17

Era un conjuro que sólo habían conocido unos pocos a los a lo largo de la historia de la alta hechicería, y menos los renegados que lo habían empleado.

Pero a pesar de ello, a Wilthur le fue muy fácil dar otra forma a un hombre de Belkuthas y a varios pensamientos nuevos en su mente. Después de haber dedicado gran parte de su vida a intentar equilibrar conjuros de magia blanca, roja y negra, casi todo lo demás era sencillo.

Aun así, Wilthur el Pardo tuvo que admitir en la intimidad de sus dependencias del campamento que el hombre quizá facilitara el trabajo sin querer.

Un conjuro dividido entre los tres aspectos de la magia poseía, parecía probable, con una afinidad natural con una mente dividida de más maneras que la suma de dedos de las manos y los pies de su propietario.

Wilthur arrojó otro puñado de hierbas adobadas en vinagre de miel a las ascuas del brasero y se elevó un humo más denso. En el exterior, el olor era extendido por el viento y los hombres hacían gestos de repugnancia. También se tapaban la nariz y, si no tenían nada que hacer allí, intentaban buscar un lugar a resguardo del viento.

En el interior de Belkuthas, Tarothin murmuraba en sueños, inquieto, sin despertar.

Sirbones no dormía; curaba a un enano que se había caído por las escaleras de la bodega. Incluso los huesos de los enanos se fracturaban si chocaban contra una piedra con la fuerza suficiente, y Sirbones sabía que el enano tenía que estar curado al día siguiente y, además, preparado para luchar en pocos días. Esto requería un conjuro tan fuerte que, para Sirbones, todo lo que había más allá de sí mismo y el enano parecía no existir.

Un tercer hombre dormía cuando empezó el conjuro, pero poco después despertó y se vistió. No se miró en el espejo cuando salió, aunque solía ser (al menos de día) cuidadoso con su aspecto. Su mente se habría alterado al verse hechizado en el espejo y ya estaba demasiado alterada. A sir Lewin de Trenfar probablemente no le habría gustado deambular por el castillo con el aspecto de Belot, el jinete elfo del pegaso.

Por lo menos no al principio. Cuando llegó a las dependencias de Rynthala, el conjuro había calado lo suficiente en él para que ya no dudara de nada de lo que ocurriera, ni se contuviera por ello.

Rynthala se había desnudado para acostarse y se estaba poniendo la camisa de dormir cuando llamaron a la puerta. ¿Su padre otra vez? Esperaba que Krythis no tuviera nada más que decirle; ya empezaba a parecer un cadáver.

La joven quiso expulsar de su mente ese pensamiento de mal agüero y rezó brevemente para que Mishakal curara o al menos ordenara su mente, así como el cuerpo y el espíritu de su padre. Volvieron a llamar a la puerta. Se bajó la camisa de dormir hasta las rodillas y fue a abrir la puerta.

Ante ella estaba Belot. Sus manos vacías colgaban a los costados y en su rostro había una expresión vacía de… ¿qué? ¿Sorpresa porque ella le hubiera abierto la puerta?

No podía permitir que pensara mal de ella.

—Entra, Belot. Es tarde, pero no te dejaré plantado en el umbral. ¿Cómo está Amrisha?

Belot no dijo nada, pero entró en la habitación y cerró la puerta a su espalda.

Rynthala se sintió menos cómoda. La expresión vacía seguía pintada en el rostro de Belot. Incluso cuando se mostraba hostil, su delgado rostro era maravillosamente móvil.

¿Había estado bebiendo, para reunir el valor de acudir a ella como lo había hecho? Eso no prometía nada bueno. Pero, a su vez, no decía nada bueno de ella. Se inclinó para acercarle un escabel. Él se agachó también y sus cabezas chocaron.

Ella se echó a reír. Pero la risa murió en sus labios cuando él la agarró por la camisa de dormir con una mano y aplastó la otra con más fuerza aún sobre su boca.

El sonido de la ropa al desgarrarse y el grito de Rynthala fueron simultáneos. Pero era sólo un gemido; la mano de Belot era dura como el hierro y no mucho menos firme.

