19

Para regocijo de sus aliados e inquietud de sus enemigos, Carolius Migmar llegó a Belkuthas dos días antes. En diez días se erigieron las primeras máquinas de asedio, aunque algunas partes de ellas eran árboles vivos el primer día. Las catapultas empezaron a castigar las murallas de Belkuthas y sus defensores empezaron a morir.

No en gran número, eso seguro. Belkuthas era grande y recia, sus escondites numerosos, sus defensores hábiles esquivando y las catapultas poco precisas o de tiro rápido, incluso en las mejores circunstancias, y los defensores se aseguraban de que las fuerzas de Migmar no pudieran actuar en las mejores circunstancias.

Los exploradores se habían quedado sin el liderazgo de Tharash, pero a aquellas alturas incluso los silvanestis que habían llegado del norte con Lauthin conocían el terreno mejor que los sitiadores. Además, por alguna razón, parecía que Tharash había contado a sus nuevos amigos poco o nada de los escondites y tácticas de los antiguos. Los veloces ballesteros, móviles y de tiro rápido, no fueron molestados en sus campamentos secretos y podían acercarse tanto como siempre al enemigo, a pesar de que las tropas de Migmar estaban mucho más atentas que los variopintos mercenarios de Zefros.

Zapadores, centinelas y sirvientes, todos morían atravesados por flechas que surgían de la nada. Tiendas llenas de provisiones se incendiaban de improviso. Los soldados se desplomaban retorciéndose de dolor después de beber un vino que estaba en perfecto estado el día anterior. Utensilios forjados que eran de hierro sólido la noche anterior, recibían el día como charcos humeantes de metal fundido, a los que ni siquiera los herreros enanos podían devolver una forma utilizable.

Los mensajeros desaparecían con sus mensajes, monturas y equipo. Fue necesario escoltar a los hombres que iban a las letrinas si estaba oscuro y las letrinas se hallaban a más de cien pasos de la línea de centinelas.

Elfos, humanos y kenders recibían ayuda en su tarea. Tarothin proporcionaba una asistencia modesta, aunque ahorraba sus fuerzas para encontrar y, en caso necesario, ahuyentar a Wilthur el Pardo. Más aún, descansaba preparándose para el gran asalto.

La familia de centauros que habitaban cerca de Belkuthas había perdido a dos de sus miembros a manos de los enemigos de la ciudadela; eso los convertía también en enemigos suyos. Conseguir que los centauros tuvieran un único propósito era tan difícil como lograr que lo tuvieran los kenders, pero los sitiadores lo habían conseguido… y pagaron el precio.

No fue muy alto, en vidas o algo material, pero sí en el espíritu. En algún lugar de un pergamino del Código que no se consideraba muy auténtico, Pirvan había leído el dicho: «En la guerra, el espíritu pesa tres veces más que el cuerpo».

Quizá no fuera auténtico, pero sí razonable. Aunque las catapultas arrancaran pedazos de piedra de las murallas de Belkuthas o aplastasen a los hombres hasta matarlos, los sitiadores estaban cada vez más nerviosos y atentos a la aparición de enemigos en lugares inesperados. Se miraban unos a otros con suspicacia, acaparaban provisiones y armas, bebían demasiado aunque Migmar hacía cuanto podía por mantener la disciplina y, en general, dieron varios pasos por la senda que va de una tropa formidable a una turba bien armada.

Pirvan confiaba en que recorrerían esa senda entera antes dejar Belkuthas en ruinas alrededor de los cadáveres de sus defensores. O eso, o que los enanos y los elfos llegaran en numero suficiente para detener a las tropas unidas de Istar.

Nuor dijo que los enanos harían cuanto habían prometido, pero no dijo en qué consistía. Pirvan comprendió el deseo de impedir que los prisioneros revelaran los planes de los enanos al enemigo, pero pensó que al menos podían hacerle el cumplido de suponer que no caería vivo en manos enemigas.

