Mientras Pirvan dormía, se acabó de perforar el túnel de los enanos entre los pozos. Una fila de soldados y refugiados, sudorosos y agotados pero sonrientes, empezó a reponer el agua.
Dos días después, el primer grupo de refugiados abandonó la ciudadela de Belkuthas, en busca de la seguridad que pudiera proporcionarles el bosque. Eran cincuenta, el máximo número que los enanos se comprometían a acoger por momento, la mayoría mujeres y niños, pero con los hombres suficientes para montar guardia y cazar.
Con ellos iban también Tharash y veinticinco exploradores. Eran una mezcla de la guardia de Lauthin y habitantes de Belkuthas. Fue notorio que, aunque lord Lauthin no diría nada a favor de su marcha, tampoco dijera nada en contra. Se mantuvo la mayor parte del tiempo en sus habitaciones y, excepto su guardia personal, sus arqueros empezaron a hacer turnos de guardia en las murallas.
Al quinto día, las líneas que rodeaban la ciudadela volvieron a cerrarse… lo bastante para considerar una suerte que el agua llegara y los refugiados salieran por medios que ningún mercenario lograría descubrir. Varios de los Grifos pensaban que las líneas del asedio eran tan finas que una salida repentina a caballo las destrozaría otra vez. Después, todos podrían marcharse a casa.
—Éste es el hogar de Krythis, Tulia, Rynthala y su gente —le recordó Pirvan a Tres Manos—. Si nos marchamos, se verán obligados a venirse con nosotros, abandonando su hogar y convirtiéndose en vagabundos.
—Sí, primogénito de Espina Roja —añadió Hermano Halcón—. Recuerda también que el hecho de que luchemos por semielfos enoja mucho a Lauthin. Una vez dijiste que te encantaría ser una sanguijuela en una parte de su cuerpo que probablemente no ha utilizado desde hace siglos. Esto es incluso mejor. Podemos ser un gusano en sus entrañas.
De modo que no hubo salidas alocadas, sólo exploradores deslizándose por los túneles y alguna vez por la superficie, cuando la lluvia o las nubes acentuaban la oscuridad más de lo habitual. Los hombres de las murallas mantenían a los si tiradores fuera del alcance de los arcos, los exploradores capturaban a algún prisionero ocasional para informarse de los acontecimientos recientes del mundo exterior, y Tarothin y Sirbones curaban a los enfermos y a los escasos heridos.
El día en que los últimos refugiados entraron en los túneles para salir al bosque, Tarothin se acercó a Pirvan con un gesto de preocupación en su semblante. Últimamente, el Túnica Roja parecía llevar la displicencia como una capa. Sin duda, le sentaba mejor a su enjuto cuerpo que cualquiera de las prendas de abrigo que Haimya había confeccionado para él a lo largo de los años. Pero esto era más de lo que Pirvan había visto.
—Me temo que Wilthur el Pardo no ha terminado con nosotros.
Eso parecía más que probable. Las pesadillas y los fantasmas de su matanza ya no alteraban mucho a Pirvan, pero tenía poca paciencia cuando le decían lo que ya sabía. Lo expresó claramente.
—Creo que se ha guardado sus principales conjuros por dos razones —dijo Tarothin, haciendo un gesto de preocupación—. Una, se ha agotado vaciando el viejo pozo. Tuvo que hacer un esfuerzo brutal, mezclando magia de los tres colores. Estos hechizos son más agotadores para quien los pronuncia que los de un solo color.
Pirvan sabía que eso era cierto. El conflicto entre las magias blanca, negra y roja podía superarlo un mago con suficiente poder y falta de escrúpulos. Se creaba una tensión enorme que debía combatirse constantemente para que no rompiera el conjuro —y probablemente al mago— en medio de su invocación.
—La otra es que creo que alguien, quizá nuestro amigo Zefros, está al mando de los sitiadores. Quizás espera refuerzos para explotar cualquier brecha que pueda abrir mediante la magia de Wilthur. O quizá tema que Wilthur reduzca Belkuthas a escombros humeantes. Eso haría apestar el nombre de Zefros más y durante mucho más tiempo que nuestros cadáveres.