El juez supremo Lauthinaradalas se acercaba a la puerta de Rynthala cuando la oyó gritar. No era un buen juez de los sonidos que emitían las gargantas de los semihumanos, pero no le pareció un grito apasionado.

Aunque Rynthala fuera una mujer lasciva, y eso no resultaba difícil de creer, en la habitación contigua a la de sus padres, que eran castos en su conducta como clérigos de Paladine… Aunque lo fuera, él tenía un deber que había jurado cumplir ese mismo día. Iría a verla y se disculparía por su conducta, como elfo común y como juez supremo.

Sería más fácil hablar con ella. Aunque era la más rápida en enfadarse con quienes debían perdonarla, y la que más probabilidades tenía de romperse la cabeza, también era la que se calmaba antes. Entonces podía interceder por él.

Ahora, le parecía que Rynthala necesitaba que alguien acudiera en su ayuda. Lauthin empuñó su bastón y empujó la puerta con fuerza, con la mano y el bastón.

Al no estar cerrada con llave, se abrió bruscamente. Lauthin se detuvo, aturrullado por lo que vio en el interior. Rynthala estaba doblada hacia atrás en las garras de Belot, que le tapaba la boca con una mano y le mantenía las manos sujetas a la espalda con la otra. ¿De dónde sacaba tanta fuerza?

De la lujuria y la locura, al parecer. Rynthala tenía los ojos desmesuradamente abiertos, de furia más que de miedo o deseo, y sólo llevaba los jirones de su camisa de dormir.

De pronto, Belot se movió y golpeó a Rynthala en el mentón y en el estómago. Ella se desplomó sobre la cama, sin respiración y con el labio sangrando. Al mismo tiempo que Belot giraba sobre sí mismo, un cuchillo apareció en su mano.

Un instante después, se enterraba en el pecho de Lauthin.

El señor elfo cayó hacia atrás por la fuerza del impacto. Estaba en el suelo, boca arriba, cuando Belot arrancó la daga y volvió a clavarla, esta vez más hondo.

Para entonces, Lauthin empezaba a sentir el dolor de la primera herida. Le dolería mucho si vivía el tiempo suficiente. Con dos heridas como aquéllas, no temía ese peligro.

Pero ¿de dónde había sacado Belot tanta fuerza? Luchaba como un soldado entrenado, cosa que no era. Además, Lauthin no recordaba haber visto nunca un cuchillo tan largo en manos de Belot.

«Éste no es Belot». Lauthin conservó ese pensamiento, porque significaba que ninguno de sus hombres era tan vil y traidor.

Y fue su último pensamiento, antes de que su mente fuera incapaz de conservar ningún otro.

Cuando la oscuridad lo envolvió, Rynthala recobró d aliento para gritar.

Krythis estaba sentado en la cama, preguntándose si tenía las fuerzas necesarias para lavarse la cara y las manos antes de retirarse cuando Rynthala gritó.

El grito de su hija le dio fuerzas para saltar de la cama, coger su espada del gancho de la puerta y su daga de debajo de la almohada y salir al pasillo como una exhalación.

Tulia estaba profundamente dormida, pero sólo tardó unos segundos en seguirlo.

En el pasillo descubrieron que la puerta de su hija estaba cerrada con llave por dentro. Mientras tanto, los gritos continuaban —más de rabia que de dolor, pero no de miedo, de ninguna clase, se dijo Krythis con firmeza—, demostrando que Rynthala estaba muy viva y luchando.

Por desgracia, también luchaba al otro lado de la puerta atrancada. Krythis la atacó con su espada, con lo cual sólo consiguió mellar el borde de uno de los listones de hierro de la puerta y ni siquiera descargó su ira.

Lo que podía haber ocurrido si los gritos de Rynthala no hubieran despertado a todo el mundo en la vivienda familiar, nunca se sabrá. Varios guardias subieron corriendo, elfos y humanos, además de un enano que sólo llevaba un taparrabos y un hacha.

