Tenía veinte años, medía casi dos metros y era de constitución fuerte. Respondía al nombre de Darin, porque Waydol, el minotauro que lo había criado, afirmaba que debía tener un nombre humano. Sin embargo, solía referirse a sí mismo casi siempre como «Heredero de Waydol» o incluso «Heredero del Minotauro». Este último título quizá no siempre fuera suficiente, si más de un minotauro decidía habitar en esta franja de la costa septentrional de Istar.
Otros minotauros navegaban por la zona, aunque bastantes menos desde que se enfrentaban a la muerte con escasas esperanzas de honor a manos de la flota de Istar y las guarniciones costeras. Todas las tierras de los minotauros estaban al otro lado del mar.
Pero cuando alguien hablaba de «el Minotauro» en esta tierra, hablaba de Waydol.
En este momento, Darin no hablaba de Waydol ni de ninguna otra cosa. Deseaba permanecer tan silencioso como uno de los árboles del bosque y tan invisible como la brisa que soplaba perezosamente entre ellos. Aunque la escasa brisa del bosque le hacía sudar y dejaba campo libre a los insectos para que atacaran su piel, ni se enjugaba el sudor, ni espantaba a los insectos.
El canto de un ala solar, repetido tres veces, le hizo volver la cabeza. En la sombra que quedaba entre dos inmensos pinos había una sombra más oscura. Darin hizo un gesto de asentimiento.
La sombra más oscura avanzó hasta convertirse en un hombre. Llegó hasta colocarse al alcance del brazo de Darin y, con dos dedos y el pulgar de cada mano, tamborileó su mensaje sobre la mano y el antebrazo izquierdos de Darin.
Darin había aprendido el lenguaje de dedos que Waydol había enseñado a la banda casi desde que fue capaz de hablar. Lo entendía con la misma claridad que la lengua común.
«El pueblo de Dinsas es una buena presa —decía el hombre—. Empalizada de troncos con torres y foso. Edificios sólidos. Reses gordas. Jornaleros del campo con ropa, incluso las mujeres».
Si era posible transmitir decepción por el tacto, Darin la percibió en la última parte del informe. No porque el hombre fuera a hacer otra cosa que mirar; tenía honor y también miedo de la ira de Waydol y Darin.
Sí, un pueblo tan bien surtido poseía riquezas. No sería presa fácil, y sin duda tenía un protector o señor que buscaría venganza si lo saqueaban. Tal vez estuviera incluso bajo el mando directo de Istar.
Que los posibles vengadores batieran el bosque a su antojo. La banda de Waydol disponía de caminos hasta su fortaleza que nadie más conocía, y no sólo porque muchos los habían abierto ellos mismos. En la vida de Darin, el Minotauro había reunido una formidable banda de hombres astutos y diestros, como legado para su heredero. Además, había demostrado que un minotauro podía dirigir a los humanos, incluso contra su propia gente, algo que ambas razas dudaban de que fuera posible.
Darin había caído en la cuenta hacía algún tiempo de que en realidad no sabía lo que Waydol esperaba que hiciera su heredero con la banda los próximos veinte años. Sin embargo, por ahora bastaba con evitar que los hombres descuidaran su entrenamiento.
Si esperaban mucho más, sería un ataque nocturno, y eso Darin no lo toleraría. La única manera de llevar a cabo una incursión nocturna era estar dispuesto a incendiar lo que se atacaba, a fin de tener luz para encontrar el camino entre las calles o los caminos desconocidos. O eso, o encontrar a un mago con una conciencia flexible y el poder de lanzar conjuros de iluminación.
Darin no tenía escrúpulos para lo segundo y muchos para lo primero. En la banda no había nadie capaz de practicar la magia, por lo que los expedicionarios entrarían ahora confiando en su propia velocidad para confundir las intenciones hostiles tanto como podría hacerlo la oscuridad de los dioses dentro de pocas horas.
El hombre volvió a tamborilear sobre la mano de Darin, y éste asintió, se acuclilló y permitió que el hombre más bajo se subiera a sus hombros de un salto. El saltarín se agarró a una rama baja y empezó a trepar, tan silencioso como siempre.
Darin permaneció de rodillas, mirando hacia arriba mientras el hombre desaparecía entre las ramas con la rapidez de una ardilla. Su nombre para la banda era Acechante; después de ciertas lecciones, nadie preguntaba con demasiado empeño su verdadero nombre de pila. Lo más probable era que tuviese sangre de los bárbaros del mar; rara vez se encontraba aquella combinación de agilidad y piel oscura en otras razas. Al final, Darin oyó un débil siseo procedente de las alturas. Debía ser el arco corto de Acechante que lanzaba una flecha señalizadora a unos doscientos pasos a través del bosque, hasta donde esperaba el resto de la banda formada en dos alas. Cada ala de veinte expedicionarios debía avanzar ahora hasta una posición previamente explorada, una por cada lado de las tierras de labranza del pueblo.
