían y se sentirían insultados si les repitiera alguna parte.

—Eskaia, no estoy seguro de qué quieres saber que no te hayamos dicho ya.

La niña miró a su padre con una expresión compasiva que Pirvan conocía muy bien. Significaba que, de no haber sido su padre, lo habría considerado demasiado idiota para andar suelto por las calles.

—Esto… es difícil decirlo bien.

—Inténtalo. Escucharé todo lo que tú y tu hermano tengáis que decirme, y lo mismo hará mamá. Al menos una vez.

—Papá, si tú y mamá morís, ¿quién nos preparará para que podamos vengaros?

Las palabras salieron a borbotones. Pirvan fue consciente de quedarse boquiabierto, mientras su mente intentaba asegurarse de que sus oídos no le habían engañado.

Ganó tiempo abrazando a Eskaia, pero se fue de la lengua y tuvo que explicar qué significaba «educar bien».

—¿Eso significa que sabremos luchar tan bien como tú? —preguntó la niña.

—Incluso tan bien como tu madre, que es mejor que yo —dijo Pirvan—. Recuerda que cuando yo era un ladrón, sólo iba armado para defenderme. No era ningún luchador.

—Sí, fue muy honorable por tu parte intentar no hacer daño a nadie mientras robabas —dijo Eskaia con calma—. Pero si alguien os mata a ti y a mamá, nuestro honor exige que lo matemos.

—Es cierto —dijo Pirvan. No pudo negar la sensación de que, mientras no miraba, su hija se había transformado en algo que no reconocía. Amar sí. Pero reconocer era otra historia, aunque sospechaba que todos los padres podían contarla.

Se planteó explicar que los hijos de los Caballeros de Solamnia estaban ligados a otras nociones del honor que la venganza de sangre… o al menos debían considerarse ligados a ellas. Por lo que Pirvan había oído en forma de quejas por parte de sus camaradas, incluso los hijos mejor educados acaban a veces poniendo los pelos de punta a sus padres.

En su lugar, eligió una forma más práctica de tranquilizar a su hija.

—Tendréis toda la preparación que podáis asimilar de quienes se hagan cargo de vosotros —dijo Pirvan con firmeza—. Pero preocupaos por vengarnos cuando estemos muertos y nuestros asesinos no. Espero que no creas que tu madre y yo somos presa fácil.

—¡Nunca! —exclamó Eskaia. Dio un pisotón en el suelo. Si le hubieran pedido que escupiera en el piso de un templo, no habría podido indignarse más.

—Entonces ya hemos acabado con esto, pero no con las despedidas. Si tu hermano se digna bajar… No necesita lavarse…

Eskaia se alejó como una piedra arrojada por una catapulta de asedio.

Ahora todas las despedidas, e incluso las carreras de última hora para recoger artículos vitales olvidados, habían quedado atrás hacía varios días. El viaje de Tiradot a Istar pasaba por tierras bien cuidadas, con buenos caminos incluso en las colinas y suficientes personas honradas cerca en todo momento para desanimar a las de la otra clase.

No era que Pirvan y su pequeña compañía tuviese mucho que temer de la medida habitual de bandoleros y forajidos. Era demasiado evidente que iban armados y estaban alerta, sin prometer botín alguno y sí una encarnizada defensa, además de una cita con el verdugo para cualquiera que sobreviviese a la insensatez del ataque.

De hecho, en ocasiones, los que acompañaban a Pirvan se encontraron siendo, en todo menos en el título, los guardianes de caravanas de buen tamaño. Carreteros, reatas de mulas cargadas, peregrinos y algún ocasional viajero que no tenía más motivos para estar en el camino que el hormigueo de sus pies, todos parecían dispuestos a permanecer a distancia de tiro de un Caballero de Solamnia y su séquito.

