14

Cuando Zefros dio alcance a Luferinus, los hombres del capitán de mercenarios ya lo habían rodeado. Ninguno de ellos intentaba ocuparse de sus heridas. Ningún hombre con la cabeza formando un ángulo tan exagerado en relación co el tronco podía estar vivo.

Zefros refrenó su montura y vio una ola de cabezas y armas levantándose alrededor de Luferinus. Su impulso inicial de ir a arrodillarse piadosamente junto al cadáver, empezó a desaparecer.

En su lugar sintió el impulso de hallarse en cualquier otro lugar. Sólo necesitaba encontrar una excusa y un camino para irse sin dar la espalda al enemigo o a los hombres que hasta escasos momentos antes eran aliados suyos. No le había importado que Luferinus cayera en la mayoría de las circunstancias, pero estas circunstancias concretas parecían haber sido concebidas por Hiddukel el Embustero.

Pensaba en esa posibilidad y le parecía que varios de los arqueros de Luferinus se planteaban usar sus armas, cuando un hombre montado apareció a la vista. Su caballo estaba cubierto por una cota de cuero y sus ojos eran fieros, mientras que de su boca desmesuradamente abierta brotaba un alarido.

—¡Los caballeros están saliendo! ¡Los caballeros están saliendo de la ciudadela! ¡Cuidado, cuidado!

A Zefros le pareció una razón tan buena como cualquier otra para picar espuelas. Partió al galope, seguido por un breve coro de risas que se extinguió cuando los hombres vieron que avanzaba hacia la ciudadela y los caballeros que cargaban, en lugar de huir.

Sus verdaderos motivos para avanzar eran menos heroicos. Quería dar a los hombres de Luferinus las mínimas excusas posibles para asaetearlo por la espalda. Asimismo, quería cerciorarse de que la carga de los caballeros no era otro rumor.

Mientras cabalgaba, Zefros pronunció un serio juramento: ¡matar con sus propias manos desnudas a la siguiente persona que propagara el pánico propalando rumores!

Confundir la salida de sir Darin para parlamentar con un ataque de los caballeros de la guarnición era comprensible, Darin iba provisto de armadura, espada y lanza, y parecía tan formidable como tres caballeros juntos. Su caballo llevaba dos días con ganas de abandonar los establos de Belkuthas, por lo que salió a un trote más que vivo.

Aunque creyeran que Darin atacaba, las primeras filas de soldados rechazaron el honor de entablar combate con él Ni siquiera tuvo que poner su lanza en ristre para que se dispersaran en todas direcciones. El caballero dudó de que se debiera a un respeto duradero por las Órdenes Solámnicas y desenvainó su espada, un arma más eficaz en la lucha cuerpo a cuerpo.

Esto convenció a otros mercenarios de que era hora de enfrentarse a Darin, fuera o no caballero solámnico. Unos treinta se agolparon a su alrededor, a caballo y a pie, en el momento en que él reconocía a sir Lewin.

Decir que Darin se enfrentaba a un dilema era soltar una perogrullada descomunal. Sir Lewin había sido educado por sir Marod, el protector de sir Pirvan, desde antes de que este dejara de robar en Istar o de que Darin fuera arrastrado por la marea hasta la costa, cerca de la fortaleza de Waydol. A Darin le habría costado dudar del honor de Lewin, aunque el Código no tuviera mucho en contra de tales dudas.

En cualquier caso, Lewin cabalgaba con la escoria enemiga, al parecer avanzando para atacar con ellos. Tenía que haber alguna explicación que justificara su actitud, salvo que hubiera perdido el honor o el juicio. Darin esperaba que se revelara pronto y que sir Lewin no recurriera a su rango superior como Caballero de la Rosa para negarse a hablar.

Entretanto, fueran o no amigos de Lewin los hombres que se acercaban a Darin, estaba claro que no eran amigos del caballero más joven.