Atacarían desde dos direcciones, obligando a los aldeanos a dividir sus defensas. Al mismo tiempo, las dos alas podrían ayudarse mutuamente, y entre ambas barrerían a los que estuvieran en los campos antes de que pudieran llegar a las puertas de la empalizada.
Eso era lo máximo que Darin sabía que podía planear con prudencia. Waydol se lo había enseñado: «Nunca supongas que tu enemigo coincide contigo en el planteamiento de la batalla».
Darin se agachó y aguzó el oído en busca de cualquier sonido de sus hombres al tomar posiciones para el ataque. No oyó nada que la mayoría de los escuchas no hubieran llamado ruidos del bosque, y sabía que sus subalternos podían castigar oportunamente al ruidoso. Al cabo de un rato dejó de escuchar y acabó de armarse.
Un hombre de la corpulencia de Darin infundía temor a muchos adversarios simplemente con erguirse. Sin embargo, no despreció una cota de fina malla, sabiendo que un hombre corpulento era a la vez un blanco muy visible. También se caló un buen casco redondo de fabricación enana con cogotera y protección nasal añadida, una espada y una daga.
Pero la principal arma de Darin eran sus antebrazos y sus puños, protegidos por guanteletes hasta los codos de pesado pero elástico cuero, cubierto por una malla más fina. La elasticidad en un cuero tan grueso tenía que ser cosa de magia, o tal vez hubiera alguna otra historia detrás de aquellos guanteletes que Waydol se negaba a revelar, ni el día en que se los regaló a Darin ni nunca después de entonces.
De todos modos, los guanteletes habían permitido a Darin vencer a numerosos adversarios sin necesidad de acabar con su vida. Aborrecía matar aún más que Waydol, y no era de los que se inventaban una necesidad donde no la había.
Al acabar, a Darin le bastaba con desperezarse y desentumecer sus miembros para moverse con rapidez, mientras inspiraba profunda y repetidamente el aire impregnado del aroma a bosque. El olor del bosque era diferente del de su hogar, sin duda por estar más lejos del mar, con menos sal en el suelo y musgo foliáceo…
¡Chkkk!
Darin miró hacia arriba. Una flecha, gemela de la de Acechante, vibraba justo debajo de la segunda rama más próxima al suelo. Instantes después, Acechante bajó del árbol reptando y arrancó la flecha del tronco.
Los dos hombres asintieron. Las dos alas estaban en posición. Ahora lo único que necesitaban era que Darin y Acechante ocuparan la suya, desde donde darían la señal de ataque.
Ambos caminaron silenciosa y rápidamente, uno detrás del otro.
Un aldeano de agudo oído debía de haber oído algún ruido en el bosque, pero el valor o la imprudencia fueron su perdición. O tal vez no estaba seguro de lo que había oído y no quería quedar en evidencia por una falsa alarma.
El hombre cayó antes de poder dar la alarma, cuando un proyectil lanzado por una honda salió volando de entre los árboles hasta estrellarse contra su cráneo. Darin esperó un momento para ver si algún otro de los jornaleros habían advertido la caída del hombre y emprendía la fuga o acudía al rescate.
Si venían, encontrarían pocas pruebas de lo que le había ocurrido. Las hondas de la banda de Darin disparaban bolas de barro cocido, preparadas para dejar a un hombre sin sentido por el impacto y deshacerse en polvo inmediatamente.
Si los aldeanos huían…
No hicieron nada. Quizá ninguno había visto caer a su compañero; quizá creyeron que se había desmayado por la fatiga; quizás estaban demasiado cerca del final de una larga y agotadora jornada para pensar en nada más que el agua caliente y la cerveza fría en casa.
Darin pasó la lengua por los resecos labios. Por su parte, jamás había bebido nada más fuerte que agua cuando estaba sano o infusiones de hierbas cuando estaba enfermo, pero conocía el cansancio y la sed tan bien como aquellas gentes. Le parecía casi deshonroso aprovecharse de semejante desventaja… si no miraba a los centinelas que montaban guardia sobre la empalizada.
En aquel momento, uno de los centinelas pareció reparar en el hombre caído. Lo señaló con su lanza y formó una bocina con la otra mano. Darin no pudo oír lo que decía desde aquella distancia, pero percibió la urgencia en el tono de voz del hombre.
Darin salió a campo abierto y descargó sendos puñetazos contra los árboles que tenía a los lados. El bosque vomitó hombres ataviados con una abigarrada mezcla de tonos óxido, verde y pardo, todos barbudos y melenudos. Algunos presentaban trazas de sangre elfa, y sobre los hombros de uno de casi la estatura de Darin se sentaba a horcajadas un kender, que fustigaba a su montura con un plumero para sacudir el polvo.
