Los expedicionarios de Darin estaban a cuatro días de marcha de su fortaleza cuando llegaron a la primera población del este. No tenía una guarnición de tropas istarianas destacadas y, de hecho, ni siquiera habían oído hablar de la llegada de los soldados.
—Que es como Istar nos trata siempre —dijo un comerciante—. Tenemos que esperar un año para que se nos conceda el permiso para cambiar las puertas del almacén. Cuando llega el mensajero con la notificación, viene acompañado de doscientos escoltas que arrasan con todo lo que hay en el almacén, con lo que ya no es necesario poner ni una cinta cruzando la puerta, porque con lo que han dejado no se alimentaría ni un ratón.
No era ésta la primera vez que Darin oía quejas de los pobladores del norte de que el gobierno de la lejana Istar era caprichoso y tan a menudo perjudicial como útil. Aquello era, sin duda, un punto débil, al menos de Istar, del que informar a Waydol.
De momento, Darin no se sentía inclinado a saquear la ciudad, sobre todo porque sus murallas eran de piedra bien asentada y sus fornidos habitantes eran decididos, aunque no estaban entrenados para la lucha armada. En lugar de saquearla, pagó ciento cincuenta monedas por una docena de caballos bastante robustos. Así dispondría de un grupo de exploradores a caballo que iría en la vanguardia, a los flancos o en retaguardia, en función de las necesidades. Los expedicionarios siguieron su camino, ahora en dos columnas, con los exploradores transmitiendo mensajes de una punta a otra. Darin no encontró a Fertig Templador menos deslenguado que de costumbre, pero detrás de la suelta lengua solía haber sabios consejos. Los enanos no salían de sus montañas a menudo en gran número para luchar en las guerras humanas, pero sus propias guerras eran tema de leyenda. Un enano dispuesto a combatir tenía todo lo que un minotauro podía desear, excepto su estatura y fuerza, pero frecuentemente lo compensaba con una mayor perspicacia.
El séptimo día habían dejado atrás dos pueblos cuyos habitantes estaban trabajando en el campo cuando los expedicionarios salieron del bosque en tropel. El pánico puso en fuga a los labradores, que dieron la alarma mientras corrían.
En uno de los pueblos, en lugar de cerrar las puertas, las dejaron abiertas. Por ellas, surgieron al galope media docena de jinetes, tan bien pertrechados y montados en sus sillas que por un momento Darin temió haberse tropezado con Caballeros de Solamnia.
Pero en lugar de cargar directamente, los jinetes dieron un amplio rodeo para evitar a los labradores. Cabalgaron hasta el flanco de Darin y lo atacaron en una línea tan amplia como podían formar seis hombres, manteniéndose lejos del alcance de los arqueros de Darin.
Los jinetes entraron en combate con fuerza y habilidad. Ensartaron a dos de los hombres de Darin en sus lanzas y un tercero cayó con un boquete abierto en el cráneo. Hirieron a otros dos expedicionarios y un jinete estaba desmontando para hacer prisioneros cuando los arqueros llegaron corriendo a distancia de tiro.
Estaban tan alterados que su puntería fue lamentable y faltó poco para que no aumentaran el número de bajas entre camaradas heridos y lesionados. Pero cayeron dos caballos; el primer hombre en desmontar llegó al suelo erizado de flechas y Darin galopó hacia ellos para ocuparse de los otros que habían desmontado.
Al menos ésa era su intención. Los dos hombres que seguían en la silla obligaron a sus monturas a girar en redondo bruscamente y se abalanzaron sobre él. Los arqueros no podían tirar por estar mezclados amigos y enemigos, y mientras Darin intentaba aprender el arte de la esgrima a caballo, los dos hombres desmontados se precipitaron hacia la montura de su camarada muerto.
Acto seguido, todos los supervivientes picaron espuelas y se ocultaron en el bosque, antes de que los arqueros se dieran cuenta de que volvían a tener un blanco limpio. Darin desmontó, esperando que al menos el hombre caído estuviera vivo para hablar, pero dos flechas se habían clavado lo suficiente en su rostro para silenciarlo definitivamente.