Darin envainó su espada, puso su lanza en ristre y derribó de sus sillas a dos mercenarios armados con sendas lanzadas, intentando infligirles el menor daño posible. Contra un tercer oponente montado, su lanza tropezó con un peto demasiado sólido y se quebró. Darin utilizó el asta para aporrear a un cuarto jinete y desmontarlo, luego arrojó el asta, desenvainó su espada y trató de amedrentar a los hombres que se acercaban a pie.

Amedrentarlos resultó imposible. Tristemente comprendió, casi demasiado tarde, que tendría que matar. Para entonces, los soldados se habían acercado lo suficiente para utilizar sus armas —en su mayoría picas y alabardas, y casi todo oxidado— contra su montura. En cuestión de segundos, el caballo de Darin sangraba por media docena de heridas. Después, su jinete advirtió que empezaba a desplomarse.

Saltó para no quedar atrapado bajo su cuerpo y aterrizó con la agilidad de un hombre mucho más pequeño, con el escudo en el brazo izquierdo y la espada en la mano derecha. Empujó a dos hombres con fuerza con el escudo, asestó un certero tajo en el pecho a un tercero y luego se preparó para lo que temía que sería un largo y serio combate antes de poder hablar con sir Lewin.

De hecho, Darin había perdido de vista al Caballero de la Rosa en la roca. Los defensores de la ciudadela no. Vieron que sir Lewin seguía avanzando, ahora acompañado por más de veinte hombres. Según todas las apariencias, su intención era apoyar a los mercenarios que parecían poner todo su empeño en abatir a sir Darin.

Sir Darin habría sido respetado por sus cualidades personales, aunque no hubiera sido amigo de sir Pirvan. Los arqueros de la muralla eran elfos y humanos, y éstos empezaron a disparar en el acto. Su sargento tuvo que disuadir a varios de ellos de que saltaran desde la muralla, avanzaran hasta ponerse a cubierto entre las ruinas y dispararan desde más cerca.

Después fueron los elfos quienes debieron afrontar el dilema. Respetaban a sir Darin tanto como a cualquier humano y él estaba claramente en peligro. Además, los humanos de la muralla luchaban ahora por él. Si los elfos no, disparaban, volverían a retirarse de la batalla. Si por no disparar moría sir Darin, los avergonzarían delante de todos los habitantes de Belkuthas, y a lo largo de los años hasta el fin de sus vidas.

La perspectiva de una vida tan larga de vergüenza decidió el asunto. El elfo que no había querido dar su nombre a Pirvan —pero que de hecho se llamaba Dohartar y era primo de Belot— fue el primero en disparar. Los otros nueve sólo tardaron unos cuantos latidos de corazón en imitarlo.

La distancia era grande incluso para los elfos, pero los diez adoptaron una práctica común entre los elfos en estos casos, apuntando todos a uno o unos cuantos blancos concretos. Así, el espacio alrededor de los blancos estaría ocupado por tantas flechas que al menos una acertaría.

De hecho, abatieron a cinco hombres con quince flechas, más deprisa que un niño ansioso mordiendo una torta de miel robada. Cuatro de aquellos hombres eran mercenarios. El quinto, por desgracia, era uno de los hombres de amas de Lewin. Salió despedido de su silla hacia atrás, con los brazos abiertos, una expresión de sorpresa y una flecha en la garganta que hacía manar sangre de su boca.

Lewin sabía que semejante habilidad con el arco a tanta distancia tenía que ser obra de elfos. Incluso en lo más hondo de su corazón, donde despreciaba a los elfos tanto o más que a las otras razas inferiores, tuvo que reconocer su pericia. Pero la habían empleado para matar a un hombre que había prestado juramento a los Caballeros de Solamnia. No podía dudarse más de la inmunidad de la embajada a atacada y capturada. Lewin prefería capturar a los elfos, porque incluso en un ataque de furia sabía que muchas preguntas necesitaban respuesta y los elfos muertos no responderían a ninguna.