—Los enanos harán cumplidos cuando los dargonestis naden en el desierto —dijo Tres Manos.

Los vuelos de Belot permitieron avistar a los elfos que se aproximaban y a los sitiadores que plantaban destacamentos más al sur, para vigilar su llegada. Pero el jinete del pegaso no podía enterarse de nada hablando con los elfos, ni siquiera los dispuestos a ser amables.

—Les he dicho que debo a la memoria de Lauthin saber al menos de qué lado lucharán —dijo Belot, exasperado tras una anhelante pero infructuosa expedición—. ¡Si son enemigos, al menos podemos negociar la rendición ordenada a Migmar!

—No crees que vengan a luchar por nuestra causa, ¿verdad? —preguntó Tulia. A Pirvan le pareció que había envejecido diez años desde la muerte de Lewin, principalmente por ver a su marido envejecer veinte.

—No —respondió Belot—. Pero si así es como mi gente demuestra su amistad, ¡no sé para qué necesitamos enemigos!

Aunque había jurado dejar a Amrisha en libertad para que se pusiera a salvo, Belot siguió explorando y llevando mensajes. Acababa de remontar el vuelo hasta perderse de vista el séptimo día de trabajo de las máquinas de asedio, cuando infligieron su primera pérdida grave a Belkuthas.

Krythis estaba solo en las murallas cuando la piedra paso por encima de las empalizadas de troncos que protegían las catapultas. La vio crecer invariablemente sin desviarse a derecha o izquierda.

Esto, lo sabía, era un proyectil que le caería encima si no se movía. No obstante, tenía tiempo de sobra para apartarse del camino de cualquier cosa menos de las posibles esquirlas afiladas. Comparado con las flechas de los arcos elfos, las piedras de las catapultas se arrastraban por el cielo.

También le pareció a Krythis una buena razón para no moverse. Sería llorado, y no sólo por Tulia y Rynthala. Pero si un hombre es muy llorado, es señal de que ha vivido bien y puede partir cuando considera que ha hecho su trabajo.

Krythis creyó que le había llegado su hora. Le parecía improbable que los Caballeros de Solamnia pasaran por alto su participación en la muerte de sir Lewin si conservaba la vida. Incluso si Pirvan se las ingeniaba para explicarlo o incluso excusarlo, habría caballeros que no lo aceptarían. Podían convertirse en enemigos de Pirvan, que ya no necesitaba más, o ntentar atacar a Krythis fuera de la ley, poniendo en peligro Tulia y Rynthala.

Era probable que incluso el caballero más colérico llevara el asunto más allá de la tumba.

Por eso Krythis aprovechó la ocasión que el destino le ofrecía. Se puso en pie con calma mientras la piedra crecía hasta que no le permitió ver nada más. Después hubo un breve y brutal instante de dolor, y luego no vio nada.

Varias personas habían visto la piedra caer sobre Krythis y gritar advirtiéndole del peligro. Después se oyó el estampido le la piedra al estrellarse y el ruido menos impactante del caláver descoyuntado de Krythis rebotando en el pavimento del patio.

Después se oyó un silencio aterrador.

Sin pronunciar palabra, Rynthala cruzó el patio, andando con la gracia de una cierva en primavera sobre las esquirlas de piedra y las salpicaduras de sangre. Se arrodilló junto al cuerpo de su padre y le cerró el ojo que la piedra había dejado intacto.

Acto seguido, se levantó.

—Llevadlo a un lugar honorable, pero con los demás muertos —dijo con una voz que resonó como la trompeta que se tocaba junto a la pira funeraria de un caballero—. Él no habría querido separarse de ellos.

A continuación se volvió y se alejó, en dirección a sir Darin.

Si Rynthala lloró por su padre, no dejó que nadie lo supiera… de nuevo, tal vez, exceptuando a sir Darin. Otros que presenciaron la muerte de Krythis carecían del autodominio de su hija.

