Eran sólo los restos de una tormenta procedente de muy al norte que batía contra las rocas del pie del acantilado. Pero incluso aquellos restos se convertían en espumeantes olas de dos veces la altura de un hombre cuando llegaban a los bajíos.
Cuando las olas alcanzaban las rocas, la espuma saltaba hasta la cima del acantilado, plateada en su salto, formando un arco iris en su caída. Por instintos largamente cultivados y finamente aguzados, los expedicionarios de Darin, el Heredero del Minotauro, volvían a casa manteniéndose a tanta distancia del borde del risco como lo permitía el estrecho sendero.
Todos excepto Insafor Pitaltrote. El kender se apostó sobre una roca prominente, justo por encima de la altura máxima de la espuma, y contempló las espumeantes aguas a sus pies.
—Esta noche no habrá marisco para cenar —dijo con una mueca.
—Creía que no te gustaban las ostras —replicó uno de los hombres.
—Oh, y es verdad. Pero la mayoría de los grandullones las adoráis, razón por la cual no estoy seguro de que los mismos dioses crearan a los hombres y a los kenders, y estaréis de mal humor, lo cual…
Darin extendió un largo brazo, agarró a Pitaltrote por el cuello de la túnica y lo transportó por el aire hasta un terreno más seguro o al menos más seco. En este tramo de costa casi nunca pasaban bastante tiempo sin lluvia para que la tierra se secara por completo, lo cual significaba terreno resbaladizo para quienes no estuvieran acostumbrados a caminar por él.
Darin y sus camaradas no se quejaban del mal tiempo. Su comida procedía de raíces cultivadas (que podrían sobrevivir perfectamente en una ciénaga), de los árboles y los animales del bosque, y del mar. Que esta tierra no fuera propicia para la agricultura también les convenía, ya que ellos no sentían aprecio por los vecinos.
El hombretón alzó la vista al cielo, alternativamente encapotado y despejado a causa de la danza de las nubes.
—Puedo soportar un banquete de la victoria frío, pero los cocineros se amotinarán si tienen que servirlo, y Waydol también tendrá algo que decir al respecto.
Apresuraron el paso. Entre los hombres, sólo Darin podría haber dicho sin faltar a la verdad que amaba a Waydol. Pero todos los presentes respetaban al Minotauro, valoraban su sabiduría en la guerra y en los consejos, y temían su lengua tanto como, o más que, sus puños.
A los pocos minutos, el sendero se alejaba del mar y empezaba a ascender. Nadie que no lo hubiera recorrido muchas veces podría decir a dónde llevaba, tanta era la velocidad a la que crecían los árboles. Los helechos y los cárdenos hongos que no necesitaban luz solar crecían también tupidamente donde los árboles les dejaban espacio, e incluso unas cuantas plantas trepadoras rastreras ostentaban hojas húmedas de rocío entre las ramas caídas y las agujas de coníferas en descomposición.
Darin inspiró profundamente. Este bosque tenía el auténtico olor del hogar, por mucho que se hubiera internado tierra adentro y alejado del mar. No pediría a ningún dios nada mejor que vivir toda su vida aquí, ocupando el lugar de Waydol cuando el Minotauro yaciera por fin en una pira funeraria y continuando su batalla hasta que le llegara a él la hora de pasar la carga a su propio heredero.
Delante de él sonaron gorjeos de ave. Sirbones apretó aun más el paso para alcanzar a Darin, con la curiosidad reflejada en su rostro.
—Mejor no apresurarse —dijo Darin—. Este camino es traicionero.
—Creo que esos cantos significan algo más que caminos traicioneros —replicó el sacerdote de Mishakal. Por mucho que pareciera bastante viejo como para ser el padre de la mayoría de los expedicionarios, había conseguido seguir su paso todo el viaje desde Dinsas sin mucho esfuerzo.
—¿Ah sí? —dijo Darin. No se sorprendió demasiado, aunque varios de sus hombres se sentían un poco incómodos con la idea de que Sirbones pudiera revelar los secretos de la banda. Ninguno de ellos habría sido tan necio como para atacar a un hombre que se hallaba bajo la protección de Darin, por no mencionar a un sacerdote de Mishakal, a quien sería impío y quizás imposible hacer daño.