Sin embargo, no le importaría mucho si los elfos que habían tomado las armas contra él y sus hombres sobrevivían para contar algo. Espoleó su montura, arrastrando tras él a sus hombres. Estos, a su vez, arrastraron a los mercenarios. Toda la formación se precipitó hacia las murallas de la ciudadela, treparon por encima de las ruinas y se dispersaron hacia los lados de la lucha que envolvía a sir Darin. Fueron acribillados por los arqueros de las murallas, pero estaban convencidos de que enseguida pondrían fin a la situación y vengarían a sus camaradas caídos.

El único del campo de batalla que reconoció a Darin como Caballero de Solamnia y creyó que se había desatado la locura fue sir Esthazas. No sólo tenía un grado muy inferior al de Lewin, sino que además estaba situado muy atrás en la columna de solámnicos, su posición asignada y, por lo tanto, honorable. Aun así, desde allí no podía negarse a luchar contra la locura.

Pirvan llegó a la muralla de ese lado cuando los arqueros defensores y la avanzadilla de los agresores estaban en plena refriega. Le habían llegado mensajes de que Darin estaba en peligro, pero lo que vio hizo que los mensajes parecieran aguados.

El joven caballero había despejado un círculo a su alrededor sembrado de soldados muertos y moribundos. ¡Incluso en una batalla desesperada, parecía intentar no pisar a los enemigos heridos!

Pero no podía abrir brecha, aunque sus enemigos tampoco podían penetrar su guardia. Prácticamente lo único que mantenía con vida a Darin, además de su propia destreza, era que todos los arqueros de los mercenarios estaban muy adelantados, intentando abatir a los arqueros defensores. Lo estaban consiguiendo, aun a costa de cuantiosas pérdidas: un elfo ya había caído con el muslo ensangrentado y había dos humanos heridos y uno muerto.

Mientras tanto, estaba sir Lewin, a quien Pirvan reconoció ahora. Incluso llamó varias veces, haciendo bocina con la mano, al Caballero de la Rosa. Lewin no pareció oírlo. ¿Se perdían los gritos de Pirvan en el fragor de la batalla, o el juicio de Lewin se había perdido en el frenesí del combate?

Sólo había una manera de estar seguro y sólo un hombre era capaz de hacer aquel trabajo. Pirvan agarró uno de los garfios preparados para empujar las escaleras de asedio y clavó las púas en una rendija de la muralla. A continuación asió la cuerda atada a él y se descolgó de las almenas.

El garfio se soltó más o menos en el momento en que alguien de las murallas reparó en lo que hacía su comandante. El ruido de Pirvan al aterrizar y los aullidos de protesta fueron simultáneos. Pirvan se dejó caer rodando sobre sí mismo con su antigua agilidad, se levantó empuñando la espada, hizo señas a los sorprendidos rostros de más arriba y corrió hacia el torbellino de la lucha que rodeaba a Darin.

Espalda con espalda, él y Darin deberían sobrevivir, y con ello crear suficientes problemas para que los mercenarios llamaran la atención de Lewin. ¡Lewin de Trenfar no podía ser tan obtuso como para seguir luchando después de eso, o sir Marod jamás lo habría entrenado!

No fue necesario mensajero alguno para llevar la noticia de la marcha de sir Pirvan. Los gritos lanzados desde su lado de la muralla se lo contaron a todo el mundo de la ciudadela, incluida Rynthala.

Ella sí necesitó un mensajero para decir a Tharash que ordenara montar a los arqueros. Pensó en enviar a uno de los hombres de armas de Pirvan, pero no tenía autoridad sobo ellos y sin duda actuarían en cuanto conocieran el paradero del caballero.

