15

Con el aire de un príncipe que hacía una visita a un noble insignificante, el Caballero de la Rosa entró a caballo en ciudadela de Belkuthas. Casi parecía que la fuerte guardia que lo rodeaba fuera de honor, en lugar de preventiva.

Era una precaución que Pirvan no habría exigido si Lewin y su compañía se hubieran avenido a dejar sus armas selladas para la paz, atadas con correas o tiras de tela. El caballero se había negado, llegando casi a levantar la voz de ira o, al menos de dignidad ofendida, y Pirvan se había visto obligado a elegir una alternativa.

Esa alternativa era llevar a los solámnicos recién llegados a Belkuthas rodeados por una guardia compuesta de casi todos los combatientes montados aptos que la ciudadela tenía bajo su mando. Pirvan esperaba que los mercenarios no recobraran el valor mientras él aplacaba la indignación de sir Lewin.

Tenía que reconocer, no obstante, que las posibilidades de que eso ocurriera eran muy remotas. La casi turba con que Lewin había llegado no sólo había perdido al comandante que pudieran ver en él, sino también a casi cien hombres, muertos o cautivos, por muchos que se hubieran alejado renqueando con heridas que los mantendrían fuera de combate durante bastante tiempo. De ninguno de ellos orían hablar aquel día.

Por los relatos de los prisioneros y los mensajes de los exploradores, una de las otras dos columnas había perdido a su capitán, a manos, según unas, de un asesino kender o de una conspiración del Capitán Mayor Zefros, según otros. Zefros, comandante de la otra columna, no aparecía por ningún lado. De nuevo corrían rumores variados: que había muerto, huido, sido hechizado o, por alguna otra razón, ya no estaba al mando de sus hombres.

Pirvan no logró decidirse sobre la versión del asesinato. Por un lado, explicaría la desaparición de los dos kenders desde antes de alba y que merecían venganza por la muerte de Edelthirb. Por el otro, semejante asesinato difícilmente solventaría el problema de las «razas inferiores». A juzgar por las observaciones de los hombres de armas de sir Lewin, este problema era prácticamente insoluble.

Una vez en el patio, sir Lewin desmontó, sin esperar el permiso de Pirvan, y empezó a efectuar un ritual de armas con su espada. Pirvan esperó hasta que sir Lewin hubo recuperado la agilidad de su cuerpo —contemplado el ritual con interés—, y entonces desmontó a su vez.

—Debo pediros a vos y a vuestros hombres que nos deis vuestra palabra de honor de permanecer donde os ordenemos hasta que vos y yo hayamos hablado —dijo Pirvan—. No estoy al mando aquí, pero el Código es muy claro al hablar sobre el entorpecimiento de la misión de un compañero caballero, incluso de rango inferior, en el cumplimiento de su deber. Sin duda, vos me estaréis estorbando, por expresarlo llanamente, si no os quitáis de en medio hasta que ciertos asuntos estén más avanzados.

Sir Lewin se irguió en toda su estatura, que era considerable, aunque no tan espectacular como la de Darin.

—Esa provisión del Código se refiere sólo a los deberes honorables y legítimos ordenados a un caballero por un superior. Me permito dudar de que vos estéis al mando de Belkuthas cumpliendo tal deber.

—Yo me permito dudar —replicó Pirvan— de que vos sepáis cuáles son mis órdenes proceden de sir Marod y eran averiguar cuanto pudiera sobre los soldados fiscales y si hacían justicia o no. —Eso era una interpretación libre de lo que sir Marod había dicho, pero muy alejada de una mentira.

La mención de sir Marod contuvo a sir Lewin, como Pirvan había rezado para que ocurriera. Tomando el silencio por aceptación, Pirvan abrazó a Lewin, aunque en realidad habría preferido abrazar a un ogro.

—Me alegro de que hayáis hecho el viaje sano y salvo, del valor que habéis demostrado en la batalla y de que hayáis venido a ayudarme en mis obligaciones. Estoy seguro de todos nos encargaremos de que se haga justicia en cuanto tengamos un momento para reunirnos, pero eso debe esperar. Rynthala, Tharash, buscad un alojamiento adecuado para estos nobles caballeros y sus hombres de armas, y proporcionadles comida, agua y lo que necesiten después de un viaje y una batalla.

—¿Agua? —exclamó Rynthala, en un tono de fría rabia—. No tenemos…

Pirvan y Tharash levantaron la voz al mismo tiempo, sin importarles mucho lo que decían, pero ya era demasiado tarde. Pirvan vio una fugaz sonrisa en el rostro de sir Lewin.