—Sí. Si yo estuviera en tus zapatos…
—Voy descalzo, como sin duda habrás advertido.
—En efecto. Pero no es necesario decirlo todo de la manera más simple. He descubierto que las palabras necesitan a veces ser acariciadas para que adquieran el estado apropiado.
Darin se negó a considerar cómo podía un sacerdote saber nada de caricias, aunque estaba seguro de haber oído comentar que el celibato entre los seguidores de Mishakal era una decisión personal más que una ley rígida.
«Roguemos porque Sirbones no tenga un ojo para las mujeres que rompa la paz en la banda».
—No me preocupan tus palabras. Me preocupan tus oídos. ¿Están abiertos para escuchar? Waydol dice, y con razón, que el hecho de que tengamos sólo una boca y dos orejas significa que deberíamos escuchar más de lo que hablamos.
Sirbones sonrió y asintió en silencio.
—Muy bien. Los senderos y el territorio son una buena defensa contra cualquiera de pasos menos seguros que un cazador de montaña. Pero por si alguien mandase una hueste de cazadores de montaña contra nuestra fortaleza, hemos mejorado las defensas naturales. Algunos intrusos acabarían muertos o tullidos; de los demás tendríamos noticias enseguida.
—No dices que no debería hacerte más preguntas, pero lo oigo en el tono de tu voz —dijo Sirbones.
—Oyes bien —confirmó Darin—. También te pido un poco más de prudencia: ponte en fila conmigo y mis hombres. Algunos de nuestros regalos para los extraños están cerca del borde del camino.
—¿Fosos con estacas envenenadas y cosas así?
—Has prometido no hacer más preguntas.
—No he hecho semejante promesa. Simplemente he comprendido tu orden.
—¿Entonces por qué no la cumples? —le espetó Darin. Estaba demasiado cansado y ansioso por llegar a casa y descansar para tener paciencia con las bromas del sacerdote.
—Discúlpame, Heredero del Minotauro. Estoy abusando mucho de tu hospitalidad.
«No tanto, cuando sabes tan bien como nosotros que contar con un clérigo sanador en nuestras filas será una bendición por la que merece la pena soportar cosas mucho peores que tu lengua».
Pero Darin no expresó sus pensamientos en palabras no sólo por cortesía, sino también para ahorrarse el aliento que necesitaría para el resto de la ascensión.
Pirvan y Haimya se reunieron con Alatorva el Tuerto en la misma estancia donde Pirvan había despachado con sir Niebar ese mismo día.
La gran sala era el lugar más honorable para agasajar a un viejo amigo, un invitado que venía de muy lejos y un compañero al servicio de Jemar el Blanco. Por otra parte, era el más asequible a los curiosos y los indiscretos.
Por eso, cuando hubieron acabado con el vino y las pastas (dos bandejas, ya que Alatorva bebía poco, pero comía en proporción a sus dimensiones), sacaron ciertos artículos —mapas, para empezar— de sus escondrijos habituales y empezaron a hablar en serio.
—¿Qué te trae por aquí, con el aire de alguien que ha comido manteca rancia con el desayuno? —preguntó Haimya.
—Ojalá fuera algo tan simple e inofensivo para otros como mi estómago —respondió Alatorva—. Pero es más preocupante. Karthay e Istar han iniciado una carrera que puede hacerlas chocar con la fuerza suficiente para que ambas se hundan.
Pirvan asintió.
—Hemos oído contar que la flota de Istar va a dirigirse al norte y limpiar la costa de forajidos y piratas. También hemos oído decir que Karthay quizá tenga la idea de reconstruir su propia flota si Istar lo hace.
—No sé nada de Karthay —dijo Alatorva—. O al menos no más de lo que se habla en las calles. Construir nuevos barcos es un asunto de los concilios superiores, y ni siquiera Jemar tiene muchos oídos allí.
La insinuación de que los Caballeros de Solamnia podían tener tales oídos era demasiado clara para pasarla por alto. Pirvan suspiró. «Es mejor despejar el ambiente entre nosotros enseguida», pensó.
