13

La senda del honor estaba de cualquier manera menos claramente marcada. Todo lo que no fuera precaución sería una locura que haría maldecir el nombre de sir Lewin a lo largo de las eras en las crónicas de los Caballeros de Solamnia.

Tras unirse a lo que parecía ser el grueso de la marcha hacia Belkuthas, sir Lewin se arrepintió de los comentarios que había hecho a sir Esthazas.

No sólo estaba enojado por la rumoreada presencia de sir Pirvan y su compañía en Belkuthas, ni por la igualmente rumoreada presencia de elfos de alto rango (algunos rumores afirmaban que incluso el rey Maradoc en persona). Lo primero sería un problema, y lo segundo tanto un problema como una oportunidad, pero sir Lewin podía vivir con ambas cosas.

Con lo que no podía vivir —quizá literalmente— era con la «tropa» en cuyas filas se hallaba ahora. No podía negar que estaba poniendo en peligro a los que estaban bajo su mando por seguir en compañía del ejército de Zefros, ahora engrosado hasta casi el millar de efectivos. Por lo menos los iba poniendo en peligro mientras no asumiera el mando y tratara de retrasar el ataque a Belkuthas hasta que aquellos hombres supieran más de la guerra.

En verdad había muchos hombres valientes, entrenados y bien armados entre ellos. Pero obedecían a veinte capitanes diferentes, siendo Zefros su comandante sólo de nombre. Se tardó medio día en determinar lo que se necesitaba en algunas compañías, lo que sobraba en otras y lo que se robaba o trocaba en casi todas.

Lewin fue rodeando finalmente el campamento hasta llegar a Luferinus, quien parecía saber más que nadie. El caballero tenía que ser prudente al tratar con Luferinus, pues era el jefe reconocido entre los mercenarios, que harían lo que fuera por la gloria del Príncipe de los Sacerdotes y el mal de las razas inferiores. No era apreciado por todos; los rumores de que tenía un mago junto a él no contribuían a ello. Tampoco sir Lewin había ido hasta allí para jugarse el cuello contribuyendo tan abiertamente a la causa del Príncipe de Sacerdotes que los caballeros se vieran obligados a llevarlo ante un tribunal.

Aun así, la reunión con Luferinus no carecía de valor. Era evidente que Zefros podía ser un arma en manos de cualquiera que le concediera la gloria del mando. Por ahora, Luferinus lo estaba utilizando.

Pero la posibilidad de una batalla podía cambiar la situación. Lewin no estaba muy seguro de si debería arriesgarse a echar una mano; había que pensar en aquel mago. Por eso decidió reunirse en privado y en secreto con Zefros cuanto pudiera concertar una cita.

Por supuesto, toda la cuestión podía resolverse por la mañana con una victoria en Belkuthas, aunque la última jornada de marcha hasta la ciudadela no daba demasiadas esperanzas a Lewin.

El plan era finalizar la marcha con la luz de día, acampar justo antes de tener Belkuthas a la vista al anochecer, luego avanzar al despuntar el alba y atacar con el sol ya alto. Un ataque nocturno, o incluso una marcha nocturna, se suponían con bastante acierto muy lejos de la capacidad de esta abigarrada tropa.

En realidad, la marcha empezó hacia el mediodía. Cuando las sombras se alargaban, el ejército estaba aún a medio camino de Belkuthas y los exploradores de la ciudadela hacía tiempo que los habían avistado. Los intentos de varios mercenarios a caballo de ahuyentar a los exploradores habían desembocado en escaramuzas, en las cuales las únicas fueron una docena exacta de caballos y un centauro al que disparó accidentalmente uno de los arqueros de Zefros.

A media noche no se encontraban mucho más lejos. Acamparon donde pudieron, en un frío, sediento y hambriento campamento. Lewin ofreció a sus hombres para los turnos de guardia, para al menos impedir que los exploradores de Belkuthas rebanaran el pescuezo a los hombres que estaban durmiendo, e incluso Esthazas coincidió en que el honor lo exigía.