—Tu buen humor no tiene límites —dijo Pirvan—. ¿Cuándo has comido por última vez?
—Mi buen humor cabría en un dedal —replicó Tarothin—, y mi apetito pasaría por el ojo de una aguja.
Gildas Aurinius arrugó el pergamino de la última carta de Carolius Migmar y lo arrojó hacia la puerta. Había trasladado su cuartel general a un tosco edificio de piedra y el pergamino chocó contra la madera justo cuando se abría para dejar paso a Nemiotes.
—¿Qué creerá Migmar que está haciendo? —gritó Aurinius.
—Cada vez estoy más convencido de que en esta campaña no se sopesan las decisiones como en las anteriores.
—¿Me incluyes en ese comentario? —preguntó Aurinius, mirándolo hoscamente.
—Bueno, mi señor, vos dijisteis que daríais mucho por encontrar una manera de levantar el sitio de Belkuthas. Pero ¿qué hemos hecho hasta ahora?
—No lo suficiente, lo reconozco. Pero después de esta carta, Migmar levantará un telón de acero alrededor de Belkuthas antes de un mes. Miles de mercenarios, máquinas de asedio, sólo los dioses saben qué magia si el Príncipe de los Sacerdotes hace la vista gorda… Suficiente para acabar el trabajo.
—Tal vez, si vos no estáis allí.
—¿Y si estoy? Migmar me lleva años de ventaja en el escalafón, además de influencia en Istar. Además, mis órdenes son permanecer aquí para mantener a los silvanestis en el frente.
—Si los informes son correctos, estamos muy lejos del elfo más cercano. Los jinetes del desierto nos dejarán en paz y les devolvemos el favor, y los moradores de los riscos no han salido de sus agujeros desde que se tiene memoria. En cuanto a las órdenes, ¿no hablasteis una vez de establecer una línea de destacamentos entre Belkuthas y este campamento? ¿No sería ése un trabajo tan importante que tendríais que supervisarlo personalmente e informar a Migmar después? Reconozco que Carolius Migmar sigue estando al mando cuando ambos están presentes. Pero pueden ocurrir muchas cosas mientras vos estáis en Belkuthas, cosas que no pueden ocurrir si estáis aquí.
—Hablas de algo que muy bien podría poner fin a nuestra carrera, o incluso a nuestra vida, Nemiotes.
—Lo sé, mi señor.
—Y pensar que me preocupaba mucho por mantenerme leal, por tu bien y el de otros que podían caer conmigo —dijo Aurinius, esbozando una débil sonrisa—. ¿Quién más piensa como tú?
—Un buen número de capitanes. Los suficientes para que el campamento esté seguro si vos marcháis hacia el oeste.
—Entonces lo haré. Nemiotes, disponlo todo para la partida y tráeme los útiles de escritura. No, olvida esto último. Esto debe seguir siendo una sorpresa, incluso para Migmar y los nuestros.
—Yo diría que especialmente para Migmar.
—¡No las cortes así, inútil! ¡Si los caballos no cargan bien, no irán hacia los centinelas! ¿Quién te crees que eres?
Horimpsot Patomaduro fulminó con la mirada a su compañero. Tenía una expresión furibunda a pesar de la oscuridad y bajo la mugre acumulada tras pasar muchos días en el bosque. Era una suerte que a los kenders no les creciera vello facial, o ambos tendrían una barba hasta el pecho. El cabello, de su cabeza ya era bastante escandaloso.
—Soy alguien que ha aprendido mucho sobre caballos. Y tú haces demasiado ruido.
Decía mucho sobre el cambio en la relación entre los dos kenders que Insafor Pitaltrote guardara silencio. Permaneció callado como la noche, hasta que hubieron cortado todas las correas. Después los dos kenders se situaron detrás los caballos y se pusieron a trabajar con la jupak y el jipik para hacer el máximo ruido posible.
Interrumpiendo de pronto el silencio de la noche, los gemidos y silbidos bastaban para aterrorizar a los fantasmas, y mucho más a los caballos medio muertos de hambre desde hacía muchos días. Salieron en estampida con la máxima velocidad que les permitían sus fuerzas.