El primer impulso que lo embargó fue desarmar a sir Lewin, atarlo y encerrarlo. Eso, naturalmente, no llevaría a ningún sitio, excepto a una lucha inmediata con la compañía de Lewin y, al final, a un tribunal de la caballería. Su segundo impulso fue fingir que no había visto nada, dejando a sir Lewin creer que el «caballero de las cloacas» (un nombre que Pirvan conocía bien, aunque nadie lo empleaba en su presencia) había sido engañado por completo. Considerado fríamente, esto último parecía más prudente.

Cuando los recién llegados entraban bajo escolta, Rugal Nis se acercó y saludó marcialmente. Pirvan advirtió que llevaba su espada, pero lo acompañaba uno de los hombres de armas de Pirvan.

—Deseo informar, mi señor, de que no hemos perdido ningún hombre en el ataque. Los muchachos están ahora persiguiendo al enemigo. Hemos encontrado a un enano que insiste que quiere hablar con vos.

—¿Un enano?

—Sí. Dice llamarse Nuor Escoplo Negro y que necesita hablar con el jefe de la ciudadela. Ese sois vos.

—El jefe de la ciudadela es Krythis. Sé que venís armados contra él, pero no se come a mercenarios honrados. Su dama tampoco.

—¿Y su hija? —preguntó Nis con descaro.

Pirvan fingió fulminarlo con la mirada.

—¿Dónde habéis encontrado a este enano?

—Al otro lado de las murallas, cerca del primero de los pozos exteriores. Comprobábamos que nadie hubiera arrojado cadáveres en él para envenenarlo, cuando de repente salió enano.

—¿Del pozo?

—Eso parecía.

—Gracias. Bien hecho, Rugal Nis. Termina tu trabajo. Yo me ocuparé del enano.

Nuor Escoplo Negro era alto, para ser un enano, y estaba algo desaliñado tras un largo viaje subterráneo. Se sentó a horcajadas sobre uno de los escabeles de campaña de Pirvan y, con un dedo manchado de cenizas de la hoguera, dibujó un mapa en el suelo. Podía haber utilizado materiales mucho más desagradables sin que Pirvan protestara.

Lo que el enano le ofrecía era la vida misma, para Belkuthas y, por encima de todo, para los inocentes que habían buscado la seguridad que la fortaleza ya no podía proporcionarles.

—No podríamos hacerlo de no ser porque los pozos se nutren de dos corrientes subterráneas distintas —explicó Nuor—. Ese mago, Wilthur el Pardo o como se llame…

—¿Es él quien ha utilizado conjuros contra nosotros?

—Naturalmente. Gran hacha Afilada se lo oyó contar al jefe de nuestro propio clan, así que si quieres llamarnos mentirosos a los tres, además de interrumpirme…

Pirvan se apresuró a asegurar a Nuor que antes cometería varios delitos obscenos (hizo reír al enano describiéndolos) que hacer algo semejante. Apaciguó el enano prosiguió.

—Podemos excavar un túnel desde el pozo exterior hasta interior. Lo haremos de noche, para extraer la tierra sin que nadie nos vea. Por supuesto, eso significará mucho trabajo agachados para vuestra gente, buscar agua a lo largo del túnel, pero lo ensancharemos para las medidas humanas.

Pirvan contempló el mapa.

—¿No podríamos excavar un nuevo pozo?

—¿Os sirvo venado y queréis también buey aliñado?

—Perdón, pero…

—Oh, lo explicaré, o no me dejarás en paz. No puedo hacer un nuevo pozo dentro de la ciudadela sin sondear la misma veta de agua que el anterior. El agua ha desaparecido, y si queda alguna, lo más probable es que no sea potable. Pregúntaselo a tu Túnica Roja.

Pirvan empezó a volver al tema, pero se contuvo. La ayuda de los enanos prometía otra posibilidad y Pirvan habría preferido cortarse la lengua que excluirla.

—Esto, perdóname otra vez si pregunto secretos de los enanos…

—Oh, no nos importa que nos preguntes por nuestros secretos. Es incluso un poco halagador. Pero no esperes respuestas.

Pirvan miró al techo, intentando elegir sensatamente las palabras que se perseguían por su mente. Por fin miró al enano.

—Supongo que entraste en el pozo por el que saliste…

«Esto no va a funcionar».

Pirvan inspiró profundamente y empezó desde el principio.

—Supongamos que hay un túnel desde la otra punta del pozo exterior que conducía fuera de Belkuthas. Cualquiera que desee entrar o salir de la ciudadela sin ser visto podría utilizarlo.

—¿Y suponiendo que lo hubiera? ¿A quién crees que verías utilizarlo, además de los enanos, ya que podría dejar a los humanos un poco jorobados?

Pirvan obligó a su corazón a no saltar antes de tiempo.

—Bueno, en Belkuthas hay gente que iría gateando de buen grado para salir de aquí. Junto con sus hijos.