No lanzaron gritos de guerra; el único sonido era el de más de cuarenta pares de pies calzados con botas corriendo campo a través. No les quedaba mucho aliento para desperdiciarlo gritando; además, era costumbre en la banda de Waydol guardar silencio hasta que corría la primera sangre.
Eso no tardaría mucho en ocurrir; los centinelas ya estaban cargando flechas en sus arcos. Darin alzó la mano izquierda extendida con la palma hacia el suelo. Sus arqueros descolgaron las armas, abrieron las aljabas y extrajeron dardos sin perder el paso en ningún momento. Sólo cuando montaron los arcos, se detuvieron para apuntar mejor. La banda de Darin no tenía suficientes arqueros para arrojar una lluvia de flechas, que también provocaría una carnicería innecesaria si se pudiera recurrir a ella.
Así, dos centinelas cayeron de la empalizada y uno se desplomó hacia atrás y desapareció de la vista, a cambio de una baja entre los hombres de Darin a causa de una flecha clavada en una pierna. Mientras tanto, la línea de ataque a la carrera dio alcance a los jornaleros en fuga. Antes de que Darin prosiguiera el avance, vio que sus hombres empezaban a derribar a sus prisioneros, cada uno de un modo distinto.
Algunos hombres usaron sus porras o los puños. Uno se cargó al hombro a una mujer y le propinó unos sonoros azotes; era imposible saber si ella gritaba o se reía.
Acechante utilizó sus boleadoras, diseñadas por él mismo, unas del tipo empleado por los bárbaros de las Llanuras y otras de estilo kender. Cuando hubo lanzado ambas, desenvainó de su cinturón una pesada cabilla de maniobra y detuvo en seco a otros dos aldeanos con ella.
Ahora era vital impedir que los aldeanos cerraran sus puertas. Una buena docena de ellos seguían en el exterior y libres.
—¡Cerrad las puertas ya! —gritó una voz desde la torre de vigilancia.
Darin atravesó corriendo las filas de los aldeanos que huían, desviando con su guantelete alguna puñalada. Llegó a las puertas justo cuando empezaban a bascular para cerrarse, agarró una de las hojas, inspiró profundamente y tiró con fuerza.
La puerta volvió a abrirse y, cuando estuvo completamente abierta, dos de los hombres de Darin abatieron a los hombres que la vigilaban. Darin dio un salto al frente, recogió la tranca de la puerta, que era el doble de larga que él de alto y gruesa como su muslo, la empuñó como si fuera una pica y la blandió en círculos a su alrededor.
Sólo alcanzó a unos pocos aldeanos. Varios se desmayaron por el pánico, o simplemente se tiraron al suelo para salvarse, y otros pusieron pies en polvorosa. En cuestión de segundos, todos los aldeanos sorprendidos fuera de la empalizada habían caído prisioneros y las puertas estaban abiertas para que los expedicionarios irrumpieran en el pueblo.
Darin no pensaba dar esa orden sin ofrecer a los aldeanos la posibilidad de rendirse. Incluso el más breve de los combates cuerpo a cuerpo podía dejar las callejuelas del pueblo con más cadáveres de los que un hombre de honor desearía ver.
Darin formó una bocina con las manos. Su voz no guardaba proporción con su cuerpo —y eso era bueno, en opinión de Waydol, o ya habría dejado sordos a la mitad de sus camaradas—, pero se hacía oír.
—¡Ah del pueblo de Dinsas! Os tenemos a nuestra merced y os ordenamos que os rindáis en el acto. Si os rendís, os costará un poco de dinero pero nada de sangre. Si oponéis resistencia, os espera un destino más terrible.
Sólo después de un largo silencio recordó el cabecilla de los expedicionarios que estos aldeanos quizá no entendieran su lengua istariana con acento minotauro. Estaban más lejos de las tierras que él y sus hombres habían explorado hasta entonces, por lo que Dinsas debía hallarse en la región colonizada directamente desde Istar o desde las ciudades que hablaban su idioma. Pero en cada territorio había pueblos donde las gentes iban por sus propios caminos, hablaban su propia lengua y contestaban con rudeza a las educadas peticiones de los extranjeros a los que no comprendían.
El silencio se prolongó aún más. Varios de los hombres de Darin recogieron la tranca de la puerta; un ariete era siempre una útil aportación al arsenal de los expedicionarios, aunque pesada para cargarla a través del bosque.
Al fin, un hombre achaparrado de barba roja apareció ante las puertas y se encaró con Darin. Llevaba una espada bien cuidada que se había colgado apresuradamente encima de su mandil de zapatero.
—Me llamo Hurvo, portavoz de Dinsas. ¿Quién eres tú?
Darin contempló al hombre desde su mayor estatura. Hurvo se parecía más a un enano muy corpulento que a un humano bajo, incluyendo las manos encallecidas por el trabajo. Sin embargo, no parecía carecer de valor.