Pirvan recordó que había visto a Eskaia con el rostro enterrado en el hombro de Hermano Halcón… y los anchos hombros de éste sacudiéndose mientras abrazaba a su prometida. Se necesitaba mucho para hacer derramar lágrimas a un Grifo a la luz del día, pero la muerte de Krythis bastaba.

Sin embargo, no arredró el corazón de la defensa. Pirvan no lo había temido. Lo que empezó a temer al cabo de pocas horas fue a los defensores tan decididos a cobrarse venganza con la sangre de los sitiadores que la rabia los haría exponerse y ser vulnerables a un adversario más frío.

Tarothin y Nuor le explicaron finalmente cuál era el plan para el día del asalto. Pirvan decidió que sus combatientes no se enfrentarían a un adversario en frío y calculador… al menos no por mucho tiempo.

Gildas Aurinius refrenó su montura cuando se acercaba a otra curva de la senda por la que bajaba. Una nube de polvo que subía por ella resultó corresponder al caballo de Nemiotes, como él esperaba.

Habían abrevado sus caballos sólo una hora antes, de modo que Nemiotes no se molestó en desmontar.

—El camino es más fácil durante otra media legua —informó—. Además, hemos visto un pegaso con un jinete.

—¿Os ha visto él? —preguntó Aurinius.

Con las dos manos, Nemiotes hizo un gesto de «imposible saberlo». Ahora podía controlar con las rodillas a un caballo al galope, mientras que diez años atrás le habría costado lo indecible sostenerse sobre uno al trote.

—Más, por favor. Si quieres seguir tu propio consejo, hazte espía. Si quieres ayudarme a mí, habla.

—El pegaso volaba bajo por encima de los árboles. A tiro de flecha, lo que calculo que significa que el jinete era un explorador, y han corrido tantos rumores sobre un pegaso en Belkuthas que dudo de que necesitemos preguntar para quién exploraba.

Aurinius lo dudaba también. Había averiguado mucho sobre la situación de Belkuthas en los últimos días, la mayor parte por boca de desertores. Casi todos pertenecían a las compañías de Zefros, hasta el último medio de ellos muertos de hambre, medio desnudos y prácticamente desarmados.

Les había ofrecido comida, armas y ropa a cambio de información y de unirse a su bandera. Si no aceptaban unirse a él pero hablaban, les concedería un indulto, pero nada más.

Los pocos que se negaron a hablar o a servir decoraban ahora el pino más alto de la montaña. Sólo unos cuantos ejemplos habían bastado para animar al resto a colaborar.

—Es mejor que escojamos una columna volante y la enviemos por delante —dijo Aurinius.

—De hecho —respondió Nemiotes—, Floria Desbarres ha sugerido eso mismo esta mañana.

—¿Conque eso ha hecho?

Aurinius no se sorprendió lo más mínimo. Había acabado considerando a Desbarres la mejor de los mercenarios que tenía bajo su mando y digna de un alto rango en las tropas regulares. No porque fuera a recibirlo jamás —no era para mujeres—, pero podía ofrecerle algo que valoraría casi tanto.

—Dile a Floria que elija tres compañías además de la suya, no más de quinientos jinetes en total, y se adelante hasta Belkuthas. Ella lo ha sugerido; ella lo hará.

—Sí, mi señor. —Nemiotes sonreía mientras se alejaba.

El sol no escribió en el cielo del amanecer, con letras de fuego dorado, ningún mensaje parecido a éste: «Hoy es el asalto».

No hubiera sido necesario. Los defensores de Belkuthas no necesitaron ayuda de los dioses o los hombres para saber que había llegado el día.

Las murallas de la ciudadela presentaban dos brechas, ambas rodeadas de barricadas y parapetos dispuestos contra los atacantes que consiguieran pasar. Las dos brechas eran «practicables», según las convenciones bélicas en caso de asedio.

