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La estancia de paredes verdes de la Torre de la Alta Hechicería de Istar estaba tan por encima del nivel del suelo que difícilmente podría decirse que estuviera en la Torre. No habría sorprendido a nadie, ya fuera mago, clérigo o ciudadano de a pie de Istar la Poderosa, saber que no figuraba en ningún plano de la edificación.

Quizá sorprendería a algunos magos saber que de hecho sí existían planos de las cinco grandes Torres de la Alta Hechicería, y que esos planos eran estudiados a menudo por personas corrientes. Sin embargo, no habría hecho falta una explicación muy larga para poner fin a su sorpresa o satisfacer su interés.

Tarothin el Mago recordaba haber dado una explicación de ésas hacía varios años a un desconcertado aprendiz.

—En primer lugar, a los gobernantes de las ciudades y territorios donde se encuentran las Torres no les gusta mucho que seamos más misteriosos de lo necesario. Por eso, cualquier pequeño gesto de confianza en el lugar adecuado puede ser una poderosa arma para ganarse su buena voluntad. Recuerda el Principio Treinta y Uno.

El aprendiz era brillante y estaba ávido de conocimientos, aparte de desconcertado. Recitó el principio vivamente, de carretilla.

—Un conjuro pequeño en el momento adecuado tiene el mismo poder que uno grande una hora después. Un con-juro pequeño en el lugar adecuado tiene el mismo poder que uno grande a mil pasos de distancia.

—Exacto. Considera esos planos de las torres un pequeño conjuro para fomentar las relaciones pacíficas con quienes ejercen el poder sobre nuestro destino sin saber mucho de nosotros y a menudo sin que les guste lo poco que saben. Además, hay ocasiones en las que uno no desea utilizar conjuros para desatascar un desagüe o restaurar el techo en partes de las Torres donde no ocurre nada esotérico o secreto. Por eso traemos obreros normales, cuya buena voluntad nos ganamos pagándoles por su trabajo y que, cuando nos ven como personas muy parecidas a ellos mismos, quizá pierden un poco del miedo que nos tienen.

Tarothin se había echado a reír. En otro tiempo, su risa era espontánea y genuina; una mujer incluso la había descrito como «jovial». Pero en los últimos diez años había habido bastantes menos motivos que antes para mostrarse jovial.

—Naturalmente, cualquiera que entre en una Torre de la Alta Hechicería con intenciones hostiles descubrirá que los planos son más una amenaza que una ayuda. Un ejército que los utilizara tendría suerte si encontrara algo importante, y más suerte aún si conseguía encontrar el camino de salida. Y todas las Torres están vigiladas por magos cuyas habilidades se concentran en asegurarse de que los invasores no tengan suerte. Por eso puedes estar seguro de que la existencia de planos de nuestras Torres no es un misterio, ni un peligro serio para nosotros.

«Me pregunto qué habrá sido de aquel muchacho», pensó Tarothin, secándose los ojos discretamente porque le lloraban a causa del humo de los braseros. Tenía cerebro y vocación, pero parecía inclinarse muy decididamente por los Túnicas Blancas. Demasiado decididamente para alguien de su edad.

Era poco probable que Tarothin lo supiera nunca. Todos los magos Túnicas Blancas, Rojas y Negras reunidos no formaban una multitud; en las gradas de un circo de buen tamaño cabría la mayoría. Pero estaban muy dispersos y con los años se había demostrado cada vez más prudente no hablar demasiado sobre sus idas y venidas, y mucho menos de sus retiros secretos.

Esta reunión demostraba ese problema tan vividamente como las recientemente retocadas inscripciones en oro de la pared de mármol verde que había detrás del asiento del orador. La estancia acogía a setenta magos y, aparte de los de Istar, Tarothin no sabía dónde residían más de cinco. Conocía sus rostros y sus habilidades, pero no habría sabido decir de dónde eran.

Había excepciones, por supuesto, y una de ellas se hallaba en pie junto a una talla en bajorrelieve que supuestamente representaba al compañero minotauro de Huma, Kaz. Rubina era una Túnica Negra que no ocultaba que era de Karthay, la gran ciudad dedicada al comercio situada junto a la entrada de la bahía de Istar y principal competidora comercial de la propia Istar. Tampoco ocultaba que estaba tan preocupada por el destino de su ciudad como por el de las Torres y todos sus magos, aprendices y sirvientes, lo cual no era propio de un mago consagrado.