El enano acababa de asestar el primer hachazo a la puerta cuando apareció Alatorva el Tuerto. Llevaba un hacha aún más grande que la del enano. Tras un gesto de aviso, tomó impulso para golpear.

Pronto las dos hachas destrozaban la madera de roble a un, ritmo que hizo retroceder a Krythis para que no lo alcanzaran las astillas volantes. No le sería útil a Rynthala hasta que derribaran la puerta, y por los ruidos procedentes del interior, ella seguía luchando. Los dioses mediante, los hombres que machacaban la madera distraerían al agresor y darían a Rynthala una oportunidad de vencerlo antes de que entraran los suyos…

La puerta se hundió hacia adentro, con la cerradura completamente desencajada de la madera. Krythis se abrió paso empujando con el hombro los últimos tablones que quedaban en pie, rasgándose la piel de los miembros y los hombros por el camino.

Rynthala estaba tendida en la cama, intentando por todos los medios herir al hombre que tenía encima. Sin embargo, parecía ilesa y Krythis no habría contenido su golpe aunque el hombre hubiera yacido a sus pies, muerto en el suelo.

Su daga se hundió tres veces en la región lumbar del hombre. Después agarró la túnica del caído para arrastrarlo fuera de la cama. Mientras Krythis tiraba, Rynthala sacó su daga le debajo de la almohada y la enterró en el pecho del moribundo.

El hombre se desplomó como un fardo y Rynthala se puso en pie, vacilante. Por un momento no llevaba encima nada más que la sangre del hombre; después se envolvió en una manta y se sentó, temblando.

Krythis se sentó a su lado y obtuvo tanto consuelo como el que proporcionaba cuando ella apoyó la cabeza en su hombro. Si ella hubiera rechazado su contacto…

—Lo intentó, padre. No podía o no quería. Pero no lo consiguió.

—Aunque Belot sólo intentara… —empezó a decir Krythis. No logró encontrar las palabras.

Quería escupir sobre el cadáver de Belot.

—Padre. Ése no es Belot.

Krythis miró al caído.

—Imposible. Debió de creer que tú…

—No estás pensando, padre. Mira esa daga. Belot no tenía ninguna parecida. Y este hombre era fuerte. Fuerte como un guerrero entrenado, fuerte como un caballero… ¡Oh, Paladine!

Krythis quiso decir algo más, pensando en sir Darin enloquecido por la lujuria o, más probablemente, por la magia. Ambas cosas abrirían entre él y sir Pirvan una grieta que sólo Paladine podría cerrar.

—¡Rynthala! ¡Lord Lauthin!

Belot se plantó en el umbral.

Pero Belot estaba muerto en el suelo, después de atacar a Rynthala y… sí, lord Lauthin yacía muerto en una esquina de la habitación. Tres puñaladas en su pecho y en su estómago…

«Si Belot está ante la puerta —pensó Krythis—, ¿quién está tendido en el suelo, muerto?».

No, del todo muerto no. Por improbable que pareciera, el hombre seguía respirando. No duraría mucho, pero cualquier conjuro de cambio de apariencia que lo disfrazara se mantendría hasta que exhalara su último suspiro… o hasta que lo eliminara un mago.

—Llamad a Tarothin —prosiguió Krythis—. Despertad a toda la guarnición, a todo el mundo; poned guardias en todas las puertas y las entradas de túneles. Doblad la guardia de las murallas y… ¡Rynthala!

La joven se había adelantado y abrazaba a Belot.

—Rynthala, ¿qué haces? —exclamó Krythis—. Aunque, Belot…

—Bah, calla, mi señor —dijo Tulia, hurgándole en nalgas desnudas con una daga. Habría sonado despreocupada, de no ser por el temblor de su voz—. Si Belot es inocente, Rynthala puede hacer lo que le plazca con él… Perdona, hija, no es eso lo que quería decir…

Rynthala rescató a sus padres del azoramiento.

—Hablando llanamente, sea quien fuere el que está ahí tendido, dobla en tamaño y fuerza a Belot.

—¿Un transformista? —preguntó Krythis, desolado.