—Esto —dijo Darin— no se ha hecho bien. Teníamos que atosigar al enemigo, averiguar su fuerza y hacer prisioneros. Se diría que Aurinius ha dado a sus capitanes la misma orden, y que en el día de hoy sus exploradores han seguido sus instrucciones mucho mejor que nosotros las de Waydol.
Esa noche, los expedicionarios levantaron un campamento sin hogueras, con centinelas apostados por si los jinetes istarianos supervivientes regresaban al amparo de la oscuridad y la sorpresa o con refuerzos. Pero la noche transcurrió sin sobresaltos, y al amanecer los expedicionarios se pusieron de nuevo en marcha.
Durante los días siguientes, las tierras que recorrían bien podían haber parecido deshabitadas, a juzgar por lo que Darin y sus hombres vieron de las razas creadas por los dioses. Había granjas y pueblos, e incluso una ciudad de la que se mantuvieron alejados dando un gran rodeo, por temor a que alojara una guarnición o exploradores. Pero todos estaban desiertos o, como Darin creía más probable, simulaban estarlo.
Decidieron avanzar de noche, suponiendo que los lugareños quizá habían elegido la oscuridad para dedicarse a sus asuntos por caminos libres de merodeadores. Pero así consiguieron perderse por completo dos veces en otras tantas noches, y tres hombres se desviaron hasta acabar en un cenagal, del que sólo uno consiguió salir con vida.
Darin se mantuvo un poco apartado con sus subalternos, mientras Insafor Pitaltrote utilizaba su jupak para tocar un canto fúnebre en honor a los hombres perdidos, ejecutando al mismo tiempo una danza kender que al cabecilla humano le recordó a un pollo brincando sobre unas ascuas. Como instrumento musical, la jupak emitía un rugido grave que a Darin le sonaba al reflujo de las olas en la costa de un lejano y siniestro mar.
Estos sentimientos se correspondían con su estado de ánimo en aquel momento, tenía que admitirlo. Los expedicionarios habían salido con la intención de minar la moral de los istarianos, o al menos reducir sus efectivos, pero hasta el momento la moral y los efectivos más afectados eran los de los expedicionarios.
Waydol habría estado aún menos complacido con su heredero de lo que él, en aquel momento, lo estaba consigo mismo.
—¿Y ahora qué? —preguntó Fertig Templador con voz ronca, resumiendo los pensamientos de los demás.
Darin recurrió a la excusa de despedir a los hombres muertos para no responder durante unos instantes. Pero ése fue todo el tiempo que le dejó Pitaltrote antes de interrumpir su danza, descolgarse su jupak y trepar al árbol alto más próximo.
—Creo que puede ver algo sin que nadie lo vea a él —dijo el enano—. Los dioses cuidan de los locos, los niños y los borrachos, y un kender responde a dos de los tres tipos.
—Un momento —protestó Kindro con indignación. El otro subalterno de Darin tenía un sincero cariño a los kender, de quienes decía que habían sido creados para recordar a las demás razas que no se tomaran el mundo demasiado en serio. Se rumoreaba que aún tenía más cariño a las doncellas kenders que a sus congéneres masculinos y que por esa razón los kenders varones le tenían menos cariño a él de lo que pensaba.
—Basta —dijo Darin—. Sabemos cuál es nuestra situación: hundidos hasta la cintura en un estercolero. No hay ninguna necesidad de comentar las sutilezas del hedor. La cuestión es: ¿cómo podemos salir de aquí?
Antes de que nadie pudiera responder, una flecha de señales se clavó en el suelo a la distancia de la hoja de una espada del pie de Darin. Pitaltrote asomó la cabeza y el torso imprudentemente por entre las ramas de su árbol, tanto que estuvo a punto de caerse de cabeza. Se sujetó con los tobillos entrelazados alrededor de una rama y, así colgado, hizo frenéticas señas hacia un pequeño grupo de hombres que se aproximaban a pie, no fuertemente armados.