No obstante, era difícil mantener una discusión seria con Rubina. Era demasiado elegante, ingeniosa y hermosa hasta la exageración.

En aquel preciso instante, el exquisito rostro de Rubina estaba petrificado en una máscara de aburrimiento y sus enormes ojos castaños de lánguidos párpados se mantenían cerrados en un gesto que no pretendía ser sensual, al menos eso le pareció a Tarothin. Ciertamente, las túnicas de color negro no pretendían ser irresistibles, pero era difícil mirar a Rubina con ellas sin pensar en el aspecto que tendría sin ellas.

El orador se preguntaba por cuarta vez como mínimo Tarothin había dejado de contarlas), por la iniquidad del título de «Príncipe de los Sacerdotes» para el principal clérigo de Istar. Tarothin creía que si hubiera algo que alegar sobre ese tema, el orador ya lo había hecho y proseguía porque no sabía cómo detenerse, y nadie tenía la capacidad o el valor necesarios para decirle que se callara.

Sin duda alguna, el asunto del título tenía cierta relevancia. Siempre había sido un título del principal clérigo de Istar desde que era un pueblo, y todos sus clérigos podían reunirse en una misma taberna, donde probablemente pasaban la mayor parte del tiempo muchos de ellos. Hacía un siglo se había convertido en el único título, pero los otros más antiguos no dejaron de usarse y el nuevo raras veces se tomaba en serio, excepto en las ceremonias más formales. Los comerciantes y artesanos de Istar eran personas obstinadas, o al menos lo habían sido. Les gustaba la idea de ser la sede de la virtud del mundo, pero no permitirían que se rieran de ellos cuando había trabajo que hacer.

En la actualidad, era bien sabido, los istarianos eran multados e incluso encarcelados por no saber decir «Príncipe de los Sacerdotes». Pero era posible reunir todas las multas impuestas hasta ahora en una bolsa que un hombre fuerte podía cargar, y las sentencias de cárcel eran menos que las dictadas contra los borrachos que se resistían a la patrulla de la milicia ciudadana.

Para evitar que el entumecimiento de sus músculos lo dejara agarrotado como una estatua, Tarothin dio un paso hacia un lado y recorrió la estancia con la mirada. Al alcance de un bastón vio, vestidos de gala, a dos kenders, un elfo puro (qualinesti, por supuesto, los silvanestis rara vez vivían fuera de su tierra natal, y muchas menos ingresaban en alguna Orden de sacerdotes, magos o guerreros), dos con el aspecto de semielfos y uno que era lo bastante bajo como para ser un enano, aunque probablemente no lo era.

Eso era lo que aterrorizaba a Tarothin: la noción cada vez más extendida de que sólo los humanos, istarianos o no, eran virtuosos a los ojos de los dioses verdaderos. Esto no sólo iba en contra de todo lo que Tarothin había creído siempre, sino también de todo lo que había visto u oído en el transcurso de una vida que ya había dejado atrás su cuadragésimo invierno.

Cuando los istarianos empezaran a hacer obligatoria esa locura con multas y encarcelamientos —de humanos y no humanos, sin distinción—, vendrían malos tiempos. Si el orador hubiera dicho siquiera seis palabras sobre ello, Tarothin se habría sentido satisfecho.

Al final, el orador se quedó sin aliento, como hacía tiempo que se había quedado sin ideas. Tarothin lo elogió educadamente cuando el hombre bajó de la tarima; después de todo, era un colega Túnica Roja y había que estar en armonía con los de la propia Orden aun más que con los de otras.

Un zumbido de voces impulsó a Tarothin a volverse, para ver a Rubina subiendo los escalones de la tarima y ocupar el lugar del orador. No podían ser únicamente imaginaciones suyas que al sentarse lograra que su túnica levantara un poco más revuelo de lo que la naturaleza requería, dejando al descubierto un brazo bien torneado y unos tobillos exquisitos, además de unos fuertes pies calzados con sandalias de cuero con hebillas de ébano… y unas uñas pintadas de color vino.

Tras esta exhibición, Rubina podía haber hablado de la mejor fórmula para la cola adhesiva y aun así conservaría la atención de al menos la parte masculina de los asistentes, pero no lo hizo.

—Que las palabras de mi boca y las reflexiones de mi corazón complazcan a todos los dioses y a esta honorable compañía —dijo solemnemente Rubina, inclinando la cabeza.