También según dichas convenciones, Belkuthas había sido invitada a rendirse o afrontar el asalto y el saqueo. Pirvan obtuvo permiso para responder al heraldo, ya que era en quien más confiaban todos que conservaría la calma.

—No tenemos contenciosos con los hombres de Carolius Migmar ni, de hecho, con ningún otro que esté asediando legalmente esta ciudadela —dijo—. Como no tenemos contencioso alguno, es vuestro deber marcharos y traer la paz a esta tierra. Sin embargo, si es el deseo de Carolius Migmar que sus honorables soldados luchen hombro con hombro con rebeldes, sediciosos y delincuentes comunes, esos buenos hombres pagarán por ir en tan mala compañía. Lamentaremos tener que enseñárselo nosotros, pero es lo que haremos.

A continuación, Pirvan hizo un gesto muy grosero que había aprendido en los callejones de Istar y que hizo estallar a un buen número de personas de ambos bandos en estruendosas carcajadas. El heraldo se marchó apresuradamente con aire de dignidad ofendida.

Aquella noche, todo el mundo hizo sus preparativos, legando un anillo a un camarada o un par de sandalias de repuesto a otro. Nadie hablaba en voz alta de lo que todos tenían en la mente: que según las leyes de la guerra, Carolius Migmar podía saquear Belkuthas hasta dejar desnudas las paredes y pasar por la espada a todo el que encontrara dentro.

—Cosa que probablemente no hará —dijo Pirvan a Haimya—. Tiene que saber que los silvanestis y los enanos están en camino y son más numerosos que él. Aunque tenga órdenes de provocar una guerra con ellos, es improbable que las interprete de un modo que inicie la guerra con dos masacres, una de istarianos y otra por parte de istarianos.

—Si yo pudiera elegir, preferiría hacer el brindis de la victoria estando viva que ser vengada después de muerta —dijo Haimya.

—Estoy de acuerdo —replicó su marido—. Es muy poco lo que se puede hacer con una muerta y mucho lo que hay que hacer con una viva.

También habría sido difícil escribir con letras de fuego en el cielo, porque aquella mañana estaba gris de una punta a otra del horizonte. Hacía calor, con un rastro de humedad en el aire que en aquel territorio escarpado significaba que se acercaba algo más que unas gotas de lluvia.

Pirvan había ocupado su puesto por encima de la gran sala, el edificio menos castigado por las catapultas. Su intención era no permanecer allí más tiempo del necesario paro asegurarse de verlo todo e impartir las órdenes adecuadas.

Tras la muerte de Krythis, los combatientes de primera línea necesitarían sus órdenes personales para no volverse locos en medio de sus enemigos.

Ahora redoblaban los tambores, sonaban las trompetas y se elevaban columnas de humo de colores hasta que se perdían entre las nubes. Los grupos de asalto salieron de sus parapetos; eran tres, de unos quinientos hombres cada uno. Dos eran hombres de Migmar —tropas regulares istarianas en un flanco y mercenarios escogidos a su lado— y el tercero, a juzgar por su desordenada formación, eran los hombres de Zefros.

Mil quinientos hombres contra no más de trescientos defensores. Más que suficiente para acabar el trabajo, si conseguían penetrar por las brechas.

A ambos lados de las columnas marchaban arqueros cubiertos por hombres provistos de escudos, algunos tan pesados que los empujaban sobre ruedas. Los arqueros disparaban sus flechas casi verticalmente por encima del escudo y de las murallas, para que cayeran sobre Belkuthas en su descenso.

Los arqueros de Pirvan respondieron. Algunos eran elfos, ya que todos los guardias supervivientes de la embajada de Lauthin participaban ahora en la defensa de la ciudadela. El honor de los silvanestis no exigía menos y Pirvan lo sintió por cualquier mercenario que creyera que se podía persuadir a los elfos para que se rindieran en cuanto la lucha pasara a desarrollarse dentro del recinto.