Los centinelas que se interponían en su camino no guardaron la compostura. Se dispersaron en todas direcciones con tanta rapidez que Patomaduro temió que algunos tropezarían y se harían daño. Tanto él como Pitaltrote querían la sangre de Zefros, pero se sentirían culpables si se derramaba la de cualquier otro.
Menos aún deseaban herir a los caballos. Cuando siguieron la pista de las monturas, por un terreno pisoteado por cascos y pies y sembrado de armas y pertrechos abandonaos, iban atentos a cualquier animal caído.
Sólo encontraron uno, pero la yegua gris era un caso perdido. Había caído en una zanja y tenía una fea fractura en una pata. Los kenders lo vieron, fruncieron el ceño, descendieron y trataron de calmar al animal y ayudarlo a ponerse en pie.
Su noble actitud no mejoró, como era previsible, la predisposición de la yegua. Acababan de salir precipitadamente de la zanja para evitar su tercer intento de morderles, cuando oyeron una suave voz a sus espaldas.
—Siempre ha sabido que los kenders eran obtusos y tozudos, Tharash. Si los dejamos, estarán aquí hasta el alba o hasta que el enemigo caiga sobre ellos.
Los kenders se volvieron y vieron a Tharash y otro elfo, una mujer con una túnica oscura, o quizá tan mugrienta atrio sus propias ropas.
—Si queréis ayudar a la yegua, dejadme ver qué se puede hacer —dijo la mujer. Se remangó la túnica, exponiendo unas piernas bien torneadas, y saltó a la zanja.
Tharash le tendió un bastón en el que el kender reconoció signos de Mishakal. También reconoció en ella a una mujer que había llegado con Lauthin.
—Elansa salió con los hombres de Lauthin. Dijo que necesitaban un sanador —añadió Tharash—. Tiene buen corazón y es fuerte.
Por el tono de voz, el kender imaginó que la sanadora tenía tan buen corazón que había compartido el lecho con Tharash… si encontraban algo parecido a un lecho en el bosque. Pensó con añoranza en Hallie Pinodulce y en que estuviera allí con él.
Las manos y el bastón de Elansa se movieron sobre la pata de la yegua. Al final, la sanadora profirió un suspiro.
—Dadme tela y palos. Tenemos que entablillarle la pata si queremos que salga de aquí sin peligro.
Fueron a buscar palos y, con uno de los cuchillos enfundados de Tharash, los sujetaron con tiras de tela rasgadas de una prenda de cada uno. Era un andrajoso grupo el que finalmente se llevó a la yegua de un campamento donde nadie había oído el ruido que hacían o estaban demasiado asustados para salir a averiguar qué lo producía.
—Entraré dentro de unos días —dijo Tharash—. Si queréis, podéis acompañarme, muchachos… digo, caballeros.
—Detesto los túneles de los enanos —respondió Pitaltrote.
—Qué extraño, ya que cabes en ellos mejor que yo —dijo el explorador elfo—. Pero no importa. Si queréis quedaros aquí fuera hasta que consiga la cabeza de Zefros, os ayudaré en lo que pueda. Pero, por los dioses y por el bien de vuestros amigos, daos un baño antes. Vuestra ropa ya se debe mantener tiesa sola y los centinelas pronto podrán olfatearos con el viento a favor.
Enseguida, los dos elfos de pies ligeros se esfumaron.
Carolius Migmar oyó el traqueteo y los chirridos de unos carros al subir una cuesta, los restallidos de látigo y los gritos de los carreteros. Saldría a inspeccionar la llegada del convoy de asedio enseguida, pero no se apresuraría innecesariamente.
También tenía que valorar si respondía a la carta de Zefros que, para empezar, no debía haberse escrito. Reconocer tratos con Wilthur el Pardo era una circunstancia agravante de los delitos de Zefros, que podía costarle la pena de muerte Además, la carta revelaba algo que quizás era aún un secreto para algunos de sus enemigos, si la habían leído ojos poco amistosos. En cualquier caso, un mago Túnica Roja de la habilidad de Tarothin ya habría detectado la presencia de Wilthur e incluso neutralizado algunos de sus conjuros.