—Soy el dueño de tu pueblo —respondió en tono comedido—. Yo y mis hombres deseamos compartir lo que hay detrás de esta empalizada.
—Sólo eres el dueño de las puertas de Dinsas, nada más —replicó Hurvo con voz igualmente mesurada—. ¿Qué estás dispuesto a pagar por la mínima parte del resto?
—Cuanto sea necesario, y si es excesivo, nos apropiaremos de todo cuando acabemos de pagar. Eso no será motivo de preocupación para vosotros, pues ya no necesitaréis otras pertenencias que vuestro sudario.
—Ah, ¿no pretendéis devorarnos? —dijo Hurvo.
El kender fingió vomitar encima del hombretón que lo transportaba. El hombre se apresuró a depositarlo en el suelo.
—¡Un kender! —exclamó alguien en tono asqueado. Darin vio que habían salido otros aldeanos de los portales y las callejuelas para respaldar a Hurvo.
—Insafor Pitaltrote —dijo el kender con una complicada reverencia que se convirtió en una vertical sobre las manos, que a su vez desembocó en una voltereta completa. El movimiento lo acercó a Hurvo. Varios aldeanos dieron un paso atrás.
Darin hizo una silenciosa seña a sus arqueros. El primer hombre que intentara tomar a Pitaltrote como rehén se encontraría con una flecha clavada en las entrañas. Si sobrevivía al flechazo, probablemente también se encontraría con la daga del kender enterrada en algún punto menos vital pero con toda seguridad doloroso.
Los kenders vivían sin miedo, algo para lo cual había muchas explicaciones, algunas más extravagantes que creíbles. Una que Darin sospechaba que podía ser cierta era que no resultaba fácil matar a un kender si ofrecía resistencia.
—Así, debéis de ser el Heredero del Minotauro y su banda —dijo Hurvo, atusándose la barba, como si intentara calcular el precio de la reparación de un zapato—. Estáis un poco lejos de casa, ¿no?
—Hemos llegado hasta Dinsas y eso es todo lo que nos importa a todos por el momento —replicó Darin. Notó que la impaciencia crecía en su interior, pero se esforzó para que no se trasluciera en su voz.
«Nunca des la impresión a nadie de que puede combatirte retrasando los acontecimientos». Ése era otro de los dichos de Waydol que había demostrado ser cierto en muchas escaramuzas, batallas e incursiones de pillaje.
—Escucharé vuestras condiciones —dijo Hurvo—. Escucharlas no significa aceptarlas. Ni tampoco ofreceros una bebida significa entregaros nuestro pueblo. Pero no es necesario que luchemos con la garganta seca.
El agua era fresca y limpia y, por los sonidos que emitieron los hombres, la cerveza era buena. Además, Hurvo probó la primera jarra de cada barril antes de permitir que nadie bebiera.
—Habla ahora, Heredero del Minotauro, ¿o acaso prefieres otro nombre? —dijo Hurvo, mientras se limpiaba la espuma de la barba.
—Ése nombre honra sobradamente a quien me educó… —empezó a decir Darin.
Varios aldeanos silbaron para manifestar su desaprobación. Uno hizo un gesto de repugnancia y tiró su jarra al suelo.
Hurvo suspiró.
—Peco, ya hemos discutido esto más veces de las que puedes contar sin quitarte las botas. Por mí puede ser el heredero de un Dragón Rojo, pero está aquí, y por esta razón es aconsejable escucharlo.
Darin habló con rapidez, antes de que Peco o cualquier otro complicara las cosas.
—Nuestras condiciones son simples. Tomaremos de cada casa y taller uno o dos objetos de valor, además de cierta cantidad de monedas de todo el pueblo. Además, comeremos y beberemos cuanto nos plazca esta noche y mañana, cuando rompamos nuestro ayuno antes de partir. Si nuestros hombres no sufren daño alguno, tampoco lo sufriréis vosotros. Incluso os ayudaremos a curar a los heridos. No obstante, por cada hombre herido, pagaréis con una vida. Si nos obligáis a presentar batalla, el pueblo será incendiado, por encima de vuestros cadáveres o no, como lo permitan los dioses.
Hurvo frunció el ceño.
—¿Tenéis algún mago o clérigo que domine la magia de curar?
—Sólo las artes curativas de los moradores de la floresta, que deben sanar rápidamente o morir —respondió Darin. Tenía cierta tendencia a ser sincero con este portavoz de los aldeanos tan dueño de sí mismo, cuya negativa a cambiar de talante empezaba a recordarle a Waydol.
—Entonces que así sea, si el pueblo está de acuerdo —dijo Hurvo—. Puedo decidir por mí mismo si no hay tiempo, pero habrá más posibilidades de paz si escucho a los más influyentes.