En los largos días de marcha por carretera en tal compañía, Pirvan se informó mucho mejor sobre los asuntos de Istar, tal como los veía el hombre de a pie. Para los Caballeros de Solamnia, todo se contemplaba a la luz de una historia que se remontaba en el pasado hasta buena parte de un milenio atrás. Para el hombre de a pie, el mundo empezaba cuando él nacía y acababa cuando moría, y lo más lejos que podía pensar hacia el futuro era en sus hijos, y hacia el pasado, en sus padres.

En ocasiones, Pirvan se preguntaba si esa visión del mundo del «hombre de a pie» era algo que sir Marod esperaba encontrar en él. Sin duda, sir Marod temía ser insultado si lo decía en voz alta, pero Pirvan no consideraba un insulto esa idea, sino todo lo contrario.

Habría planteado el asunto a sir Marod en alguna ocasión, de forma casual, ante un buen licor. Sir Marod guardaría todos los secretos que le exigieran guardar y diez veces más si se lo permitían. Pirvan había jurado hacía varios años erosionar el exceso de secretos de sir Marod como un ratón roe el queso.

El viaje fue agradable en todo excepto en su duración, que hizo a Pirvan recordar con nostalgia volar a lomos de un dragón, aunque fuera precariamente sujeto con correas al exuberante joven Dragón de Bronce Hipparan, de no haber sido por un desagradable incidente. Ocurrió el quinto día del viaje, cuando unas nubes bajas que prometían lluvia les aconsejaron hacer noche temprano, para lo cual eligieron una posada habilitada en un edificio grande e irregular, llamada El Ogro Encadenado.

El nombre resonó estridentemente en los oídos de Pirvan y el caballero decidió que incomodar un poco al posadero sería de justicia por su dudoso gusto. El caballero no había olvidado sus antiguas habilidades para el trabajo nocturno, que incluían descubrir rutas ocultas para entrar y salir de cualquier edificio, permanecer en silencio e invisible y forzar cerraduras.

La única diferencia era que ahora Pirvan se vistió con la sencilla indumentaria remendada que podría llevar cualquier sirviente y que le confería el aspecto de haber sido arrastrado detrás de un carromato durante varios días de camino. Con un poco de trabajo por parte de Haimya en el cabello de su marido, nadie que no lo hubiera visto más a menudo que el posadero y sus sirvientes habría sido capaz de reconocerlo.

Llevaba alrededor de una hora en la posada y empezaba a esperar que su desconfianza sufriría una decepción. Se prometió continuar su investigación hasta que la lluvia cesara y luego retirarse. Al día siguiente tenían que madrugar si querían aprovechar una jornada de viaje para recorrer un trecho decente por caminos embarrados.

Pirvan estaba ahora en la buhardilla que, por el moho, el polvo y la acumulación de objetos inservibles, debían visitarla una sola vez durante el reinado de cada Príncipe de los Sacerdotes. De pronto oyó un estornudo y, al subir su lámpara mientras desenvainaba su daga, vio que algo se movía.

Era una silueta menuda y al principio pensó en un aprendiz de mozo de habitaciones o de cuadra que descansaba miserablemente noche tras noche en medio del polvo y los trastos de la buhardilla después de un agotador día de trabajo. Eso estaba mal, pero ni el deber de Pirvan ni la ley le permitían interferir. El reconocimiento mutuo de las leyes ajenas figuraba en el Tratado de la Vaina de la Espada que ligaba a Solamnia y a Istar, y las leyes de Istar no decían nada en contra de que los aprendices durmieran incómodos en buhardillas mugrientas.

Pirvan miró con más atención. La pequeña silueta no era un muchacho, sino un kender, de sexo imposible de determinar. Más aún, el kender tenía un ojo medio cerrado en medio de un cardenal tumefacto y ambos pies encadenados a un tronco que debía pesar tanto como Alatorva el Tuerto.

Pirvan avanzó hacia el kender con tanto sigilo que estaba a su lado antes de que él advirtiera su presencia. El kender dejó escapar el aliento, palideció y se cubrió el rostro con las manos.