Migmar decidió que, de momento, no contestaría a la carta, lo cual confiaba en que haría innecesarios posteriores discursos cuando llegara al campamento de Zefros. Cuanto menos reconocimiento mostrara al autoproclamado Capitán Mayor, mejor.
En cuanto a ayudar a Wilthur el Pardo a recobrar el favor del Príncipe de los Sacerdotes, o incluso de las Torres de la Alta Hechicería… ¡Migmar sería antes un eunuco!
Lástima que, en aquella campaña, el Príncipe de los Sacerdotes, los virtuosos soldados de Istar y los Caballeros de Solamnia formaran tres bandos como los lados de un triángulo, en lugar de una misma línea recta frente a sus enemigos comunes. La victoria en Belkuthas, esperaba Migmar, podía ayudar a formar esa línea.
Entonces la cuestión de las «razas inferiores» dejaría de despertar tantas pasiones. Enfrentados a la unión de semejantes potencias humanas, entrarían en razón y se rendirían con honor, y con un trato justo no volverían a ser una fuente de peligro y ni siquiera de disentimiento.
En su opinión, Migmar siempre había sido un soldado que trabajaba para que su profesión fuera innecesaria. La victoria en Belkuthas podría ser un buen paso en esa dirección.
También sería un paso más fácil de lo que muchos suponían, incluido Wilthur el Pardo. ¿Qué necesidad había de hechicería cuando estaban montadas las máquinas de asedio? De hecho, ¿qué necesidad había de luchar cuando los defensores de la ciudadela probablemente tendrían la prudencia de rendirse honorablemente a unas fuerzas abrumadoras?
Era hora de salir a inspeccionar los carros recién llegados, que llevaban la quincalla y las herramientas para el convoy e asedio. Esto no sólo alegraría a los zapadores, sino que permitiría comprobar la solidez de los carros.
Esta era una tierra de muchas rocas y cuestas y pocos caminos anchos. Eso no importaba antes, cuando los tres mil hombres de Migmar (mercenarios escogidos y un millar de hombres de las tropas regulares de Istar) llevaban todo lo que necesitaban a la espalda, en las alforjas o en sus mulas de carga. Incluso las raciones de carne de la tropa caminaban.
Los carros muy cargados, por otra parte, requerían caminos y tiempo. Podía haber escaramuzas cuando los despistados intentaran detener el convoy de asedio con emboscadas insignificantes. Aun así, el verano no había llegado a la mitad y Belkuthas no resistiría en cuanto el convoy de asedio se pusiera a trabajar.
Había tiempo de sobra.
Migmar se puso la capa, se caló el casco sobre una cabeza que empezaba a clarear y salió a recibir a sus refuerzos más importantes.
Tharash seguía el consejo que había dado a los kender, media luna antes —darse un baño antes de resultar demasiado escandaloso para la compañía civilizada— cuando Sirbones entró en el cuarto.
—Vaya, no eres Elansa —dijo Tharash. Fingió mirar bizqueando al sacerdote de Mishakal—. No, demasiado viejo, demasiado arrugado y demasiado calvo. Además, llevas mucha más ropa de la que llevaría Elansa si entrara en el cuarto de baño de un hombre.
—No he venido a alimentar tus fantasías, Tharash —dijo Sirbones.
—Ah, pero ¿tú te alimentas? —replicó Tharash. El sacerdote hizo un gesto de resignación— Bueno, hazlo. De lo contrario tú y Tarothin habréis muerto de hambre antes de que acabe el asedio. No es como robarle comida a unos niños hambrientos comiendo lo suficiente para que tu espíritu y tu carne no se vayan cada uno por su lado. No cuando recuerdo el peso de un venado que he ayudado a arrastrar por los túneles. Todavía me duelen los hombros de ese viaje.
Sirbones ni se movió ni habló.
—Basta ya, Sirbones —dijo Tharash—. Te respeto más que la mayoría de los humanos, pero eso no significa que esté más dispuesto a perder el tiempo. —Salió de la bañera y se envolvió en una toalla—. Habla antes de que me vista o cállate.