El sol empezaba a descender por el oeste, pero la oscuridad no transformaba la paz en un baño de sangre ni la batalla en una agradable fiesta. Tampoco la impaciencia escaparía a los perspicaces ojos de Hurvo.
Darin asintió.
—No intentes darnos largas, o el precio será mayor. Tienes de tiempo hasta que el sol roce la copa de aquel árbol. —Señaló lo que parecía ser un joven vallenwood que crecía en la esquina suroccidental de los campos de labranza.
Hurvo asintió a su vez y se retiró hacia las sombras con los aldeanos. Darin ordenó rápidamente que insertaran cuñas en las puertas para mantenerlas abiertas, y tres o cuatro arqueros se encaramaron a las torres de vigilancia.
El resto de los hombres se dispuso a montar guardia, ocuparse de los cautivos y acoplar asas a la tranca de las puertas para convertirla en un ariete más eficaz. Incluso aunque Dinsas se rindiera, siempre habría alguien que hubiera perdido una llave, se fugara o fuera asesinado sin dejar franco el camino a los preciados objetos ocultos tras una puerta cerrada.
La discusión de Hurvo con su pueblo consumió casi todo el tiempo concedido y la mayor parte de la paciencia restante de Darin. El cabecilla de los expedicionarios estaba sentado sobre el ariete, afilando la espada que aún tenía que desenvainar con ira en esta incursión, cuando Hurvo volvió a hacer acto de presencia.
—Aceptamos vuestras condiciones —dijo. A continuación miró a Insafor Pitaltrote—. Será mejor que no te separes de ese kender.
—Formo parte de esta banda y voy donde me place —replicó Pitaltrote—. Y si no te gusta…
—Cualquier percance que sufra él, será considerado una agresión a uno de nosotros —dijo Acechante. Nunca levantaba la voz, ni siquiera en combate, pero Darin vio que Hurvo se retorcía la barba con una fuerza excepcional antes de asentir.
Después de aquello, la tarde transcurrió sin incidentes, si podía describirse así el saqueo de un pueblo de una banda de forajidos, por moderada que fuera su conducta. Contribuyó a ello el que, en su mayoría, los hombres de Darin decidieran permanecer sobrios, aunque él vio un buen puñado de botellas de agua en el botín amontonado. Apostó a que la mayoría de ellas abandonarían Dinsas a la mañana siguiente, atadas al cinturón de un hombre y llenas de cerveza o vino.
Un hombre encontró un jarro de hidromiel y lo vació antes de volver a las calles haciendo eses. Darin ordenó que lo arrojaran a un pozo en desuso, y sólo lo sacaron cuando estaba completamente aterrorizado, medio ahogado y un poco más sobrio. Su jefe confió en que el hombre estaría en condiciones de partir por la mañana. Nunca había dejado atrás a un hombre vivo en ninguna incursión, y a pocos muertos, pero las camillas eran siempre un engorro.
Insafor Pitaltrote estaba aquí, allí y en todas partes, casi nunca a la vista de Darin durante más tiempo del que el cabecilla necesitaba para asegurarse de que el kender seguía con vida. Aunque Darin juró hacer llegar aquella noticia al pueblo del kender, cualquier información que sugiriese orden y sistema parecía difícilmente aplicable a un kender.
Aun así, no estaba a mucho más de un día de camino de Dinsas, aunque resultaba difícil encontrarlo si los kenders no deseaban recibir visitas. Darin creía que deberían saber que el veneno del odio hacia los no humanos había circulado sin detenerse desde Istar hasta Dinsas, y debían vigilar a sus antaño amistosos vecinos.
Después decidió dejar el aviso a Pitaltrote por si acaso los kenders de la región no se habían enterado por sus propios medios de todo lo que necesitaban saber. Además, tenían sus propios medios para tratar con los vecinos hostiles, y si había que apostar, Darin no lo haría contra los kenders.
Hacía rato que había oscurecido cuando Pitaltrote reapareció por última vez. A aquella hora, la plaza del pueblo estaba bien iluminada por antorchas y hogueras, y el botín formaba una rutilante pila en el centro. El kender llegó columpiándose mano tras mano por una cumbrera prominente hasta su cúspide tallada y luego se dejó caer livianamente al suelo, dando un salto mortal en el aire antes de aterrizar.
Darin levantó la vista de un plato lleno de pastel de carne, gachas y dorada en salmuera con cebollas.
—Hay una casa que aún no ha sido visitada y está cerrada con llave —dijo Pitaltrote.
Varios hombres se echaron a reír.
—¿No has conseguido entrar? ¿Qué clase de kender eres? —se mofó uno.
Pitaltrote forjó una expresión dolida.
—Me prohibieron traer mis ganzúas en esta incursión. Yo… —Hurgó en el bolsillo de su abrigo—. Vaya. Supongo que olvidé vaciar mis bolsillos antes de salir. Déjame ver.