La primera reacción de Pirvan fue la poco práctica de desear matar en el acto a quien estuviera maltratando al kender de aquel modo. Los kenders tenían demasiadas costumbres irritantes e incluso deplorables, pero mantener a uno tan asustado —además de flaco— requería una brutalidad que ningún delito podía justificar.

O al menos ningún delito que los propios kenders no castigaran al punto. No había región alguna en Istar donde no se pudiera encontrar, antes de un día a caballo, kenders suficientes para administrar justicia a uno de los suyos. ¿Por qué la persona responsable de esta brutalidad no lo había tenido en cuenta?

Pirvan decidió que estaría bien averiguar quién era esa persona y refrescarle la memoria.

—Soy sir Pirvan de Tiradot, Caballero de la Corona —dijo—. Tengo la sensación de que estoy en presencia de una injusticia. ¿Te importaría contarme tu historia?

Fue algo más lento de lo que Pirvan esperaba, pero no porque el kender divagara y retrocediera y se hiciera un lío con la historia en general. Fue porque lo primero que hizo el kender fue echarse a llorar. Eso hizo que Pirvan decidiera buscar el modo de matar lentamente al torturador del kender, pero consiguió poco más.

Finalmente salió toda la historia.

—Había tantas cosas embutidas en estantes altos la noche que me alojé aquí, que no me sorprende que algunas de ellas cayeran en mis bolsillos. Nunca pensé que alguien dejaría un broche como aquél en un estante, aunque sólo era bonito. Cuando oí que además era valioso, lo primero que pensé fue en devolverlo. Y eso era lo que hacía cuando me capturaron.

Leyendo entre líneas, Pirvan reconstruyó el relato de un kender alojado en una posada donde su especie no era precisamente bienvenida, propiedad de un humano y con inquilinos que detestaban a los no humanos. Añádase a eso una exploración manual que fue un poco demasiado lejos, incluso para los criterios de los kenders (lo cual quería decir que el kender podía haber vaciado la posada hasta dejarla con las paredes desnudas si hubiera sido capaz de cargar con tanto peso), y la ira de un buen puñado de humanos cayó más deprisa incluso de lo que un kender podía correr.

—Supongo que sabes que tienes derecho a apelar a los notables kenders de la región, o al menos a informarles.

El kender desvió la mirada.

—Lo sé. Apelé.

—¿Y te dejaron así?

—Desde el incendio de la colina Brongon no hay tantos de los nuestros por aquí como antes.

Pirvan recordaba vagamente el incidente. Había arrasado una comunidad kender entera, sin matar a muchos pero dejando a los supervivientes en la indigencia y obligándolos a marcharse. La mayoría regresaron a la lejana Kendermore.

—Fue un incendio forestal, ¿no? —preguntó Pirvan.

Los grandes ojos del kender se endurecieron de repente como el granito. Lo mismo le ocurrió a su voz, ronca por el polvo.

—Eso es lo que quieren que crean los humanos.

—¿Quiénes?

—Los que provocaron el incendio.

Pirvan rellenó una tablilla entera de notas mentales con preguntas incisivas que formular a diversas instancias. Nada de ello ayudaría al kender que tenía frente a él, al menos esta noche.

—¿Ya no queda ningún kender en la región?

—Unos pocos que piensan en devolver el golpe. Unos cuantos más que creen que, si los humanos siguen así, siempre hay una colina más y detrás de ella está la seguridad.

Pirvan reparó en la forma de hablar inusualmente franca y directa del kender. Pero, por otra parte, un caballero muerto hacía mucho tiempo había dicho: «Concentra tu mente de una forma prodigiosa en saber y serás decapitado por la mañana», y sin duda el hambre, el agotamiento y las palizas podían hacer lo mismo a un kender.

—Ah, hay más —dijo el kender. Los kenders no sabían avergonzarse de verdad, por fortuna según algunos, o se pasarían la vida haciéndolo, pero de pronto éste fue incapaz de sostener la mirada de Pirvan.