Sirbones se sentó en el borde de la bañera. Se ladeó y el agua cada, vez más fría estuvo a punto de derramársele encima, además de en el suelo.
—Lauthin empieza a pensar —dijo el sacerdote.
—¿Qué ha hecho en estos últimos tres días —replicó Tharash—, además de insultar gravemente a mi señor y mi señora, ser un déspota con sus seguidores y retener fuerzas para la batalla permitiendo que murieran inocentes?
—Ha dicho mucho, con palabras sencillas —respondió Sirbones.
—Vaya —dijo Tharash, cogiendo un peine. Los elfos no suelen quedarse calvos por naturaleza, pero él sospechaba que tendría el cráneo tan pelado como un enano viejo cuando hubiera deshecho todos los nudos de sus bucles grises.
Tardó más de lo que esperaba en desenredar su cabello y más de lo que esperaba que Sirbones tardara en acabar de explicar lo que había dicho Lauthin. El explorador tuvo que admitir que Lauthin parecía haber experimentado un destello de lucidez en el hasta ahora oscuro espacio de su estrecha mente. Sin embargo, las palabras no incluían nada de lo que esperaba Tharash.
—¿Qué esperabas? —preguntó Sirbones. Parecía curiosidad sincera.
—Una disculpa formal a mi señora, mi señor y su hija. Otra disculpa a los demás capitanes. El perdón para todos los elfos que se marcharon al bosque. La indemnización de su propio bolsillo a los parientes de los que han muerto porque él no permitió que sus fuerzas se unieran a la batalla.
—Tú sueñas, Tharash.
La ira del montañés se encendió.
—Es muy poco, para alguien que se ha quedado sentado sobre su huesudo culo mientras yo arrastraba el mío, que no tiene mucha más carne, por todo el bosque. Para alguien que cree que ha nacido con una flor en…
—Muy bien. Dejemos que titubee hasta que los vástagos recién plantados se conviertan en árboles adultos. Los dos somos elfos. Tenemos tiempo.
—Los dos sois elfos viejos —dijo Sirbones—. Y todos, jóvenes y viejos, estamos en medio de una guerra.
—¿Y qué?
—¿No podemos hacer la paz entre nosotros, aunque sólo sea para hacer frente mejor a nuestros enemigos?
—Sirbones, las personas como Lauthin son el enemigo Incluso cuando no se levantan en armas contra nosotros.
La bola de fuego tenía el tamaño suficiente para desviar la atención de Zefros, concentrada en la puerta de su tienda, pero no para ser vista desde fuera. Con el pie, Zefros aparto la suciedad del suelo. Vacilante, se puso en pie para recibir a Wilthur.
—No me has dicho que Migmar haya respondido.
—No lo ha hecho. —A Zefros le sorprendió agradablemente descubrir que podía hablar con claridad—. Pero hay otro mensaje. Aurinius se dirige hacia aquí.
—¿Para asumir el mando?
—Sólo si llega antes que Migmar, pero es probable que, no lo consiga.
—¿Entonces qué hay que temer de él? —preguntó el mago con voz que recordaba al acero arañando el ladrillo Pareces abatido por su llegada.
—Es viejo, astuto y enemigo del Príncipe de los Sacerdotes, de la hechicería malvada…
—¡Yo no soy malvado!
—Como vos os consideréis es una cosa, como os considere Aurinius otra muy distinta y lo que haga cuando llegue también. Permitidme que os hable del estilo de los viejos intrigantes como Aurinius, aunque no estén al mando. —Zefros no había tenido ocasión de hablar con nadie durante tanto tiempo en casi un mes. Se alargó tanto que sospechaba que cualquier oyente normal se habría aburrido hasta la grosería antes de que acabara.
Wilthur, sin embargo, no conocía la guerra, el oficio de soldado o a Aurinius, y por eso desconocía la amenaza a la que se enfrentaban.
—Lo mejor es que ataquemos antes de que llegue Aurinius.
—¿Sin Migmar?
—¿Quieres la gloria de la victoria? —repuso Wilthur.