Su ofrecimiento fue aceptado. Lewin y sus hombres pasaron la noche en vela protegiendo a unos hombres que no eran camaradas suyos, que no estarían en condiciones de luchar por la mañana y que tendrían por delante una agotadora marcha, por lo que prometía ser una calurosa mañana antes de llegar al campo de batalla.

El único consuelo era un rumor (¡ah, los rumores!) de que alguien había envenenado, cegado o evaporado el único pozo abierto dentro de las murallas de Belkuthas.

Desde abajo llegaban roces, golpes secos y tintineos metálicos. Nuevos refugiados izaban fardos hasta el abarrotado asentamiento. Unos enanos apilaban más piedras en los muros del atestado corral. (El huerto de la cocina de la ciudadela estaría bien abonado el resto del año).

Con cubos y jofainas, barriles y botellas y todos los demás recipientes capaces de contener agua, toda persona sana entre los defensores de la ciudadela que no estuviera ocupada otra tarea subía agua desde los dos pozos situados fuera recinto de la ciudadela. Había sido la primera orden impartida por Pirvan en cuanto llegó al patio. Él personalmente había izado el primer balde de agua.

Ahora, el último explorador había regresado, informando de que el ataque sería por la mañana.

Lauthin y sus arqueros se habían atrincherado al pie de una las torres. Nadie se molestó en intentar echarlos. Nadie sabía lo que harían cuando empezara la lucha.

Todos los que eran capaces de obedecer órdenes, ya las habían recibido. Pirvan había encontrado tiempo para consolar a Eskia, que estaba abatida y contenía las lágrimas al pensar en ser viuda antes de casarse. El caballero tuvo el buen juicio de no consolarla diciendo que las heridas de Hermano Halcón lo mantendrían fuera de la lucha.

Por fin, Pirvan escaló las murallas, donde se encontró a Alatorva el Tuerto.

—Hola, viejo ladrón —dijo Alatorva—. Acércate una piedra y siéntate.

Pirvan lo hizo de buen grado. Se quedaron mirando la oscura masa de bosque que se extendía más allá del terreno despejado, iluminado por la luna. Pirvan creyó ver una chispa de hoguera, pero dudaba de que ningún atacante es tuviera tan cerca o ningún refugiado tan lejos.

—Un largo camino desde las alcantarillas de Istar, ¿verdad? —dijo Alatorva.

—No tan largo, considerando lo que he encontrado recorriéndolo. Repetiría el viaje aunque tuviera otras opciones.

—Sí. La encontraste muy pronto. Lástima que yo llegara tan tarde a Serafina.

—Viejo amigo, cuando tú y yo éramos ladrones en Istar, Serafina era un bebé.

—Lo sé. No es que me queje, pero… Bueno, preferiría haber empezado con nuestro bebé antes de que esto empezara.

—Serafina te habría partido el cráneo, creyendo que era una excusa para dejarla. Sé que Haimya estuvo a punto partírmelo a mí cuando se enteró de que estaba embarazada de Gerik justo antes de que tuviéramos que salir para cierta misión.

—No lo dudo. Bueno, a ambos podía habernos ido peor. Aun así, a un hombre le gusta dejar detrás de él algo que no muera con su último amigo.

Desde abajo, un violento altercado estalló de repente, sumándose a los demás ruidos. Al cabo de un instante, Pirvan reconoció a los kenders, hablando en su propia lengua.

Estaría bien aprenderla. Los kenders iban a todas partes, lo veían y oían todo y no comentaban la mayor parte si tenían que emplear la lengua común.

Demasiado tarde para eso aquella noche. Demasiado tarde para todo excepto unas cuantas horas de sueño. «¡No lo llames el último sueño —pensó— ni para tus adentros idiota!». Dormiría en los brazos de Haimya y luego libraría una batalla por la justicia y contra… ¿qué? por la mañana.

Pirvan esperó que los hombres de Zefros se perdieran y no llegaran hasta después del almuerzo del día siguiente. Quería dormir hasta tarde.