—Ah… Los refugiados. —Nuor parecía esperar una afirmación y Pirvan hizo un gesto de asentimiento. El aun, prosiguió—: Y cuando salieran del túnel, ¿adónde irían?

—Creo que tu gente ya ha hecho bastante por ellos. Muchos de los refugiados no están heridos. Pueden cazar, coger leña y madera para construir refugios y esperar en el bosque hasta que acabe la lucha.

—O hasta que los mercenarios encuentren su rastro —dijo Nuor—. Eso sería un mal negocio.

—Aun así, tendrían más posibilidades que quedándose aquí —dijo Pirvan. Suplicar a un enano era como conseguir que un kender prestara mucha atención: casi un milagro. Pero estaba dispuesto a intentarlo.

—Bueno, si no les importa seguir a unos enanos, de modo que no vean nada que no deban…

Pirvan contuvo el aliento.

—Hay innumerables cuevas que apenas usamos mucho, por lo que no están conectadas con nada que no puedan ver los humanos. Y si lo están, practicaremos un poco la albañilería antes de que salgan los refugiados.

—¿Cobijaréis a los refugiados en las cavernas?

Nuor lo fulminó con la mirada.

—¡Claro que sí! ¿No es lo que acabo de decir? Naturalmente que hay un túnel que sale del pozo exterior. Has estado mareando la perdiz desde el principio y por eso no estaba seguro de adónde ir a parar. ¿Creías que he llegado caminando a campo abierto hasta ese pozo, a través de las filas de los mercenarios? ¡Antes cabalgaría en un Pegaso!

—Creo que eso podemos ahorrártelo —dijo Pirvan, en cuanto hubo recuperado el aliento en un suspiro de alivio—. Además, Belot pediría mi sangre si alguien que no fuera él cabalgara en su montura.

—Elfos —masculló Nuor, moviendo la cabeza como un humano cuando decía «kenders».

Pirvan miró al suelo. Mientras observaba a Nuor, el enano se las había ingeniado para añadir otro túnel que se alejaba del pozo exterior hasta perderse en la distancia.

—Bueno, creo que podemos hacer que merezca la pena que los enanos…

—¿De quién estás hablando, exactamente? —exclamó una voz que para Pirvan era tan bienvenida como una proposición deshonesta de Takhisis, la Reina de la Oscuridad. El caballero se volvió, para ver a sir Lewin plantado en tierra de la habitación.

—¿Quién os ha permitido salir? —fue lo primero que salió de sus labios.

—-Nadie me había confinado. Rynthala y Tharash se marcharon después de buscarnos alojamiento, muy húmedo y con bichos, me temo, y dije a los demás guardias que tenía que hablar con vos. No pusieron en duda mi palabra de honor.

En términos estrictos, Lewin había faltado a su palabra, por no permanecer confinado. Pero si argumentaba ante un tribunal que necesitaba hablar con Pirvan, probablemente no lo llamarían perjuro.

Pirvan deseaba llamar a Lewin muchas cosas, pero ninguna habría servido de nada.

Entonces reparó en que Lewin miraba fijamente al enano, quien le devolvía la mirada.

—¡Por Paladine! ¡Nuor Cincel Negro!

—Escoplo Negro, caballero. Veo que se te traba la lengua y tienes la memoria tan débil como siempre.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—A ti te toca preguntar y a mí no responder, viendo cómo tu primera pregunta debería haber sido acerca de mi esposa.

Lewin pareció recordar algo desagradable.

—Lo lamento.

—Eso lo estás haciendo mucho últimamente, pero no apuestes a que sea suficiente.

—Confío en que ella esté bien.

—Oh, tu sanador era muy bueno. Y ahora, con tu permiso, sir Pirvan, volveré por donde he venido y empezare poner a trabajar a nuestra gente en lo que te he prometido Cuéntale a tu Túnica Roja lo que he dicho, ¿lo harás?

Nuor se incorporó y, cuando pasaba ante Pirvan, borró cuidadosamente con el pie el mapa del suelo, hasta dejar un borrón de trazos negros. Pirvan esperaba que Lewin no hubiera estado escuchando detrás de la puerta, pero difícil mente podía preguntárselo.

—Como habéis venido hasta aquí y afirmáis que necesitáis hablar conmigo, y yo no podría dudar de dicha afirmación si viniera de otro caballero, sentaos y hablad. —Pirvan tomó una silla y se sentó ante sir Lewin con todo el aplomo que consiguió reunir.

Lewin se había sentado antes de que Nuor saliera por la puerta.

Pirvan buscó palabras para iniciar una conversación, en lugar de una discusión. Le pareció que Lewin estaba haciendo lo propio.

