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—Todo parece en orden —dijo sir Niebar—. Lamento haber tardado tanto en comprobarlo.

Sir Pirvan de Tiradot frunció el ceño.

—¿Insinuáis que hay algún fallo en nuestra contabilidad? —Esperaba que su tono transmitiera más una sensación de ofensa que la pusilanimidad de refugiarse en la máxima de la Medida que prohibía a un caballero insultar deliberadamente a otro.

«Aunque si todos y cada uno de los aforismos de la Medida hubieran estado a la altura debida, los caballeros solámnicos habrían alcanzado la perfección hacía mucho tiempo, para sí mismos y para el mundo, o se habrían vuelto locos al intentar obedecer demasiadas reglas distintas al mismo tiempo».

Los ladrones de Istar se enorgullecían de una compleja y exhaustiva colección de usos para regular la conducta de los «trabajadores de la noche». Sin embargo, nunca habían caído en la locura de los Caballeros de Solamnia, que consistía en ponerlo todo por escrito en innumerables gruesos tomos.

—En absoluto —replicó Niebar—. De hecho refleja vuestro éxito y vuestra sabia gestión. La hacienda va muy bien.

—El mérito es más de Haimya que mío —dijo Pirvan—. El destino decidió que ella partiera de viaje durante varios años, cuando Gerik y Eskaia eran pequeños. Entonces fue cuando descubrió un don, incluso cierto gusto, para el gobierno de una hacienda.

«Y si alguna vez piensas demasiado alto que deberíamos gastar más de nuestro dinero en apoyar la obra de los caballeros para que ellos tengan que gastar menos, te moleré a palos y Haimya te capará con una podadera mellada».

Niebar se irguió en toda su estatura y luego reprimió una exclamación vulgar. No llevaba en la hacienda Tiradot el tiempo suficiente para recordar qué habitaciones eran demasiado bajas para su considerable altura. Se frotó el cuero cabelludo con una mano y tendió la otra a Pirvan.

El antiguo ladrón convertido en caballero solámnico estrechó la mano que le ofrecían. Incluso logró dedicarle una sonrisa sincera, aunque la alegría se debía más a la inminencia de la partida de sir Niebar que a un verdadero aprecio por aquel hombre.

«Bien, en cierto modo. Su compañía no proporciona placer, pero es honrado, valiente y cortés sin hacer alarde de ninguna de estas virtudes. Peores hombres han abrazado el Código de los caballeros solámnicos».

Los dos caballeros descendieron por la escalera de caracol desde la habitación más alta de la torre que se levantaba en el extremo occidental de la gran mansión. La puerta de salida conducía al patio de la hacienda fortificada, donde el caballerizo y el mozo de cuadra de Pirvan ya habían llevado el caballo de Niebar, y el escudero y el criado de Niebar esperaban sobre sus monturas.

—Hasta la vista, Pirvan —dijo Niebar—. No os deseo un año tranquilo porque ni vos ni vuestra dama apreciáis demasiado la tranquilidad. Pero rezaré para que lo que más deseáis os sea concedido, y pronto.

Niebar debía de haber cumplido ya los cuarenta años, pues era mayor que Pirvan, pero montó de un brinco en su silla con la agilidad de un joven, sin perturbar demasiado a su caballo, que le dedicó una ácida mirada y un débil relincho. Enseguida se abrieron las puertas de par en par, tres pares de tacones de bota presionaron tres pares de ijares equinos y el grupo de visitantes anuales partió al trote.

Pirvan esperó hasta que el último rastro de la polvareda amarilla desapareció del verde horizonte y luego fue en busca de Haimya. Al enterarse de que ella y las mujeres habían bajado al lavadero del río en su empeño por eliminar de las lanas los rastros del invierno, fue en dirección contraria, hacia el castillo en ruinas que era la morada humana más antigua que perduraba en los terrenos de Tiradot.