—¡Que se vaya al Abismo, la gloria! Quiero… —Lo que Zefros quería en realidad era borrar la mancha del nombre de «desertor» o «sedicioso» y no volver a ponerse una armadura. Pero Wilthur era la última persona de Krynn a quien honraría con esa confesión.
—¿Y bien?
—¿Me pedís que os deje suelto contra Belkuthas? ¿Contra sus dos magos, dos por lo menos?
—Has heredado la lealtad que me profesaba Luferinus. ¿También has heredado el miedo que me tenía, que te echas a temblar y gimotear cuando te propongo…?
—¡Luferinus era un valiente! ¡Tú le metiste el miedo en el cuerpo, maldito pretencioso de túnica marrón! ¡Es la única forma que conoces de tratar a los demás!
—El miedo es un don de los dioses, como todo lo demás, Zefros. Es a través del miedo como entraré en la dividida mente de uno que está en Belkuthas. Divide aún más su mente, y lo que él hará dividirá a los habitantes de Belkuthas y los enfrentará entre sí, de modo que podremos entrar en ella mucho antes de que Migmar o Aurinius estén a un día de marcha de aquí.
—¡Qué sublime confidencia! —Zefros se preguntó si Wilthur lanzaría una bola de fuego mayor por esta ironía y no le importó.
—Descubrirás que no es injustificada —dijo Wilthur. Salió con toda la dignidad que le permitía su túnica cada vez más desaliñada y su cuerpo aún más desaseado.
Rynthala observaba atentamente desde las murallas cómo Belot montaba a lomos de Amrisha y las grandes alas los elevaban a ambos del suelo del patio. Desaparecieron rápida-Mente entre las nubes; había elegido aquella noche por su oscuridad.
Rynthala frunció el ceño y pensó en inspeccionar los restos de guardia.
El aire tronó y luego susurró. Amrisha surgió de las nubes, planeando a tal velocidad que Rynthala temió que el pegaso fuera a estrellarse. Pronto, las grandes alas volvieron desplegarse en toda su envergadura, deteniendo el descenso justo encima de las murallas.
El pegaso rodeó el castillo dos veces volando, mientras Rynthala bajaba corriendo las escaleras de las murallas. El pegaso y su jinete aterrizaron levantando una polvareda cuando Rynthala llegaba al nivel del suelo.
Corrió hacia ellos.
—Le has exigido mucho a Amrisha, obligándola a forzar tanto las alas en su primer vuelo.
Esperaba que Belot le replicara con indignación, como había hecho varias veces desde que recobró la salud. En cambio, vio en su semblante lo que podía ser una tímida sonrisa.
—Lo confieso. No es el primer vuelo, sino más bien el cuarto.
—¿Sin que yo lo supiera?
—Cuando dormías. Rynthala, lady Rynthala, yo… bueno, os agradezco todo lo que habéis hecho por Amrisha. Ha sido… más que generoso, con todas las cosas que teníais que, hacer.
Estaba más cerca de ella de lo que nunca había estado y ella era más consciente que nunca de su proximidad. Era alto, para ser un elfo, capaz de mirarla a los ojos y, a su manera, tan gallardo como Darin, a pesar de la delgadez de su raza.
—Es un pobre obsequio, pero es todo cuanto puedo ofrecerle ahora —prosiguió el elfo. Metió la mano en la bolsa su cinturón y sacó un collar plateado. Parecía de cuero teñido, hasta que Rynthala lo tocó y cayó en la cuenta de que era una gorguera de malla elfa de una finura exquisita. Recorriéndola con los dedos, pensó que ni la punta de una aguja, y mucho menos una hoja afilada, encontraría el camino a través de ella.
—Debes de tener muy buena opinión de mi modesto trabajo, que en su mayor parte realizaron otros —dijo Rynthala la antes de advertir que parecía desagradecida—. ¿Quieres ponérmelo? —dijo, y entonces advirtió que ahora parecía coqueta.
Belot se situó detrás de ella, colocó la gorguera alrededor de su cuello (un cuello rígido, le había dicho un día madre) y unió los cierres. Los eslabones eran tan finos que tenía el tacto de una caricia. Rynthala casi esperaba que lo siguiente que notaría sería una verdadera caricia.