Nuor le había hecho a Pirvan un regalo casi tan preciado como el agua o la fuga de los refugiados. Había azorado a sir Lewin, algo que Pirvan habría jurado que ningún ser mortal podía conseguir, dejando al Caballero de la Espada capaz de dominar al Caballero de la Rosa… si lo deseaba.

Cuando pensó en lo que había en juego, Pirvan decidió que, si fuera necesario, haría algo mucho peor a sir Lewin que dominarlo.

—Sir Lewin, tengo derecho a saber qué ha ocurrido entre vos y Nuor Escoplo Negro.

—Nada que os incumba.

—Lo dudo. Lo que incumbe a uno de nuestros aliados, que nos ha ofrecido la posibilidad de que se haga justicia a personas inocentes, también me incumbe a mí. No quisiera oír palabras insensibles de vos sobre los refugiados.

De hecho, si las oía, Pirvan estaba muy dispuesto a desafiar a sir Lewin a una prueba de honor e incluso a cargarlo de grilletes. Eso era mejor no expresarlo en palabras, pero sí lo reflejó en su voz, y sir Lewin pareció captarlo.

—Muy bien. Era un asunto sin importancia, sobre un error cometido por uno de mis arqueros.

Por lo menos no fue un asunto largo. Incluso después de oír todos los detalles, Pirvan tenía que admitirlo. Los hombres de armas solámnicos eran combatientes superiores, pero incluso ellos se ponían nerviosos y se precipitaban a disparar o usar sus espadas en terreno desconocido y frente a enemigos desconocidos.

—He respondido a suficientes preguntas vuestras y más —concluyó Lewin—. Habéis excedido todos los límites permitidos a un caballero de vuestro rango hacia un caballero del mío al formularlas. Pero no diré nada más sobre este asunto si las preguntas han terminado.

—No han terminado.

—Entonces os ordeno…

—Sugiero que os sentéis, sir Lewin.

—Esa «sugerencia» suena a orden. ¿Me ataréis a la silla si desobedezco?

—¿Queréis apostar nuestra capacidad de trabajar juntos por el bien de los caballeros y evitar un tribunal, a que lo hago?

Sir Lewin se sentó.

—Tal vez deberíamos rezar para que hubiera menos lenguas y temperamentos impulsivos —dijo al cabo de un momento—. Pueden hacer tanto daño como los arqueros precipitados.

—Eso no lo negaré —dijo Pirvan—. En cuanto a las preguntas, pensaba más en que me preguntarais vos, y a otros que puedan responderos a vuestra entera satisfacción. Veréis, sir Lewin, no sois mi superior en todos los aspectos aquí en Belkuthas. Ostento el rango de comandante militar de la ciudadela por designación de sus legítimos señor y señora, Krythis y Tulia. También estoy al mando de los hombres que traje de Tirabot, y además he asumido el mismo rango de jefe que Tres Manos en cuanto a autoridad sobre los Grifos.

Lewin masculló algo que sonó a «comedores de arena» pero Pirvan esperó que no fuera así.

—Así que ya lo veis, soy vuestro comandante, excepto en lo que respecta a las normas de los Caballeros de Solamnia. E incluso para esas normas, vos no estáis al mando aquí. El Código dice claramente que, con independencia del rango, en el cumplimiento de una misión asignada, el caballero que posee más conocimientos del terreno tiene el mando hasta que sus superiores hayan igualado sus conocimientos. Eso puede llevaros varios días, por lo que sugiero que empecéis a hacer esas preguntas.

—Supongo que habría que llamar a esto misión asignada —dijo Lewin. Su sonrisa parecía pegada a su rostro, casi como un sello barato en una carta—. Pero el deber implica también hacer lo que es legítimo para un caballero.

—¿Que he hecho que no sea legitimo?

La respuesta de Lewin llegó por fin rápidamente a su lengua.

—Os habéis levantado en armas contra los servidos de Istar; vos, un Caballero de Solamnia y, por lo canto, aliado jurado de Istar. ¡Habéis derramado sangre de sus camaradas al combatir a los soldados fiscales!

—Quizá tuvieran ese rango —reconoció Pirvan—, pero mis órdenes eran comprobar si los soldados fiscales hacían justicia entre Istar y los silvanestis. Hasta ahora no han atacado a los silvanestis, pero se han comportado, donde yo los he visto, más como ladrones y forajidos.

—Quién iba a saberlo mejor que vos…

Pirvan inspiró profundamente.

—También me temo que los soldados fiscales, sin oposición, provocarán una guerra con los silvanestis.

—Nuestro honor exige que luchemos al lado de Istar, si eso ocurre.