Varias cosas salieron de los bolsillos, incluidas las ganzúas. También una reluciente bolita de metal.
—Eh, eso es uno de los proyectiles de mis boleadoras —exclamó Acechante. Por bajo que fuera para ser un bárbaro del mar, logró erguirse amenazador por encima del kender.
—¿En serio? Ahora que lo pienso, tiene el aspecto de haber salido de un barco. Déjame acercarla a la luz y…
Acechante golpeó ligeramente la cara inferior del brazo del kender con su cabilla. La bola salió volando por los aires. La mano de Acechante la cogió al vuelo y la guardó en el bolsillo antes de que descendiera más que el ancho de una mano.
—De verdad, deberías empezar a poner tu nombre en las cosas que vas a dejar tiradas por ahí —empezó a decir Pitaltrote, indignado—. De lo contrario habrá tanta confusión que…
Darin alzó una mano pidiendo silencio; Hurvo se había presentado en la plaza.
—¿Sí, portavoz?
—He oído que hablabais de una casa cerrada con llave. ¿Ha hecho el kender… esto… algo inusual con ella?
—No.
—Mejor para él. Es la casa de Sirbones, nuestro sacerdote de Mishakal.
—¿Y por qué no ha salido a ayudamos? Tenemos trabajo suficiente para tres sanadores, diría yo.
—Ah… Le hemos llevado a nuestros heridos… en privado. Ha estado muy ocupado hasta el crepúsculo.
El primer pensamiento de Darin fue quitar la vida a un aldeano —preferiblemente Hurvo— por este engaño. Después cayó en la cuenta de que no había dicho nada de Sirbones en su acuerdo. Sería deshonroso castigar al pueblo por no presentar lo que nadie le había pedido.
Además, ninguno de los expedicionarios estaba muerto ni siquiera mortalmente herido. Había dos que necesitaban una cura para poder andar —uno con una herida de flecha y otro porque uno de sus prisioneros le había mordido en el muslo— y varios más que caminarían con más comodidad si los curaban.
Darin inspiró profundamente.
—-Si ya ha terminado con tu gente, permite que venga a curar a la mía.
—Yo no puedo darle órdenes. Eso no formaba parte del trato.
—Tienes buena memoria —dijo Darin.
Hurvo sonrió.
—En realidad no tan buena, para un aldeano. Mi tío abuelo, él si tenía memoria. Era capaz de recordar todas las compras y ventas de una feria del pueblo de tres días, sin escribir una sola cifra en una pizarra de madera. Naturalmente, no sabía escribir, para empezar, pero…
—Me recuerda al tío Saltatrampas —interrumpió Pitaltrote—. Una vez tuvo que ejercer de juez en un concurso…
Darin profirió un sonido que indicaba claramente la inconveniencia de continuar este concurso de tíos prodigiosos.
Hurvo se volvió y llevó a los otros hacia la casa del clérigo sanador, con Pitaltrote montado en los hombros de Darin.
La casa era pequeña, sólo dos habitaciones con un montón de leña al fondo y una chimenea bien enlucida que ahora proyectaba una fina columna de humo con aroma a hierbas hacia el aire nocturno. La puerta estaba entornada y, a la luz de la antorcha, Darin vio que lucía lo que parecían arañazos azules.
Una inspección más atenta sugirió que pretendía ser un grabado de una mujer que empuñaba un bastón. Era difícil saber si estaba vestida o no.
Como se suponía que Mishakal era una diosa muy casta, Darin pensó que estaba vestida. También pensó que el grabador nunca había visto a una mujer, vestida o desnuda.
Después llamó a la puerta.
Dos adolescentes que sostenían a un anciano que cojeaba, pero que por lo demás parecía estar sano, aparecieron en la puerta.
—Bendito seas, Sirbones —dijo una de ellas—. No sé lo que habría hecho Padre si… ¡OH!
Darin se hizo a un lado. Las jóvenes pasaron apresuradamente junto a él, incapaces de apartar la vista de su imponente figura. Pasó un rato antes de que reparara en el hombrecito de cabeza redonda y reluciente, cubierta de cabello plateado que esperaba en la puerta.
—Ah… ¿Eres Sirbones?
—Oh, sí. Hurvo me avisó de que venías. No es cierto que ya haya terminado con los aldeanos, pero he atendido a todos los heridos, además de a los enfermos habituales. Kyloth era el último de la jornada para mí, y a él le haría falta un sanador más cualificado que yo para que le devolviera su brío juvenil. El que le curó el tobillo la primera vez dejó parte del conjuro ligado al hueso, lo cual sin duda parecía una buena idea entonces, y quizá lo hubiera sido, si la curación se hubiera realizado como es debido…
Por fin, Darin consiguió llamar la atención del sacerdote, aunque no antes de empezar a sentirse como si estuviera oyendo a un anciano gnomo recitar su nombre entero. De hecho, Sirbones se parecía bastante a un gnomo descomunal, tanto como Hurvo a un gran enano… ¿Se había producido una mezcla de sangre con algo más que elfos en el lugar, en tiempos no sólo pasados sino completamente olvidados?