—Los Caballeros de Solamnia han jurado ayudar a Istar contra sus enemigos —dijo—. Si Karthay tiene intención de convertirse en uno de ellos, entonces mis votos me exigen que ponga fin a esta conversación. —Haciendo caso omiso de los puñales, flechas y espadones que los ojos de Haimya arrojaban contra él, pues ella era oriunda de Karthay, Pirvan continuó—: No obstante, si nuestro objetivo es impedir que Karthay e Istar se conviertan en enemigos, entonces todos mis conocimientos están a tu disposición, al igual que toda la fuerza de mi brazo.
—Y el mío —añadió Haimya, con una mirada a su marido tan distinta de la anterior que él se ruborizó, y por un momento la cabeza le dio vueltas por algo más que el calor de la mal ventilada estancia.
La sonrisa de Alatorva era un poco forzada.
—No os he oído ofrecer el brazo de nadie más, ni nada más.
—Nosotros tampoco te hemos oído ofrecer ninguna ayuda por parte de Jemar —dijo Haimya—. ¿O es que estás tan atado de pies y manos como nosotros y no puedes hacer promesas que sabes que tus amos no mantendrán?
—Yo no llamaría amo a Jemar —dijo Alatorva—. No tiene una enorme pila de libros mohosos que le dicen qué hacer y cómo decir a los demás lo que deben hacer. El mar no lo permite, de modo que si vosotros los caballeros queréis armar una flota algún día, quizá necesitéis algo un poco…
—Alatorva, viejo amigo —lo interrumpió Haimya, con una voz suave como la seda y gélida como la pala de un Quebrantador de Hielo—, déjalo ya. Dinos lo que puedas sin faltar a tu honor y no te pediremos nada más. Pero si pasamos más tiempo con bromas de mal gusto, Gerik y Eskaia tendrán edad suficiente para unirse a nosotros en este viaje antes de que tomemos la decisión de iniciarlo.
Los dos hombres se miraron y luego estallaron en carcajadas.
—Muy bien —dijo Pirvan—. Yo guardaré silencio y dejaré hablar a Alatorva. Hasta ahora nunca ha necesitado que lo animen a hablar, así que yo…
—Mi buen marido… —insistió Haimya.
La atronadora voz de Alatorva interrumpió el silencio.
—Nos empezamos a oler el peligro, los que teníamos la nariz a barlovento, cuando pusieron a Aurinius al mando en el norte.
—¿Gildas Aurinius? —preguntó Pirvan.
—El mismo —dijo Alatorva, y luego añadió, para Haimya—: No es amigo de los ladrones, ni siquiera de los retirados. El ejército lo destinó a la milicia, hace unos diez años, para que pusiera un poco de orden y disciplina entre ellos. Supongo que pensaron que era demasiado rico para dejarse sobornar.
—¿Y tuvo éxito? —preguntó Haimya.
Alatorva asintió.
—Al precio de varios hombres y mujeres buenos que Pirvan y yo conocíamos, muertos, pudriéndose en mazmorras o dejándose la vida como esclavos en las canteras. Aurinius adora las buenas armaduras, pero lucha como una espada que fuera la obra maestra de un herrero.
—En otras palabras, nadie que hayan enviado allí a la ligera —concluyó Haimya. Los dos hombres asintieron.
—Aurinius ya ha zarpado rumbo al norte —prosiguió Alatorva—. Con diez barcos y unos dos mil hombres, principalmente para añadir músculos a las guarniciones de la ruta. Pero siguen reclutando hombres, movilizando veteranos, contratando operarios en los astilleros para acelerar las reparaciones y la construcción de nuevos buques. ¡Oh, Zeboim sabe cuántos problemas para los marineros honrados!
Pirvan logró contener la risa al oír a Alatorva describir a Jemar y los suyos como «marineros honrados». La piratería descarada constituía ahora una proporción menor de sus actividades, pero entre los bárbaros del mar seguían floreciendo otras maneras de privar a la gente de su dinero.
Pirvan se puso en pie.
—Viejo amigo, mi dama y yo tendremos que pensar en todo esto. Pero te prometo que nuestros pensamientos tendrán como objetivo hacer algo, o conseguir que se haga, si nuestras manos están atadas.
El gruñido de Alatorva dejó claro que habría preferido oír algo más, pero sabía que no podía pedirlo. Más allá de eso, la amistad lo obligaba a guardar silencio, al menos mientras se hallara bajo el techo de un amigo.