Los arqueros elfos también dispararon sus flechas casi verticalmente y tenían más puntería de la que la mayoría de seres humanos conseguiría jamás. Pronto se oyeron gritos detrás de los escudos y, mientras proseguían su avance, dejaban un rastro de cuerpos contorsionándose o inmóviles.

Otros defensores de la muralla eran enanos. Aun sin ser unos expertos en el rápido combate cuerpo a cuerpo, debido a su corta estatura y a la escasa longitud de sus brazos, los enanos sabían asestar fuertes golpes. Los de la muralla tenían ballestas de asedio, como las que se habían utilizado contra el grifo el día en que llegó Belot, capaces de atravesar con un proyectil un escudo y al hombre que lo sostenía.

En otros momentos usaban la trayectoria plana y la gran velocidad de los arcos de asedio para mandar los dardos silbando a quinientos o seiscientos pasos. Los hombres que retrocedían con los heridos o corrían a reemplazar a los muertos y heridos morían antes de llegar al campo de batalla, morían sin saber lo que los mataba, con su cuerpo proyectado a veinte pasos de distancia por el aire.

Todo lo cual reducía las fuerzas y quizás el ardor de los atacantes, pero no conseguía frenarlos lo suficiente para que Pirvan pudiera hacerse ilusiones. Bien, los hombres de Zefros estaban más desordenados que de costumbre, pero seguían avanzando. Pirvan vio un motivo para ello: una línea de soldados regulares istarianos justo detrás de ellos, con espadas y alabardas preparadas para abatir a cualquier desertor. Justo lo que se merecían los hombres de Zefros: acero por delante y por detrás.

Pirvan calculó las distancias a ojo. Los defensores de la muralla habían empezado disparando al límite de su alcance. Ahora el enemigo estaba a tiro.

Era el momento.

Pirvan hizo una seña a Nuor Escoplo Negro y luego señaló con ambas manos.

El enano alzó su hacha, la hizo girar y con la cara plana de la pala golpeó un gong atornillado a la almena.

Antes de que los ecos se extinguieran, el terreno se hundió alrededor de Belkuthas, encerrándola en un círculo casi completo. De pronto, las dos columnas de Migmar estaban completamente separadas por trincheras más anchas que la altura de un hombre y de una profundidad desconocida. Pirvan oyó los gritos de los desafortunados que perdían el equilibrio justo al borde y se precipitaban en la oscuridad, para unirse a sus camaradas que ya estaban enterrados vivos.

Después, de las trincheras brotaron rugientes llamas. Los hombres cercanos, mucho o poco, gritaron al convertirse en antorchas vivientes. Varios echaron a correr, dejando un rastro de humo tras ellos.

Abajo, en los túneles excavados alrededor de Belkuthas por los enanos dirigidos por Gran Hacha Afilada, actuaban conjuros de bolas de fuego. Los enanos habían rellenado los túneles de grasa, aceite mineral, brea, musgo del trueno seco, madera y otros materiales inflamables.

Ardiendo naturalmente, este combustible no hubiera durado mucho. Tampoco los conjuros de fuego que Tarothin pudiera invocar. Pero con un conjuro de fuego y material inflamable para alimentar las llamas, un círculo de fuego rodearía casi toda Belkuthas durante horas.

Casi toda, porque delante de los hombres de Zefros, el terreno permaneció firme y sin llamas. Tenían vía libre hasta una de las brechas; si decidían tomar ese camino, o si los istarianos que los seguían los disuadían de seguir el camino de la seguridad y la huida.

Pirvan estaba preparado para contemplar el espectáculo con cierto interés. Era un truco que la ciudadela sólo podía utilizar una vez, pero con suerte no necesitarían otra oportunidad, antes de que llegaran los elfos. Después, ocurriera lo que ocurriese, no permitiría que la ciudadela cayera bajo el fuego y la espada.