—Si hay guerra, entonces que así sea. Pero el Código también ordena que se busque la justicia en paz, antes de desenvainar la espada. Y ésta es una orden que nos obliga, si vemos cometer injusticias a quienes han jurado hacer justicia, a plantearnos dónde reside nuestro honor. Sabéis tan bien como yo cuántas veces han rechazado los caballeros cumplir un juramento que los habría obligado a hacer daño a inocentes… o las veces que se han suicidado después de obedecer dicha orden.

Lewin tenía la vista clavada en el suelo. ¿Intentaba interpretar los borrones que había dejado el mapa de Nuor o simplemente era incapaz de mirar a los ojos a Pirvan? ¿O, lo que también era probable, sólo se encontraba cansado por el río viaje y no estaba en condiciones de tomar decisiones difíciles?

Pirvan reflexionó sobre el asunto, dándole vueltas mentalmente como un salivazo girando sobre brasas ardientes…, lo cual parecía describir casi su situación.

El Código de todas las órdenes, los dioses verdaderos de Krynn y el sentido común de cualquier hombre capaz de encontrar el retrete cuando lo necesitaba, le impedían dudar honor de otro caballero. Respecto a su sabiduría había vía libre, pero no respecto a su honor.

¿Qué puedes hacer, cuando tu honor se encuentra profundamente relacionado con personas que otro caballero puede poner en peligro? ¿Y si te decantas por mostrarte caritativo con él? ¿Qué pasará con tu honor si decides acabar las vidas de todos ellos sobre tu conciencia hasta el fin de tus días?

Lo que hizo Pirvan fue decidirse, añorar brevemente los días de su juventud cuando creía que los dioses, e incluso algunos hombres, sabían lo que era justo, y hablar.

—Sir Lewin, no os pido disculpas, pero digo que será un placer descubrir que os había juzgado mal. He visto demasiadas locuras en los últimos días y han muerto muchos hombres por su culpa. No me quedaré al margen para ver más locuras y más muertes. Pero os prometo lo siguiente podéis consideraros absolutamente libre de ir a donde deseéis, a cualquier parte de la ciudadela. Ninguno de nosotros está seguro fuera de ella, de modo que no puedo permitiros que crucéis las murallas. Dentro de ellas, sin embargo, podéis ver todo lo que queráis, hacer aquellas preguntas cuya respuesta deseéis conocer, a cualquiera que creáis que la contestará, y hacer todo lo que os plazca, siempre que no entorpezcáis nuestros trabajos de defensa. Dentro de unos días creo que veréis que los soldados fiscales no sirven a la justicia, el honor y ni siquiera a Istar. Nuestro juramento exige, que les impidamos causar más daño, no que los ayudemos hacerlo. ¿Tengo vuestra palabra de honor de que no haréis ningún daño?

—Creí habérosla dado ya.

—Los juramentos nunca están de más.

—Excepto con el vino malo y las camareras feas, tal vez —dijo Lewin con un amago de sonrisa, que ahora parecía salirle de dentro—. Muy bien. Doy mi palabra de honor que no haré nada que vos consideréis que entorpece la defensa de Belkuthas, mientras averiguo la verdad sobre esa situación. ¿Bastará con eso?

Bastaría. Pirvan garabateó y selló apresuradamente un salvoconducto para sir Lewin. Aun así, cuando el Caballero de la Rosa se marchaba, Pirvan notó un hormigueo en las paletillas y un vacío en el estómago.

«Lo hago por ti, sir Marod, más que por sir Lewin —pensó—. Pero nadie se alegrará más que yo de que demuestre que puede aprender de sus errores y buscar con nosotros la justicia entre todos los habitantes de Krynn».

La escolta de Pirvan esperaba fuera de la estancia. Había ordenado que se la enviaran, un hombre de armas y guerrero Grifo, antes de acudir a la reunión con Nuor. Los estudió; ellos intentaron no mirarlo, intuyendo su incomodidad. Nunca había sido partidario de llevar guardaespaldas o de considerar más preciada su vida que las de los soldados que mandaba.

Eso había cambiado. En su opinión, no era un cambio para mejor.

—Reúne una guardia para sir Lewin y luego busca a lady Rynthala.

—La guardia está en camino —dijo el hombre de armas—. Lady Rynthala está en los establos, con el pegaso —dijo el Grifo.

Pirvan frunció el ceño. Le pareció que eran demasiado nuevos en el papel de guardaespaldas para encargase de la gestión de sus idas y venidas, de modo que no estuviera solo ni un momento.

—Está bien. Uno de vosotros que se quede aquí hasta que llegue la escolta. El otro bastará para mantenerme a salvo de aquí a los establos.

El saludo del hombre de armas fue más pulido que el del Grifo, pero éste consiguió mantener una expresión más impasible que el soldado.

