20

Tharash esperó mucho rato para disparar, aunque había tenido varias oportunidades.

Sobrevivir a aquel día no tenía importancia. El elfo se consideraba un cadáver ambulante. De hecho, la perspectiva de morir por nada lo aterraba mucho más que la de la simple muerte, y mucho menos aquel día.

Pero ahora su hombre cabalgaba casi delante de él. La nuca era un blanco muy pequeño, pero Tharash sabía que era capaz de acertar a esta distancia. Era un blanco donde una flecha de punta larga que se clavara profundamente mataría tan deprisa que los conjuros o las pociones de los sanadores no podrían evitarlo.

Tharash esperó hasta que el hombre refrenó su montura para dar instrucciones a su portaestandarte. El gastador se apartó un poco hacia un lado. Eso facilitaba el tiro. El estandarte ya no ondearía en el camino de la flecha. No es que hubiera mucho viento, pero cuando sólo había una oportunidad de disparar…

Ahora.

El cuerpo, la mente, el arco y la flecha de Tharash dejaron de ser entidades distintas. Se convirtieron en cuatro aspectos de un mismo elemento.

La flecha voló. Tharash la vio menguar, como si se moviera al paso de un niño gateando. Vio que volaba en línea recta, pero contuvo su alborozo. En aquel momento estaba tan cerca del Abismo como de un futuro más prometedor.

La flecha dio en el blanco.

Carolius Migmar soltó las riendas y se tambaleó en su silla de montar, para luego caerse del caballo.

El comandante de las tropas estaba muerto antes de llegar al suelo.

Zefros estaba lo bastante cerca de Carolius Migmar para ver la flecha clavada en su nuca, por eso supo por qué el comandante había desaparecido de su vista.

También supo que la flecha venía de detrás. Intentó que su montura se diera la vuelta para mirar atrás sin encararse con la grupa del caballo. Tuvo una sensación de destino implacable en ciernes, pero sabía que podía contener su pánico a la distancia de su brazo si actuaba.

Otros no podían, quizá ni siquiera lo intentaron.

—¡Traición! —gritó alguien.

—¡Migmar ha muerto!

—¡Le han disparado por la espalda!

—¡Matad a los traidores!

Por lo que ocurrió a continuación, Zefros concluyó que o bien cada hombre creía que su vecino era el traidor, o todos veían que el traidor estaba a unos veinte pasos de distancia, en el otro extremo del grueso de la columna.

La columna se convulsionó como una serpiente con el espinazo roto. Los hombres se empujaban, embestían, maldecían, pateaban y, con frecuencia y fervor crecientes, se acuchillaban y descuartizaban unos a otros.

Desde las murallas, las flechas eran más certeras. Tanto si la puntería de los arqueros había mejorado como si no, cayeron muchas más sobre los que se apiñaban alrededor de Migmar, intentando llevar su cuerpo a un lugar seguro. Acababan de cargarlo en brazos cuando media docena de ellos cayeron bajo una misma andanada de flechas. El comandante muerto cayó al suelo, con demasiados de sus hombres acompañándolo.

Delante de Migmar, varios centenares de hombres fueron más osados que el resto, o bien confiaban más en sus enemigos que en sus camaradas. Se abalanzaron hacia la brecha, trepando por los cascotes, cayendo por las flechas y las fracturas de piernas, pero avanzando.

Zefros cabalgó hacia la brecha. Si se situaba a la cabeza de aquellos hombres, podía morir. Eso resolvería al menos el problema de ser sospechoso de la muerte de Migmar. Quizá también condujera a la vanguardia hasta el interior de Belkuthas… y al margen de lo que ocurriera allí, podía decir que un día de su vida había sido realmente un soldado.

Adelantó a la vanguardia antes de que llegaran a los cascotes. Un hombre medio calvo se volvió y miró fijamente a Zefros. El capitán miró por encima el rostro pálido y cubierto de cicatrices… y recordó haber visto aquel rostro un día que no tenía cicatrices.