Edificado en la Era del Poder, había albergado a señores locales con distintos grados de honor o rapacidad hasta la Tercera Guerra de los Dragones, durante la cual cayó en diversas ocasiones en manos de enemigos tanto humanos como de la estirpe de los dragones. Hacia el final de la guerra era inhabitable.

Cuando la prosperidad regresó al país, los entonces señores de Tiradot decidieron que los tiempos de vivir en una fortaleza habían quedado atrás. Construyeron una mansión de sólidas paredes y tejado puntiagudo con tres plantas y dos alas, además de todos los anexos de una gran explotación agrícola, y luego rodearon el recinto con un muro para impedir el paso a los ladrones de ganado y los rateros más que a los ejércitos.

Varias generaciones después, otro señor de Tiradot murió sin herederos, dejando la hacienda a los Caballeros de Solamnia. Como los términos del Tratado de la Vaina de la Espada, sellado varias generaciones más tarde, concedía a los caballeros todas las propiedades que ya poseían, la Gran Federación no pudo ejercer influencia alguna en la posición de Tiradot.

Lo que con el tiempo sí influyó fue la necesidad de los caballeros de contar con los servicios de un tal Pirvan, el Ladrón del Conjuro de Istar. Cuando evitó que un mago renegado dejara sueltas por el mundo las hachas mágicas conocidas como Quebrantadores de Hielo y ayudó a derrotar a un Dragón Negro que había despertado indebidamente del sueño mágico de los dragones, estas hazañas fueron presentadas como muestra de que merecía ser admitido entre los Caballeros de la Corona.

El precio que sir Marod le cobró por su admisión fue convertirse en uno más de los ojos y oídos desperdigados por el mundo, y particularmente en Istar (en cuyo territorio se ha- liaba la hacienda). Para hacerlo como era debido necesitaba tierras y otras propiedades acordes con su condición, y así fue como la hacienda Tiradot cayó en sus manos.

Pirvan no estaba seguro hasta la fecha, unos diez años más tarde, de quién había caído en manos de quién. En cierta ocasión había oído calificar una corona de «espléndido martirio»; poseer una hacienda a menudo se le parecía bastante, a un nivel más modesto.

Por lo menos se podía decir que el nombre «Pirvan de Tiradot» sonaba mejor a los oídos y al corazón que el que de otro modo habría llevado, el que se susurraba a sus espaldas pero que le era bien conocido:

«Pirvan Wayward, el Guardián del Camino».

Como siempre, cuando por su mente desfilaban pensamientos lúgubres como si fueran una banda de ogros borrachos, Pirvan encontró alivio en el ejercicio intenso. En una breve parada en la armería se proveyó de arpeos de escalada, pantalones de cuero y una túnica sin mangas, cuerdas, cinturón de herramientas y bolsas, así como botas con suela de clavos. Todos los objetos metálicos que colgaban de su cuerpo se entrechocaban y tintineaban con un ruido de caldereros inmersos en su trabajo cuando salió por la puerta principal en dirección a la vieja fortaleza.

Las murallas todavía se alzaban diez veces más altas que Pirvan por tres lados, aunque estaban más agrietadas y a punto de desmoronarse que nunca. En algunos puntos, las piedras desprendidas formaban un confuso montón, donde antes sólidos sillares lo habían mantenido todo prieto y en orden.

«Es hora de vender a los aldeanos los derechos de explotación de este montón de piedras viejas —pensó Pirvan—. Darán para un buen puñado de casas nuevas y nuevas habitaciones para las casas antiguas, por no hablar de adoquines para calzadas y muros, viviendo aquí arriba. Cuando esté dolido de mente o cuerpo, siempre me quedarán los árboles para trepar».

La fortaleza estaba a un cuarto de hora de camino y la calzada que conducía hasta ella era además la principal carretera que salía del pueblo incluida en los terrenos de la hacienda. Pirvan pasó junto a un pastor con su rebaño de cabras, un carretero con una carga de toneles (nuevos y vacíos, procedentes de los toneleros de la comarca, a juzgar por su acabado, el traqueteo de las duelas y la velocidad que desarrollaba el carro), varios niños pequeños que no hacían nada en especial y uno mayor que volvía a casa con dos guadañas recién afiladas en la herrería.