Los dos senderos convergían ante una grieta vertical que se abría en la cara de un risco, no mucho más pequeña que los imponentes pinos que crecían detrás de ella. Darin vio que Sirbones escrutaba la grieta, preguntándose si los hombres podrían pasar por allí, si es que conducía a alguna parte.
—No te preocupes, amigo sacerdote —dijo Pitaltrote—. Las mejores mentes de los kenders buscan una solución a este problema.
—Eso —dijo alguien—, y si esperásemos una solución de ellos, sería mejor que acudiéramos a los gnomos.
Sirbones pareció muy incómodo.
—Esto no es obra de gnomos, ¿verdad?
Las risas resonaron en las rocas y por todo el bosque.
—No —dijo Darin—. De humanos, con un poco de ayuda de un minotauro, y es muy fiable. —Miró hacia la cima del acantilado y levantó las manos por encima de su cabeza, con las palmas hacia afuera.
Empezó a oírse un rumor profundo procedente de la roca, que fue creciendo hasta que el suelo parecía temblar bajo sus pies. Sirbones estaba visiblemente inquieto, a pesar de su desesperado intento por ocultarlo.
De pronto, el rumor cesó. Darin se dirigió a un gran peñasco situado a la izquierda de la grieta de la roca y empujó con fuerza. Con un chillido de lechón aplastado, la roca se deslizó hacia la izquierda. Detrás de ella se abría un oscuro túnel cubierto de polvo, o mejor dicho, un pasadizo semicircular excavado en la roca viva a un lado de la grieta.
Al final del túnel, la luz del sol centelleaba sobre una masa de agua.
—Considérate nuestro invitado, Sirbones —dijo Darin—. Y guarda silencio acerca de todo lo que veas ahora y en adelante. No te haremos daño para retenerte con nosotros, pero si cualquiera de nuestros secretos se marcha contigo, tu condición de sacerdote no te protegerá.
—Me protege Mishakal, por muchas amenazas que me dirijas —replicó Sirbones con dignidad—. Pero tú estás protegido contra los deslices de mi lengua por mis votos y mi honor. Es signo de bárbaros, Darin, creer que ellos son los únicos hombres de honor.
Antes de que Darin pudiera pensar una respuesta, el sacerdote se descolgó el bastón para que no se trabara en las rocas y, sujetándolo ante sí como si fuera una lanza, desapareció en el interior del pasadizo.
Pirvan y Haimya se empeñaban en realizar sus ejercicios de entrenamiento con los hombres de armas y los guerreros visitantes siempre que podían. Con un exceso de práctica con el mismo adversario, un luchador podía acostumbrarse a ese adversario y ya no estaría atento a la impredictibilidad de uno nuevo y desconocido.
Éste, ambos estaban de acuerdo, era un modo excelente de encontrar una muerte rápida en combate.
Aun así, les alegraba su espíritu presto a luchar contra el otro con espadas de madera y ropa acolchada. Y hoy, entre todos los días, su espíritu necesitaba alegrarse.
Llevaban en ello buena parte de la tarde y a Pirvan empezaban a dolerle las contusiones, por no hablar de los ojos, que le escocían debido al sudor que les entraba. Pero Haimya se le echaba encima de nuevo, de pies tan ligeros como una cierva en primavera, y la contienda aún no había finalizado.
Se arriesgó a cerrar la guardia, desviar la espada de Haimya y tratar de esquivar su escudo para atacarla con la daga. Ella volteó su arma justo a tiempo para trabarla con la suya, guarda con guarda. Quedaron también prácticamente nariz con nariz, y los ojos de la mujer —hoy azules, aunque él los había visto brillar grises o verdes— fijos en los suyos.
Hasta que Haimya se echó a reír, no una delicada risita de adolescente, sino una carcajada espontánea.
—¿Lo dejamos en empate por esta vez?
—Me parece justo. —Pirvan dio un paso atrás, sin bajar la guardia hasta que Haimya retiró el escudo del hombro y dejó caer la espada encima de él. Después se sentó con las piernas cruzadas y alargó el brazo hacia la jarra de agua.
—¿Vamos a ayudar a Alatorva y los demás? —preguntó cuando acabó de beber.
—¿Quieres decir si investigaremos la causa de este problema entre Istar y Karthay y procuraremos mantener la paz entre ellas?