—¿Qué más?

—Bueno… El poder real entre los kenders está en manos de los Rambledin, supongo que tú lo llamarías un clan. Yo cortejaba a Shemra Rambledin. Nunca has visto o siquiera imaginado a alguien tan adorable. Podía sentarse en mi regazo durante horas y…

Pirvan tosió. Los detalles íntimos del cortejo de los kenders no le importaban tanto como el hecho de que evidentemente había ido mal.

—Ocurriera lo que ocurriese, puso a los Rambledin en tu contra. No quieren ayudarte, ni escuchar tu apelación, ni dar aviso a Kendermore u otro lugar donde pudieran ayudarte sin preocuparse de las opiniones humanas.

El kender parecía medio dormido, como si estuviera agotado no sólo por el trabajo del día, sino también por contar su historia. Aun así logró asentir.

—Bien, ¿y cómo te llamas?

El kender meneó la cabeza. Pirvan tuvo ganas de sacudirlo por los hombros.

—No todo el mundo se negaría a ayudarte, aunque creas que has perdido el honor. Los que están dispuestos a ayudar necesitarán saber a quién ayudan.

—Gesuso Saltatrampas y no, no soy el tío de nadie. Es un nombre kender real y ya he oído todos los chistes al respecto que sabes tú, y todos los que no sabes también.

Pirvan inspiró profundamente y luego casi sufrió un ataque de tos debido al polvo que inhaló.

—Lo que necesitas es un poco de comida sólida real —dijo cuando pudo volver a hablar—. Creo que es hora de que mejoremos la hospitalidad del posadero.

Si hubiera podido hacerse sin peligro para nadie, Pirvan habría recurrido alegremente a sus habilidades en el trabajo nocturno para incendiar la posada hasta los cimientos. Lo que realmente hizo fue utilizarlas para visitar la cocina sin ser visto y regresar, también sin ser visto, con una abultada bolsa.

—Hay un pastel de carne y manzanas para ahora, y pan duro y queso para una comida extra al día hasta que se acaben. Será mejor que encuentres un lugar donde esconder el pan y el queso…

El kender ya había arrebatado el pastel de carne de las manos de Pirvan y caía sobre él como un lobo sobre un cordero. El único ruido que se oyó en la buhardilla durante un buen rato fue el chasquido de las mandíbulas del kender, seguido por crujidos cuando las manzanas desaparecieron casi tan deprisa como el pastel.

El kender parecía a punto de llorar cuando terminó y Pirvan confió en que no se debiera a que empezaba a sentirse indispuesto por comer demasiado aprisa. En cambio, el kender se sacudió las migas de sus andrajosas vestiduras y consiguió esbozar una temblorosa sonrisa.

—¿Sabes cuánto tiempo hacía que no tenía el estómago lleno excepto en sueños?

—No, pero sé lo que es tener tanta hambre. Los ladrones honrados tienen que perderse una comida de vez en cuando.

—¿Eres un ladrón? ¿No decías que eras un Caballero de…?

—Era lo uno y ahora soy lo otro, y cómo he cambiado es una historia demasiado larga para contarla ahora. Me marcharé antes de que alguien se pregunte dónde estoy y empiece a investigar, despertando las sospechas del posadero. Quizá no vuelva a verte, pero juro por Paladine y Kiri-Jolith que me ocuparé de que la maquinaria de la justicia se ponga en marcha por ti.

La sonrisa del kender ya no era tan vacilante.

—Mientras no tropiece por el camino… Puede ocurrir, ya lo sabes.

Pirvan no tenía respuesta para eso, por lo que se alejó en silencio.

Siguió lloviendo toda la noche y gran parte del día siguiente. El tercer día empezaba a despejar cuando remontaban la última colina que los separaba de Istar.