Uno tras otro, todos saludaron a Pirvan con comedido respeto más que con servilismo. Eso le complacía muchísimo, y todavía le complacería más si estuviera seguro de por qué lo hacían. ¿Era su costumbre natural, su conocimiento del tipo tan raro de caballero que era o la creciente sospecha de que los Caballeros de Solamnia se desplegaban por todo Istar?

Sin duda alguna, incluso la última y peor razón apenas entrañaba peligro. La pretensión de Istar de ser la sede de todas las virtudes del mundo era más de palabra que de hecho, y muchos istarianos eran incapaces de pronunciar las palabras «Príncipe de los Sacerdotes» sin sonreír. Pasarían generaciones antes de que los Caballeros de Solamnia tuvieran que enfrentarse a la hostilidad que los istarianos ya mostraban hacia los no humanos y los humanos «bárbaros», a menos que los caballeros tuvieran que adelantarse para defender a estos grupos.

Lo cual, en verdad, deberían hacer o, mejor aún, deberían haberlo hecho antes. Pero los caballeros habían obtenido demasiado en los tiempos de la Gran Federación combatiendo por Istar. Tanto que eran reacios a perderlo por un minotauro expulsado de una taberna sin permitirle siquiera emborracharse primero, o una doncella kender importunada pese a que no se le había encontrado encima nada que perteneciese a otra persona…

Más pensamientos negros, observó Pirvan. A este paso necesitaría subir y bajar por la fortaleza hasta el mediodía para despejar su mente.

Las murallas de la fortaleza se hallaban en un estado aún más lamentable de lo que Pirvan recordaba. Sus hombres de armas tenían derecho a utilizarlas para sus ejercicios de escalada y otros entrenamientos, pero sólo eran ocho. Una docena de caballeros escalando con armadura completa difícilmente habría dejado aquellos boquetes y grietas, y Pirvan se preguntó si los jóvenes de la comarca usaban la fortaleza para sus apuestas y retos.

«Otra razón para derribar todo esto, antes de que uno de esos valientes se rompa la crisma y a sus padres el corazón».

Pirvan tuvo que encontrar una nueva ruta hacia la cima antes de poder trepar, luego sólo por el desafío encontró otra nueva para su segunda ascensión. Ésta resultó ser más larga y dura de lo que parecía al principio, y cuando Pirvan llegó a la cima, estaba empapado en sudor, tenía sangre en varios nudillos y en una de las mejillas, y se sentía bastante dispuesto a volver a casa en cuanto recobrara el aliento.

—Buenos días —dijo una animada voz fuera de su campo de visión, al otro lado de las almenas—. ¿Puedo ofreceros un poco de agua?

Pirvan ascendió otro trecho, apoyó ambas manos extendidas sobre una losa y se impulsó hasta el tejado de la fortaleza dando una voltereta en el aire. Desenvainó su daga mientras aterrizaba, rodó por el suelo y se incorporó sujetándola por la punta, listo para lanzarla.

Pero su esposa, Haimya, ya había desenfundado su propio cuchillo, además de levantar su escudo, apenas mayor que la tapa de una olla, con el cual era tan hábil. Permanecieron en guardia frente a frente durante un breve instante y luego, al unísono, enfundaron sus armas y se abrazaron.

—Menos mal que no hemos decidido entrenarnos —dijo Haimya, inclinándose—. Podíamos haber perforado el odre de agua, y Kiri-Jolith sabe que pareces necesitar un trago.

Pirvan estaba demasiado ocupado sacando el tapón de corcho del odre para hacer otra cosa que asentir con la cabeza. Habló sólo después de que el agua, aromatizada con extracto de brearándanos y un toque de limón, hubo limpiado de polvo y sudor su boca y su garganta.

—Bendita seas, Haimya —dijo—. Ha sido un placer verte. ¿Cómo has llegado hasta aquí arriba?