A continuación procedió a resumir una situación que se presentaba en el norte y que afectaba muy de cerca a su ciudad natal, Karthay.

—Afectará a todos los presentes y a todos los practicantes de magia de todas partes antes de mucho tiempo. Porque ¿cómo podemos hacer nuestro trabajo en paz si no hay paz?

Esto atrajo la atención unánime de la sala hacia Rubina. La hechicera prosiguió explicando que la fuerza de los forajidos y los piratas de la costa septentrional parecía aumentar bajo el mando —o eso decían los rumores— ¡de un minotauro! Cada vez llegaban más lejos en sus incursiones de pillaje, y si bien moderaban su conducta, tenían a todos los que vivían a varios días a caballo de la costa mirando asustados por encima de su hombro. De momento no se habían dedicado en serio a la piratería en mar abierto, pero eso podía cambiar en cualquier momento.

Antes de que eso ocurriera, Istar reuniría una flota y un ejército para castigar a los forajidos. Eso podía parecer inocente, incluso útil, pero una flota y un ejército se plantarían justo a la entrada de la bahía de Istar, frente a Karthay. Ningún barco karthayano podría moverse sin autorización de Istar, y sería lo más fácil del mundo decretar un bloqueo sobre Karthay por cualquier ligera desavenencia entre ambas ciudades.

—Istar envidia desde hace mucho tiempo la prosperidad de nuestros comerciantes y pretende que sean menos prósperos. La intención de castigar a los forajidos es real, qué duda cabe, pero Istar lo utilizará como excusa para imponer su tiranía. Y si los karthayanos nos resistimos, con toda seguridad los Caballeros de Solamnia se pondrán en movimiento y la consecuencia será la ruina definitiva de ambas ciudades.

Por las expresiones y los cuchicheos que observó Tarothin, no todos los presentes consideraban la idea de dominar Karthay tan inaceptable como debieran. También esperó que Rubina no reparara en ello. Su genio era legendario; desatarlo ahora echaría a perder su causa.

Tarothin carraspeó sonoramente.

—Si puedo robaros un momento para añadir mis reflexiones a las de lady Rubina… —Hizo una decorosa pausa antes de proseguir—. Incluso si los Caballeros de Solamnia no hallaran causa alguna para tomar parte en esta disputa, Istar tendría que incrementar su flota y su ejército. Esto significa impuestos más elevados, estómagos vacíos y gente dispuesta a echar la culpa de su suerte a otro. No juzgaré a ninguna de las dos ciudades, pero sí os pido que recordéis lo que ha ocurrido en otras tierras en otros tiempos. Istar tiene una gran virtud: gran parte de su imperio lo ha adquirido pacíficamente. Lo que podamos hacer para que la ciudad mantenga ese rumbo en los años venideros, debemos hacerlo.

La reacción a aquella muestra de sentido común fue gratificante: gran profusión de sugerencias, algunas más prácticas que otras. Los debates fueron prolongados y en voz lo bastante alta como para llenar la estancia de ecos, que aumentaron el dolor de cabeza que Tarothin ya tenía a causa del humo de los braseros. Adoptaron el acuerdo de designar a dos miembros de cada Orden para que formaran un consejo que debatiría las sugerencias, sopesaría sus méritos y propondría actuar de acuerdo con la mejor.

A Tarothin le habría gustado que se hiciera más, pero dudaba de que fuera él el único presente cuya cabeza estuviera a punto de estallar y cuyo estómago rugiera ominosamente. Para garantizar el secreto, el cónclave completo y su sala habían sido sellados con conjuros que requerían ayuno, y lo último que había comido Tarothin había sido una tarta de manzana reseca justo antes de que se acostara la noche anterior.

El cónclave se declaró clausurado y los magos se dirigieron lentamente hacia una de las cuatro puertas bajas que se abrían al submundo de la Torre, cuando Tarothin sintió una mano sobre su brazo. Se volvió y vio a Rubina, con una expresión tan iracunda y amenazadora que por un momento se olvidó por completo de su belleza.

La conciencia del lustroso cabello negro, los altos pómulos y los sensuales labios volvió a él. Lo mismo hizo el conocimiento de que su gesto de apoyo había interrumpido su discurso, quizás incluso le había puesto fin antes de lo que ella deseaba. Si estaba resentida por ello… bueno, él siempre podía alegar buenas intenciones, pero con una mujer, como con los dioses, el alegato podía ser rechazado.

