Epílogo

Ahora Bill y yo somos buenos vecinos. Nos saludamos cada mañana con cierto afecto, aunque, evidentemente, es difícil cambiar una costumbre. Cuando me quedo trabajando hasta tarde, todavía me entran ganas de colarme en su jardín y esconderle el perro de yeso o la comida que le deja. Ayer por la mañana, por ejemplo, Bill me despertó con sus gritos y maldiciones mientras rebuscaba entre los arbustos.

—¡Calma, calma! —le grité, asomándome a la ventana.

Bill alzó la vista y nuestras miradas se cruzaron una vez más.

—Tranquilo —le dije—. He sido yo. Yo me he llevado tu hueso.