—Por las escaleras —respondió ella, sin decidirse a mirarlo a los ojos. Nadie podía hallar defecto en su valor o su destreza con las armas, pero sentía aversión a las alturas y nunca había podido evitar avergonzarse de ello—. ¿Y cómo puede ser un placer verme, cuando lo único que has mirado es el odre de agua? —añadió, con los brazos en jarras. La postura realzó todo el esplendor de su musculosa figura, alta como su marido y, en todo caso, más ancha de hombros, sin resultar por ello ni una pizca menos deseable.

Vestía una túnica holgada sobre unos calzones masculinos y botas bajas en sus pies de largos dedos, y no le perjudicaba que la túnica estuviera bastante mojada y se pegase a lugares interesantes de su anatomía. También los calzones… y Pirvan puso suavemente sus manos sobre las caderas de su esposa y luego la besó en ambas mejillas antes de que sus respectivos labios se encontraran.

Permanecieron así un buen rato, los placeres de los amantes, los matrimonios casados hace tiempo y los fieles camaradas de armas mezclándose indistintamente en los besos y abrazos. Más tarde no supieron decir quién de ellos había dado antes un paso atrás, pero los dos se echaron a reír.

—Menos mal —dijo Haimya—. Empezaban a temblarme las rodillas de estar cerca tanto rato. —Le acarició la mejilla con una mano—. Si hubieran empezado a sacudir la fortaleza…

Pirvan hizo un grosero gesto y atrapó la mano de Haimya en la suya. «Estar cerca» era la más antigua de sus frases cariñosas, que se remontaba a la época de su primera aventura, cuando supieron que debían separarse por un tiempo. Haimya había dicho que quizá llegaría un día en que pudieran «estar cerca», y así había sido, lo cual Pirvan consideraba la mayor suerte con la que se había tropezado nunca.

Al fin se obligó a apartar de su mente el placer del contacto con Haimya.

—¿Algo requiere que bajes de aquí?

—Ninguna obligación que me venga ahora a la memoria —respondió ella—. Pero si nos quedamos mucho más rato, seguro que ocurre algo. Además, prometí a mis doncellas ayudarlas a traer la colada del río.

—Sea.

Pirvan bebió otro trago antes de marcharse, luego bebió Haimya y finalmente vació el resto del odre sobre la cabeza de su esposa y lamió las gotas que le resbalaban por la mejilla y el cuello, lo cual hizo temblar dos pares de rodillas antes de que desapareciera la última gota.

Haimya atrajo varias miradas prolongadas en el camino de vuelta a la casa, porque su túnica estaba más mojada y se pegaba más a su cuerpo que antes. Sin embargo, ninguna de las miradas reflejaba nada que Pirvan pudiera reprochar. En la comarca era bien sabido que la Dama de Tiradot era digna de verse, pero si hacías algo más que mirar, ni siquiera perdería el tiempo quejándose a su señor, sino que zanjaría la cuestión en el acto y de un modo que podía dejarte incapacitado para cualquier mujer durante años y años.

—Confío en que sir Niebar el Fastidioso nos haya juzgado dignos de confianza durante un año más —dijo Haimya cuando pasaban junto al santuario del camino dedicado a Mishakal.

Pirvan asintió, y después se apartó brevemente para rociar la polvorienta piedra con las últimas gotas del odre a modo de ofrenda.

—Hace lo que puede, y seguro que ni él ni sus hombres se comieron todo lo que había en las despensas en sólo cuatro días.

—Un mago con un buen conjuro adivinatorio podía haber hecho el mismo trabajo en menos de un día, y comido poco o nada.

—Aun así, habría necesitado escolta —repuso Pirvan—. Hay algún bandido que otro y siempre está la dignidad de la Orden. Además, un mago capaz de obrar magia realmente poderosa también es capaz de comer como un leñador de los bosques en invierno.

La expresión de Haimya era dura, además de elocuente, acerca de lo que pensaba sobre defender la dignidad de los Caballeros de Solamnia con su bolso privado o con la herencia de sus hijos.