El hombre empuñaba una lanza corta.

—¡Por Luferinus! —gritó, y la arrojó.

La lanza alcanzó a Zefros en el estómago. Estuvo en el aire el tiempo suficiente para recordar que las heridas en el vientre tardan mucho rato en matar a una persona. Después chocó contra el suelo, menos con la cabeza, que se estrelló contra una roca.

La roca salvó a Zefros de una larga y dolorosa agonía.

Más de la mitad de los hombres que treparon por los cascotes de la brecha mayor consiguieron llegar a la cima y empezaron a descender. Había varios heridos, pero eran los más bravos o los más insensatos de los atacantes. Haría falta mucho para detenerlos.

Estaban a medio camino de la cuesta interior de la brecha cuando apareció aquel energúmeno. Su nombre Alatorva el Tuerto, y arremetió contra los sitiadores que avanzaban con un hacha en una mano y un martillo de factura enana en la otra.

Haciendo caso omiso de las flechas que llegaban por los flancos, se internó entre la media docena de hombres más próximos. Partió cráneos y cercenó miembros con el hacha, aplastó pechos y columnas con el martillo y profirió agudos gritos de guerra, para provenir de un hombre con los pulmones débiles.

Ciertamente, penetraron en la mente de los agresores. Empezaron a comprender que podían morir. Que morirían si se ponían a tiro de aquel loco que empuñaba armas enanas con la fuerza de un gigante.

Empezaron a intentar ponerse fuera de su alcance, y eso abrió huecos en sus filas.

Por esos huecos penetró el siguiente contraataque: Haimya, Eskaia, Hermano Halcón y Gerik, al frente de unos cuantos Grifos y bastantes enanos.

Las dos mujeres parecían surgidas del Abismo, nada menos. Quienes no les cedieron el paso, pronto desearon haberlo hecho, en los escasos instantes que tuvieron para desear algo. Haimya era una espadachina más consumada que su marido y llevaba también un escudo. Eskaia prefería la espada y la daga y gozaba de gran parte de la velocidad de su padre.

La pierna de Hermano Halcón no estaba bastante curada para permitirle emplear toda su rapidez, pero derribó a un hombre con una lanzada, atacó el hueco con su cimitarra y lo ensanchó por ambos lados hasta que la hoja estaba empapada de sangre. Gerik lo seguía de cerca y el Grifo se descubrió deseando que el joven no lo siguiera demasiado de cerca.

Sería de mal agüero que, en la primera batalla en que él y el hermano de su prometida luchaban hombro con hombro, el hermano muriera.

El principal peligro para Gerik en la batalla, por lo tanto, resultó ser no encontrar un adversario vivo el tiempo suficiente para matarlo él. Hermano Halcón se encargó de ello, con la ayuda de Tres Manos, ya que el mayor de los hermanos Grifos se unió a la defensa de la brecha.

Entre tanto, los enanos estaban ocupados, contentos de poder al fin llegar al cuerpo a cuerpo en sus propios términos. Los enanos a pie tienen ciertas ventajas sobre los adversarios que no se preocupan por mirar hacia abajo. Cuando el oponente mira por encima de la cabeza de un enano, el hacha que el enano ha podido usar para recortarse la barba aquella mañana, corta las piernas de cuajo al humano.

Cuando su cráneo está al alcance de enano, el hacha se lo casca como si fuera un huevo.

Poco después de que Tres Manos se uniera a su hermano, Pirvan llegó a la carrera con los supervivientes de los homres que él mismo había conducido a la brecha menor. Todos estaban decididos a vengar a sir Esthazas y Tulia con los enemigos más próximos. Cargaron con un fervor que estuvo a punto de acabar con varios de sus amigos, pisoteados entre los cascotes, y barrió a sus enemigos cascotes arriba como una marejada que levantara olas hasta el fondo de la playa.