Darin y sus subalternos no desperdiciaron el aliento con órdenes. Cada veterano que vio la flecha o al kender balanceándose transmitió el aviso a los que no estaban a la vista, y los veteranos del resto del bosque reagruparon a sus camaradas más novatos. En menos tiempo del que tardó Pitaltrote en volver a izarse hasta la rama y empezar a descender del árbol, los expedicionarios estaban preparados para recibir a sus visitantes.
Las apreciaciones del kender eran exactas, como de costumbre. Darin se preguntaba a veces cómo podía una raza tan desesperantemente incompetente crear un explorador tan fiable como Pitaltrote. Pero, por otra parte, los escasos humanos que habían pasado algún tiempo en Kendermore volvían con la idea de que los kenders podían ser muy lúcidos cuando sus hogares y familias estaban en juego.
Tal vez Insafor Pitaltrote había decidido que la banda de Waydol era su hogar y su familia. Eso era tan razonable como cualquier suposición humana acerca de lo que solían hacer los kenders.
Cuatro hombres entraron a pie en el claro, conscientes de que estaban siendo vigilados, pero sin dar señales de miedo. Uno de ellos llevaba una gran cazuela de barro y otro una cesta colgada a la espalda. El resto llevaba mochilas, bolsas y dagas, y uno que iba descargado llevaba un botavante de las dimensiones adecuadas para Waydol.
—Eh, ¿dónde está el Minotauro? —preguntó el hombre de la lanza, sin mirar a ninguna dirección concreta, como si esperara que le respondieran el aire, la tierra o los árboles.
—Yo soy el Heredero del Minotauro Waydol —respondió Darin, dando unos pasos al frente. No se molestó en reunir sus armas dispersas, ya que no había hombre en la banda al que no hubiera podido despachar con las manos desnudas. Eso, naturalmente, suponiendo que los arqueros ocultos no acabaran con todos los visitantes al primer indicio de traición.
—Entonces te ofrecemos estos obsequios —dijo el mismo hombre. Sostuvo la lanza horizontalmente con el asta por delante y la depositó en el suelo, a los pies de Darin. El joven vio que el asta estaba hábilmente labrada para ofrecer asideros firmes y que la punta y el travesaño eran obra de enanos muy hábiles.
Los demás obsequios incluían la cazuela, que exhalaba un incitante olor a miel, y la cesta, llena de pastas hechas de harina mezclada con alguna hierba aromática que Darin conocía, pero no su nombre. Levantó ceremoniosamente la lanza, se lamió un dedo untado en miel y partió una pasta en dos, tras lo cual ofreció al portavoz de los visitantes una mitad.
El hombre la devoró con más apetito que ceremonia, se sacudió las migas de la barba y frunció el ceño.
—¿Entonces aceptáis nuestros obsequios de paz?
—Eso depende de la clase de paz que nos ofrezcáis —respondió Darin, y sus subalternos asintieron—. Si el precio de la paz con vosotros es demasiado alto, al menos recuperaréis estos obsequios como sustento para el viaje de vuelta y no os retendremos como rehenes ni caeremos sobre vosotros por el camino.
Los hombres se miraron mutuamente.
—Parece que el honor de Waydol y Darin no es ninguna leyenda —dijo el portavoz.
Otro asintió.
—Imagínate a Aurinius ofreciendo esta clase de trato.
Darin tuvo tanto cuidado en mantener la voz firme como lo habría hecho guardando silencio al agacharse con las manos desnudas sobre un estanque lleno de truchas.
—¿Aurinius? ¿El general istariano?
—El mismo —dijo el portavoz, y de pronto los otros tres hombres parecieron encontrar la voz todos al mismo tiempo. Tuvieron que quedarse sin aliento antes de que Darin lograra comprender el sentido de sus palabras.
—¿Aurinius tiene una guarnición en vuestra ciudad, o cerca de ella?
Todos asintieron.
—¿Y queréis que los expulsemos?
Un hombre asintió y los otros tres menearon la cabeza.