—Por otra parte —continuó Pirvan, bajando la voz—, estamos demasiado cerca de Istar para hospedar a un mago que no venga de un templo istariano sin que las malas lenguas empiecen a murmurar. Malas lenguas cuyas murmuraciones podrían llegar a oídos del entorno del Príncipe de los Sacerdotes.

—Algún día, los habitantes de Istar tendrán que elegir entre adorar su propia virtud o a los dioses verdaderos —dijo Haimya con una mueca—. Supongo que no podremos hacer nada hasta entonces, excepto rezar para que tomen la decisión correcta.

—Eso y servir a los caballeros. Aún no están bajo el yugo de Istar. —«Y uno de los propósitos de Marod, y también el mío, es asegurarnos de que nunca lo estén».

Ya habían llegado casi a las puertas y se retaron a una carrera en los últimos cincuenta pasos. Cuando entraron atropelladamente en el patio, riendo como chiquillos, sus hijos salieron a recibirlos también corriendo.

—¡Papá, mamá! —Gritaron Gerik y Eskaia—. Tenéis una visita. Espera en la gran sala.

Pirvan y Haimya intercambiaron una mirada, formulando en su rostro una plegaria casi audible porque sir Niebar no hubiera vuelto atrás.

—No es aquel caballero delgaducho —añadió Eskaia, interpretando correctamente el estado de ánimo de sus padres, como solía hacer a menudo—. Este hombre no es nada delgado.

—¿Jemar el Blanco? —preguntó Haimya, dejándose arrastrar al juego. El bárbaro del mar, su antiguo camarada de armas, se había casado con otra Eskaia, una princesa comerciante de Istar, y dedicado a la vida familiar.

—No. Tampoco es gordo, pero sí alto. Muy alto —intervino Gerik.

—¿Cuántos ojos tiene? —preguntó Pirvan.

Los niños le respondieron con una sonrisa de oreja a oreja:

—No lo sabemos, porque lleva un parche en el ojo izquierdo.

—Sí, y el ojo que sí se ve está rojo, como si hubiera estado llorando o no hubiera dormido.

Pirvan y Haimya volvieron a mirarse. Alatorva el Tuerto era amigo, y en ocasiones compañero, de Pirvan en sus tiempos de latrocinio y no era muy propenso al llanto. Tampoco solía pasar a menudo las noches en blanco, ni dormir sin roncar como si se estuviera produciendo un terremoto.

Excepto cuando tenía prisa, y si había ido a Tiradot con prisa, estaría bien saber por qué… también deprisa.

—Gerik, ve a la cocina y di que lleven vino helado y pastas al cuarto pequeño de la torre —dijo Pirvan—. Eskaia, tú corre al lavadero del río y pide a las doncellas que disculpen a mamá por no ayudarlas a traer la colada limpia.

—¿Por qué necesitan las doncellas una disculpa de mamá? —preguntó Gerik.

—Porque está incumpliendo una promesa que les hizo —dijo Pirvan secamente—. Cada vez que faltas a una promesa, debes disculparte ante las personas con quienes te habías comprometido. Tu madre y yo lo hacemos, el gran maestro de los caballeros lo hace, el Príncipe de los Sacerdotes lo hace. —«Es decir, si aún tiene temor de los dioses verdaderos.»— Por lo tanto, tú también lo harás.

—Sí, padre —dijo Gerik. Parecía sometido, si no exactamente arrepentido, y se escabulló hacia la cocina con aire de no querer estar a la vista de sus padres más tiempo del necesario.

—Pasa demasiado tiempo con esos tres irritantes señoritos de Fren Gisor —murmuró Haimya—. Tendremos que…

—Podemos y lo haremos —dijo Pirvan, cogiendo su mano con una de las suyas—. Pero después de que oigamos lo que tenga que decirnos Alatorva. Si vamos a presentarnos vestidos así ante alguien, aunque sea un buen amigo, lo mínimo que debemos hacer es.