Pirvan nunca había visto a un pegaso tan de cerca como vio a Amrisha cuando llegó a los establos. Rynthala había ornado que juntaran dos con el fin de proporcionar a Amrisha el espacio suficiente para sus alas. Ahora se erguía, alta y orgullosa, apoyándose en una pata como si el peso que soportaba forzara su flanco lesionado.

Todavía no ha intentado extender el ala herida —dijo Rynthala—. Espero que Belot pueda sacarla a hacer ejercicio al patio dentro de un par de días. —Miró a Pirvan con expresión de súplica y el caballero habría jurado que la súplica se reproducía en los ojos verdes casi luminosos de Amrisha.

Un encogimiento de hombros habría sido una respuesta tan precisa como cualquier cantidad de palabras. Pero Pirvan conocía los requisitos de la cortesía.

—Una… compañía o quizás alianza de compañías ha recibido una buena paliza. Las otras dos parecen haber perdido a sus jefes. Volverán, pero tal vez logremos encontrar agua fresca y evacuar a los refugiados mientras ellos se reagrupan.

—Eso decía Darin. —Rynthala ladeó la cabeza, un gesto curiosamente femenino, considerando que Pirvan tenía que levantar la vista para verle los ojos—. ¿Es la verdad, o los caballeros estáis conspirando para engañarnos no sólo a mí, sino también a mis padres?

—Sólo estamos conspirando para evitar que se abriguen falsas esperanzas o que nuestros hombres caigan en la desesperación sin motivo —respondió Pirvan, más secamente de lo que pretendía—. Ambos tipos de locura han hecho caer más fortalezas que las máquinas de asedio, los dragones y los conjuros, todos juntos.

—Estoy segura de que vos lo sabéis mejor que nosotros —dijo Rynthala—. Quizás incluso tan bien como creéis. —Dio media vuelta y se alejó. Sus caderas se balanceaban con naturalidad mientras andaba, casi como las de Haimya… y de hecho, Rynthala tenía la constitución de una versión más alta y joven de Haimya. La delgadez elfa de sus dos padres había dejado paso a una solidez de huesos y una plenitud de caderas y senos mucho más humana.

Si se casaba con alguien de su misma estatura, juntos podrían engendrar una raza de gigantes.

Mientras tanto, Pirvan había olvidado por completo lo que le había llevado a los establos. Decidió comprobar si Sirbones o Tarothin podían hacer algo para acelerar la curación del pegaso… después de haber curado a los heridos de la jornada, tanto de los defensores como de los prisioneros, sin necesidad de curarse a sí mismos.

Los enanos parecieron interpretar el «anochecer» de manera bastante liberal. El sol apenas rozaba el horizonte y por su parte el fresco de la tarde tenía que soplar aún sobre Belkuthas cuando Pirvan sintió que el suelo se estremecía ligeramente.

—Bien por los enanos —dijo Tharash, trepando por la muralla por detrás de Pirvan.

—Creía que era un secreto —le espetó el caballero.

—Para los hombres, tal vez. Para los elfos, los elfos con uno oído tan agudo como yo, al menos… —Se encogió de hombros.

—Hablemos de eso en otro lugar —dijo Pirvan. Intentó moderar su tono de voz, pero hoy su lengua parecía poseer voluntad propia y el filo de una cuchilla de afeitar.

Tharash lo siguió escaleras abajo y ambos cruzaron el patio, por delante de los refugiados, en dirección a las dependencias diurnas.

—No toda esta gente puede valerse sola en el bosque —dijo el viejo elfo—. Necesitarán protección, quizá varios exploradores que cacen para ellos. Mientras están al raso, los exploradores también pueden cazar mercenarios, diría yo.

—¿Me pide que mande a los exploradores?

—Bueno…

—Si Rynthala consiente, quizá yo también.

—Si lady Rynthala no lo consiente, no iré.

En un tiempo muy, muy lejano, Pirvan había leído en un libro de los caballeros sobre los principios de la guerra acerca de algo llamado «unidad de mando». Al parecer, eso significaba tener un líder indiscutido, para decir sí o no, en cada unidad de combatientes.

Pirvan se preguntó si el escritor había pensado en la situación de Belkuthas. Esperaba que, al menos, el hombre hubiera considerado que merecía la pena echarse a reír. En cuanto a él, no tenía muchas ganas de reírse.

—¡Caballero!

Se volvieron para ver a Lauthin que se dirigía hacia ellos.

Ciertamente, podía caminar con ligereza, teniendo en cuenta su edad y sus largas vestiduras (aunque ahora estaban un poco sucias de barro). Llevaba su vara de mando y lucía una expresión en el rostro que le quitó a Pirvan las pocas ganas de reír que le quedaban. Tharash tampoco parecía demasiado contento.

—Soy sir Pirvan de Tirabot —dijo el caballero. Si Lauthin estaba resuelto a luchar por la supremacía como un lobo no demasiado astuto, Pirvan no tenía intención de desnudar su garganta.