También pensó brevemente en mandar un mensaje a sus padres, que estaban con Tres Manos y Haimya en la muralla que recibía el ataque de las dos primeras columnas enemigas. En realidad ya no merecían ese nombre, pero nadie en Belkuthas estaba dispuesto a dar la espalda a casi un millar de enemigos armados.

Se descolgó el arco y corrió hacia los establos. No tenía tiempo para ir personalmente y lo que quería decir, ningún mensajero debía transmitirlo. Además, si caía hoy, era más que probable que incluso con su último aliento pudiera decírselo a Darin.

Tharash ya había montado con ocho arqueros y los hombres de armas estaban claramente ansiosos por salir también. El viejo elfo sonreía a través del polvo que cubría su alargado rostro.

—He dejado un par de muchachos para que echen un ojo a esos voluntarios silvanestis —dijo—. Pueden valerse solos contra los enemigos, pero quizá necesitemos mantener a Lauthin el Latoso lejos de sus cuellos.

Bajó la voz.

—Los mercenarios querían unirse a nosotros también. Yo no me fiaba mucho de ellos, por lo que dije que no podíamos llevar a nadie que no estuviera ya montado. Rugal Nis no se alegró, pero tuvo que tragar.

—Bien hecho, Tharash. Aún podremos ver la próxima puesta de sol.

—No apuestes nada que no puedas permitirte el lujo de perder, lady Rynthi.

—Ya estoy apostando mi vida, viejo amigo. Si pierdo eso, ¿qué más queda?

Rynthala montó de un salto sin tocar los estribos y obligó a su caballo a girarse sin tocar las riendas.

—Sígueme y… ¿Dónde crees que vas, Eskaia?

—Mi puesto está junto a mi padre, Rynthala. Eres muy amable por proporcionarme una escolta.

Rynthala habría estallado de furia ante la desfachatez de la mujer solámnica… pero Tharash y los hombres de armas de Pirvan estallaron antes en carcajadas.

La heredera de Belkuthas se unió finalmente a las risas.

—Está bien. Parece que rescatar a personas de su propia locura se ha convertido en el deporte de moda en Belkuthas esta temporada. ¡Unámonos al juego!

Pirvan había recorrido casi cien pasos antes de que nadie se fijara en él, gracias a su habilidad en la escalada y descenso de murallas.

Le ayudó aún más que los mercenarios lucieran muchos colores, excepto los que no parecían lucir ninguno. Con su armadura ligera, sin casco y llevando sólo una espada y una daga, Pirvan parecía uno de los soldados mejor pertrechas, o quizás un miembro de la caballería ligera que se había quedado sin montura.

Todas esas circunstancias llevaron a Pirvan a treinta pasos de Darin. Acababa de llamar al caballero más joven, cuando llegó una nueva avalancha de enemigos precedidos por sir Lewin. Estaba vez no rodearon el círculo en cuyo centro es taba Darin, como si fuera una roca en medio de una riada. Esta vez, muchos de ellos se unieron al círculo y empezaron a presionar para cerrarlo.

Pirvan buscó a su alrededor a un capitán con alguna autoridad, o mejor aún, a sir Lewin. Buscó con creciente desesperación, en medio de un duelo de arqueros, con los mercenarios y los defensores de las murallas inundando el aire de flechas. Pirvan no sabía si él y Darin tenían más probabilidades de ser ensartados por sus amigos o por sus enemigos.

Por suerte, la única tarea que tenía que cumplir era la que tenía más a mano: salvar a sir Darin.

El honor prohibía a Pirvan la solución más inmediata, que era apuñalar por la espalda a la media docena de hombres del círculo más cercanos, masacrar a los siguientes cuando se volvieran para enfrentarse a él y seguir esgrimiendo su acero hasta que lo mataran o uniera sus fuerzas a las de Darin.

—¡Viva siempre Belkuthas! —gritó Pirvan, tras llenar de aire sus pulmones.

Sólo entonces empezó a acuchillar y masacrar, cuando los hombres se giraron en redondo para enfrentarse a esta nueva aparición.

