Conclusión

Llega la hora de la despedida. No, no lloréis, puesto que es ley de vida: las rosas se marchitan, las golondrinas emigran y —aunque parezca imposible— un día de éstos Robert Redford dejará de hacer de guapo de la peli. Todo sigue su ciclo vital, y yo empiezo a notar el aire fresco del otoño. Además, no me dieron un gran adelanto por escribir este libro, con lo cual o me pongo a buscar otro trabajo o los del estanco de la esquina van a venir a requisarme los cigarrillos.

A veces el universo funciona de forma misteriosa. Hay un vejete que vive al lado de mi casa. (No es el vecino al que le pido hielo y cuyo suplemento dominical me agencio de vez en cuando; ésos son los Katze, que viven en el número 27. El hombre que vive en la casa de al lado no compra el periódico del domingo). Nunca había mantenido una conversación larga con él, porque siempre me había parecido un poco raro. Resulta que el hombre tiene un perro de yeso pintado en el jardín y a menudo le lleva huesos o platitos de galletas; y en invierno, termos de café o sopa caliente. A veces, cuando me he quedado trabajando hasta tarde, me cuelo en su jardín y le escondo el perro debajo de un arbusto o me llevo su comida. El pobre hombre se vuelve loco; se pone a dar saltos y gritar: «¿Quién ha estado tocando mi perro?». Ya sé que es una tontería, pero a mi me hace gracia.

Aparte de eso, no habíamos tenido demasiada relación. De vez en cuando nos saludábamos desde nuestros jardines y él me decía:

—¿Oyó a los gatos ayer por la noche? ¡Menuda pelea!

—No —le contestaba yo.

—Claro… como pone usted la música tan alta —replicaba él, y se metía en casa sin decir más.

Ahora que lo pienso, no me caía demasiado bien. Pero resulta que, mientras escribía este manual, me pasó algo muy curioso. Una tarde vi al viejo en el jardín con un libro en la mano: estaba leyéndoselo en voz alta a su perro de yeso. Al ver el título del libro, se me heló la sangre en las venas. Era el best seller Martes con mi viejo profesor, de Mitch Albom.

Después de aquel incidente, dejé de salir al jardín durante un tiempo, aunque no podía esconderme para siempre. Mi vecino —llamémosle Bill, ya que así se llamaba— se dedicó a merodear cerca de la valla del jardín esperando que yo apareciera. Un día me pescó mientras sacaba una caja de botellas vacías.

—¡Oiga, joven! —me dijo—. ¿Por qué no viene un día a casa a tomar té?

—Bueno, vale, pues que sea whisky —respondió al ver mis botellas vacías—. ¿Qué tal el martes? El martes es un buen día, ¿no?

Yo no pensaba ir, pero finalmente llegó el martes y todavía estaba preguntándome qué demonios poner en esta conclusión. Las conclusiones, no sé por qué, parece que pidan soluciones o, como mínimo, resoluciones. Sin embargo, yo no tenía ninguna solución o resolución, no porque fuera demasiado vago para encontrarlas (o al menos no sólo por eso), sino porque en mi opinión las soluciones y resoluciones son justamente las responsables de todos los problemas de este mundo. En efecto: si ponemos la oreja para escuchar al huevo interior, esa voz débil y machacona que se oye, como el oleaje dentro de un vaso de whisky, dice: «¡No hay soluciones! ¡No hay soluciones!». (Aunque a mi, personalmente, el oleaje dentro de un vaso de whisky suele decirme: «Bébeme, bébeme», lo cual sospecho que viene a ser lo mismo).

Total, que tanto pensar en whisky, al final me encontré frente a la casa de Bill, llamando a la puerta. El vejete apareció vestido con una ropa un poco hippie y un bastón que a veces se olvidaba de usar.

—Pase, pase —me dijo—. ¿Ha traído la grabadora? No importa, puede tomar apuntes.

El plan de Bill era evidente: su intención era legar su sabiduría al resto del mundo. Se sentó en una silla, juntó las yemas de los dedos y miró al techo como si estuviera reflexionando profundamente. A continuación comenzó a soltar frases del estilo: «¿Sabe lo que siempre he pensado? Pues que, para poder perdonar a los demás, antes hay que aprender a perdonarnos a nosotros mismos.». O bien: «A mi parecer, deberíamos aceptar el pasado como pasado, sin negarlo o descartarlo.». O: «Admitamos lo que somos capaces de hacer y lo que somos incapaces de hacer».

Al principio yo me limité a asentir educadamente y decir: «Ajá», y el tipo de cosas que dice la gente cuando no sabe qué decir. No obstante, cuando finalmente declaró: «El amor es el único acto racional», ya no pude más.

—Oiga —le interrumpí—. ¿No fue el profesor de ese libro quien dijo todo eso?

Bill lo pensó por unos instantes, y al final decidió legarme su propia sabiduría. Casi todo lo que me dijo entonces yo ya lo había oído antes, sobre todo de boca de mi padre. Mi padre era una verdadera fuente de sabiduría. «Nunca mezcles bebidas alcohólicas —solía decir—, busca un profesional que se ocupe de ello.». O: «Nunca lleves calcetines blancos, a no ser que seas un jugador de tenis o un recién nacido.». Y también: «Nunca te fíes de los hombres bajitos».

Al cabo de poco tiempo, a Bill comenzaron a agotársele los consejos y el whisky, así que yo me levanté para irme.

—¿Sabe qué? —me dijo con un cierto tono de desesperación—. A veces el universo funciona de forma misteriosa.