—Será mejor que lo resuma —dijo finalmente el portavoz—. No podemos pediros que combatáis a Aurinius, o siquiera al puñado de soldados que dejará atrás cuando se traslade a la siguiente ciudad. Su fuerza es demasiado grande para que os enfrentéis a ellos, y aunque vencierais, nosotros viviríamos entre ruinas y cenizas. No, lo que queremos es que atraigáis a Aurinius y sus hombres para alejarlos de las ciudades, de modo que podamos esconder lo que de otro modo se llevarían los soldados. Aurinius mantiene una firme disciplina entre sus hombres en lo que respecta a las mujeres, pero sólo un dios podría mantener a un soldado alejado del hidromiel o de un collar de oro.
Darin asintió lentamente, mientras una sonrisa surcaba su rostro. Si los aldeanos podían infligir una humillación a Aurinius, lo menos sangrienta posible, los expedicionarios tendrían su victoria sin tener que deambular por aquel territorio durante meses, hasta que les cortaran la retirada o encontraran su fortaleza sitiada al regresar a ella.
Darin se volvió hacia sus subalternos.
—Podría ser una trampa —dijo Fertig.
Kindro se encogió de hombros.
—Contra eso tenemos a los exploradores a caballo, siempre que los mantengamos fuera de la vista de esos tipos —añadió sarcásticamente.
Darin no hizo ningún comentario. Kindro había sido mercenario durante tantos años como Darin tenía, antes de unirse a Waydol. No estaba celoso de que un hombre más joven que él fuera el heredero del Minotauro, pero creía, y a veces decía, que Darin debería aprovechar mejor los conocimientos bélicos de sus mayores.
—Eso por supuesto —dijo Darin—. Averigüemos dónde se encuentra Aurinius, y después el mejor camino para llegar allí; entonces elegiremos otro y enviaremos a tres o cuatro de nuestros mejores exploradores. A Pitaltrote también —añadió en un tono que dejó a Fertig con la boca abierta, pero incapaz de emitir sonido alguno.
—Sea —dijeron al unísono ambos subalternos. Darin se volvió hacia los lugareños.
—Y ahora, estaría bien que preparásemos todo esto de modo que Aurinius no se entere de vuestra participación. Si no sospecha nada, estará menos dispuesto a quemar casas o tomar rehenes, por no hablar de castigos peores.
—Muy cierto —dijo el portavoz—. Es un guerrero que sigue a Kiri-Jolith, no a Hiddukel.
Hiddukel era el dios de la corrupción, el fraude y el robo.
Darin dio una palmada en la espalda al portavoz, con la fuerza suficiente para hacer que se tambaleara.
—Discúlpame —dijo. El hombre tosió una especie de respuesta.
Había transcurrido cierto tiempo desde que Darin olvidara su fuerza, pero la razón estaba de su parte, si no la justicia. Embarcarse en un duelo de ingenio, además de fuerza, contra un enemigo que era tan honorable como él formidable, y con poco riesgo de muerte o sufrimiento para los inocentes, ése era el mayor placer que podía imaginar un hombre o un minotauro.
Darin prometió hacer ofrendas a Kiri-Jolith si ganaba la inminente competición. Además rezó, brevemente, para que el honor de Aurinius lo impulsara a hacer lo mismo si la victoria le sonreía a él.
La misión de los exploradores no era tanto encontrar a Aurinius como evitar que él sorprendiera a los expedicionarios en una situación de desventaja. De no haber enviado a los jinetes, las dos compañías de guerreros podrían haberse encontrado en un cruce de caminos sobre el que se proyectaba la sombra de un vallenwood a medio crecer y salpicado de santuarios en ruinas, tan antiguos que nadie supo a qué dios rendían culto.
Por suerte, un explorador volvió sobre sus pasos para detener el avance de Darin. Otros dos siguieron a Aurinius y su compañía, hasta que llegaron a un terreno demasiado abrupto para cabalgar sin peligro. Tras desmontar, el paso de los istarianos se frenó hasta tal punto que un kender avispado como Insafor Pitaltrote podía mantener fácilmente su ritmo… e informar cuándo y dónde montaban el campamento.
