Muy al norte de Belkuthas, un pegaso pasó rozando las copas de los pinos, describió un círculo y aterrizó en un pequeño claro. Un elfo desmontó y empezó a deshacer un fardo que colgaba a un costado del animal.
—Uf —se oyó decir dentro del fardo. Después otros sonidos que indicaban incomodidad, desaliento y reticencia a moverse.
Belot desató el último nudo. El fardo cayó al suelo con un ruido seco. Unas elocuentes maldiciones enanas sustituyeron a los demás sonidos.
Nuor Escoplo Negro salió a rastras de la saca de transporte y estiró sus miembros. Después se incorporó. Miró hacia el suelo y a continuación hacia el cielo, y finalmente se estremeció.
—No creí que volvería a sentir el suelo bajo mis pies. ¿Estamos ya en las cuevas de los Dinteleros?
—Difícilmente. Tenemos que volar otras dos veces, tanto rato como ésta.
—No puede ser —gimió Nuor.
—Pues lo es. —Belot se echó a reír—. Naturalmente, reconozco que no nos hemos dirigido al norte en línea recta. Viré hacia el sur, y esta vez encontré elfos. En gran número y en marcha, me pareció.
—¿Quieres decir que quizá vayan de merienda al bosque?
—Podría ser.
Nuor volvió a gemir. Belot se apiadó.
—Tenían toda la pinta de una tropa elfa preparada para la guerra. No baje lo suficiente para preguntarles contra quién iban a luchar.
—No será contra los enanos, ¿verdad?
Belot hizo un gesto de negación.
—Ningún enano puso las manos encima de lord Lauthin o de ningún otro elfo. Nuestra disputa es con los istarianos, a menos que sean muy rápidos en retirarse de Belkuthas.
—Los hombres que tienen al Príncipe de los Sacerdotes atento a todos sus movimientos no renunciarán a una victoria sobre las razas inferiores hasta que los sacerdotes de Hiddukel dejen de engañar con las disposiciones.
—Entonces debemos reanudar el vuelo en cuanto Amrisha haya bebido. —Belot se alejó unos pasos—. Ah, y no vuelvas a llamarla «ese maldito poni alado». Es muy sensible.
Dio media vuelta y se marchó, dejando a Nuor maldiciendo y riendo alternativamente, lo último sobre todo para sus adentros.
Pirvan estudió el mapa que colgaba de la pared de la habitación de la torre. Esta estancia, un nivel por debajo de la suya y de Haimya, se había convertido en su puesto de mando, donde celebraban los consejos de guerra. Los consejos se habían hecho tan numerosos y largos, y la riada de mensajeros que entraban y salían a ver a Pirvan tan continua, que no había querido molestar más a Krythis y Tulia.
Sobre todo a Krythis. Desde la muerte de sir Lewin, algo se había roto en el interior del señor de Belkuthas. Parecía soportar una gran carga, como si él hubiera matado personalmente al Caballero de la Rosa a traición o a sangre fría.
Pirvan esperaba que Krythis recibiera tratamiento de por vida por el horrible crimen. Ni el cuerpo ni el espíritu de hombre alguno podían soportar el peso de tamaña culpa durante mucho tiempo. Krythis necesitaba ambas cosas en perfecto estado. Belkuthas lo necesitaba en buenas condiciones físicas y mentales… y Pirvan no era el último entre los de Belkuthas.
Comprendía que había sido muy afortunado, por no estar tan solo como suelen estarlo los comandantes. En gran medida era obra de Krythis. Cuando se irguiera y soltara la carga, podría hacer más.
Tulia y Rynthala decían que las palabras no aligeraban la carga de Krythis. Pirvan supuso que decían la verdad. ¿Y ahora qué? No les quedaba mucho tiempo. ¿Sirbones? Quizá tuviera escrúpulos. Además, la culpa era a menudo una enfermedad que reaccionaba a las pociones curativas.
¿Tarothin? Quizá tuviera más escrúpulos que Sirbones y aún menos fuerzas. Las que le quedaran se necesitarían el día del ataque. Los conjuros de bolas de fuego, por ejemplo, agotaban mucho a un Túnica Roja —más que a un Túnica Negra— y, naturalmente, para un Túnica Blanca…
Pirvan volvió a concentrarse en el mapa. La llamada le hizo darse cuenta de que estaba de espaldas a la puerta, que estaba bien vigilada, pero aun así…
—¡Adelante!