—¿Estás conspirando con este elfo oscuro para apartar a mis guardias de su deber?

La pregunta hizo gorgotear literalmente a Pirvan como un pez moribundo, hasta que Tharash le apretó el brazo y señaló. Lauthin había llevado consigo a varios de sus guardias. Cuatro de ellos, con espadas cortas al cinto.

—Creo que deberíamos discutir lo que se ha hecho o dejado de hacer en un lugar menos público —dijo Pirvan.

—Ése puede ser tu deseo o tu estilo. Los de Silvanesti hacemos justicia a plena luz, para que todos la contemplen.

—Muy bien —intervino Tharash—. La luz se está yendo con rapidez y siempre he oído decir que la justicia deber ser rápida para ser eficaz. Así que exponed vuestro caso, mi señor juez.

Lauthin balbuceó unos instantes, incapaz de pronunciar una sola palabra. Los cuatro guardias dieron un paso al frente. Pirvan decidió que, si desenfundaban sus espadas, los desarmaría sin derramar sangre, si era posible. Dudaba de que lo fuera. Los elfos tenían buenas razones para sentirse orgullosos de su velocidad.

Tharash actuó antes. Dio un paso hacia un lado y giró pivotando sobre una pierna, al tiempo que descargaba un puntapié con la otra. El pie se enganchó en la vara de mando del juez supremo y la envió a las alturas. Tharash saltó hacia él, la cogió en el aire, rodó sobre sí mismo, se puso en pie como si hubiera sido impulsado por un resorte y luego se la apoyó en el hombro como si fuera una lanza.

A pesar de sus muchos años, Tharash había sido tan pido que sólo uno de los guardias de Lauthin había intentado desenvainar su espada. Pirvan golpeó con la espada de plano la muñeca del elfo y Tharash empujó el arma caída hacia su propietario con la punta de la vara.

—Lauthin —dijo Tharash—. Yo no soy un elfo silvanesti, de modo que tu suprema jurisdicción no significa nada para mí. Pero te devolveré tu bastón, cuando hayamos hablado.

Hizo una breve pausa antes de proseguir. Había conseguido el efecto deseado.

—Lauthin, algunos de los elfos que han luchado hoy las murallas querían huir al bosque porque temen que lo castigues. A algunos simplemente no les gustan los mercenarios. No los culpo. Otros elfos se avergüenzan de permanecer al margen de la lucha de Rynthala, o tienen amantes entre los que luchan. Quieren ir. ¡Oh, puedes In tentar retenerlos aquí y quizá no deserten como harían los humanos! Pero algunos lo harán, escabulléndose en grupos de dos o tres, probablemente hacia su muerte. Si los obligas a hacer eso, Lauthin, tendrás las manos manchadas con su sangre y a sus parientes ante tu estrado, exigiendo que bajes de él. ¡Si no lo ves, eres el mayor necio que los dioses han permitido nunca caminar por la faz de Krynn!

Lauthin dio un paso atrás como si lo hubieran abofeteado, moviendo la boca, pero sin pronunciar una sola palabra. Al cabo de un rato brotó un sonido, y luego una palabra.

—¿Cuántos?

—Más de la mitad. Necesitan que los acompañen personas que conozcan el territorio, pero yo y mis muchachos y los enanos podríamos ayudarlos en eso.

—La mitad —murmuró Lauthin—. Mi embajada… hay que protegerla.

—Tu preciosa persona quizá necesite protección, pero aquí y ahora no tienes ninguna embajada. Hasta que no se presente alguien que esté interesado en hablar antes que en disparar, tus guardias pueden servir mejor protegiendo lo me es más útil que tú, más o menos todo y todos los ocupantes de Belkuthas, empezando por los enanos gullys del estercolero.

Tharash se relajó, casi por falta de aliento y por la mirada de Pirvan, un poco aturdido ante su osadía. Después le devolvió la vara a Lauthin, que estuvo a punto de dejarla caer de sus dedos entumecidos al pisoteado suelo. Finalmente la sujetó con una mano y utilizó una esquina de su túnica para limpiar las manchas de tierra.

Permaneció inmóvil un rato, casi sin respirar. Después dio media vuelta y se alejó, golpeando con su bastón el suelo rítmicamente. Sus cuatro guardias lo siguieron de cerca aunque Pirvan vio que uno miraba fugazmente hacia atrás; casi pudo imaginar que el elfo les había guiñado un ojo.

Tal vez lo había hecho. Tal vez Lauthin entrara en razón. Sin duda, sus arqueros estarían dirigiéndose a las murallas y los bosques tanto si lo hacía como si no. Ni siquiera los elfos silvanestis podían olvidarse siempre a los necesitados. Incluso los elfos silvanestis podían sucumbir al amor por una buena batalla.