Las blancas torres de la poderosa ciudad se destacaban nítidamente por encima de las murallas, que a su vez se erguían como jóvenes colinas desfilando por la llanura como una columna de soldados. El aire olía a limpio y fresco, si bien algo húmedo, como una colada reciente tendida en el patio.

Los pájaros trinaban entre los arbustos que flanqueaban el camino: brearándanos, agracillos, fresas silvestres y una docena más. Era demasiado pronto incluso para la fruta verde, pero las flores impregnaban los ojos de color y la nariz de dulces aromas. Más aves recorrían los campos a saltitos, con los ojos clavados en la tierra húmeda, en busca de lombrices e insectos subterráneos desenterrados por la lluvia.

Haimya se puso a la altura de su marido.

—Espero que la Torre esté informada de nuestra llegada. Me revuelve el estómago permanecer en este lugar más tiempo del necesario.

—Si todo lo demás falla, podemos reclamar un poco de lo que aún nos debe la Casa Encuintras, o eso decían en su última carta.

La Casa Encuintras fue el principio del camino que llevó a Pirvan hasta los caballeros solámnicos, cuando entró a robar las joyas de la dote de lady Eskaia. Por diversas circunstancias, acabó sintiéndose obligado a devolverlas inmediatamente, lo cual propició que fuera capturado por Haimya y arrastrado a una aventura que, para empezar, no tenía aspiraciones más elevadas que pagar el rescate del prometido de Haimya, secuestrado por los piratas del golfo del Cráter.

—Seguirán pagando su deuda sólo mientras viva el viejo.

—No he oído comentar que le falle la salud —dijo Pirvan—. De hecho, quizá nos entierre a todos.

—Si sigues siendo tan bocazas —intervino Alatorva—, podría acabar convirtiéndose en una verdadera profecía.

Pirvan advirtió una aspereza y una melancolía en la voz del corpulento marinero que no oía a menudo.

—Está claro que no hablaremos de los negocios de los caballeros. ¿Qué más puede traer problemas?

—Yo soy marinero, no adivino —replicó Alatorva—. Pero si a los rumores sobre ti y ese kender les han salido alas y han volado a Istar antes de que lleguemos…

Pirvan tiró de las riendas de su montura y dirigió una mirada furiosa a Alatorva.

—¿Quién está siendo ahora un bocazas?

—Nuestra compañía está sola en el camino, no hay nadie a la escucha —dijo Haimya, apoyando una mano en el brazo de su marido—. Oigamos lo que tiene que decir Alatorva.

—Seré breve. Conocí a una doncella de cámara, por negocios que sólo nos conciernen a ambos, poco antes del alba. Me habló de que alguien se había escabullido hasta la buhardilla donde tenían al kender. Esperaba que ese hombre se marchara pronto, antes de que el posadero encontrara el modo de crearle problemas.

Pirvan no tenía dudas respecto a los «negocios» de Alatorva con la doncella. Lo que le dejaba perplejo era la vigilancia del posadero.

—Oh, en sí mismo, eso es menos siniestro de lo que crees —replicó Alatorva—. Cualquier posadero con un establecimiento de ese tamaño y clientes de la clase que a menudo van allí, tiene suficientes espías para penetrar en el círculo íntimo del Príncipe de los Sacerdotes si lo desea. Tal vez no quiera vender los secretos de sus huéspedes, pero no se atreverá a dejar que tengan demasiados.

Pirvan asintió. Haría bien en enterarse de si, en efecto, el posadero estaba vendiendo los secretos de sus huéspedes. La amenaza de revelarlo quizá permitiera zanjar el asunto del kender cautivo sin armar un escándalo público; siempre suponiendo, por descontado, que Alatorva estuviera equivocado y que los rumores no lo estuvieran armando ya.

Siguieron cabalgando, con más nubes de lluvia acumulándose por el sur. A Pirvan no le importó; el cielo encapotado reproducía muy bien su estado de ánimo.