—Hablas conmigo, no escribes una carta a sir Marod.
—Sin embargo, lo mejor es que practique para escribir esa carta.
—No conmigo, te lo ruego.
—¿En quién más puedo confiar por su tolerancia, discreción y…
Ella lo besó. Él le devolvió el beso y luego se apartó, sonriendo.
—… y sus interesantes maneras de interrumpirme?
—Puedo hacerlas más interesantes todavía.
—La puerta de la armería no está bien cerrada.
Como para subrayar la observación de Pirvan, Gerik y Eskaia entraron a la carrera.
—Papá, mamá —gritó Gerik—, vuestro amigo Alatorva dice que nos contará historias de piratas si le dejáis quedarse a cenar.
—Alatorva se queda a cenar, e incluso a pasar la noche —dijo Pirvan—. Pero vosotros, jovencito y jovencita, aún tenéis que acabar las clases. La última vez que me enseñasteis la tablilla de sumas, teníais mal once de veinte entre los dos.
—Ah, pero… —empezó a decir Gerik.
—No digas que vuestros amanuenses harán ese tipo de trabajo —lo interrumpió Haimya—. Recuerda que pasará tiempo antes de que puedas pagar el sueldo de un empleado.
Además, si sabe que no descubrirás sus errores, trabajará mal o te engañará, o las dos cosas. Ahora corred. Nos encargaremos que Alatorva cumpla su promesa si vosotros prometéis acabar las clases antes de que os llamemos para la cena.
Los niños se escabulleron a toda prisa, dejando a Pirvan y Haimya con la cintura rodeada brevemente por los brazos del otro antes de empezar a colgar su equipo.
La parte ceremonial del banquete de bienvenida había concluido. Por fin, Darin pudo dejar que Waydol lo condujera solo a la cabaña de piedra del Minotauro para hablar a solas.
Lo primero que hizo Waydol fue abrazar a su heredero, por quinta vez desde que se habían reunido al final del pasadizo de entrada. Fue el abrazo más fuerte de todos, y Darin sabía que tenía que devolvérselo, si no tan bueno como el que recibía, sí el mejor que pudiera con músculos meramente humanos.
Cuando acabaron, Waydol acompañó a su heredero a uno de los escabeles de piedra de la habitación. El minotauro se sentó con las piernas cruzadas en el suelo alfombrado de carrizos y miró fijamente a Darin, con aquella mirada que parecía decir que era capaz de ver el alma de un hombre y juzgar su honor y todo lo demás que hubiera en ella.
Waydol no tenía que levantar mucho la vista para mirar a los ojos a su heredero. El más bajo de los minotauros adultos sería de la estatura de Darin, y Waydol era más alto que la media de sus congéneres. En su juventud había luchado contra un minotauro con un espadón en cada mano y, aunque esa juventud ya había quedado atrás, aún no había llegado a la edad en que incluso un minotauro empieza a encorvarse.
—¿Y bien, heredero Darin? —preguntó Waydol con voz estentórea. Su vocabulario istariano era excelente, pero su acento seguía siendo fuerte, y ningún minotauro sonaba menos que gutural a los oídos humanos—. ¿Hay algo de esta incursión que sólo yo deba saber?
—Nada que se me ocurra en este momento —respondió Darin.
—No me pidas que duerma y luego hable —dijo Waydol, pero la sonrisa eliminó la mordacidad de sus palabras.
—¿Cuándo lo hice por última vez?
—Oh, cuando tenías unos dieciséis años.
—Ah, una de mis primeras salidas. Creo que me acuerdo, aunque hace mucho tiempo.
—Fue, como recuerdas muy bien, no hace más de seis años. Si no te acuerdas, me temo que debo buscar un heredero en otra parte. Mi memoria no ha empezado a deteriorarse y tengo cinco veces tu edad.
—Ah, pero para un minotauro, tu edad es la de un tierno joven.
—¿Ah, sí? —dijo Waydol, amagando un pase de través con los cuernos al estómago de Darin. El joven humano se arrojó al suelo desde su escabel y se puso en pie sujetándolo como si fuera un escudo.
—Tráeme el espejo y los trapos de lustrar —dijo Waydol con una risita. A la mayoría de la gente, una risita de minotauro sonaba como dos piedras de molino frotándose, pero para Darin era el sonido del hogar.