—Mi señora, si os quedó algo importante por decir por culpa de mi impetuosa lengua…

El cielo se despejó de nubes de tormenta y unos grandes ojos oscuros se clavaron en los de Tarothin con una calidez que, por una curiosa paradoja, provocaron un escalofrío en el clérigo que recorrió toda su columna vertebral. Rubina se echó a reír.

—Nada que yo pudiera decir era más importante que conseguir que el cónclave se tomara en serio la cuestión. De no haber sido por vos, eso podría no haber ocurrido.

—Estoy seguro de que alguien más habría tenido el buen sentido de hacer lo mismo —replicó Tarothin—. Nuestros hermanos y hermanas a veces parecen bobos, pero pocos lo son en la realidad.

—Aun así, te estoy agradecida. De hecho, mi gratitud podía extenderse a cenar esta noche en mis aposentos.

La mente de Tarothin le dijo a su cuerpo que se guardara de aullar como un sabueso al detectar un rastro, lo cual parecía a punto de hacer. La invitación podía tener muchos significados, la mayoría inocentes, y varias consecuencias, asimismo inocentes.

Sin embargo, cuando uno miraba a Rubina y pensaba en sus habitaciones, la imagen que acudía a la mente era un dormitorio ocupado principalmente por una gigantesca cama, con todas las comodidades al alcance de la mano, de modo que quien estuviera en el lecho se resistiera a abandonarlo durante un buen rato…

Tarothin tomó las manos de Rubina y se inclinó ceremoniosamente hasta rozarlas ligeramente con los labios. Por poco no se descantilló un diente con uno de los anillos de la mujer —tres o cuatro en cada mano, calculó—, pero fue recompensado por su risa argentina.

—No tengo nada que hacer que pudiera competir razonablemente con el placer de aceptar vuestra invitación —respondió Tarothin, intentando imitar el acento de un actor cómico. Esta vez la risa de Rubina le hizo sospechar que los dioses no lo habían creado para ser actor.

—Me alegro —dijo Rubina, rodeando brevemente con un brazo la cintura de Tarothin y arrimándose tanto a él que su aliento con aroma a miel le hizo cosquillas en la oreja y le acarició la mejilla y el cuello—. Pero ahora debo dejarte, a fin de preparar mi habitación para la hospitalidad y no sólo para el trabajo.

Pareció desvanecerse entre un aliento y el siguiente, y Tarothin tardó unos segundos en caer en la cuenta de que, mientras hablaban, ella lo había ido acercando a una de las puertas. Simplemente había cruzado el umbral en el momento en que su último aliento llegaba a él, aunque no eran sólo imaginaciones del mago que todavía pudiera oler su perfume en el aire, y detrás del perfume el aroma esencial de mujer.

Lo que podía salir de aquello, Tarothin no lo sabía; ni siquiera iba a perder el tiempo intentando adivinarlo. No obstante, pensaba hacer una parada de camino a los aposentos de Rubina.

Jemar el Blanco había atracado con tres naves, una de ellas el Leopardo Marino, cuyo oficial de cubierta era otro viejo camarada del viaje al golfo del Cráter, Alatorva el Tuerto. Alatorva fue en otro tiempo camarada de trabajos nocturnos de Pirvan Wayward.

Lo que los hombres mortales podían saber de lo que ocurría a lo largo de la costa septentrional de Istar, Jemar y sus hombres quizá lo sabían ya, o al menos sabían quién lo sabía. Con la ayuda de Alatorva, Tarothin quizá consiguiera contar con el ingenio de Pirvan, aunque como caballero solámnico poco más podía ofrecer que consejo sin autorización de sus superiores.

Tarothin se dijo que no estaba intentando todo esto para mejorar su imagen ante los ojos de Rubina y avanzar hacia una conclusión más agradable de la cena. Buscaba información que pudiera evitar una guerra innecesaria, o al menos convertir una grande en otra pequeña. Y los que decían que todas las guerras eran malas, nunca habían hablado con quienes vivían porque alguien había conseguido que una guerra no se extendiera.

Durante siglos, el mundo había aceptado la hegemonía de Istar porque había traído la paz y un buen grado de justicia. Si eso estaba a punto de cambiar, por la locura de los Príncipes de los Sacerdotes o de cualquier otro, no era algo que se podía aceptar con los brazos cruzados.