—Menos mal que no intentamos combatirlos hasta el último momento —dijo Darin tras escuchar la descripción del kender—. Aurinius tiene buen ojo para el terreno.
Carraspeó enérgicamente.
—¿O alguien quiere discutir mi plan para esta batalla?
Un par de hombres rehuían su mirada, pero Darin no cejó hasta que los vio asentir. Las historias que aquellos hombres podían contar no eran asunto suyo. Él y Waydol sabían desde hacía tiempo que en su banda había humanos y quizá miembros de otras razas que tenían una deuda de sangre que saldar con Istar la Poderosa. Algún día llegaría la hora de darles rienda suelta, pero hoy no era ese día.
—Muy bien. El deber del grueso de nuestras fuerzas es cubrir la retirada de los que ataquen el campamento. Eso significa dividirnos para defender los dos caminos, aunque espero entrar por uno y salir por otro.
—¿Y si todo ese movimiento nos ocupa hasta el anochecer, o delata nuestra presencia? —preguntó alguien.
—Al anochecer, un pequeño grupo tiene aún más posibilidades contra uno grande. No obstante, si perdemos el factor sorpresa, buscaremos otro modo de ser pulgas bajo la lujosa armadura de Aurinius.
—Su armadura me trae sin cuidado —dijo Pitaltrote—. A mí dejadme ese yelmo de oro que tanto le gusta.
—¿Y qué más? —preguntó Fertig Templador.
—Oh, Aurinius parece marcar el estilo de sus hombres.
—Más de lo que seis kenders podrían manejar —interrumpió Fertig—. Pitaltrote, camarada de muchas escaramuzas y unas cuantas batallas de verdad, acepta un consejo. Entra y sal con la mayor rapidez que se haya movido nunca un kender.
—¿Y qué gano con eso? —replicó el aludido. Los kenders no rezongaban, al menos en presencia de otras razas, pero él estuvo muy cerca de hacerlo.
—La vida —dijo Fertig lacónicamente—. Amigo mío, si tenemos que rescatarte de una orgía de robos entre los istarianos, te estrangularé.
—Si voy a robar al campamento, no es probable que esté vivo para que me estrangules —le espetó Pitaltrote.
—Muy bien —dijo Fertig—. Si es necesario, reuniré tus pedazos en una bolsa y me los llevaré a casa. Haré que Sirbones vuelva a unirlos con un conjuro para que formen de nuevo un kender vivo.
—Entonces te estrangularé yo a ti.
—Resolvedlo después de la lucha, ¿queréis? —Dijo Darin—. Ahora tenemos el tiempo justo para comer algo y dormir un poco antes de avanzar. Si vamos a pasarnos la noche corriendo para salvar la vida, será mejor que lo hagamos.
Darin vio que sus palabras provocaban expresiones serias en la mayoría de los rostros. Esta batalla podía ser una broma, pero era contra Istar la Poderosa, cuna de soldados valientes, por mucho que careciera de virtudes. En una lucha semejante, nunca se podía estar seguro de cómo saldría la broma.
Salir del campamento sería más fácil que entrar. La entrada era un sendero llano de apenas la anchura de dos hombres, aunque firme y liso para los caballos. Darin se preocupó de ocultar a varios hombres a cada lado del camino cuando llegaba a terreno despejado, de modo que los istarianos de guardia no pudieran bloquearlo enseguida para frenar a los intrusos.
Uno de los hombres ocultos era Pitaltrote. Fertig pensaba que era como entregarle a un borracho las llaves de la bodega, Kindro dijo que Fertig pensaba con la barriga y Darin les dijo a ambos que se callaran, en unos términos algo menos educados.
Los seis hombres montados llevaban las armas que cada cual había elegido para combatir a pie, así como coraza de cuero y cascos de metal. También llevaban, colgando de la silla de montar, buenas y recias porras, las únicas armas que ninguno de ellos sabía utilizar a lomos de un caballo con más peligro para el enemigo que para su montura o sus camaradas.