El joven trajo el espejo de bronce y una bolsa llena de trapos impregnados con diversas resinas aromáticas y sostuvo el espejo mientras Waydol sacaba brillo a sus cuernos concienzudamente. Tenía un hermoso par, tanto más preciados para Waydol por cuanto se había librado por un pelo de perderlos.
Eso había sucedido muchos años atrás, cuando sugirió que había que descubrir los puntos débiles de los humanos antes de embestirlos con la testuz por delante. Después de todo, el honor no exigía ser un necio.
Varios minotauros bastante poderosos consideraron que eso era un insulto a su honor y obligaron a Waydol a decidir: exiliarse o quedarse sin cuernos, o bien morir en la arena del circo, naturalmente, un combate que según Darin los demás minotauros deberían estar agradecidos de que nunca tuviera lugar.
Eligió el exilio. Poco después de aquello, decidió convertirse en cabecilla de una banda de forajidos humanos, o al menos de los que sobrevivían a un primer encuentro con él. Y poco después de convertirse en jefe, adoptó como heredero a un niño con el tejado bien amueblado que llegó flotando a la deriva hasta su costa, agarrado a un madero del barco de su familia, que había naufragado.
De eso hacía ya diecinueve años. Los cuernos que Waydol no había perdido en su tierra natal habían seguido creciendo en el exilio y eran armas formidables por derecho propio. Tampoco el ingenio del minotauro era menos agudo.
De hecho, Darin opinaba que si los minotauros se hubieran reunido en cónclave solemne durante meses, difícilmente habrían elegido a uno de ellos mejor preparado para descubrir los puntos débiles de los humanos. Si quienes recordaban los insultos de Waydol habían muerto en la arena del circo y los que vivían tenían más juicio, todavía podría realizar su tarea.
Lo cual, sin duda, supondría una temible carga para el honor y la conciencia del Heredero del Minotauro. Cuando ocurriera, e incluso sin Waydol, la vida habría enseñado a Darin que preocuparse por algo que quizá nunca sucederá tal vez se merezca un minuto del día cuando uno está utilizando el escusado, o afeitándose, o haciendo algo que requiera poco del propio cerebro.
—Creo que pronto deberás salir otra vez y con la mayor parte de los hombres —dijo Waydol.
—Eso significa nombrar subalternos —replicó Darin.
—Kindro y Fertig Templador están lo bastante curtidos para el mando.
—¿Y son lo bastante jóvenes para ser prescindibles si caen? —preguntó Darin.
—Podrás ser tan cínico cuando tengas una barba de la longitud de mis cuernos.
—Si tengo que cabalgar con Fertig a menudo, la barba será blanca antes que larga.
—No es ni peor que la mayoría de los enanos ni mejor que algunos.
—Entonces rezo por no conocer nunca a esos «algunos».
—No es probable que puedas garantizarlo. El reino de Thorbardin está a nuestra espalda. Si nos expulsan de las costas, necesitaremos retirarnos rápidamente a sus tierras.
Darin ya no se asombraba de que un minotauro pensara en la retirada ante una fuerza superior, en lugar de morir combatiendo. Lo que lo desconcertaba era de dónde podía provenir esa fuerza superior.
Cuando Waydol acabó de explicar el significado de la llegada de Gildas Aurinius a los territorios septentrionales de Istar, no lejos de su propio terreno, Darin comprendía mejor el asunto de la fuerza superior. También se preguntaba qué se suponía que podía hacer con doscientos hombres como máximo contra diez veces esa cantidad.
—Si los encuentras reunidos a todos, espero poco, aparte de que hostiguéis a sus patrullas, hagáis algunos prisioneros, y cuanto mayor sea su rango mejor, y que verifiquéis su capacidad para la lucha. Pero no es probable que los encuentres a todos juntos. Aurinius es, por lo que sé de él, un hombre con ambiciones de llegar muy alto en los concilios de Istar cuando cuelgue el yelmo. Un hombre así seguro que prestará oídos a las quejas de las poblaciones norteñas y dejará cien hombres aquí y cincuenta allí para proteger sus murallas, campos y caravanas. Tú y tus hombres os comeríais a un puñado así para desayunar y guardaríais a los escasos supervivientes para el almuerzo, ligeramente salteados o aliñados con vinagre. Hacedlo un par de veces y Aurinius empezará una campaña contra vosotros. A partir de ese momento, lo dejo a tu juicio, pero haz algo que saque a ese hombre de sus casillas. Un adversario enfurecido atacará de frente. No aprovechará al máximo su fuerza o sus armas. No se protegerá contra ataques por sorpresa. En resumen, será el tipo de hombre al que se puede derrotar aunque tenga todas las ventajas de su parte.