A medida que los atacantes se retiraban por el lado exterior de la brecha, los arqueros de las murallas volvían a disparar sobre ellos. Aceleraron el paso. Verlos echar a correr completó la labor de convertir la confusión y el miedo entre sus camaradas en verdadero pánico.

Pirvan no necesitó dirigir a sus hombres por la pendiente exterior. Fue capaz de mantenerse en pie —prudentemente cerca de un refugio contra los arqueros enemigos—, recobrar el aliento y observar cómo un hombre tras otro de la columna enemiga luchaba para abandonarla y empezar a correr.

No todos, ni siquiera la mayoría, dejaron caer sus armas y se despojaron de su armadura. No renegaban de ser soldados, pero sí de la causa que los había llevado a Belkuthas.

Por ser una mala causa, Pirvan —a pesar de sus tres heridas menores y el fuego que ardía en su garganta como el aliento de un dragón— se alegró de verlos huir.

Reunió el resuello suficiente para llamar a varios combatientes ansiosos que querían perseguir al enemigo hasta el bosque. No había bastante para todos, pero reconoció a los dos que hicieron caso omiso a su llamada.

Los kenders irían por su cuenta, por mucho aliento que consumiera llamándolos.

Insafor Pitaltrote fue el primero en encontrar el cadáver de Zefros. Llamó a Patomaduro, que estaba contemplando la estela de los atacantes en retirada, una pista de la anchura de una casa de campo pisoteada y sembrada de cadáveres, partes de cuerpos y todo lo que aquellos cuerpos o sus camaradas vivos llevaban cuando avanzaban, pero habían dejado caer al morir o retirarse.

En otras circunstancias, los dos kenders habrían considerado los despojos un tesoro inesperado para rebuscar en él.

Pitaltrote, no obstante, nunca había tenido menos ganas de rebuscar en nada. Se preguntó si esa reticencia, en un kender, era un síntoma de que la vejez era inminente.

Zefros yacía boca abajo. El kender reconoció su armadura, pero le dio la vuelta para asegurarse. Contemplaron los ojos de mirada fija y las horrendas heridas de lanza en el vientre y la espalda, hasta que desviaron la vista.

Pitaltrote había pasado muchos minutos de su vida tratando de imaginar el aspecto que tendría Zefros cuando muriera. Había imaginado incluso cómo se sentirían él y su amigo cuando la deuda de Edelthirb estuviera saldada.

Ahora Zefros no parecía ni contento ni triste, enfadado o en paz. Simplemente parecía… ausente fue la palabra que acudió a la mente de Pitaltrote, después de reflexionar un buen rato.

Como Zefros estaba ausente, no volvería a hacer daño ni a los kenders ni a nadie más.

Pitaltrote cayó en la cuenta de que se sentía aliviado de no ser el responsable de la ausencia de Zefros.

Regresó a la brecha, pensando en que a sir Pirvan le interesaría la noticia y tratando sinceramente de pensar en el modo de comunicarla con rapidez.

Sin embargo, antes de que pudiera hacerlo, el trueno más ensordecedor que había escuchado en su vida retumbó en el campo de batalla. De pronto, las nubes se tornaron negras y empezó a llover.

Cuando Pirvan descendía de la brecha para organizar una patrulla montada de exploración, llovía tan copiosamente que apenas era posible distinguir el otro lado del patio. Pero en el fondo no le importaba que la visibilidad fuera escasa. De camino a la brecha, había pasado junto al cadáver de Alatorva el Tuerto y se alegraría de no volverlo a ver hasta que hubiera sido amortajado decentemente.

Pero el cuerpo ya no estaba allí. Al menos no donde Pirvan lo había visto. De momento, los muertos seguían tendidos donde habían caído, mientras los sanadores trabajaban con los heridos.

Si hubiera sido Alatorva, lo habrían recogido…

Pirvan pasó por alto la necesidad de un comandante de no perder la dignidad y corrió hacia las dependencias de los sanadores, con armadura y todo.