«Esto no es lo que los dioses mandarían contra la avezada caballería istariana», pensó Darin mientras se sentaba cautelosamente en su silla. Las cinchas estaban bastante tensas esta vez y la silla no resbaló, pero el hombre notó que su caballo se hundía y también lo oyó protestar.
«O al menos hasta después de que hayan estado bebiendo hasta las tantas y estén de humor para bromas pesadas», pensó después. Darin se encomendó a la compasión de los dioses, clavó los tacones de sus botas en los ijares de su montura y, tras una pausa irritantemente larga, el caballo se puso en movimiento pesadamente.
Aurinius no tenía la certeza de que sus enemigos estuvieran tan cerca, pero era un soldado veterano y sabía que se hallaba en territorio algo menos que amigo. Había centinelas alerta, vigilantes y bien armados, uno a cada lado del sendero.
Así siguieron hasta el momento en que Darin apareció al frente de sus jinetes. En el mismo instante en que los centinelas abrían la boca para dar la alarma, unas bolas de barro surgieron del bosque rodando en el aire y acabaron impactando en su nuca. Los dos hombres estaban inconscientes antes de caer al suelo sin hacer ruido, salvo un débil chasquido metálico cuando la espada de uno de ellos rebotó y rué a parar entre unos arbustos.
Uno de los honderos, Insafor Pitaltrote, se encaramó de un brinco a la grupa del caballo de Darin y se agarró a la espalda del hombretón. En la mente de Darin se agolparon varias imprecaciones, pero no tenía tiempo de pronunciarlas.
—¿Por qué caminar, cuando se puede cabalgar? —susurró Pitaltrote.
Los pensamientos de Darin eran casi audibles. El caballo debió de oírlos, porque el sobrecargado bruto resolló con fuerza y cambió el paso pasando, de un trote lento a otro rápido. Ensayaba un medio galope cuando salieron a campo abierto.
A poco más de veinte pasos del lindero del bosque, un hombre fornido de rostro encarnado estaba en pie mientras un asistente desabrochaba su armadura compuesta por peto espaldar, y otro ya le había quitado un yelmo de oro del que brotaban tres plumas escarlatas. El hombre lucía una oscura barba rizada y un traje de seda bordada.
A Aurinius la suerte le había servido en bandeja a Darin. Sin rebuscar en las tiendas, sin necesidad de esperar a que el hombre montara y atacara… Pero aún había un fallo en el servicio.
Aurinius estaba situado a un lado de una fila de barriles y baúles. Darin y sus camaradas se hallaban al otro lado. A menos que a sus caballos les salieran alas de repente, no había manera de pasar por encima de los barriles.
Al menos no para los humanos. Los kenders eran otra cosa. Darin sintió unas manos pequeñas sobre sus hombros cuando Pitaltrote se apoyó para darse impulso y saltó por encima de su cabeza, dando un doble salto mortal en el aire. Voló por encima de los barriles con la ligereza de un pájaro y aterrizó junto al asistente que sostenía el yelmo.
—Perdona, esa pieza es muy buena —oyó decir Darin al kender, mientras espoleaba su caballo para rodear el extremo de los barriles.
La respuesta del asistente era mejor no repetirla, aunque los ecos seguían haciéndolo cuando Pitaltrote pasó velozmente entre Aurinius y el otro asistente.
Darin llegó al final de los barriles y extendió un brazo hacia abajo. Sin perder el paso, Pitaltrote se embutió el yelmo bajo el brazo izquierdo y levantó el derecho en busca de la mano de Darin.
El kender voló por el aire y Darin clavó los tacones otra vez, consiguiendo que el caballo avanzara a un pesado trote. Los asistentes corrieron tras él, justo cuando los otros expedicionarios montados aparecían pisando los talones a su jefe. Ambos hombres saltaron a un lado sin mirar y, aunque aterrizaron ilesos, lo hicieron sobre su general.
Los comentarios de Aurinius para el mundo hicieron que los del primer asistente parecieran un modelo de cortesía.
Los buenos modales recibieron otro duro golpe cuando Darin atravesó el campamento con sus jinetes. La mayoría de los hombres no habían montado a caballo, y con istarianos situados a ambos lados del camino, los arqueros tuvieron que contenerse.