«Sería un buen chiste que por las venas de alguno de los habitantes de Dinsas, que detestan a los no humanos, corriera sangre de elfo o gnomo, kender o enano».
No obstante, un jefe guerrero con hombres necesitados de curación no tenía tiempo para bromas, ni para escuchar la palabrería de los clérigos. Un jefe que había jurado no lastimar a los sacerdotes —y que sabía que amenazarlos era tan inútil como amenazar a un kender— debía ser además paciente.
Darin estaba seguro de que la primavera habría dejado paso al verano antes de que Sirbones guardara silencio finalmente. El clérigo miró desde abajo la imponente figura que tenía ante sí.
—¿Cuántos de tus hombres necesitan curación y cuáles son sus heridas? —preguntó Sirbones en un tono de voz completamente distinto.
Darin no perdió el tiempo quedándose boquiabierto, porque la lista de bajas era siempre lo primero que se le quedaba en la memoria después de una batalla. Podía haberla recitado borracho o moribundo, y respondió apresuradamente.
Casi antes de que se diera cuenta de que el sacerdote había desaparecido, Sirbones reapareció con su bastón y una bolsita. El bastón parecía sencillo, de madera pulimentada, con la punta de cristal azul… salvo porque el cristal relucía, presentaba facetas como una joya y parecía haber varias siluetas minúsculas danzando en el interior azul.
—Permíteme ver a tus hombres.
—Debo permanecer en el recinto hasta que hayamos terminado —dijo Darin. Se quitó un anillo y se lo tendió al clérigo. Era de plata, con un delfín grabado. Waydol lo había llevado en el dedo meñique de la mano izquierda hasta que se lo regaló a Darin, que acababa de cumplir los diez años.
—Esto es la prueba de que tienes mi permiso para pasar y que tu arte es fiable. —Darin intentó mirarlo hoscamente—. Si no es así y sobrevives a la ira de mis hombres…
—Por supuesto, por supuesto. Soy un hombre que viaja mucho, he estado en tierras lejanas y con hombres menos corteses que tú. Recuerdo cierta ocasión…
Darin señaló las puertas y masculló una frenética oración a varios dioses para que Sirbones no empezara a divagar de nuevo.
Cuando la oración finalizó, el clérigo se había marchado.
Darin no volvió a ver al sacerdote de Mishakal hasta la mañana siguiente. Cuando él y los hombres que se habían quedado en el pueblo reunieron el botín y su desayuno y emprendieron la marcha, Sirbones ya había acabado con los expedicionarios heridos. Ninguno de ellos estaba en las mismas condiciones que antes de sufrir las heridas, pero todos podían combatir y partir.
—Me pregunto si a ese sanador se le ha reblandecido el seso, o si no ha hecho cuanto podía por nosotros —dijo Acechante.
—Una traición es difícil de creer, en un clérigo de Mishakal —respondió Darin, y a continuación hizo un gesto de repulsa por si acaso—. En cuanto a ser débil o chochear, cualquiera puede sufrir ese destino. Es algo que incluso está por encima de los sanadores.
Acechante pareció dispuesto a replicar, pero entonces llegó uno de los expedicionarios con un jarro de agua de manantial, en la que había mezclado sidra y hierbas trituradas. Era una bebida refrescante que no sólo apagó la sed de Darin, sino que le hizo cobrar conciencia del tiempo que llevaba trabajando (apenas merecía el nombre de «lucha») desde el amanecer.
Darin se quitó los guanteletes, los envolvió en su capa para improvisar una tosca almohada, se tumbó y se quedó dormido casi al instante.
Cuando despertó, Sirbones estaba de pie casi encima de él, tan cerca que podía haber agarrado un tobillo del menudo sacerdote y hacerle morder el polvo. Entonces oyó ruido de gemidos y lamentos procedente del pueblo.
—¿Quién llora y por qué?
—Oh, es el pueblo de Dinsas. Se lamentan por ellos mismos y por mí.
—¿Por ti? —Darin miró fijamente al clérigo. Parecía bastante sano, pero con los sacerdotes de Mishakal eso podía ser una ilusión.
Sirbones se echó a reír. Era la risa de un hombre más joven de lo que le había parecido la noche anterior. Darin reparó también por primera vez en que el sacerdote parecía haberse preparado para viajar. Llevaba pantalones y un abrigo holgado, una mochila a la espalda y varias bolsas en un cinturón bien confeccionado, y se había colgado el bastón cruzado sobre la mochila y calzado unos recios zapatos en lugar de sandalias. Con una mano sostenía un bastón de paseo con empuñadura de plata.