Era sir Esthazas.
—Un mensaje para vos, sir Pirvan —dijo rápidamente—. Ha llegado con el cargamento de sal a través de los túneles.
—¿Cuánta sal?
—Cinco barriles.
—Bien.
Eso debería bastar para salar la carne de las vacas y cabras lecheras que, en cuestión de días, tendrían que sacrificar. El forraje para ellas se había acabado. El resto del ganado de los refugiados había sido sacrificado hacía mucho tiempo e incluso asado o salado, lo cual había agotado las existencias de sal de Belkuthas.
Sir Esthazas tosió, recordándole a Pirvan que aún no le había preguntado por el mensaje. «Seré un buen mayordomo para alguien, cuando esto acabe», pensó.
—Hablad.
—Veréis… algunos de los refugiados aptos para el combate… se han estado entrenando con armas desde que se marcharon. Envían un mensaje. ¿Pueden volver y ayudar en la lucha final?
—¡No!
Sir Esthazas se encogió.
Pirvan hizo un gesto de negación y prosiguió en voz más baja.
—Cuanto más entrenamiento tengan con armas, más los necesitan sus familias. Si vuelven y somos derrotados, ellos estarán perdidos y sus familias, indefensas. Si se quedan en el bosque y nosotros somos derrotados, al menos pueden intentar conducir a sus familias a un lugar seguro. Pronto llegarán enanos y elfos en gran número, así que la seguridad no estará lejos.
—Como deseéis, sir Pirvan.
Sir Esthazas se demoró en darse la vuelta y Pirvan vio que los anchos hombros del joven caballero se hundían. Suspiró. Esthazas era apenas dos años mayor que su hijo Gerik. Probablemente era tan reacio como él a reconocer que algo lo preocupaba, incluso a alguien que podría ayudarlo.
—Sir Esthazas. No os obligaré a aceptar mi ayuda o consejo, pero podéis formular cualquier pregunta cuya respuesta queráis conocer. Si puedo responder, lo haré.
El joven caballero volvió a dar la cara a Pirvan y casi consiguió mirarlo a los ojos.
—¿Cuál será nuestro lugar, cuando empiece la lucha?
—¿No han ocupado vuestros hombres sus puestos de guardia, incluso en las murallas?
—Sí. Pero siempre con un número igual o mayor de otros combatientes observándolos. Los Grifos, en particular. Su desconfianza es… apesta, para decirlo claro.
«En su lugar, la mía también apestaría», pensó Pirvan, pero no lo dijo.
—Hará falta tiempo para convencer a Krythis y Tres Manos de que vos y vuestros hombres debéis luchar juntos, más tiempo del que tenemos. —Se tardaría mucho más en convencer a sus propios hombres de armas. Sentían la vergüenza del deshonor de sir Lewin más duramente que los caballeros—. Pero el día de la batalla, al margen de lo que se haya dicho antes, vuestros hombres lucharán como un solo bando y vos los mandaréis.
«No puedo volver a utilizar el argumento de no dudar del honor de un compañero caballero —pensó Pirvan—, teniendo en cuenta lo que casi le ocurre a Rynthala por eso, Tendré que pensar otra cosa».
Pirvan tampoco esperaba tener tiempo para eso. Por lo menos, la apatía de Krythis significaba que eran menos los aliados a los que convencer de que sir Esthazas debería luchar al frente de sus solámnicos. Pero Tres Manos era tan categórico como siempre y Tulia y Rynthala no sólo eran tan obstinadas como su marido y padre, respectivamente, sino que encima eran mucho menos educadas.
Pero sir Esthazas lucharía. La huella de deshonor que sir Lewin había dejado tras él finalizaría el día de la batalla.
Zefros se sentía casi como cuando, de niño, lo llamaba su padre por una queja de su tutor.
Las rubicundas mejillas de Carolius Migmar no disminuían la severidad de su expresión, sentado en su tienda detrás de la mesa de campaña.
—Confío en que tengas una explicación para llegar tarde, además de tus otros insultos.