Llegaron a la ciudad por la que durante siglos se conoció como Gran Calzada Blanca. Según la tradición, en su origen estaba pavimentada con yeso y conchas marinas trituradas, por lo que resplandecía de forma deslumbrante con el sol. Ahora tenía losas de piedra como cualquier otra calzada y, tras siglos de soportar el mal tiempo, los terremotos, y los cascos, las pezuñas y los excrementos de los animales, era del mismo color que cualquier carretera.

A Pirvan se le antojó que las villas e incluso los palacios de los ricos se extendían mucho más allá de las antiguas murallas de Istar cada vez que visitaba la ciudad. En los últimos años había visto crecer auténticos poblados en los terrenos libres que quedaban entre las viviendas más imponentes, para los que servían a los ricos.

En conjunto, hacía que uno se preguntara cómo se defendería Istar de un enemigo que avanzara por tierra. Pirvan creía que no sería imposible si se fortificara un anillo exterior de villas y se demoliera un anillo interior para dejar quinientos pasos de terreno despejado antes de las murallas. Tampoco envidiaba a nadie que tuviera que sugerirlo y escuchar los berridos de aquellos cuyos signos de riqueza iban a convertirse en fortalezas o escombros.

Tal vez Istar no pretendía alardear de su riqueza y su poder ante los dioses. Pero incluso los comerciantes, por no hablar de los sacerdotes, deberían recordar que los dioses lo veían todo, así que verían esta superposición del lujo sobre la riqueza y el orgullo, tanto si lo deseaban los hombres como si no.

La Gran Calzada Blanca se bifurcaba en el interior de la última villa y conducía a la Puerta del Agua y a la Puerta del Minotauro. La primera debía su nombre a que por ella pasaba un arroyo, desviado hacía mucho tiempo, y la segunda a que fue allí donde un grupo de asalto de minotauros había sido honrosamente rechazado por selectos guerreros istarianos, incluyendo a varios Caballeros de Solamnia.

Cuando llegaron a la Puerta del Minotauro, descubrieron que le habían cambiado el nombre. Ahora era la Puerta del Guerrero y, en el vértice del arco, se proyectaba sobre la calzada un cráneo de minotauro tallado en el más fino mármol ergothiano. Al menos Pirvan esperó que fuera mármol; no quería saber lo que los minotauros vivos dirían de la exhibición del cráneo de uno de sus difuntos en un lugar público.

Todavía quería pensar menos en lo que harían; el siguiente grupo de asalto no lucharía por honor, sino por sangre, probablemente sin que les importara mucho de quién.

La puerta estaba tan bien vigilada como siempre, aunque los centinelas parecían servir a tres amos distintos. Estaban los hombres de la milicia, los soldados del ejército regular y los guardias del Príncipe de los Sacerdotes, aún con las vestiduras blancas que habían levantado tantas protestas de los magos Túnicas Blancas, e incluso alguna de los Túnicas Rojas y Negras.

Al menos las ropas estaban ahora cortadas de modo que era difícil confundir a un guardia del Templo con cualquier Túnica Blanca, incluso sin la espada corta del cinturón y las lanzas cortas que llevaban cruzadas a la espalda. El principal de los clérigos podía llamarse a sí mismo Príncipe de los Sacerdotes, cada año en voz más alta, pero el nombre de «príncipe» no llevaba aparejado aún el poder… y Pirvan rezaba, a todos los dioses que quisieran escucharle además de a los del Bien, para que las cosas nunca llegaran tan lejos.

Lo que llegó hasta el grupo de Pirvan fue una pareja de hombres de la patrulla, ambos capitanes, según los galones de sus túnicas y capas, y uno bastante veterano, a juzgar por la empuñadura dorada de su espada.

—¿Sir Pirvan de Tiradot? —preguntaron tras acercarse a Pirvan y cumplir con todas las formalidades del recibimiento.