Del primer aviso, aves emprendiendo el vuelo y ciervos saliendo del bosque al galope, hacía ya mucho tiempo. Desde las murallas, Rynthala no veía moverse ningún otro ser vivo. El enemigo debía estar desplegando a sus hombres, a cubierto entre los árboles, o bien habían cumplido el deseo de sir Pirvan y se habían perdido por completo.

«Lástima que todo esto sea terreno rocoso —pensó Rynthala—, sin cenagales en los que hundirse».

Observó a Eskaia alejarse del lado de Pirvan y bajar las escaleras en dirección al puesto del sanador. Estaba claro que iba a pasar parte del tiempo de espera con Hermano Halcón.

Eskaia era una joven afortunada, sin hombres a los que mandar hoy, aunque era evidente que los seguidores de Hermano Halcón la consideraban la dama de su jefe y se esforzaban en interponerse entre ella y los extraños. Además, era muy afortunada por saber que su hombre sabía que era su hombre.

Si Rynthala o sir Darin caían hoy, nadie estaría nunca seguro de lo que pudo haber entre ellos. Sin duda, el respeto mutuo de los guerreros, y eso desde el principio, pero no era sólo eso lo que Rynthala tenía en la mente.

Por lo menos lucharían codo con codo. Si se llegaba contraatacar fuera de las murallas, los hombres de armas de Rynthala y Darin montarían y saldrían al galope. Sería la tercera batalla de la joven en seis días, las tres libradas ante los ojos de Caballeros de Solamnia.

Estaba aprendiendo a hacer la guerra a un ritmo frenético.

«Lo único que tengo que hacer ahora es vivir el tiempo suficiente para utilizar ese conocimiento», pensó Rynthala.

El ruido de las hachas y las sierras llegó flotando desde el bosque, arrastrado por el cálido viento. ¿Máquinas de asedio? Demasiado tarde, y el terreno demasiado escarpado en ese lado. Probablemente escalas de asalto… y decía mucho del enemigo que sólo ahora estuviera preparando ese elemento vital para el ataque definitivo.

Cierto, las escalas de asalto eran un estorbo en terreno boscoso. Pero quinientos hombres con escudos y escalas, avanzando a la carrera y cubiertos por quinientos arqueros, podían tomar Belkuthas en el tiempo que tarda en enfriarse una taza de tisana, con o sin caballeros.

Rynthala quiso guardar ese pensamiento en su corazón, dejar que la calentara y la permitiera creer que la batalla no sería más dura que perseguir enanos gully para echarlos del estercolero del patio. No pudo. Había oído demasiado, visto demasiado… y, además, éste era su hogar.

Cualquier batalla en este lugar sería maldecida por los verdaderos dioses.

En el bosque proseguía el tumulto de los carpinteros, pero ahora un cuerno sonó imponiéndose a todo lo demás, y fue respondido por unos tambores.

Más de mil hombres avanzaban en tres columnas a través del bosque. La mayor era la de Zefros, con sus propios hombres, los reclutados sobre la marcha y hombres elegidos que habían llegado en grupos demasiado reducidos para contar con un capitán propio. Zefros no era tan tonto como para ignorar lo que eso decía de los hombres. Simplemente esperaba que fueran los primeros en caer.

Zefros iba a la cabeza, por la derecha, con Luferinus en el centro. Era un capitán que muchos oficiales inferiores seguirían, fuera por respeto o con la esperanza de hacer méritos a los ojos del Príncipe de los Sacerdotes.

A la izquierda cabalgaban los hombres escogidos, vigilados más que mandados por los dos caballeros y sus hombres de armas. Esa posición había sido negociada entre Zefros, Luferinus y sir Lewin. Esta columna izquierda debía rodear la ciudadela, manteniéndose fuera del alcance de los arcos, y cerrar el paso a los refugiados que pretendieran huir y a los enanos que intentaran contraatacar. Estas órdenes preservarían las vidas de los hombres y el honor de los caballeros sin excesivo riesgo de derramamiento de sangre. Ni los refugiados ni los enanos eran tan necios como para entretenerse en un campo de batalla.