A Zefros, la verdad le permitía hablar sin tartamudear. Eso también le ocurría de niño.
—Nos perdimos intentando evitar sendas vigiladas por exploradores de Belkuthas.
—Hay más gente merodeando por el bosque que los de Belkuthas, Zefros. Muchos de ellos pueden quedarse ante tu puerta. Si tu despreciable tropa no hubiera esquilmado, digo por ser educado, el territorio como lo hizo, pocos serían los desesperados o furiosos. En las actuales circunstancias, tenemos que matar o ejecutar a un buen número de personas que, si no son súbditos de los silvanestis, probablemente serán istarianos o incluso humanos bajo la protección de los enanos. Esto no puedo agradecértelo. No obstante, te agradezco que hayas hecho tanto contra Belkuthas. Sin ti y tus hombres se habría hecho mucho menos. La fortaleza quizá fuera inexpugnable. Mi gratitud incluye el mantenerte al frente de los hombres que has mandado en los últimos dos meses. También recomendaré un indulto formal… aunque creo que sería mejor que dimitieras en cuanto fueras indultado.
—No creo que las tropas de Istar y yo nos echemos de menos, mi señor.
—Hablando de las tropas, estoy de acuerdo. Pero hay dos condiciones. Una es que lleves a tus hombres a las murallas el día de nuestro asalto.
—Dadlo por hecho.
—La segunda condición es que no vuelvas a tener tratos con Wilthur el Pardo. He sido informado, no diré cómo, de que si sigues, los Caballeros de Solamnia exigirán tu cabeza. Y yo probablemente se la concederé. No te pido que lo busques y arrestes. Probablemente no conseguirías ninguna de las dos cosas. Sólo te pido que, si te enteras de su paradero, se lo digas a quienes están en condiciones de prenderlo y mantenerse a un lado al mismo tiempo.
Zefros sintió un modesto disgusto al descubrir cuánto había averiguado Carolius Migmar. Sintió un gran placer al abandonar la tienda siendo un hombre libre y con soldados bajo su mando.
Ese placer tendría un precio: la vanguardia de una columna de ataque a las murallas de Belkuthas sería un lugar mortífero, por muchas catapultas que hubieran vapuleado la ciudadela durante el tiempo que fuera. Pero si moría, todos los que lo vieran caer conocerían su fin y quizá, con el tiempo, quienes conocían su vida serían acallados a gritos.
¡Al menos ya no tendría a esos malditos kenders siguiéndole el rastro!
Pard Dintelero estaba sentado en un banco de piedra al fondo de una larga estancia de techo bajo. Varios enanos más compartían bancos a ambos lados.
Ante él, Belot, Gran Hacha Afilada y Nuor Escoplo Negro se sentaban cruzando las piernas sobre cojines de piel de ciervo rellenos de musgo. Prácticamente podían extender el brazo y tocar la barba de Pard Dintelero, pues la «sala de audiencias» estaba ocupada sobre todo por un museo de obras enanas.
Belot creía que los enanos eran robustos pero torpes, astutos pero carentes de elegancia en cuanto a gusto o ejecución. Dejó de pensar así en cuanto vio la habitación.
Cada tipo de roca y mineral estaba allí, tallado en forma de encaje, pulido hasta brillar como un espejo, alisado hasta que parecía seda al tacto. Había joyas y adornos de oro plata, cobre y jade, varios de ellos con gemas engarzadas. Unas gemas estaban talladas en elaboradas facetas, mientras que otras eran bastos pedazos de roca del color del fuego.
Había suficiente para impedir que nadie interesado en la belleza deambulara por los pasillos de la sala hasta que la nieve se amontonara a gran altura a la entrada de los túneles de los Dinteleros. Sin embargo, si Belot no había salido antes de que las hojas empezaran a caer, por no hablar de antes de que los árboles estuvieran desnudos bajo un manto de nieve, un daño irreparable se cernería sobre todos los habitantes de aquella tierra.
En consecuencia, la calma de los elfos hacía que los humanos parecieran nerviosos como kenders. Antes del final de aquel día —fuera el día que fuese en este mundo subterráneo sin sol—, conocerían el destino de Belkuthas.
