Desarmado, sir Marod de Ellersford nunca había sido una pesada carga para un caballo. Era una cabeza más alto que la media, pero también un poco más delgado. Se contaba que alguien que lo había entrenado en su juventud le había dicho en broma:
—¿Crees que derrotarás a todos los arqueros colocándote de lado? ¡Piénsalo mejor, joven Marod!
Eso había ocurrido cuarenta años atrás. Ahora Marod ya no era joven, sino un Caballero de la Rosa de las tropas de los Caballeros de Solamnia. Pero seguía siendo delgado.
Por eso el trabajo de su montura era fácil, llevarlo hasta la cumbre de una loma no muy alejada del alcázar de Dargaard. El caballero no miraba la gran masa de piedra y los edificios anexos que se levantaban a su alrededor, sino al este, hacia el ocaso.
Allí se elevaban unas colinas bajas pero de escarpadas cimas, donde miles de años de lluvia y viento habían erosionado la blanda roca exterior alrededor de los núcleos más duros. Algunas de las cimas se recortaban contra la llamarada carmesí y oro que cubría una parte del cielo. Otras se perdían en el extenso horizonte gris azulado, donde se acumulaban las nubes de tormenta.
Una tormenta en esta época de la primavera podía ser grande o pequeña, hacer mucho o poco. Casi como el estado actual de los Caballeros de Solamnia, una razón de que sir Marod de Ellersford llevara unos quince años dedicado a la labor que esperaba que los dioses verdaderos le permitieran seguir realizando durante otros tantos.
Esa labor era muy fácil de describir con palabras. Consistía en encontrar para los caballeros recursos de hombres, armas, riquezas y habilidades desconocidas para los clérigos que gobernaban en Istar la Poderosa. También consistía en mantener esos recursos ocultos de esos clérigos y, hasta donde el honor, el Código y la Medida lo permitían, de aquellos caballeros que no necesitaban conocerlos.
Al mundo no le iba tan mal bajo el gobierno de Istar la Poderosa como para que se tratara de un asunto de vida o muerte. Incluso los territorios que únicamente y a duras penas aceptaban la fidelidad a Istar de manera nominal, lo hacían del modo más educado (excepto los minotauros, y no eran más rudos con Istar que con los demás, lo cual Marod suponía que hasta cierto punto era un gesto honorable). Istar gobernaba, la paz prevalecía y los hombres se solazaban en las artes de la paz.
Los Caballeros de Solamnia, entregados desde jóvenes a las artes de la guerra, tenían poco atractivo en este desahogado mundo. Pocos se presentaban voluntarios para engrosar sus filas, y muchos las abandonaban en cuanto podían hacerlo legítimamente.
Si los sacerdotes de Istar no se hubieran regocijado abiertamente por ello, Marod quizá no estaría tan intranquilo. Pero le parecía que los clérigos se felicitaban por la debilidad de los caballeros como lo harían por la de un rival en potencia. Marod desconfiaba de quienes no soportaban tener rivales.
Siendo un hombre culto, sabía muy bien que incluso entre los dioses verdaderos estaban los del Bien, del Mal y de la Neutralidad para mantener el equilibrio del universo. Los hombres, aún más necesitados de equilibrio que los dioses, debían ser precavidos para no dejar que algunos de entre ellos acumularan demasiado poder.
Simplemente por existir, los caballeros decantarían el peso de la balanza en contra de los clérigos. Marod esperaba que ninguno de sus temores y los de otros sobre la mayor dureza de la tarea que les aguardaba resultara ser cierto. Y, sin embargo, ya era sabido que los clérigos conculcaban la justicia con otras razas distintas de la humana, o al menos miraban hacia otro lado cuando se cometía una injusticia.
También estaba el principal de los clérigos, que se proclamaba abiertamente Príncipe de los Sacerdotes, aludiendo a que regía tanto el culto a los dioses como los asuntos cotidianos de los habitantes de Istar. Y corrían ciertos rumores, a los cuales sir Marod no deseaba dedicar tiempo, y menos aún crédito, pero que lo dejaban helado hasta la médula de los huesos cuando interrumpían sus pensamientos.
Lo que interrumpió sus pensamientos ahora fue el sonido de un caballo que remontaba el sendero al trote y resollaba cuando su jinete tiraba de las riendas para refrenarlo. Marod se volvió en su silla de montar y vio a sir Lewin de Trenfar sonriéndole.
Sir Lewin era una carga para un caballo aunque sólo llevara una túnica y calzas, capa, espada y daga. Por fortuna disponía de medios para permitirse monturas de un tamaño capaz de soportar su peso. Su casa era de las de menor rango entre la nobleza solámnica, pero estaba emparentado con media docena de las casas mayores y al menos con un reyezuelo. No había necesitado escatimar consigo mismo desde que finalizara su entrenamiento.
