Cuerpos danone
El cuerpo es un tema peliagudo. Creo que he dejado bien patente que soy un hombre tranquilo que pone mucho esfuerzo en no esforzarse mucho. No obstante, como la mayoría de los que estáis leyendo este libro en este momento, soy humano y, por tanto, víctima de la maldita vanidad.
El otro día, sin ir más lejos, bajé la guardia un momento y me convencieron para que me quitara la camisa en público. Las circunstancias exactas carecen de importancia, aunque os diré que algunos de los elementos presentes eran: una baraja de cartas, unas latas de cerveza y unas pizzas a medio comer.
Sin asomo de delicadeza —de ésa que hace que los hombres esbocen una sonrisa educada y eviten mirar a los ojos de una chica gorda cuando aparece en camiseta y bermudas—, las mujeres del grupo no disimularon su horror. Se quedaron tan boquiabiertas que algunas mandíbulas hicieron ruido. «No sabía que bebieses tanta cerveza», soltó una. «Qué pena, y ni siquiera llegaba a los cuarenta», comentó otra. Una joven madre les tapó los ojos a sus retoños y se apresuró a sacarlos de la escena del crimen.
Las risitas crueles se prolongaron durante toda la tarde a pesar de que no sólo me había vuelto a poner la camisa, sino que también me había envuelto con un mantel a cuadros. Fue humillante. Sin embargo, lo peor de todo fue recordar que hubo una época en que incidentes semejantes me habrían avergonzado tanto como para decidir tomar medidas al respecto.
El problema de semejantes resoluciones es que suelen comenzar por el gimnasio, unos lugares que odio entrañablemente. Para mi hacer ejercicio es comer en un self-service y el aerobic me suena a marca de bolígrafos. Además, nunca he logrado mantener una conversación con un ser vivo en un gimnasio. La gente que frecuenta esos sitios es más delgada y atlética que yo, lo cual me intimida y, lo confieso, me da una rabia horrorosa. Vale, hay gente que está peor, pero ¿a quién le apetece charlar con una pandilla de gordos?
A veces he sentido la tentación de hacer ejercicio en casa, pero no por mucho tiempo. La simple idea de cansarme en mi propio hogar transgrede todos mis principios, especialmente el de tomar cerveza sentado en el sofá. Ni siquiera me gusta hacer bricolaje o trabajitos por la casa; el día en que se me fundió la bombilla del dormitorio, trasladé la cama a la cocina para poder leer a la luz de la nevera. Era bastante cómodo, aunque una vez me olvidé de cerrar la puerta y me desperté con los párpados congelados. (Algunos de vosotros os estaréis preguntando si no era más esfuerzo llevar la cama a la cocina que cambiar la bombilla. Es posible que tengáis razón, pero no es eso lo que cuenta. Lo fundamental es que yo haría cualquier cosa con tal de proteger mi vagancia).
Desgraciadamente, resulta muy difícil escapar de los aparatos de gimnasia, ya que si uno no va a comprarlos, ellos vienen a ti. Si yo mismo no he sucumbido es más por casualidad y buena suerte que por fuerza de voluntad. Normalmente dichos aparatos se anuncian en canales tipo Teletienda o en publirreportajes nocturnos. Y yo soy especialmente susceptible a estos últimos, porque a esas horas es cuando más veo la tele y más aburrido estoy.
Los publirreportajes —bautizados en inglés con la infame expresión infomercials— suelen emitirse por todo el mundo y son maquiavélicamente persuasivos. ¿Por qué? Pues porque son de origen norteamericano y los norteamericanos, como todos sabemos, dominan el arte de vender. Por eso adornan sus infomercials con antigua s Miss América, oscuras medallistas olímpicas y animadoras de equipos de fútbol americano. Uno ve a estas mujeres de sonrisa dentífrica y piensa: «Dios, qué rubias y neumáticas. Qué bien están, para la edad que tienen y su evidente adicción a las drogas.». De inmediato uno llega a la conclusión: «Quién sabe, si me compro este juego de cuchillos de titanio tal vez lograré tener el cuerpo de un californiano».
Seguramente yo también habría caído en la trampa de los aparatos de gimnasia si no hubiera tenido una noche libre durante un viaje de trabajo a Amsterdam. Ya sé lo que estáis pensando, pero a pesar de ser un hombre con una noche libre durante un viaje de trabajo en Amsterdam, no salí de la habitación del hotel. En lugar de eso asalté el minibar e hice zapping por la televisión holandesa. ¿Y sabéis lo que encontré en la televisión holandesa después de medianoche? Algo totalmente improbable: un publirreportaje italiano que anunciaba un aparato de gimnasia.
Fue muy instructivo. Mientras los americanos nos venden aparatos como el Alpine Skier y el Fitness Flier —objetos de metal ligero que parecen piezas de arte abstracto y adornan muchos armarios trasteros del país—, los italianos nos enternecen al seguir depositando su fe en un producto llamado Vibromass.
Vibromass es aquella máquina, totalmente olvidada en el resto del mundo, que consiste en unas bandas elásticas para la cintura y muslos, y que mediante vibraciones promete acabar con nuestra celulitis (y de paso con nuestros ahorros). El publirreportaje lo presentaba una viejecita italiana que le había dado tanto al lápiz de ojos que recordaba a una orca asesina. No quiero ser descortés, pero daba miedo.