—El mismo, y su grupo. ¿A qué debo el honor de este recibimiento? —Pirvan miró significativamente hacia atrás, a la cola de viajeros que empezaba a formarse a sus espaldas.

—A los asuntos contenidos en esta carta. —El bisoño capitán tendió a Pirvan una hoja doblada y sellada del mejor pergamino. El caballero vio el sello. Era rojo, con la impresión del libro abierto de Gilean, principal dios de la Neutralidad—. Quien la envía se ha ocupado de todo lo relacionado con vuestra estancia en la ciudad —prosiguió el capitán—. Le encontraréis, según me han dicho, en la posada Los Cuatro Patios.

Pirvan enarcó las cejas. Sospechaba con quién se iban a encontrar, pero en una de las mayores fondas de Istar… ¿y también alejada tanto de la Torre de la Alta Hechicería como del puerto?

Sin embargo, retrasar a otros viajeros que tenían asuntos legítimos que atender no resolvía el misterio. Pirvan se guardó el pergamino entre los pliegues de su túnica y luego dedicó el saludo formal a ambos capitanes.

—Tenéis el favor de los caballeros por vuestro honor, servicio y cortesía. —«Al menos hasta que descubramos lo que ocurre aquí», pensó.

Como Pirvan esperaba, fue Tarothin quien los recibió en la soleada antesala de una habitación doble de la planta superior de la posada Los Cuatro Patios.

De hecho, los patios eran ahora cinco, pues los propietarios habían comprado toda la calle vecina, la habían cerrado y convertido las casas en habitaciones que alquilaban a clientes que fijaban su residencia allí durante largos períodos de tiempo. Pirvan no supo dónde se habían trasladado los habitantes originales de las casas, pero no era uno de los barrios baratos de la ciudad; dudaba de que ahora mendigaran el pan por las calles.

—Sed bienvenidos, por mucho que penséis lo contrario —dijo el mago. Su barba presentaba más zonas grises que la última vez que Pirvan lo había visto, pero todavía andaba con ligereza y su bastón parecía tan dispuesto como siempre a ser esgrimido como un arma contra enemigos demasiado insignificantes para merecer un conjuro.

No necesitaron que Tarothin se señalara la oreja y luego las paredes para guardar silencio mientras lo seguían a la más interior de las cuatro divisiones de la habitación doble. También era la más reducida y Pirvan observó que las paredes relucían ligeramente y la cena de fiambres y encurtidos parecía haber sido roída por las ratas. Ratas del tamaño de un mago, pensó Pirvan.

Tarothin se encogió de hombros al interpretar la inquisitiva mirada de Pirvan.

—He protegido esta estancia contra cualquier escucha, mágica o de otro tipo. El conjuro debería durar todo el tiempo que necesitéis quedaros aquí, a menos que Jemar requiera más persuasión de lo que espero, para aceptaros a bordo de sus barcos…

Los viajeros lo miraron boquiabiertos. Pirvan hizo una seña apresurada a sus hombres de armas y sirvientes para que abandonaran la habitación. Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, con Alatorva plantado frente a ella, Pirvan traspasó a Tarothin con una mirada tan amistosa como una lanza en ristre.

—¿Nos alojaremos aquí? ¿No en el pabellón de invitados de la Torre?

—No. Quiero decir, sí. Aquí es donde os alojaréis hasta que Jemar…

—Tarothin. Esta magnífica posada está lejos del puerto. Está lejos de la Torre. Está cerca de varios templos, incluyendo uno que alberga los cuarteles de la mitad de la guardia del Príncipe de los Sacerdotes. Hemos venido por asuntos que el Príncipe de los Sacerdotes y sus esbirros podrían considerar peligrosos para ellos. ¿Te sugiere esto una línea de actuación?

Tarothin suspiró.