Darin lo sabía de sobra por sus combates personales, pero ésta era la primera vez que aplicaba el principio a una batalla o, mejor dicho, a toda una campaña contra un soldado civilizado al frente de un pequeño ejército. Sabía que la inquietud era un signo de falta de confianza en sí mismo, más que falta de confianza en Waydol, y también que desaparecería en cuanto hubiera librado un par de batallas.
Entretanto, él era el Heredero del Minotauro. Se levantó del escabel, tomó el espejo de manos de Waydol y lo sostuvo ante él para que pudiera lustrarse los cuernos con más comodidad.
—Buenas noches, papá.
—Buenas noches, mamá.
El dúo infantil sonó a ambos lados del corredor. Los años en que habían compartido la misma habitación y la misma niñera habían pasado a la historia; ahora Gerik tenía un tutor, además de recibir instrucción de los hombres de armas, y la hermana pequeña de la doncella de Haimya se ocupaba de Eskaia.
En realidad, Haimya no necesitaba una doncella, pero si lo hubiera hecho todo ella sola como durante sus años de mercenaria, las malas lenguas se habrían quedado boquiabiertas desde la ribera hasta la cima de la colina. Su único consuelo por utilizar una sirvienta era que así tenía ocasión de enseñar al mismo tiempo a su doncella y a su hija las bases de la lucha, con las manos desnudas además de con armas.
Pirvan oyó cerrarse las puertas y deslizó una mano alrededor de la cintura de Haimya.
—Creo que también nosotros deberíamos prepararnos para decir buenas noches dentro de poco.
—¿No tendrás, confío, demasiada prisa en ello?
—No tanto como para decepcionar a una dama.
—Tu sentido del honor es encomiable.
—Es más sentido común que del honor, teniendo en cuenta lo que pueden hacer las damas decepcionadas.
Haimya se arrimó a él.
—Quizá deberías tener en cuenta las posibilidades de una dama complacida.
Hicieron algo más que tener en cuenta las posibilidades, las exploraron a fondo. Estaban tendidos muy cerca una del otro cuando Haimya se revolvió y se incorporó apoyándose en un codo.
—¿Hemos olvidado algo que necesitemos para ir al norte?
—Todavía no hemos empaquetado las provisiones.
—Pensaba en asegurarnos de que los caballeros no nos acusen de desobediencia.
—Ya teníamos que pasar algún tiempo en Karthay —replicó Pirvan, atrayendo a Haimya hacia su pecho y paladeando ese placer—. Sir Marod era muy claro en sus cartas de que debíamos enterarnos de lo que pretende Karthay con su flota. Si pasamos aunque sólo sea unos días allí, eso y lo que nos enteremos por Jemar dejará satisfecho a sir Marod y a cualquier otro que pudiese hacer muchas preguntas.
Haimya suspiró y se relajó encima de su marido. Después sus hombros se estremecieron espasmódicamente y Pirvan notó algo cálido y húmedo sobre su pecho.
—¿Haimya?
—Perdóname —dijo ella, secándose los ojos con el dorso de la mano libre—. Es una tontería, pero… es la primera vez que nos marchamos y dejamos a los niños desde que son lo bastante mayores para comprender el peligro.
Pirvan estrechó su abrazo.
—Mi dama y señora, si lloras por eso, conseguirás que me una a ti y el lecho quedará empapado. ¿Crees que yo no entro a veces en su dormitorio por la noche, para quedarme mirándolos, a ellos y todas las esperanzas que hemos depositado en ellos?
—Creía que ése era mi secreto —replicó ella. Le mordió suavemente en el hombro y luego empezó a besarlo. Los besos subieron por el cuello y la mejilla hasta la oreja.
—Mi señora, en ciertos aspectos ya no tienes secretos para mí —dijo Pirvan, estrechando aún más su abrazo.