—Sea lo que fuere —dijo una voz familiar detrás de Krythis—, ha matado a lord Lauthin y agredido a Rynthala. Ahora bien, ¿podemos dejar de chismorrear y esperar a que este hombre muera o a Tarothin para que lo libere del conjuro? —Sir Pirvan dio un paso al frente. Llevaba pantalones, espada y daga, yelmo y nada más. Haimya no estaba a su lado.

—¿Por qué no Sirbones? —preguntó Rynthala.

Otra voz familiar flotó en la estancia.

—Porque eliminar un potente conjuro de apariencia de un moribundo sería excesivo para un sanador fatigado. Krythis se volvió.

—¿Y debo suponer que tú eres un mago sano y enérgico, Tarothin? —El Túnica Roja se sentaba en una silla de manos cargada por dos Grifos y dos hombres de armas, todos bien armados. Lo flanqueaban varios más de cada grupo, conducidos por Haimya y sir Darin.

Krythis notó que las rodillas se le convertían en grasa medio coagulada y se habría desplomado si su hija y su esposa no lo hubieran sostenido una por cada lado. Un tercer juego de manos dispuestas a ayudar resultó pertenecer a Belot. Sentarse con la cabeza gacha no mejoró la lucidez de Krythis. En esa posición tenía que mirar los cadáveres, hasta que se tapó la cara con las manos.

Al fin pudo ponerse en pie. Mientras tanto, Tarothin había tocado con su bastón la daga, al falso Belot muerto y a lord Lauthin.

—La daga era de este hombre y mató a lord Lauthin —dijo Tarothin—. Para averiguar más hay que deshacer el conjuro, y para eso debo estar solo. Si alguien me trae las alforjas verdes bordadas de la silla de manos…

Varios pares de manos ansiosas se movieron impulsadas por unos pies ansiosos. Ninguno era de sir Darin o del verdadero Belot. Ambos se quedaron junto a Rynthala, tan terca como el decoro les permitía estar de una joven que sólo se cubría con una manta. Ninguno fulminaba al otro con la mirada… de hecho, ni siquiera lo miraba. Pero los dos miraban a Rynthala como si fuera algo raro y precioso que pudiera reducirse a polvo con una palabra brusca.

Probablemente era la primera vez en muchos años que alguien más que sus padres miraban a Rynthala de ese modo. Krythis esperaba que su hija se acostumbrara a aquella experiencia.

Un fuerte chirrido retumbó en la estancia justo cuando los mensajeros llegaban con el aparato de Tarothin. El mago se arrodilló junto al falso Belot, apoyando su bastón en el cuerpo aún con vida.

—Esto quizás evite que el conjuro de apariencia convierta el cuerpo en polvo cuando fallezca. Si no lo consigue, nos enfrentamos a una magia mucho más poderosa de lo que me temía.

—¿Negra? —preguntó alguien.

—He ahí el problema —dijo Tarothin con su tono de sala de conferencias. Si era capaz de eso, recién despertado a aquellas horas de la noche, tal vez no estuviera tan débil—. Si es el conjuro que creo, nos enfrentamos a una combinación única de magia, mezcla de negra, blanca y roja. Es…

Llegado a este punto, el falso Belot murió y el conjuro de apariencia se fue con su espíritu.

Krythis hubiera preferido hallarse en cualquier otro lugar cuando todos reconocieron el cadáver ensangrentado. Lo mejor que pudo hacer fue no unirse a los jadeos de horror y no mirar a sir Pirvan.

—Rynthala, puedes marcharte o no, como desees —dijo al cabo de unos segundos, consiguiendo levantar la voz—. Al resto, os pido que me acompañéis. Debemos dejar a sir Pirvan y al maestro Tarothin con el cuerpo de sir Lewin.

Rynthala no estaba despierta ni dormida cuando se sentó en la muralla y contempló el sol que acariciaba las almenas de la torre.

También observó a varios sitiadores intrusos escabulléndose para ponerse a cubierto al otro lado de las murallas, aún cubierto de sombras. Desde que los enanos retiraran la mayor parte de los cascotes y los restos de la muralla, había pocos abrigos dentro del alcance de tiro de los arcos de la ciudadela. Cualquiera que fuera sorprendido a la luz del día, tenía muchas probabilidades de ser un banquete para las aves carroñeras al anochecer.