En cambio, miró a su alrededor y vio a Belot llevando Amrisha hacia el establo. Estuvo a punto de correr tras él. Si se hubiera tratado de sir Darin, y si hubiera estado tan cerca de ella y le hubiera hecho semejante regalo, habría corrido. Pero entonces ya llevaría mucho rato en sus brazos. Fantástico. Tenía reacciones que no deseaba con Belot y no con Darin cuando las deseaba. ¿O en realidad quería a un hombre que no parecía quererla a ella, en lugar de a un elfo que sí la quería?
Era demasiado joven para la guerra y ahora se sentía demasiado joven para el amor… o al menos para las dos cosas al mismo tiempo. Ambas se habían presentado como más les convenía, en lugar de como le convenía a ella.
Se dirigió a sus aposentos. A su espalda, Amrisha relinchó. A Rynthala le sonó casi como si el pegaso se riera de ella.
Con Amrisha bastante recuperada como para volar, la ciudadela de Belkuthas tenía ahora un explorador aéreo. Belot realizaba al menos un vuelo a días alternos, intentando mantenerse a la altura necesaria para eludir las flechas y a la vez observar claramente lo que ocurría debajo.
—Naturalmente, los conjuros pueden llegar a cualquier altura sin previo aviso —dijo—. Pero dudo de que Tarothin soporte un vuelo de exploración.
Se lo dijo a Lauthin en presencia de Pirvan. El juez supremo aún tenía que pedir disculpas a los habitantes de Belkuthas, pero parecía esperar que el caballero olvidara y perdonara. Pirvan juró que Lauthin se sorprendería algún día, pero sólo después de que hubiera concluido la lucha.
—Entonces, por lo que más quieras, no lo pongas en peligro —dijo Lauthin—. El honor de los silvanestis nos obliga a conservar Belkuthas.
Después de que Lauthin se fuera, Belot y Pirvan intercambiaron una mirada. El jinete del pegaso alzó las manos en un gesto que a Pirvan le entraron ganas de sonreír al verlo, de no haber sido porque el elfo seguía irritable con todo el mundo menos con Rynthala.
—Me gustaría creer que eso significa que ha pedido ayuda —dijo Belot en voz baja.
—¿Puede hacerlo? —Los conocimientos de Pirvan sobre las leyes y los asuntos de Estado de los silvanestis eran más limitados de lo que deseaba.
—Como juez supremo, puede convocar como observadores a cuantos elfos entrenados desee para luchar, pero no puede ordenarles que luchen sin la aprobación de otros dos jueces. Sin embargo, es probable que haya al menos dos y quizá más si llega al norte una buena cantidad de elfos.
—¿Y llegarán? —Pirvan sabía que debía parecer un niño suplicando que adelantaran un mes su fiesta de cumpleaños Belot dedicó una sonrisa al caballero.
—Puedo volar hacia el sur y ver si están en camino —dijo Belot—. Mis ojos pueden descubrir lo que los labios di Lauthin quizá no revelen. Y no preguntes si lo haré, porque lo haré, ni por qué lo hago, porque no te lo diré.
Salió a grandes zancadas, con la capa que había acabado por apreciar ondulando espectacularmente a su espalda.
Pirvan se alegró de que Belot resultara útil y Lauthin si volviera casi civilizado. Esperaba que, a cambio de su ayuda, Belot no exigiría nada a Rynthala que la ofendiera, oque ofendiera a sus padres… o a Darin.
Belot no encontró tropas elfas avanzando, pero eso no de mostraba nada. Los silvanestis eran maestros de la vida en los bosques y podían esconderse cinco mil de ellos bajo un dosel de árboles y no ser vistos ni siquiera por otro elfo. Belot aterrizó dos veces, pero en el norte los asentamientos elfos eran escasos y estaban muy distanciados.
—También son en su mayoría antiguos guerreros o exploradores que han prestado juramento al rey y a los jueces supremos y tan unidos a su clan como los kalanestis —dijo Belot—. No pedirían a un elfo desconocido que descendiera del cielo por el precio del pan de avellanas si dudaran de que tiene derecho a saberlo.