Si tal cosa pudiera existir. Pirvan recordaba el rostro de uno de los hombres a los que había matado aquel día, apenas un muchacho y demasiado delgado para llevar una armadura. El soldado no llevaba nada más que un casco, que no le sirvió de nada cuando la daga de Pirvan le desgarró el cuello…

Recordaba a otro adversario muerto, un hombre que era demasiado viejo para el campo de batalla como el muchacho era demasiado joven. De barba gris, arrugas en la cara por encima de la barba, probablemente mercenario para conservar su granja o conseguir una dote para su hija… Ya no habría dote y su familia sería expulsada al camino como los refugiados, sin enanos, ni elfos, ni Caballeros de Solamnia que los ayudaran.

Antes de que pudiera presentarse un tercer rostro, Pirvan dio media vuelta y se fue trastabillando ciegamente hacia las escaleras de la fortaleza. Quería esta solo un rato…

… solo cuando alguien le dio la noticia de que Tres Manos y Rynthala habían llegado a las manos y lo necesitaban para imponer la paz.

Haimya encontró a Pirvan sentado en el lecho de la habitación a oscuras. Tenía las manos entre las rodillas, flácidas, y sus ojos miraban fijamente el suelo, o quizá nada.

—¿Pirvan?

El caballero reconoció el nombre y tal vez incluso la voz, pero el nombre no era el suyo y la voz le era desconocida.

—Pirvan. Los enanos casi han acabado el túnel. Tarothin les ha ayudado.

¿Tarothin? Era un mago Túnica Roja, ¿verdad? ¿Dónde estaba ese túnel?

Ah, estaba en la ciudadela de Belkuthas, la que necesitaba agua. El túnel la traería.

A decir verdad, él era el comandante de la ciudadela Belkuthas. Era sir Pirvan de Tirabot, Caballero de la Espada, y aquel día había matado con su espada…

—¡Dioses!

Pirvan rompió a llorar. De inmediato, la mujer que ya no era una desconocida, con quien recordaba haber compartido dichas y penas durante veinte años, se sentó en el lecho junto a él. Lo rodeó con sus brazos y lo acunó como él le había visto acunar a sus hijos.

Al cabo de lo que pareció media noche, las lágrimas cesaron.

—No hables —dijo Haimya—. A menos que lo desees —añadió.

Pirvan sabía que había una persona en el mundo que escucharía cualquier cosa que él tuviera que decir. Eso era una persona más de lo que tenía la inmensa mayoría de la gente. Y por encima de todo, estaba allí, en la cama, a su lado.

Aún temía parecer no un cobarde —ya había oído demasiadas confesiones sinceras de debilidad para tener miedo a eso—, sino un estúpido. Belkuthas lo necesitaba en pleno uso de sus facultades mentales.

¡Él se necesitaba en pleno uso de sus facultades mentales! Pirvan empezó a hablar.

—Es por los hombres con los que he luchado… Los hombres que he matado.

—Todo el mundo habla de tu valor. ¿Tú lo ves… de otro modo?

—Esta noche, la palabra «valor» me produce náuseas.

Ella le acarició el cabello.

—Sigue.

—Se abalanzaron sobre mí. Los veía delante de mí con la misma claridad con que ahora te veo a ti. Empecé a pensar en que cada uno de ellos tenía una vida propia a la que yo ponía fin. Por lo que yo creía, y sigo creyendo, una buena ratón. Pero siguen estando muertos, todos. Esperaba que uno de ellos hablara.

—¿Para perdonarte?

—No. Yo no… No es eso. Sólo para demostrar que podíamos hablar entre nosotros. Si… Pensé en pedir perdón, pero habría sido una tontería. Muchos de ellos probablemente ni siquiera hablan la lengua común.

Pirvan advirtió que su cabeza, que antes reposaba sobre tela, ahora lo hacía sobre piel desnuda. Luego fue consciente de que unas manos le quitaban los calzones, su única indumentaria.

—¿Qué haces?

—-Vamos a hablar en un viejo idioma que empleamos desde hace veinte años. ¿Lo recuerdas?

La respuesta de Pirvan carecía de palabras.

—Es el idioma que hablamos aquella noche, cuando fui a tu casa rural. Dije que ya habíamos estado separados el tiempo suficiente y que era hora de estar cerca.

—Ahora estamos muy cerca.

Haimya le quitó la última prenda a su marido y se quitó la última suya.

—Y estamos en la cama.

En aquella cama, en aquel idioma, mantuvieron una larga conversación. Pirvan se quedó dormido inmediatamente después y Haimya tardó un poco más, sólo porque su marido empezó a roncar como ella nunca lo había oído y tuvo que contener la risa para no despertarlo.