Pard Dintelero tosió.
—Está bastante claro que los muchachos que adoptamos y por lo tanto con quienes tenemos obligaciones están en un grave apuro. ¿Dices que son inocentes en el asunto de la muerte de lord Lauthin?
—He descrito lo que vi y lo que me dijeron personas en las que yo confío —dijo Belot—. Si tú no confías en ellas…
—Calma, muchacho —intervino Nuor. Belot quiso enfadarse por ser tildado de «muchacho» y sospechó que Nuor le estaba devolviendo el golpe por su maltrecho orgullo con el vuelo a lomos de Amrisha. Pero Nuor también podía convencer a Pard Dintelero de que se podía confiar en Belot.
Lo que dijo Nuor fue prácticamente lo mismo que Belot, con distintas palabras. Al final se hizo el silencio, que pareció crecer hasta llenar la sala como el vapor en un baño invernal elfo.
—Menos mal que nadie tiene las manos manchadas con la sangre de Lauthin —dijo Pard—. Francamente, Belot, los tuyos no son siempre los mejores vecinos y quizá no les parezca bien que ayudemos a los asesinos de Lauthin. Pero si no es así, iremos.
Belot se sintió tan aliviado que se perdió las siguientes palabras del señor de los enanos.
—… bajo tierra. Andar a plena luz del sol no es más rápido no lo haremos a menos que haya soldados amigos en los bosques los últimos días del camino a Belkuthas. ¿Los hay?
Cuando Belot hubo traducido esta jerigonza, hizo un esto de negación.
—Exploradores y algunos vigilantes de los refugiados, pero los nuestros aún están de camino por el sur. Si vosotros fuerais por allí…
—Si arrancáramos un diente por el ombligo… —Pard Dintelero profirió un gruñido—. No, será por los túneles y Gran Hacha Afilada llevará la maza de jefe si no encuentro a nadie más necio.
—Encontrarás a ese alguien, Pard, y yo usaré la maza contra él antes de salir —dijo Hacha Afilada.
A Belot no le pareció que fuera una broma.
A los enanos no parecía preocuparles demasiado el mago renegado Wilthur el Pardo.
—Sólo porque no nos van mucho las torres altas o desfilar con ropas elegantes hasta que tropecemos con ella por el cansancio no significa que los enanos no sepan nada de magia. Sabemos lo suficiente para que se haga lo que hace falta hacer, y a cuánto me refiero, eso es asunto nuestro.
Además, Tarothin probablemente conocía los otros tipos. Si no había agotado sus últimas fuerzas antes de que llegaran los enanos. Si, si, si…
El jefe enano estaba hablando de nuevo.
—Daremos la alarma. Responderé al mensaje de Krythis y tú, Nuor, puedes volver con Belot para entregarlo.
La expresión del ancho rostro de Nuor recompensó a Belot por dejarse llamar «muchacho».
Nemiotes se presentó ante Gildas Aurinius a pie, llevando su caballo por la brida y con tal aspecto de soldado que el ge eral no reconoció a su secretario en un primer momento.
—¿Y bien?
—El paso de Riomis está completamente cegado. Los santuarios, los manantiales, todo. Se necesitarían cinco miI hombres o más magia de la que poseemos para despejarlo con la suficiente rapidez.
Aurinius profirió una imprecación.
—Ahí se ha perdido nuestra última oportunidad de llega, a Belkuthas antes de que Migmar la sitie. —Miró las montañas que tenían delante, oscuras ondas a lo largo del horizonte del desierto—. Después de todo, quizá nuestro cuento de establecer destacamentos acabe siendo cierto.
Pensaba que Nemiotes convertiría otra futilidad en espeanza. Pero el secretario estaba ocupándose de su caballo, como debía hacer todo buen soldado de caballería.
—Los exploradores han informado de que han enconado un centauro muerto, espoleado hasta reventar —dijo Haimya.
Pirvan giró la cabeza sobre la almohada para mirarla. El resto de su cuerpo pesaba demasiado para moverlo. Por lo menos, mirarla a ella era muy agradable. La noche era calurosa y ninguno de los dos llevaba ropa de dormir.
—¿Espoleado hasta reventar o desbocado en un ataque de pánico?