«Acuchillar y masacrar» es una descripción poco adecuada para la obra de la hoja de Pirvan. Los cualificados para juzgarlo, los que vivieron para contarlo, dijeron que nunca habían visto a un hombre de la mitad de la edad de Pirvan moverse con tanta rapidez. No era el espadachín más consumado que hubieran visto, pero su velocidad y su daga, sumada a la espada, lo hacían formidable, incluso aterrador.

También lo hacían mortífero, al menos para una docena de hombres, en menos tiempo del que habrían tardado en vaciar una jarra de vino. De los mercenarios, unos carecían de habilidad con la espada, otros de fuerza y todos de la voluntad de apoyar a un desconocido. Ninguno tenía nada que quisiera arriesgarse a perder enfrentándose a un espadachín aparentemente surgido del Abismo para arrojarlos a ellos a la muerte.

Mientras Pirvan distraía a la mitad del círculo formado a su alrededor, sir Darin se internó en la otra mitad. El caballero más joven sí era un espadachín consumado, tenía un escudo como defensa y como arma, y la pura longitud de sus brazos ya había abatido a muchos y puesto en fuga a más, aterrados.

Mientras tanto, las flechas disparadas desde la ciudadela seguían cayendo invariablemente sobre las filas de los mercenarios. Un hombre que se creía muy alejado de aquellos dos locos podía darse la vuelta y encontrarse con una flecha atravesando su coraza hasta sus pulmones.

Si el terreno que rodeaba a Pirvan y Darin no se había convertido en barro por la cantidad de sangre que derramaban, sólo se debía a que no todos los heridos caían y morían en el sitio. Pronto se formó un círculo más amplio, también alfombrado hasta los bordes por muertos y moribundos.

Pirvan trabó el brazo de la espada con el de Darin, ambos rojos de sangre ajena hasta los codos. Miraron en derredor. Pirvan vio que Lewin seguía montado, intentando reagrupar a unos hombres que perdían rápidamente el ardor necesario para asaltar las murallas. Los únicos que aún obedecían al Caballero de la Rosa parecían hombres de armas solámnicos, aproximadamente una docena alrededor de Lewin y unos cuantos más dispersos aquí y allá por el campo de batalla.

La visión despejada tenía un precio. Nadie se atrevía a acercarse a Pirvan y Darin, pero eso significaba que ahora sean un blanco seguro para los arqueros. Algunos mercenarios apartaban su atención de la ciudadela, desde la que los elfos alcanzaban a cualquier arquero hostil que se aventurara lo bastante cerca para disparar con precisión. Antes o después empezarían a buscar blancos más fáciles. A menos que se los tragara la tierra, Pirvan y Darin quedarían pronto a la vista.

Pirvan acababa de decidir que, después de Haimya, no había nadie más en cuya compañía hubiera preferido morir que sir Darin, cuando el asunto se solucionó de repente.

—¡Por Belkuthas!

—¡Por Tirabot!

Aquellos gritos fueron seguidos inmediatamente por algo en lengua elfa. Pirvan reconoció la voz de Tharash.

De pronto, lo que parecía un sólido ariete de jinetes se estrelló contra las filas de mercenarios que se interponían entre Pirvan y la muralla de la ciudadela. La caballería parecía saltar por encima de cascotes amontonados, derribando a los hombres como si sus caballos tuvieran garras en lugar de cascos, y disparando media docena de flechas a la vez.

Los hombres que se interponían entre Pirvan y la muralla de la ciudadela recularon, dieron media vuelta y echaron a correr. Pirvan y Darin tenían que utilizar ahora sus espadas no para defenderse de un ataque, sino para evitar que los pisotearan hasta morir en la desbandada. Darin situó por al caballero de menor estatura detrás de su escudo —había espacio de sobra— y se mantuvo erguido, de nuevo como una roca en medio de una riada, mientras ésta pasaba a su al rededor aún más deprisa que cuando avanzaba.