Pirvan vio que se había despreocupado antes de tiempo de las dos columnas disciplinadas. Habían sufrido muchas bajas y muchos estaban abrasados y aterrorizados. También tenían centenares que estaban lejos de la línea de trincheras cuando el fuego se encendió. Incluían a unos cuantos con escalas de asalto y más con arcos, que avanzaban sin dejar de disparar.

Aparentemente, a pesar de los conjuros de fuego, los deensores de Belkuthas tendrían que defender ambas brechas, una contra soldados disciplinados.

Carolius Migmar no sabía cuánto tiempo serían capaces le resistir los soldados regulares istarianos y los mercenarios escogidos más próximos a la muralla. Dudaba de que pudieran asaltar la brecha, pero al menos debían durar lo suficiente para mantener a los defensores ocupados allí. Sólo esperaba que sobrevivieran algunos para compartir la victoria.

Iba a tener que trasladar a todo el mundo fuera del círculo de fuego para reforzar la columna de Zefros. Reforzar a Zefros era como empujar una salchicha cruda; lento y con la posibilidad de que se hiciera pedazos antes de llegar muy lejos. Pero incluso una salchicha cruda podía asfixiar a un perro si se la embutías lo suficiente garganta abajo. A Migmar no le gustaba luchar de aquel modo; las vidas de sus hombres eran sagradas.

Se internó en las filas de los soldados regulares istarianos, blandiendo su espada en dirección a los hombres de Zefros y gritando: «Agrupaos con la columna de Zefros. ¡Tiene vía libre hasta la brecha! ¡Agrupaos con la columna de Zefros y seguidme!».

Un trueno retumbó por el sur, lo bastante fuerte para oírse a pesar del fragor de la batalla. Y de los gritos, cuando caían hombres de las murallas o al suelo, con flechas de arco largo o dardos de ballesta desgarrando su carne, mientras sus aullidos les destrozaban la garganta hasta que la vida escapaba de sus cuerpos.

Pirvan se preguntó si alguno de los hombres que morían aquel día se le presentaría en sus pesadillas. Lo dudaba. Este era el tipo de lucha donde se desenvainaba el acero, si no con la conciencia tranquila, al menos sí limpia. Los hombres no morirían por estar en el lugar equivocado en un mal momento; morían porque habían decidido acercarse a él con intenciones homicidas.

Pirvan no era de las escasas personas que pueden afrontar semejante amenaza sin responder en especie. Sin duda, esas personas tenían su papel en los planes de los dioses, pero esos planes tendrían que apañárselas sin la ayuda de Pirvan.

No así el combate en las brechas. Al parecer, Carolius Migmar —probablemente la figura del gran caballo de batalla gris— intentaba enviar nuevos hombres para que se unieran a la columna de Zefros en terreno despejado. Mientras tanto, los del interior del círculo de fuego organizaban su ataque contra la otra brecha.

La mejor táctica sería neutralizar inmediatamente el ataque más débil con toda contundencia y luego trasladar sus hombres para resistir en la otra brecha contra el más fuerte, durante el tiempo necesario.

Lo cual significaba que había llegado la hora de que el comandante de Belkuthas se presentara en el campo de batalla.

La mitad de sus guardias eran Grifos y la otra mitad, mer cenarios a las órdenes de Rugal Nis. Les hizo señas para que se acercaran.

—Seguidme. Vamos a luchar en la brecha menor.

Tharash había «desertado» en una compañía pésimamente instruida de dudosos mercenarios a las órdenes de Zefros. Había más hombres allí que odiaban y temían a las «razas inferiores», pero menos que hicieran preguntas sobre cualquiera que se alistara y cumpliera con su parte del trabajo.

También contribuyó a ello que Tharash hubiera cambiado su arco elfo por un arco largo humano. A decir verdad, lo creía una deshonra para el buen nombre de los arqueros, pero ya había usado alguno de vez en cuando en el pasado y enseguida recuperó su habilidad. Al cabo de pocos días sabía que podría aprovechar cualquier oportunidad que se le presentara, con posibilidades de éxito.