—Dicen que han encontrado marcas de un jinete en los ancos del centauro. Esa sanadora elfa que iba con los exploradores…
—¿Elansa?
—Sí, y por cierto, creo que ella y Tharash comparten el lecho.
—¡Ve al grano, mujer!
—¿En serio? —Haimya sacó su daga de debajo de la alohada y la sostuvo en alto.
—¿Qué decías?
Pirvan había dejado de bromear desde la muerte de Lewin. Haimya, por el contrario, parecía disfrutar más que nunca con los chistes. Ayudaba a levantar el ánimo a los demás, pero no engañaba a su marido. Haimya silbaba mientras encabezaba el desfile frente al cementerio.
—Elansa ha encontrado rastros de conjuros en el centauro. Y el último prisionero que han capturado los explorares asegura que ellos, o algunos amigos del exterior, busban a un mago fugado.
—¿Wilthur?
—No cabe duda.
—Dudo de que esto signifique que no volveremos a verlo. —Pirvan rodó hasta quedarse boca arriba, con las palmas detrás en la nuca—. Podría preguntárselo a Tarothin, perro Sirbones dice que apenas podría neutralizar uno de los conjuros importantes de Wilthur, cuanto menos enconrlo si intenta esconderse.
—Algún día Tarothin le dirá a Sirbones que deje de jugar a las enfermeras. ¿Dónde estarás tú entonces?
—Donde quiero estar donde no necesite tener miedo de perder más amigos, ni siquiera a más gente a la que estoy Iigado —respondió Pirvan, profiriendo un suspiro.
Haimya rodó hasta ponerse encima de él.
—¿Más incluso que estar aquí?
—Bueno, este lugar tiene mucho que elogiar. Sí, muchísimo, de hecho…
Pirvan no consiguió llegar más lejos antes de que las palabras se hicieran, sino imposibles, al menos innecesarias.
Tharash despertó con el zumbido de un insecto volador nocturno en la oreja. Manoteó para silenciarlo y, durante un momento, permaneció inmóvil, olvidando por qué estaba allí.
Después sintió la calidez y el dulce aroma de Elansa a su lado bajo las pieles y recordó. Brevemente quiso olvidar de nuevo y volverse a dormir.
En su lugar, se arrastró fuera de las pieles y se vistió con cuidado para no despertar a Elansa. Cuando acabó, ella se había movido y estaba tumbada de lado con un brazo desnudo dirigido hacia donde él yacía un rato antes.
Quizá despertará bruscamente, si notaba que él se había ido. Eso no iría bien. Tharash empuñó su arco y demás pera trechos y salió a colocárselos.
Cuando terminó, sus ojos se habían adaptado a la oscuridad, al igual que sus oídos. Había más insectos como el que había espantado, zumbando a su alrededor; eran nuevos en aquellos bosques, al menos en aquella época del año. Probablemente se debía a tantos cadáveres sin enterrar.
Miró a su alrededor. Las únicas personas que estaban despiertas eran los centinelas, y probablemente pensarían que se alejaba entre los árboles para responder a la llamada de la naturaleza.
Cerca de sus pies dormían los dos kenders, cada uno tapado con una manta distinta (recortada de una de las capas de sir Darin, que permitía hacer tres o cuatro mantas del tamaño de los kenders). Horimpsot Patomaduro había pasado un brazo protector por encima de Insafor Pitaltrote.
«Te deseo un regreso seguro a casa —pensó Tharash formalmente—. Y a ti, joven, te deseo la buena voluntad de tu Hallie Pinodulce, cuando menos».
A continuación repasó sus últimos deseos para todas las personas que dejaba atrás, acabando con Krythis, Tulia y Rynthala.
«Deseo que todos sepáis por qué hice lo que hice y que mi muerte no fue la de un traidor. Pero no podía seguir viviendo, sabiendo que Lauthin murió sin ser perdonado. Además, tal vez no muera».
Se le ocurrió que también podía morir, con su honor mancillado, sin lograr su objetivo. Pero era un pensamiento capaz de arrebatarle el valor a un minotauro. Él no se obsesionaría con él, a menos que sus pies se negaran a sacarlo del campamento.
Tharash dio media vuelta y se internó en la noche.