—Sí, y lo mismo le dije al hospedero de la Torre. Me contestó que había poco peligro para vosotros y mucho de ofender a los sacerdotes en daros refugio. No obstante, envía plata para cubrir vuestras necesidades inmediatas: quinientas piezas, y podéis comprar la mayoría de las posadas por poco más de…

—Lo que quiero ahora —interrumpió Alatorva— es saber por qué no me avisaste de todo esto para que pudiera comunicárselo a Pirvan.

El rostro de Tarothin se deformó con una expresión de «los dioses me den paciencia».

—Porque antes de enterarme de nada de lo que os acabo de contar, ya te habías ido. Además, nadie podía decirme adonde, para que pudiera enviar un mensajero detrás de ti.

—Un mensajero que podría haber mandado una copia de tu carta al Príncipe de los Sacerdotes —repuso Alatorva—. Por la misma razón no quería yo que nadie supiera dónde iba.

Tarothin suspiró de nuevo.

—Y yo no quería que se supiera por todo Istar que Tarothin el Túnica Roja buscaba a Alatorva el Tuerto, oficial de un barco de Jemar el Blanco. Eso también podía haber llegado a oídos que era mejor no ocupar con la noticia.

—Completamente de acuerdo, que los sacerdotes mantengan sus oídos libres para oír mejor la voz de los dioses —dijo Haimya. Su tono habría perforado agujeros en el suelo—. Todo lo cual, sin embargo, en nada ayuda para llevarnos hasta Jemar el Blanco.

—Tenía que hacerlo así —dijo Tarothin— porque ya sabe que veníais. Él y ningún otro de sus hombres. Ha prometido veros esta misma noche, si ése es vuestro deseo.

—Puedes comunicarle que es nuestro deseo —dijo Pirvan. Después dio un paso y abrazó a Tarothin—. Perdona, viejo amigo, pero se diría que has empeorado un mal asunto.

—Sí, y si alguna vez vuelves a darnos un susto parecido, te daré un puñetazo —dijo Haimya.

—Y yo bailaré encima de ti con mis botas de escalada —añadió Pirvan.

—Y yo colgaré lo que quede del palo mayor del Leopardo Marino hasta que las galernas hayan arrancado la carne tus huesos y tu espíritu de ambas cosas —concluyó Alatorva—. Hasta entonces, yo regresaré al Leopardo Marino para enviaros unos cuantos hombres de confianza. Quizá consiga hablar con Jemar en persona.

—¿Eskaia viaja con él? —Intervino Haimya—. Aún no he oído que la nombraras, pero sería un placer volver a verla. —Haimya había sido guardaespaldas y confidente de Eskaia cuando la dama era heredera de la Casa Encuintras y, aunque vivían muy lejos casi siempre, habían comprobado que tenían más cosas en común después de diez años de matrimonio y maternidad.

—No, y la causa es el placer —dijo Alatorva—. O mejor dicho, el fruto del placer.

Haimya se echó a reír.

—¿Es el cuarto o el quinto?

—Sólo el cuarto —respondió Alatorva—. De vez en cuando hay que trabajar, quieras o no.

Haimya rodeó un brazo de su marido con el suyo y apoyó brevemente la barbilla en su hombro.

—A nosotros no nos lo digas.

—No —dijo Pirvan—. Pero si este vino es bueno y seguro…

Tarothin murmuró una grosería.

—… entonces bebamos por Jemar y Eskaia. Que su linaje sea largo y fuerte, y que resista todas las tormentas de la vida.

Bebieron, pero Pirvan y Haimya se miraban mutuamente mientras se llevaban la copa a los labios, con el mismo pensamiento tranquilizador:

«Jemar y Eskaia viven lejos de Istar cuando están en tierra y tienen barcos que pueden conducirlos a alta mar si soplan malos vientos desde los templos. Nosotros y nuestro linaje estamos obligados por el deber a interponernos en el camino de los malos vientos y tratar de alejarlos de los inocentes».

Pero Pirvan vio además en los de Haimya otro pensamiento que se identificaba con el suyo:

«No nos amaríamos como nos amamos si alguno de los dos pensara de otra manera.