—No, no estoy enfermo ni muerto, y tú no hablas con un fantasma ni con un apestado. Sólo con un hombre que continúa su viaje con vosotros.
El modo como Sirbones dijo «viaje» parecía infundir a la palabra un significado ritual. Darin recordó que cada clérigo de Mishakal estaba obligado a vagar durante varios años. Supuso que debía sentirse honrado, y sin duda estaría agradecido si el clérigo seguía haciendo un buen trabajo y no mataba a los hombres con su charla a la velocidad con que los curaba.
—Vaya. ¿Qué tienen que decir a eso los aldeanos?
—Nada —enseguida, Sirbones añadió precipitadamente—: Es decir, no pueden ir en contra de mis obligaciones como sacerdote de Mishakal y contra la voluntad de la diosa. Pero no están de acuerdo y me auguran un destino horrible si voy con vosotros al cubil del Minotauro.
—Waydol no tiene un cubil —dijo Darin—. Vive en una cabaña próxima a la costa, como un ser civilizado. Tampoco te hará daño, a menos que le hables tanto como me has hablado a mí.
—Ah, es un vicio que se adquiere cuando uno pasa demasiado tiempo en su propia compañía —dijo Sirbones—. Pero si uno no se ama a sí mismo, es un pésimo sanador, porque no puede amar a nadie más. Además, la propia compañía es lo que uno encuentra más a menudo en su viaje.
—¿Cuánto tiempo hace que emprendiste tu viaje, si puedo preguntarlo?
—Claro que sí —respondió Sirbones—. En verano hará veintiséis años que abandoné el templo de los Tres Lagos de Solamnia.
—¿Y cuánto tiempo llevabas viajando antes de regresar al templo?
—Aún tengo que regresar, joven gigante. Descubrí que cuanto más alejado permanecía de los templos, más me favorecía la diosa. He pasado en Dinsas tres años enteros, que es el tiempo más largo que he permanecido en un mismo lugar desde que salí del templo. Ya era hora de seguir mi camino.
Darin se acuclilló. Esto situó sus ojos casi al mismo nivel que los de Sirbones.
—No estoy seguro de que no deba devolver los… nuestras ganancias de anoche. Si no puedo pedirte que vuelvas…
Sirbones hizo un gesto de negación.
—No puedes. Ni tampoco estás obligado por ningún juramento a devolver las riquezas de los aldeanos, que no es más que una pequeña parte de lo que poseen. Eso desagradaría a tus hombres, y necesitarás su lealtad en el largo camino de vuelta a casa. Además, Waydol necesitará hasta el último hombre a sus órdenes, y pronto.
Darin se incorporó.
—¿Tienes el don de la profecía?
—Sólo información procedente de tus hombres, obtenida mientras los curaba… ¡Ufff!
—¡Aaarggg!
El primer sonido lo emitió Sirbones cuando Darin le agarró por el cuello de la camisa para zarandearlo a la distancia de su brazo extendido. El segundo Darin, cuando notó como un fuego que le recorría el brazo y le dejaba tanto el brazo como la mano yertos, haciendo que Sirbones cayera pesadamente al suelo.
El clérigo se levantó mientras Darin seguía frotándose el brazo.
—Carezco de la fuerza necesaria para hacer esto cada día y tú no puedes permitirte el lujo de lesionarte cada día —dijo con firmeza Sirbones—. No he robado pensamientos de la mente de tus hombres. Me he limitado a escucharlos a ellos y las charlas de sus amigos. Añadí su información a la mía y la suma dio como resultado la necesidad de ayudar a Waydol.
Darin suspiró.
—Bien, si no puedo mandarte de vuelta ni impedir que me sigas —dijo—, supongo que la mejor opción es que nos acompañes. Confío en que puedas mantener nuestro paso.
—Claro que puedes confiar en eso sin equivocarte —dijo Sirbones. Sonaba exasperantemente complacido.
Darin siguió con la mirada al sacerdote mientras se alejaba a grandes zancadas hacia la línea de hombres que empezaban a agruparse. Se frotó el brazo y descubrió que el dolor se había desvanecido con la misma rapidez con que había aparecido. De hecho, todas las molestias achacables a los esfuerzos del día anterior también se habían esfumado no sólo de su brazo, sino del resto de su cuerpo. Incluso la leve descomposición causada por un trago de agua contaminada de hacía dos días había desaparecido.
Darin empezó a recoger su equipo. Aún no estaba seguro de que llevar a Sirbones no sería como incluir un oso lechuza en el rebaño. Pero le costaba creer que el Minotauro y su heredero no pudieran, entre los dos, entendérselas con cualquiera que no fuera la propia Mishakal.