Encontró a Alatorva en un jergón, en una esquina reservada a los heridos de muerte. Por el tamaño de la herida toscamente vendada del pecho del corpulento ladrón, Pirvan no discutió el veredicto. La herida debía haber afectado al pulmón sano, y con un pulmón podrido y el otro destrozado, pocas esperanzas le quedaban.

—Hola —dijo Alatorva. Al menos Pirvan consiguió traducir los jadeos y resoplidos por esas palabras.

El caballero no dijo nada, se limitó a agarrar la mano de su viejo amigo.

Alatorva inspiró profundamente y consiguió articular varias palabras seguidas.

—Serafina y yo… empezamos un bebé. El mes pasado. Cuida de él. ¡Promételo!

—No necesitas ni preguntarlo. Pero no estés tan seguro de que no bailarás el día del primer cumpleaños del bebé.

—No… bailaré a menos que… tú estés allí. Así que… ten cuidado. Sería un desperdicio renunciar… a ser un buen ladrón… por ser un caballero muerto.

Alatorva no volvió a hablar, pero cuando Pirvan se levantó para marcharse, el hombre todavía respiraba. Además, un enano con un cargamento de redomas y bolsas enganchadas a un arnés de cuero se dirigía hacia Alatorva.

—Tarothin y Sirbones tienen las manos ocupadas —dijo el enano con un acento horrible, además de una pésima dicción—. Vengo yo a ayudar a tu amigo.

Pirvan miró al enano, que era bajito incluso para ser de su raza y no especialmente limpio. No obstante, tenía que ser mejor que nada, aunque hablara la lengua común como un enano gully.

—Mientras no empeores su estado…

—¿Cómo puede ser peor? Sin ayuda, morirá. Con ayuda, quizá viva.

Lo cual era, aunque expresado lacónicamente, una respuesta muy persuasiva.

Pirvan se alejó, esperando que los exploradores montados estuvieran de camino antes de que el campo de batalla se convirtiera en un pantano y todos los surcos en arroyos. Por lo que él sabía, más de la mitad de las tropas atacantes se habían retirado del campo de batalla en formación. Una patrulla de exploración con los caballos maniatados podría tentarlos a asestar otro golpe.

Por esta y otras razones, Pirvan pensaba mandar personalmente a los exploradores.

Darin y Rynthala estaban sentados en una de las últimas balas de forraje que había en los establos casi vacíos. Ahora todos los caballos que quedaban en Belkuthas estaban fuera, esperando a que los exploradores los montaran.

Rynthala mandaría a los exploradores junto con sir Pirvan. Darin se quedaría como comandante de Belkuthas junto con Tres Manos. Así, la posibilidad de un batalla quizá silenciara para siempre palabras que Rynthala quería decir o escuchar en aquel momento.

—Estás muy callado, Darin —dijo.

—Puedo guardar silencio o hablar, como ordenes. —Piensas mucho en los demás, a pesar de tu propia carga.

El rostro de Darin se deformó en una mueca.

—¿Qué es mi carga, comparada con la tuya? Hace tiempo que olvidé a mis parientes. Tú has visto morir a tus propios padres ante tus ojos.

—Yo no he tenido que soportar ningún deshonor entre parientes o camaradas.

—¿Ni siquiera por Tharash?

—Ya te lo dije, creo que tenía intenciones que no lo deshonraban. Creo que las ha llevado a cabo hoy. Fue él quien mató a Carolius Migmar o yo soy una irda.

—Eres tan rubia como se dice que eran las irdas —comentó Darin. Se atrevió a acariciarle el cabello. Su tacto era ligero, pero estaba exento de timidez—. Por suerte no eres mítica ni desapareciste hace tiempo.

El momento se prolongó hasta que el placer se convirtió en un dolor que recordó a Rynthala a un horrible dolor de muelas. Había que decir algo, para poner fin a aquel mo mento y a su dolor. Darin, al parecer, no iba a decirlo. La tarea, por tanto, recaía en ella.