Atisbando por encima del escudo, Pirvan vio que Rynthala hacía saltar su caballo sobre tres mercenarios acurrucados descargando sobre ellos golpes de la cimitarra que empuñaba con más entusiasmo que habilidad. No alcanzó a ninguno de los hombres y estuvo a punto de caerse de la silla, pero Pirvan supuso que la joven no podía resistir la tentación de participar en el combate cuerpo a cuerpo.

Por encima de la desbandada y las ruinas, sir Lewin se el guía también como una roca. Pirvan se preguntó cuánto tiempo duraría aquello. Muchos no reconocerían a Lewin, como Caballero de Solamnia, y a los que lo reconocieran sólo les importaría el que hubiera mandado enemigos contra Belkuthas y, en consecuencia, lo tratarían como enemigo.

Pirvan había llegado hasta Darin y el caballero más joven estaba a salvo. Ahora tenía que llegar hasta sir Lewin, si quería que el Caballero de la Rosa viviera algo más que un rato.

—¡Con sir Lewin! —gritó Pirvan. Inmediatamente después, confiando en que lo oyeran Rynthala y Eskaia, que cabalgaba junto a la doncella guerrera, gritó—: ¡No matéis a sir Lewin! ¡Derribadlo si debéis, pero respetad su vida a toda costa!

Pirvan echó a correr. Se le ocurrió de pronto que quizás había condenado a muerte a Rynthala e incluso a Eskaia si sir Lewin se defendía, como era probable que ocurriera. El pensamiento desapareció sin frenar el paso de Pirvan.

—Est Sularus oth Mithas. —El juramento de los caballeros: «Mi honor es mi vida».

Zefros refrenó su montura en cuanto estuvo fuera del alcance de las flechas de los hombres de Luferinus. En parte fue para darle un descanso a su caballo, agotado como todas las monturas de su compañía por la travesía del desierto, y también para dejar que los camaradas que estuvieran dispuestos a escoltarlo le dieran alcance, y no tener que dirigirse solo hasta la columna del flanco.

O dirigirse solo a cualquier otra parte. Se estremeció al recordar aquella menuda figura cubierta de mugre y mortífera escupida por la tierra que buscaba su muerte y obtenía la de Luferinus.

Un poco más adelante llegó a la vista de la columna de sir Lewin. Pero ¿dónde estaba el caballero? La compacta masa de solámnicos no se veía por ningún lado, y mucho menos a su comandante. Zefros vio a más de cuarenta jinetes entrando y saliendo de las filas de los mercenarios como cuchillos calientes cortando queso. Pero no lucían unos colores que él reconociera y algunos eran arqueros montados, que no estaban…

Zefros creía estar fuera del alcance de las flechas disparadas desde las murallas de la ciudadela. De no haber sido por los ojos y los arcos elfos, habría tenido razón.

En realidad, cinco flechas de largo alcance hendieron el aire alrededor de Zefros. Una le perforó el brazo izquierdo, desgarrando dolorosamente la carne. Dos alcanzaron a su caballo y una de ellas le llegó al corazón.

E brazo herido de Zefros le ardía hasta el cerebro mientras se lo golpeaba en su caída. El caballo moribundo refinó y roció de sangre a su jinete. El propio Zefros quiso gritar de dolor, rabia y frustración.

Si sir Lewin no hubiera seguido el camino de Luferinus, estaría en algún punto entre la turba de jinetes, que ya no dominaban sus propios movimientos, y mucho menos una columna al ataque. En aquel momento, la columna atacante se había convertido en una turba en estampida. Corrían en desbandada para ponerse a cubierto en el bosque, como redes plagadas de tábanos en busca del fresco lodo de una ribera. Arrojaban sus armas, pisoteaban a sus camaradas y, en general, deshonraban el nombre de soldados con la esperanza de conservar la vida.