Los ojos de Darin no perdían de vista a un puñado de hombres que seguía atendiendo a sus caballos con sacos de piense o cubos de agua. Pero fue un hombre montado quien surgió bruscamente de las sombras y enfiló directamente hacia Darin, que constituía la primera y mayor amenaza.
El hombre galopaba a rienda suelta, guiando su caballo con las rodillas, con una espada en una mano y una daga en la otra. Darin buscó su porra y descubrió que las correas sí habían roto y se le había caído en algún punto del camino.
Esta vez, las imprecaciones llegaron a sus labios.
Insafor Pitaltrote no perdió tiempo con imprecaciones. Su jupak era, en cualquier caso, un arma para empuñar con ambas manos, algo poco recomendable montando a caballo, desde donde los kenders no estaban acostumbrados a luchar. Sus otras armas no tenían suficiente alcance.
Por eso se pasó el yelmo del brazo izquierdo a la mano derecha, sujetándolo por la correa. Agarrando el cinturón de Darin con la izquierda, blandió el yelmo en un molinete lo más amplio que pudo y con todas sus fuerzas.
La distancia y la velocidad del kender fueron mayores de lo que esperaba el jinete que llegaba. Pero aquel hombre tampoco era el primero en subestimar la fuerza y el talento de un kender para la guerra.
El yelmo se estrelló contra su espada y la hoja descendió, fuera de control. Lo mismo le ocurrió al caballo, porque, al descontrolarse, la hoja casi le cortó la oreja izquierda. Unos segundos de descontrol bastaron para desmontar al jinete. Se separó de su montura en pleno aire, descendió grácilmente y aterrizó con un impresionante chapoteo en un charco de lodo en su punto de viscosidad.
Todavía forcejeaba para ponerse en pie cuando los otros jinetes pasaron al trote a su lado.
Para entonces, Aurinius ya había dejado de lanzar improperios contra los expedicionarios y reunía a sus hombres para emprender la persecución. Sin embargo, la misión tuvo corta vida, hasta que los arqueros de la entrada del sendero empezaron a tirar, que no a dar, como maniobra de distracción.
Lo hicieron admirablemente bien. En lugar de salir alocadamente en persecución de Darin, los hombres de Aurinius se pusieron a cubierto, o levantaron sus escudos y formaron con ellos una muralla frente a los arqueros.
Ésta fue la señal para que los arqueros de Darin situados al otro lado del claro empezaran a disparar, alcanzando a los istarianos por la espalda… o al menos en las piernas. Los istarianos maldijeron, aullaron y danzaron frenéticamente mientras intentaban mantener los escudos en alto, empuñar las armas y arrancarse las flechas de las piernas, todo al mismo tiempo.
Como no tenían tres brazos, fracasaron en su empeño.
La mayoría de los hombres de a pie se había agrupado en una formación más razonable cuando el último jinete de Darin desapareció por el sendero que salía del claro. Algunos incluso habían logrado montar y espoleaban sus caballos para perseguir a Darin.
A la cabeza galopaba el propio Aurinius, sin armadura, con jirones en sus finas vestiduras de seda, además de manchas de hierba y barro por todas partes. Cabalgaba con la espada en la mano y una expresión en la cara que habría cuajado la leche o convertido en vinagre el vino más exquisito.
También cabalgaba sin mirar al frente. Por eso fue otro istariano quien vio las siluetas que acechaban entre los árboles e intentó dar la alarma.
Podría haberlo conseguido si los pesos adicionales que Fertig había añadido a la red no la hubieran hecho descender antes de que los jinetes pudieran detenerse. Se abalanzaron hacia la red, que tenía la altura de un hombre y estaba firmemente atada a los árboles de ambos lados del sendero.
Sus troncos habían sido aserrados meticulosamente hasta la mitad, de modo que cuando la masa de jinetes se estrelló con fuerza contra la red, ambos árboles se partieron justo por debajo de las ligaduras y cayeron con un estruendo de caballos desplomándose. La red no mató a ninguno de los jinetes —aunque varios caballos fueron menos afortunados—, pero cerró el paso a la persecución de la caballería como si se hubiera abierto un foso de llamas en la tierra.