Rynthala tosió.

—Darin. No sé si hay alguna costumbre solámnica que prohíba… que prohíba…

Su tartamudeo pareció decidir a Darin a hablar.

—¿Que prohíba que nos casemos?

—Sí. Darin, ¿decidirías tomar como esposa a una… lo que yo soy?

—Veo con gran facilidad el camino hacia el matrimonio con la mujer más espléndida y adorable que he conocido nunca.

Ninguno de los besos que siguieron eran en absoluto castos, y el abrazo sólo terminó cuando varios enanos que despejaban los cascotes empezaron a hacer comentarios groseros. Incluso entonces, Rynthala se sentó en el regazo de Darin, con la mano en su hombro, hasta que los enanos empezaron a cantar.

Era una canción enana de boda que Rynthala reconoció. Su madre se la había traducido en cierta ocasión, cuando le contaba a su hija las costumbres de marido y mujer. Explicaba con considerable detalle la noche de bodas y Rynthala creía que el enano que había escrito la letra debía de haber sido muy afortunado o muy optimista.

Tal vez no fuera imposible. Sin duda, ella se sentía así. Confió en que los espíritus de sus padres no estuvieran muy lejos y pudieran verlos y oírlos a Darin y a ella.

El bosque estaba tan oscuro y húmedo como un río subterráneo o una cloaca istariana, excepto cuando un relámpago restallaba en el cielo. Entonces se volvía radiante como el día… y el restallido del trueno combatía con los agudos relinchos de los nerviosos caballos.

En opinión de Pirvan, los exploradores podían tener algún problema para encontrar algo y muchos para combatirlo si lo encontraban. Las personas que buscaban, sin embargo, podían estar acurrucadas bajo sus capas, detrás de los arbustos y los árboles, esperando a salir de un brinco y dar la vuelta al veredicto del combate del día.

No podían hacerlo del todo. Las tropas de Migmar habían abandonado Belkuthas tan apresuradamente que habían abandonado las máquinas de asedio, y los enanos estaban ocupados reduciéndolas a leña y chatarra. Los hombres de Zefros habían abandonado incluso su campamento, dejando todo lo que no se habían llevado a la batalla.

Aun así, dos terceras partes del enemigo se había retirado en orden, no en desbandada. Se lamerían las heridas, trasladarían algunos hombres para rellenar los huecos de las compañías más apuradas y estarían listos para luchar al día siguiente. Sin la obligación de hacer de enfermera de la escoria de Zefros, los supervivientes de Migmar aún podían ser formidables.

Tan formidables, en cualquier caso, que Pirvan había perdido su ardor por dar una batida en el húmedo y agreste bosque hasta averiguarlo todo sobre el enemigo tropezándose otra vez con él. Tenía que asegurarse de que no acechaban en las proximidades, preparados para escabullirse en la oscuridad y sorprender a la ciudadela…

Oyó un suave «¡alto!» más adelante. Hermano Halcón reculó… o al menos su caballo intentó recular en un terreno imposible. El Grifo llamó por señas a Pirvan.

Tras desmontar, Pirvan vio lo que había llamado la atención de Hermano Halcón. Huellas de cascos, de caballos grandes o muy cargados, que se dirigían a Belkuthas. ¿Más refuerzos para Migmar?

La idea de una fuerza de caballería pesada entre él y las vapuleadas murallas y los fatigados defensores de Belkuthas dejó a Pirvan más helado que la lluvia.

La lluvia, sin embargo, era cada vez más débil. Pirvan agradeció a los dioses apropiados ese pequeño favor y luego oyó resollar un caballo. Al cabo de un instante, dos jinetes se abrieron paso por unas matas.

Pirvan sabía que los arqtieros de Rynthala tenían bien cubiertos a los recién llegados, de modo que no hizo movimientos bruscos. Cuando el relámpago zigzagueó de nuevo, vio que uno era una mujer con armadura y el otro un hombre peor pertrechado, ambos montados en grandes caballos de batalla istarianos.