Aunque Zefros hubiera seguido montado, no podría haber hecho nada por detener la desbandada. A pie, lo único que podía hacer era unirse a ella. Pero hizo algo para demostrar que no había renunciado al nombre de soldado.

Se alejó caminando de la ciudadela de Belkuthas. A cada momento y durante lo que le parecieron horas, esperó sentir una flecha elfa en la espalda, lo último que sentiría jamás. Pero no le importaba. Si los elfos querían matar a un hombre por la espalda, eso quedaría entre ellos y sus dioses.

Zefros regresaría andando junto a sus hombres… si quedaba alguno.

Las órdenes de Pirvan habían llegado más lejos de lo que él esperaba. De hecho, sir Lewin fue más zarandeado que atacado. Dos de los hombres de Rynthala desmontaron, se deslizaron hasta él y trabaron las patas de la montura del caballero. A continuación, la propia Rynthala fue hacia él por un lado y Eskaia le cerró el paso por el otro.

—En nombre de la paz y la virtud…

—En nombre de sir Pirvan de Tirabot, Caballero de la Espada…

La furibunda mirada de Lewin habría secado las ubres de las vacas a media legua de distancia. Las mujeres hicieron caso omiso de ella.

—Las damas quieren que vengáis a Belkuthas, os sentéis y habléis con ciertas personas —dijo Tharash.

Lewin bajó la vista hacia el viejo elfo e hizo ademán de sacar su espada.

—Qué imprudente —dijo Tharash. Agarró el pie de sir Lewin con ambas manos y tiró de él.

Un instante después, sir Lewin descubrió que sobrestimado la fuerza de un elfo era tan estúpido como subestimar a sus arqueros. Se encontró volando por los aires y, acto seguido, estrellándose contra el suelo, para acabar tumbado boca arriba mientras alguien —no veía quién— mantenía la punta de su lanza sobre su pecho.

—Siento meteros prisa —dijo Tharash—, pero me ha parecido que queríais asearos y cambiaros de ropa antes de reuniros con sir Pirvan.

Lewin encontró la voz.

—¿Qué? ¿Está sir Pirvan de verdad aquí?

—Si —respondió una voz a su espalda. Lewin se contorsionó, apartó la punta de lanza y se incorporó.

—No diré bienvenido porque no es cierto —dijo la figura, que parecía más un mendigo de alcantarilla que un caballero—. Pero todo tiene arreglo, si os enteráis de ciertas verdades acerca de Belkuthas. Os lo ruego, aceptad la hospitalidad de lord Krythis y lady Tulia, que yo os ofrezco por mi autoridad como comandante militar de la guarnición.

—¿Un Caballero de la Espada sirviendo como mercenario a semielfos? —exclamó Lewin. La punta de lanza reapareció bruscamente, no sólo sobre su garganta, sino presionando su carne. Contempló las caras que lo rodeaban y comprendió que el silencio habría sido más prudente. Prosiguió con amargura—: Está bien. Pero insisto en que se permita a mis hombres acompañarme, así como a sir Esthazas, y que recibamos un trato honorable.

El rostro de Pirvan se deformó durante un breve instante y Lewin supo que había marcado un tanto. Introducir cuarenta bocas más en los confines de la hambrienta y sedienta ciudadela de Belkuthas y dejarlos armados era arriesgado. Las alternativas aún lo eran más. Dejar libres a Lewin y sus hombres para bien o para mal, lo cual les permitiría reagruparse con los mercenarios. Matarlos… Pero ni siquiera Pirvan Wayward, salido de las cloacas, se plantearía esa posibilidad.

Lewin quería entrar en la ciudadela de Belkuthas. ¿Por qué iba a rechazar una invitación, aunque fuera tan informal como aquélla?

Se puso en pie e intentó sacudirse el polvo y otras suciedades más repugnantes de sus ropas.