Rynthala estaba sentada en el mismo punto de la muralla donde Belot había ido a despedirse. Aquella noche, sin emargo, fue la espléndida cabeza de sir Darin la que asomó por el borde de la escalera. Había suficiente luz de luna para verla claramente y, no por primera vez, Rynthala deseó que no hubiera seguido la costumbre de los Caballeros de Solamnia de dejarse crecer el bigote. Era un hermoso bigote, pero a ella le parecía que estaba mejor sin él.
—¿Puedo hacerte compañía, Rynthala?
—Claro.
Se sentó a una distancia educada, que a ella le pareció excesiva, y guardó silencio durante tanto rato que empezó a abrumarla.
—¿Qué opinas de ese rumor sobre Tharash? —fue lo único que se le ocurrió para romper el silencio.
—Si es un rumor, puede que sea verdad.
«Poco consuelo ofreces a alguien cuyo mejor amigo se ha vuelto loco o se ha convertido en un traidor», pensó ella.
—Puede ser cierto que Tharash ha desaparecido. Por otra parte, los informes de que se ha pasado al enemigo… eso no me lo creo.
—Yo puedo creerlo. Tenemos demasiadas razones para creer que cualquiera puede convertirse en traidor. No quiero creerlo, pero lo que yo o tú queremos no cambia nada a la hora de distinguir la verdad de la mentira.
Sus palabras quizá no fueran un consuelo, pero su voz era tan relajante que Rynthala casi tuvo ganas de dormir… si podía dormir en los brazos de Darin, con esa voz calmándola mientras se deslizaba hacia el sueño…
Bruscamente comprendió que realmente se había quedado dormida y que además se encontraba en los brazos de Darin. Él la sostenía con una gentileza que parecía desmentir su inmensa fuerza, pero no ocultaba el acero que había debajo de la gentileza.
—Por favor, no me pidas perdón, Rynthala —dijo Darin—. De lo contrario podrías caerte de la muralla. Tal vez lo que atormenta tus pensamientos… quizá podríamos hablar de eso en tu dormitorio.
Rynthala se tambaleó al levantarse. Esperaba que él comprendiera que se debía a la fatiga, no al embeleso.
—¿Me llevarás en brazos?
Darin tuvo con ella la cortesía de mirarla fijamente a los ojos antes de sonreír. No se rió en absoluto.
—Será un honor. Pero si intento bajarte en brazos por estas escaleras, podría caerme. Entonces en Belkuthas habría dos capitanes menos y tu padre y sir Pirvan estarían más distanciados que por culpa de sir Lewin.
—¡Lo dioses no lo quieran! Pero… ¿me llevarás cuando lleguemos al suelo?
—Si es tu deseo.
—Lo es.
Al final, Darin cruzó con ella en brazos todo el patio. Alguien —un enano, por la voz— les gritó algo. Rynthala sospechó que era picante y no le importó. La sensación de ser llevada como si fuera una niña o un kender era nueva y nada desagradable.
El caballero abrió la puerta del dormitorio con el pie y la depositó sobre la cama como si devolviera un gatito a su madre. Después se incorporó.
—Ya has sacrificado bastante dignidad por una noche. No te desvestiré y te meteré en la cama. Pero, si lo deseas, puedo cepillarte el cabello.
Rynthala se miró en el espejo. Incluso con la mortecina luz de la lámpara, su cabello parecía el nido vacío de un pájaro tras un largo invierno.
—No sabía que conocieras tan bien las costumbres de las mujeres —dijo, y casi se le traba la lengua.
—No me resultan tan extrañas las mujeres como algunos podrían pensar —dijo Darin—. Ni siquiera las que han soportado lo que tú sufres. No soy un paladín, ni indebidamente directo.
—Eres un encanto —dijo Rynthala, pero intentó besarlo mientras lo decía, falló y cayó de bruces sobre el lecho, de modo que las palabras quedaron ahogadas y (esperaba ella) perdidas entre la ropa de cama.
Se estaba durmiendo cuando él acabó de cepillarle el cabello. Su último recuerdo de estar despierta fue las inmensas manos del hombre alisándoselo suavemente, y sus largos y callosos dedos resbalando por sus sienes y sus mejillas.