—¿Sois sir Pirvan de Tirabot, comandante de Belkuthas? —preguntó la mujer.

—Puedo admitirlo, si sé ante quién lo admito —respondió Pirvan. La fatiga estuvo a punto de trabarle la lengua.

—Perdón. Soy Floria Desbarres, capitana de los mercenarios al servicio de Istar, bajo el mando de Gildas Aurinius.

Pirvan tuvo ganas de contener el aliento para que el tiempo se detuviera. La llegada de Aurinius sin duda significaba una decisión firme, pero ¿para bien o para mal?

—Yo soy Nemiotes, hijo de Suringar, secretario de lord Aurinius —dijo el hombre. Pirvan vio que combinaba los flacos miembros de un escribano con la postura confiada en su silla de montar de un guerrero entrenado—. Mi señor me ha ordenado decir que todos los hombres del difunto Carolius Migmar están ahora a sus órdenes y detrás de la línea de exploradores. Allí se quedarán mientras vos y él negocian por la paz y la retirada segura de sus hombres de esta tierra.

Pirvan tardó más de lo que debería en comprender lo que significaban aquellas palabras, lo que le ofrecían…

La victoria.

Demasiado tarde para algunos, pero a tiempo de salvar a muchos otros.

La victoria sin molestar a Belkuthas, si la ciudadela hacía lo mismo con los hombres de Aurinius. No porque los defensores de la ciudadela tuvieran mucho poder para ello, sino porque Aurinius, sin duda, estaba informado de los movimientos de las tropas silvanestis y quizá también de los enanos y los refugiados.

—Podéis llevar el mensaje —dijo Pirvan—, el mensaje de… que me reuniré con Gildas Aurinius honorable y rápidamente, en cualquier lugar apropiado, para discutir esos asuntos.

En lugar de mandar a un mensajero, Nemiotes hizo girar su montura y se alejó al trote. Sus movimientos en la silla eran torpes pero eficientes.

Pirvan miró fijamente a Floria Desbarres. Era la más conocida de las jefas de mercenarios de Istar; Haimya había servido a sus órdenes en cierta ocasión. Además, era una mujer alta con el caballo castaño salpicado de plata, con un poco del aire que habría adquirido Haimya si hubiera seguido siendo mercenaria hasta su edad actual.

La lluvia casi había cesado. Pirvan sintió que el silencio lo abrumaba.

—Soy sir Pirvan, como ya habrás adivinado —dijo—. Permíteme presentarte a Hermano Halcón, hijo de Espina Roja de los Grifos.

Otro jinete penetró en el claro al trote.

—… y a lady Rynthala… —Se interrumpió antes de decir «heredera» y en su lugar terminó— dueña y señora de Belkuthas.

—Ah —dijo Desbarres—. Entonces vuestra madre también ha muerto.

Rynthala respondió con un gesto de asentimiento.

—Me gustaría rendir honores a vuestros padres, si se me permite —prosiguió Desbarres—. Pero Nemiotes tenía noticias que me encargó comunicares en cuanto os viera. Dimos alcance a varios hombres de Zefros que retenían a un elfo montañés prisionero. Lo habían torturado. Cuando exigimos su liberación, intentaron matarlo. Pero, pese a estar encadenado, mató a dos de ellos y obligó al resto a acabar con su vida. Matamos a otros cinco antes de que entraran en razón.

Rynthala se obligó a hablar.

—¿Averiguasteis su nombre?

—Tharash. Y tenemos testigos que afirman que fue él quien mató a Carolius Migmar. Yo… ¿Mi señora, estáis bien?

Rynthala había echado la cabeza hacia atrás y estaba riéndose, con la boca tan abierta que, si hubiera estado lloviendo, el agua le habría entrado a raudales.

Por su bien, Pirvan deseó que estuviera lloviendo. Así nadie se habría dado cuenta de las lágrimas que resbalaban por sus mejillas.