El problema era encontrar esa oportunidad. Tenía más posibilidades de disparar contra Zefros de las que podía contar con todos los dedos de sus extremidades, pero así sólo conseguiría prevenir al enemigo, e incluso que dividieran a los hombres de Zefros y los asignaran a otros capitanes, que podían hacer más preguntas sobre arqueros de orejas puntiagudas.

Hasta aquel momento, Tharash había tenido suerte. Los que habían reparado en sus orejas pensaban —si se podía llamar así— que ningún elfo se rebajaría a usar un arco humano.

Ya había empezado la última batalla, y Tharash esperaba desde el alba encontrarse a distancia de tiro de su principal objetivo. Sin embargo, el guerrero parecía aún más reacio a acercarse a los hombres de Zefros entonces que durante el asedio.

Todo cambió a los pocos minutos de que el fuego rodeara Belkuthas. Tharash oyó gritos y gritos de júbilo, y luego tambores y trompetas. Vio estandartes ondeando al viento, uno con la enseña de su objetivo.

Después, por encima de los yelmos de sus camaradas, vio acercarse el estandarte. El guerrero cabalgó hasta la vanguardia de la columna de Zefros y refrenó su montura al lado del propio Capitán Mayor. Tharash no podía oír su conversación por culpa del griterío, pero sí entender por los gestos cuál era el plan.

Reforzada, la columna de Zefros tendría el honor de tomar Belkuthas. Reforzada y mandada por el objetivo de Tharash, que durante el asalto estaría mirando al enemigo y daría la espalda a sus propios hombres. Y también podía morir sin ayuda de Tharash. Pero con él en la batalla, aquel hombre moriría.

Pirvan condujo a una compacta masa de combatientes hacia la brecha menor. Por encima de ellos, los arqueros habían girado sus arcos en la misma dirección. Los hombres de Zefros aún no amenazaban la brecha mayor, ni la muralla por los otros lados.

Por detrás y alrededor de Pirvan se movían Grifos, Rugal Nis y los supervivientes de su escasa decena de mercenarios, hombres de armas solámnicos (de Pirvan y de los recién llegados, mandados por sir Esthazas) y un par de puñados de habitantes de Belkuthas con Tulia a la cabeza. Si alguien hubiera dicho a Pirvan que semejante colección de combatientes seguirían alguna vez a un solo hombre, y mucho menos a él, se habría echado a reír.

Pero él los dirigía, ellos le obedecían y comprendió que aunque sólo sobreviviera al combate un defensor de Belkuthas, aun así habría obtenido una victoria donde las hubiera. Ese único superviviente podría decir que había visto humanos de media docena de naciones, hombres y mujeres, elfos completos, semielfos, enanos, kenders, pegasos y centauros luchando en una causa común, viviendo y muriendo uno al lado del otro.

Cada vez que se contara esa historia, sería un golpe más a la vileza contra las «razas inferiores».

Cuando se aproximaban a la brecha menor, Pirvan vio aparecer hombres en ella. También sir Esthazas, y por el aullido de rabia que soltó, varios de ellos no constituían una visión muy agradable. Como si le hubieran crecido alas en los pies, se precipitó hacia ellos, atravesando las filas de los Grifos y mercenarios que le precedían, dejando atrás a Pirvan como si el veterano caballero estuviera clavado en el suelo.

—¡Uno de mis hombres se ha pasado al enemigo! —gritó el joven caballero por encima del hombro—. ¡Ese es mío!

A Pirvan le parecía dudoso quién sería de quién. Pero una lluvia de flechas y dardos eligió aquel momento para caer copiosamente entre las desorganizadas filas del enemigo. La desorganización fue mayor cuando doce de ellos cayeron.

El corpulento hombre de armas de barba pelirroja que sir Esthazas había identificado no estaba entre los caídos. Aguantó la acometida con su escudo y su maza cuando sir Esthazas cargó contra él. Después blandió la maza y levantó el escudo.