Más útil fue otro vuelo, hacia el norte. En su salida de exploración, Belot divisó un convoy de carros con una escolia armada. Regresó, informó de su posición, siguió a varios exploradores de tierra de Tharash y volvió con su mensaje.
Tras oír el mensaje, Pirvan convocó inmediatamente un consejo de guerra.
—El comandante istariano Carolius Migmar se dirige hacia aquí con tres mil combatientes. Están mejor entrenados que los que hemos visto hasta ahora, y mil de estos últimos aún acechan alrededor de Belkuthas. Además, Migmar lleva consigo los aparatos y los hombres de un convoy de asedio. Si le dejamos unos días en los bosques que rodean Belkuthas, nos enfrentaremos a máquinas de asedio de la mejor factura istariana. Esto da un giro claro a nuestra lucha. Todavía no sabemos si viene alguien en nuestra ayuda.
—Antes de que alguien se pronuncie a favor o en contra de seguir luchando, yo digo lo siguiente —intervino Nuor Escoplo Negro—: Creo que podemos contar con la ayuda de los Dinteleros y sus amigos. Ellos adoptaron a Krythis y Tulia, aunque quizá sólo los consideren animalitos de compañía.
Krythis y Tulia intentaron mirar hoscamente al enano, pero ambos se partían de risa. Era el sonido más alegre que oído en bastante tiempo.
El único que no se unió a las risas fue sir Lewin. Éste era el primer consejo de guerra en el que se le permitía participar. Hasta entonces Pirvan no había conseguido convencer a los otros de que ofrecieran al honor de sir Lewin este último espaldarazo, y lo había hecho todo menos amenazar con rendir el castillo para conmover a varios miembros del consejo.
—Pero habrá que solicitárselo formalmente, para que envíen enanos suficientes por los túneles subterráneos antes de que sea tarde.
—Amrisha puede llevar a dos personas —dijo Belot—. Necesitará descansar al final del viaje, pero puede hacerlo.
—Me alegro mucho —dijo Krythis—. Sir Pirvan, con vuestro permiso, escribiré la solicitud. Esperaba que nuestro valor superara la locura de nuestros enemigos, pero si eso no os posible, debemos pedir ayuda, suplicarla si es necesario. Belot quizá no sea el mensajero adecuado, así que… —Sus ojos recorrieron la habitación, se posaron breve y cariñosamente en Rynthala, mientras Pirvan sudaba bajo su túnica, y luego hizo un gesto de asentimiento mirando al enano—. Nuor. Es buena idea y tú eres capaz de llevarla a cabo.
—¿Yo? ¡No se volar!
—No tengas miedo, Nuor. Amrisha se encargará de volar por ti —dijo Belot.
—Pero… quiero decir… si me caigo…
—No te caerás —insistió Belot—. Confía en mí.
—Me dan miedo las alturas.
Pirvan comprendió que Nuor debía de sentirse muy preocupado con la perspectiva de volar, porque de lo contrario jamás habría mostrado un miedo tan desnudo en presencia de sir Lewin. El caballero juró que si a sir Lewin se le ocurría levantar una ceja siquiera, haría que lo echaran.
Por fin, Nuor profirió un suspiro entrecortado.
—¿Puedo beber un buen vaso de aguardiente enano antes de salir? —preguntó.
—Puedes beberte todo el que nos quede —dijo Pirvan.
—Pero no bebas tanto que ya no tengas sed cuando aterricemos —añadió Belot—. O cuando celebremos el banquete de la victoria.
Por mucho que lo intentó, Pirvan no consiguió recordar nada más del resto del consejo. Era como si todos intentaran recordar sólo la jovial advertencia de Belot al enano y olvidar los numerosos obstáculos que había en el camino de ese banquete.
Sí recordaba que sir Lewin lucía una extraña expresión fija en el rostro cuando se marchó. También recordaba que se había preguntado si pondría en cuestión el honor del otro caballero si le preguntaba cómo llevaba su carga de tener la mente dividida.