Darin creyó reconocer la voz de Aurinius entre las nuevas imprecaciones mientras forzaba a su tambaleante y sudorosa montura a realizar un último esfuerzo.
—Espero que seas capaz de sobrevivir solo, amigo mío —le dijo al caballo, palmeándole el cuello empapado y palpitante—. No tenemos tiempo para llamar al veterinario.
El caballo fue capaz al menos de seguir avanzando a trompicones hasta desaparecer de la vista en cuanto Darin y Pitaltrote desmontaron. Los demás caballos lo siguieron, ninguno tan cerca de desplomarse como el de Darin, pero porque ninguno llevaba una carga tan pesada.
—Me pregunto si los istarianos les seguirán el rastro —dijo alguien.
—Durante un rato, quizá —replicó Darin—. Pero esos istarianos tienen que saber distinguir un caballo cargado de uno que corre suelto. Pronto estarán buscando nuestras huellas, aunque no tan pronto como para encontrarnos si dejamos de parlotear y volvemos a casa.
—¿No más incursiones mientras tengamos a los istarianos enloquecidos como si hubiéramos pisoteado su colmena? —preguntó uno de los hombres sedientos de sangre istariana.
—No. Las abejas somos nosotros y ya hemos picado bastante a Aurinius por el momento. Si nos quedamos revoloteando por aquí, traerá calderos humeantes y magos con conjuros venenosos. Y hay que pensar en los lugareños, por si alguien ha olvidado nuestra deuda con ellos.
Si alguien lo había hecho, no se lo dijo a Darin a la cara. En cambio, los hombres lo siguieron cuando se internó entre los árboles, tomando la precaución habitual de buscar un terreno donde no dejaran pisadas ni ramas rotas.
Ya se habían adentrado bastante en el bosque cuando Darin cayó en la cuenta de que faltaba un rostro familiar. El susurro pasó rápidamente de boca en boca hasta el final de la columna.
—¿Dónde está ese condenado kender?
Darin no añadió «¿Dónde está el yelmo de oro?», porque eso desencadenaría el pánico.
Estaba a punto de ordenar con un gesto a la columna que se desplegara y empezara a buscarlo cuando una liviana silueta se descolgó de los árboles agarrado a una enredadera. Rebotó como si el suelo fuera un colchón de plumas y corrió a saludar a Darin.
—¿No crees que tengo derecho a saber dónde has estado? —dijo el superior.
—Oh, claro que sí, pero no hay mucho que contar. La correa del yelmo se rompió cuando lo blandía. Un trabajo barato. Aurinius debería reclamar al armero y conseguir una correa de buena malla. No creo que quisieras que perdiera el yelmo por esa tontería. Así que subí a un árbol y corté varias enredaderas para atar el yelmo.
Pitaltrote empezó a bailar en círculo, mostrando a Darin el yelmo de oro que llevaba envuelto en una maraña de enredaderas y sujeto a su mochila. Describió otro círculo mientras se descolgaba la jupak.
Darin lo detuvo antes de que el instrumento empezara a rugir. Varios hombres juraron ayudarlo. Uno mencionó una antigua receta familiar de estofado de kender.
—¿En serio? —Exclamó Pitaltrote—. El tío Saltatrampas decía que él también tenía una, de una ocasión en la que un montón de kenders estaban sitiados. No recuerdo si era por ogros o minotauros. No, esperad, creo que era en una isla y había trolls marinos por todas partes…
—Más tarde —dijo Darin, e interrumpió a Pitaltrote agarrando con mano firme el cuello de su camisa.
—¿O era que encontraron una manera de comerse a los trolls marinos? —alcanzó a oír Darin, mientras Pitaltrote desaparecía de su vista bailando.
Suspiró. Las victorias iban y venían, al antojo de la suerte y de los dioses, pero los kenders nunca cambiaban.