Fue demasiado torpe con la primera y demasiado lento con el segundo. El golpe apenas rozó el yelmo del caballero. La espada de sir Esthazas encontró su camino rodeando el escudo hasta clavarse profundamente en la carne que cubría las costillas del hombre de armas. Dio un paso atrás, el caballero se rajó el muslo, un ballestero disparó contra sir Esthazas por la espalda y el caballero y su deshonrado enemigo cayeron rodando juntos por la montaña de cascotes de la brecha.

Se detuvieron lo bastante lejos de Pirvan para que, antes de que pudiera llegar hasta ellos, varios atacantes cayeran a su alrededor. Pirvan empezó a desenfundar su daga, después cambió de funda y sacó su cuchillo arrojadizo. No era tan diestro con él como cuando era joven, pero uno de los hombres a los que se enfrentaba no llevaba armadura. Cayó con el cuchillo de Pirvan en la garganta y se abrió un hueco en el círculo que rodeaba los cuerpos.

Todavía eran demasiados para que Pirvan los repeliera sin ayuda. También tenía el deber tan ineludible como siempre de no dejar que el cadáver de un compañero caballero cayera en manos del enemigo. Que sir Esthazas hubiera muerto por su propia necedad, y tal vez por deseo propio, no cambiaba nada. El Código era estricto.

Pirvan hizo una finta hacia la izquierda, esperando atraer al menos a un hombre hacia campo abierto y crear flancos en el círculo. Quería romperlo a pesar de los cadáveres que cabía en el interior. Cuanto más tiempo estuviera allí, más atacantes podrían resguardarse detrás, ya dentro de la brecha y dispuestos a entrar en tromba en la ciudadela a la menor oportunidad.

Nadie mordió su cebo, pero alguien pasó corriendo junto él por la derecha, recto hacia el circulo. El corredor —no, la corredora— tropezó, recuperó el equilibrio y se arrojó contra la punta de una espada y de una lanza al mismo tiempo.

Pirvan no cuestionó el regalo de una heroína. Se abalanzó sobre los dos hombres cuyas armas estaban ocupadas y les cortó a uno el cuello y a otro la cara. El hueco del círculo se ensanchó. Pirvan arremetió por allí, saltando sobre el cadáver de sir Esthazas para atacar a los hombres que tenía a ambos lados.

Aquellos hombres murieron con el acero clavado por delante y por detrás, ya que el resto de los combatientes de Pirvan trepaban por los cascotes y arrollaban a los atacantes que había en ellos. Sólo cuando no quedó un atacante vivo en la parte interior de los cascotes Pirvan tuvo tiempo de mirar a la mujer que había dado su vida por contener la incursión.

Más tarde se extrañó de haberse sorprendido al ver a Tulia. Sólo un poco de polvo y un hilito de sangre que manaba por su boca desfiguraban su rostro, por lo demás tan hermoso en la muerte como lo fuera en vida.

La sorpresa pasó. Su lugar lo ocupó la rabia. Si Pirvan hubiera estado rodeado por cincuenta hombres, los habría partido en dos sin pensárselo. Si pudiera convertir los cascotes de la brecha en lava fundida y verterla sobre los atacantes que se retiraban, habría cantando un himno a la victoria lo bastante alto para ahogar los alaridos de los moribundos.

Después fue consciente de que alguien gritaba realmente, mucha gente, a juzgar por el ruido. Pero no en aquella brecha. En la dirección, pero también más allá, de la brecha mayor.

Pirvan se volvió y ya movía los pies antes de que sus ojos le informaran de lo que veían. Lo único que podía pensar era que el enemigo había forzado la brecha mayor y a Belkuthas sólo le quedaban unos instantes de vida.

Si ése era el caso, a él no le quedaba mucho más. Esperaba que Tulia hubiera muerto por una razón mejor que pasarle a él ese deber. Lo habría considerado su deber igualmente, con ella viva o muerta.