La sonrisa se había hecho habitual sólo desde el año anterior, cuando Lewin desenmascaró una conjura de algunos terratenientes mezquinos de la frontera oriental que pretendían cobrar tributo a quienes cruzaban sus tierras. Lo había logrado con riesgo de su vida y con el sudor de su frente, y así había cumplido cualquier requisito razonable para ascender a Caballero de la Rosa, el rango más alto entre los Caballeros de Solamnia.
Uno de tales requisitos razonables, de acuerdo con la Medida, era la aceptación de todos los demás Caballeros de la Rosa. Eso incluía a sir Marod, y la suya había sido sincera. No sin alguna duda de que quizá se otorgaba tal honor a su pupilo demasiado pronto, pero no tantas como para negarle su consentimiento.
«Los dioses nos hicieron a todos mezclados, desde los días de Vinas Solamnus hasta la fecha, y el que una parte menos apetitosa de la mezcla predomine un día, no significa que un hombre se haya pasado al Mal».
Sir Lewin se desabrochó la capa y se la ofreció al caballero de más edad.
—Es más pesada que la vuestra.
—Mis años no han aguado mi sangre tanto como suponéis, joven caballero —dijo Marod con una gélida sonrisa—. Y vos os habéis ganado una buena sudada, cabalgando de ese modo. Si os quitáis la capa, os arriesgáis a coger un resfriado, para el que sólo hay un remedio.
El rostro de Lewin se deformó en una mueca de fingido horror.
—¡No, la tisana de Guliana no! —La sanadora Túnica Blanca era famosa por creer que sólo a través del sufrimiento se podía recuperar la salud.
—Nada menos.
Lewin volvió a cubrirse apresuradamente los hombros con su capa.
—He leído las cartas que dejasteis para mí. Ninguna parecía requerir una actuación, ni siquiera una respuesta, salvo para dejar a los escritores satisfechos de que hayamos oído lo que tenían que decir.
Marod no se permitió ser más expresivo que el mármol de la escalinata de un templo. Lewin frunció el ceño.
Marod sabía que estaba poniendo a prueba al hombre más joven, y éste sabía que estaba siendo examinado y que no superaría el examen si preguntaba qué carta podía requerir algo más que una respuesta formal. Ambos caballeros se alegrarían cuando este casi cotidiano ritual acabara.
—¿Qué hay de los rumores de que Karthay pretende ampliar su flota? —preguntó finalmente Lewin.
Marod no pensaba soltarlo tan fácilmente.
—Sí, ¿qué hay de ellos?
—Nuestro agente en Karthay los describe como rumores de la calle. Pero no dice de qué calle.
—¿Hay alguna diferencia? —Marod conocía la respuesta; estaba representando al abogado del diablo.
—Una más que trivial. Si es un rumor que se extiende por las calles adyacentes al puerto, cualquier marinero habla de sus sueños después de la segunda copa. Una flota mayor será un sueño para muchos marineros de Karthay, obligados por los comerciantes de Istar a quedarse en tierra.
—Ya se sabe. ¿Y si es un rumor que se extiende por las calles adyacentes a la plaza de los Capitanes?
Lewin frunció el ceño. La mueca estropeó su apostura, de la cual estaba más orgulloso de lo que en realidad correspondería a un caballero, aunque no hasta el extremo de infringir parte alguna de la Medida. Marod comprendía por qué el hombre más joven solía sonreír, o al menos esbozar una sonrisa, incluso cuando no parecía haber motivos para ello.
—Eso podría interpretarse de varias maneras, como la mayoría de los presagios. Los habitantes de la zona que se extiende detrás de la colina del Templo gozan de riqueza y posición. Una flota mayor necesitaría su consentimiento. Si éstos hablan de ella, podría ser una prueba de que es cierto.
—No obstante —prosiguió Lewin, encogiéndose de hombros—, no hay nada escrito en la Medida, ni en ningún otro lugar que yo haya visto, que los ricos no puedan soñar con lo que no ocurrirá. Por eso quizá deberíamos escribir a quienes tienen oídos en Karthay, para que escuchen por donde corren los rumores, antes de creerlo o negarlo.
—Excelente razonamiento, sir Lewin. Todavía haremos de vos un consumado intrigante.
—¿Es ése un calificativo honorable para un Caballero de la Rosa?
—Un caballero de cualquier rango debe ser fiel a su honor, su Código y su hermandad. Nada en el Código de los caballeros solámnicos dice que eso deba ser fácil. Gran parte de nuestra historia dice lo contrario.
El silencio que siguió a las últimas palabras de sir Marod sólo fue interrumpido por la respiración de los caballos, hasta que el retumbar de un lejano trueno los invitó a abandonar la cima de la loma para afrontar la tormenta desde una posición más seca.