Yo consideré aquella reflexión. Sí, era verdad, ya que sigo sin entender cómo la luz puede ser una partícula y una onda al mismo tiempo. Tampoco he averiguado nunca en qué dirección se escurre el agua si el desagüe está justo en el ecuador. Tal vez las máximas de Bill acabarían sirviéndome de algo.

—Siga —le dije, al tiempo que sacaba un bolígrafo y fingía que tomaba apuntes. Aquello lo dejó paralizado. Es posible que el universo funcione de forma misteriosa, así pero es más fácil decirlo que demostrarlo con ejemplos concretos.

—Por ejemplo, ¿por qué el teléfono puede pasarse todo el día sin sonar y de repente te llaman dos personas al mismo tiempo?

—Mmm… —dije yo.

—Ah… Eh… ¿Y ha pensado alguna vez cuál sería el nivel del mar si no existieran las esponjas?

De pronto el viejo me dio pena. Me levanté de la silla y le puse una mano sobre el hombro. Sin embargo, a ninguno de los dos nos hizo ninguna gracia, por lo que inmediatamente retiré la mano y me volví a sentar.

—Bill, ¿por qué no nos tuteamos? —dije con amabilidad—. Y veamos, ¿quién dice que si eres mayor tienes que ser sabio? La sabiduría es para la gente que quiere vender libros.

Bill me dirigió una mirada agradecida, y nos quedamos un buen rato en silencio.

—Los masagetas eran un pueblo escita que vivió en las tierras situadas al este del mar Caspio alrededor del 6OO antes de Cristo —le conté a Bill—. Veneraban a sus mayores: los cuidaban, respetaban sus opiniones y nunca les exigían que impartieran lecciones o máximas inteligentes. Aceptaban que la gente mayor ya había hecho bastante con envejecer. La vejez misma ya es de por sí un buen ejemplo.

—Conque los masagetas, ¿eh? —asintió Bill con aire pensativo—. Quizá yo debería haber sido un masageta.

—No creas —tuve que añadir—. Veneraban a sus mayores hasta cierto punto, después organizaban una buena fiesta de cumpleaños, y en un momento dado de la noche (supongo que después de los discursos y la primera ronda de bebidas), mataban al pobre anciano, lo asaban y lo añadían al banquete.

—Vaya.

—Si, no todo eran diversiones y sabiduría en la época tribal —le informé.

—Salvajes —concluyó Bill.

—Pues de los mayas ni te cuento —proseguí—. La vida es muy simple, Bill. Lo importante es que estás vivo, no sufres de incontinencia, no te dedicas a la caza de ballenas y puedes ver la tele cuando te dé la gana. Además, tienes tu perro, acuérdate.

Bill asintió.

—No te agobies tanto —le aconsejé—. Deja la sabiduría para los que creen que su vida está vacía sin ella. Son gente triste, Bill. Gente desesperada. Tú y yo podemos sobrevivir sin eso. —Entonces recordé que hoy en día sólo te escuchan si hablas en aforismos y añadí—: Si lo piensas, la sabiduría no es más que otra palabra para definir una buena vida.

No sé muy bien qué significaba, pero a Bill pareció convencerle. Después de aquello nos llevamos perfectamente y cuando se acabó el whisky y me deslicé hasta la puerta, me dio la sensación de que éramos viejos amigos. Mientras me decía adiós con la mano, yo me volví, lo miré a los ojos y le recordé el título de un famoso manual de autoayuda:

—Yo estoy bien, tú estás bien.

Fue uno de esos momentos que uno nunca olvida por mucho que lo intente.

Quizá Bill fue un regalo del cielo para ayudarme a escribir este último capítulo. (Si en efecto lo es, qué deprimente. Imaginaos vivir toda una vida con sus fracasos, traumas, y cortes de pelo decepcionantes, simplemente para que el pesado del vecino pueda acabar su libro a tiempo para la campaña de Navidad). Total, que después de llegar a casa y ocultar las llaves bajo una baldosa floja de la cocina, me puse a cavilar. Tú y yo hemos recorrido un largo camino —bueno, larguillo— y me temo que quizá no he sido justo. A lo largo del libro me he referido a nosotros como «vagos», pero quizás ésa no sea la palabra más adecuada. Simplemente ocurre que no queremos hacer esfuerzos innecesarios, siendo la palabra a subrayar «innecesarios», no «esfuerzos».

En resumen, este mundo está repleto de sandeces, dislates y simples estupideces, y cuesta muchísimo abrirse paso entre ellos. Es casi imposible no acabar tan cansado que uno se deje caer y la ola de necedades lo arrolle la estupidez adopta muchos disfraces (de funcionario, de Spice Girl en solitario o de periodista del corazón) y una de las tendencias de ésta y próximas temporadas es vestirse de sabiduría.

Nuestro trabajo —el tuyo y el mío— es rechazar la estupidez, dejarla atrás y, si podemos, hacernos ricos por el camino. Yo he puesto mi granito de arena escribiendo este libro (y vendiéndolo). Ahora el resto depende de los lectores. Y no me preguntes cómo, porque no lo sé.

Quería terminar el libro con una explicación del título, pero ahora creo que ya no interesa. Ya habéis visto que no hay ningún queso y, de haberlo habido, yo me lo habría comido ya, en vez de llevármelo a algún sitio. Lo del queso no era más que un truco para conseguir que leyeseis el libro hasta el final. Aquí estáis, así que supongo que ha funcionado.