Quería arrancarse el recuerdo de aquella noche. No sólo de sí misma, pues el daño lo había sufrido su dignidad más que su cuerpo, sino de todos los demás. Lo que su padre había sentido al forzar la puerta de la habitación y verla, lo que sir Pirvan había sentido cuando reconoció el cadáver… todo eso lo habría tachado muy a gusto de los registros de los acontecimientos, ¡aunque eso significara quemar la biblioteca entera de Astinus el Cronista hasta que quedara reducida a cenizas!

Tenía muy pocas posibilidades de que tal poder pudiera estar algún día en sus manos, como tampoco el de resucitar a sir Lewin. Para hacer justicia al caballero, probablemente no habría deseado vivir después de saber lo que su cuerpo había hecho disfrazado de otra persona, con su mente desviada de la senda del honor por una tercera criatura, un mago de inusitada maldad.

No importaba lo que había dicho Tarothin. El Mal había actuado aquella noche. Rynthala quería exorcizar el hogar de sus padres, hasta que la propia muerte se retirara de la furia purificadora fuera de la ciudadela de Belkuthas.

—Mis disculpas, lady Rynthala.

Se volvió y sólo entonces cayó en la cuenta de que ya era de día y el sol destellaba en el rubio cabello de Belot. No, no se había vuelto blanco durante la noche; era un efecto óptico de la luz.

—Si quisiera castigarte —dijo débilmente—, la mejor manera sería mantenerte en lo alto de la muralla. Bajemos.

Bajaron las escaleras y cruzaron el patio.

—Lady Rynthala…

—Hacía tiempo que no me llamabas «lady». No vuelvas a empezar, por favor.

En aquel momento comprendió que a Belot se le había agotado el ingenio para hablar con ella. Tal vez pudiera iniciar el exorcismo de Belkuthas con él.

Por eso lo atrajo hacia ella y lo besó.

Al principio, Belot estaba rígido como la madera y ella lo oyó exhalar todo el aliento. Después se relajó un poco y devolvió el beso, de una manera fraternal. Finalmente, se separó de su abrazo y sonrió.

—¿No me considerabas… horrible?

—Tú no me atacaste anoche. Tengo mala memoria, o al menos eso decía mi niñera, pero puedo distinguirte de… la marioneta de un hechicero. —De pronto se le ocurrió una idea apabullante—. Mi beso no te habrá parecido horrible, espero…

—No.

—Bien. Detestaría pensar que te he acobardado.

—Dudo que ninguna… mujer… tenga ese poder. —Había recuperado parte de su antiguo fuego.

—Me han dicho que todos los hombres se sienten así cuando son jóvenes, sean elfos o humanos.

Belot sonrió.

—He venido a despedirme. Estoy a punto de dar a Nuor Escoplo Negro su primera lección para mantener el equilibrio a lomos de un pegaso.

—Creía que os ibais esta noche.

—Creo que será mejor volar ahora. Así estaremos fuera del alcance de nuestros enemigos a la caída de la noche, e incluso a tiempo de encontrar un lugar de aterrizaje seguro. También quería decirte esto: seas lo que seas, eres… un ser completo. No mitad esto o un cuarto de lo otro, ni siete partes de una cosa y seis de otra. Eres Rynthala, y eso empieza y termina lo que tú eres.

Después volvió a besarla, durante más tiempo pero del mismo modo fraternal.

Rynthala agarró a Belot por los hombros.

—Si dices eso a menudo, Belot, besarás a muchas mujeres. La mayoría serán mejores esposas de lo que sería yo.

—¿Es una respuesta?

—Lo sería si hubieras preguntado.

—No preguntaba. —Sonrió cálidamente, aunque no había dormido en toda la noche y ahora se enfrentaba a un largo día—. No te preocupes si oyes ruidos extraños en el establo. Seré yo, embutiendo a Nuor en unas alforjas y atándolas con doble nudo.