La viejecita parecía muy satisfecha de aparecer en la televisión holandesa a las dos de la mañana, cosa que expresaba atizando con una vara las enormes nalgas de una chica vestida con un ajustado atuendo de gimnasia. Aquí se apreciaban claramente las diferencias culturales. Mientras los americanos prefieren emplear una modelo que represente el «Después» en sus demostraciones de aparatos para adelgazar, los italianos parecen decantarse por la versión correspondiente al «Antes». Es curioso. De todas formas, era bastante duro de ver, especialmente tan tarde, en una habitación de hotel en una ciudad desconocida y sin estar lo bastante borracho para gastarme la herencia de mis futuros hijos en canales eróticos.
«Si abusas de la máquina —advirtió la bruja italiana mientras una banda elástica amasaba el hemisferio inferior de la rolliza modelo— te puede doler.». Acto seguido, le colocó las bandas sobre la cara. «¡También sirve para hacer masajes faciales!», exclamó la mamma, mientras la nariz y boca de la pobre chica cambiaban de sitio. Cada vez más pálida, la chica tuvo que soportar otro asalto de la vara. «¡Adelgaza los muslos! —declaró su torturadora—. ¡Y sirve para todas las edades!». Con aire amenazador, la señora acercó su rostro chiaroscuro a la cámara. «Gracias a Vibromass —susurró con aire libidinoso— ¡veo a los hombres con otros ojos!»
Aquella experiencia alejó para siempre la posibilidad de que se me ocurriera adquirir aparatos semejantes. No obstante, hermanos y hermanas, seguí siendo débil. Soñaba con cambiar, con remodelar mi cuerpo, no amorfo, pero sí corriente. SI, quería un cuerpo nuevo: un cuerpo como el de los anuncios de Danone.
(Nota al editor: ¿Cuenta esto como publicidad? ¿Crees que los de Danone me pagarán por lo que he puesto? Yo no tengo ningún orgullo: aceptaré su dinero encantado. Si quieren, incluso puedo cambiar el titulo del libro a ¿Quién se ha llevado mi danone?)
Sin embargo, mucho peor que el ejercicio físico son las dietas. Me avergüenza confesarlo pero es así: yo he hecho régimen. Y eso que mis dietas no son demasiado ambiciosas: normalmente se basan en dejar de comer los caramelitos que me traen con el café en la pizzería de la esquina. Incluso yo soy capaz de resistir la tentación cuando te traen esos caramelos pegajosos. Lo malo es cuando te traen chocolatinas de las buenas, porque entonces no hay quién que se resista. La vida es demasiado corta para privarte de una chocolatina.
Total, que la cosa se puso grave. Una noche estaba yo en el bar de la esquina, el Billares Unidos, a puntísimo de caer en la trampa de pedir una cerveza light cuando de pronto vi la Luz. (Hay una camarera en el Billares Unidos que se llama Luz, pero no me refiero a ella, sino a la Luz de la Verdad: la que ilumina a un hombre cuando toca fondo. Curiosamente tocar fondo suele estar relacionado con las idas y venidas de esta camarera, pero ya os aseguro que no me refiero a ella).
Pensé: «Pero ¿qué hago? ¿Acaso esta cerveza light va a hacerme feliz? ¿Es posible que mi sueño de tener una barriga musculosa en lugar de este barrigón sea mi elefante del desierto? ¡Debo buscar mi huevo interior y aceptarlo! ¡Debo convertir mi debilidad en una virtud!»
«Ya basta —decidí—. Basta de la tiranía de los flacos. Basta de esconderme y pasar vergüenza y acabar envolviéndome la barriga con papel de plata. (Por cierto, cuando te envuelves la barriga con papel de plata, ¿el lado brillante hay que ponerlo hacia dentro o hacia fuera? Bueno, no hace falta que me contestéis. Ya no me interesa). ¡Soy un hombre, caray, y tener barriga es un derecho irrevocable! ¿Qué más da si mi estómago no parece una tabla de lavar, sino una lavadora industrial? Además, vivo muy lejos de la playa, y siempre puedo llevar camisas holgadas».
Así es como me reconcilié con mi yo más débil. Y la cosa no queda así; desde estas páginas invito a todos los hombres de buena voluntad a que se unan a mí (no en matrimonio sino en espíritu) y que marchen a mi lado para defender la Liga de la Liberación de la Tripa. De hecho, ya he empezado a organizar la primera manifestación del Orgullo Barriguil para principios del año que viene. (Aunque me temo que no estaré presente. Las manifestaciones no me entusiasman; sólo pensar en el frío que hace en febrero y ya me pongo a estornudar. De todos modos, vosotros seguid con el plan: me han dicho que habrá comida en cantidad").
En resumen, nuestras barrigas son el fruto de una esforzada dedicación, por no mencionar el dinero y la herencia genética: no las rechacemos. Vamos, cantemos todos juntos: «Somos gordos, somos pesados, somos más. No… no… no nos moverán…»