El ejército estaba ahora justo fuera del alcance de las flechas disparadas desde la muralla más exterior, o al menos desde la montaña de cascotes que se alzaba donde antes había existido una muralla. Zefros estudió las sucesivas barreras que se interponían entre sus hombres y la ciudadela interior, buscando arqueros ocultos.

Hizo una seña a Luferinus y ambos capitanes pusieron sus caballos al trote. Las leyes de la guerra exigían que se ofreciera a una plaza fortificada la posibilidad de rendirse; Zefros no ignoraba lo que significaba infringir esa ley a los ojos de los Caballeros de Solamnia.

Las florituras legales nunca ayudaban en cuanto empezaba la batalla, y esta ley en particular dificultaba la mejor posibilidad de victoria de Zefros, asaltar la ciudadela con tanta rapidez que no hiciera falta dejar a nadie con vida para que fuera propagando fábulas. Después, cualquiera que planteara objeciones a este cambio de propietario se enfrentaría a un hecho consumado y necesitaría un ejército propio para revertirlo.

—Revertir. —Zefros paladeó la palabra como si fuera vino mientras cabalgaba a la cabeza de sus hombres. Era un lugar donde en otro tiempo nunca esperó volver a encontrarse, después de la ira de Aurinius, al final de la Guerra de Waydol.

Cuando Zefros llegó a la muralla exterior, alguien le dio el alto desde la ciudadela interior.

—¿Quién vive, armado, cuando no existen enemigos y el deseo de todos es la paz?

Sonaba como un heraldo más que como un caballero. Lástima que sir Lewin estuviera lejos, en el otro flanco. Quizá hubiera reconocido la voz de sir Pirvan.

—Soy el Capitán Mayor Zefros, de las tropas de Istar, comisionado legalmente para hacer de esta ciudadela un bastión de virtud. La queremos para alojar a nuestras tropas mientras reconducimos a los silvanestis a las relaciones correctas con Istar.

La respuesta a sus palabras fue un buen montón de carcajadas y varias voces hablando en una lengua que Zefros no nacía. Sonaba a silvanesti; también sonaba grosera.

—¿Qué respondéis? —insistió.

—Respondo que no tenéis asuntos legales en esta ciudadela. Ya aloja a una embajada del rey de los silvanestis. Si estáis autorizados a reuniros con el juez supremo Lauthinaradalas para discutir todos los asuntos relevantes entre Istar y el reino de los elfos silvanestis, podéis entrar, con las personas que deseéis y con el mismo rango que el juez supremo. De lo contrario, debemos pediros que acampéis fuera y, si intentáis entrar por la fuerza, daos por avisados de que seréis tratados como enemigos.

—Confiados, ¿verdad? —dijo Luferinus—. Sin agua, una turba de campesinos en sus manos y un noble elfo a quien impedir que pinchen en el huesudo culo, aun así quieren mandarnos al Abismo.

Zefros intentó encontrar una manera elocuente de formular su respuesta. El silencio se prolongó hasta que Zefros, comprendió que parecería un idiota si se alargaba más.

«Que Zeboim se lleve a los caballeros —pensó—. Defendemos la ley y la espera sólo beneficia a nuestros enemigos».

Zefros se irguió sobre los estribos.

—La ciudadela de Belkuthas se niega a rendirse a las tropas de Istar que luchan en nombre de la virtud. ¡Que se preparen todos los que se interpongan en su camino! ¡Grupos de asalto, adelante, a paso ligero!

Pirvan había avanzado dos murallas desde la ciudadela al interior para parlamentar. Cuando Zefros —fácilmente reconocible por la descripción de los kenders— ordenó el ataque, Pirvan y sus hombres de armas tuvieron que retirarse con la máxima rapidez acorde con su dignidad.

Podían haberse retirado gateando. Con la idea de los atacantes de lo que era paso ligero, difícilmente habrían dado, alcance a un niño de cuatro años. Pirvan casi lamentó no haber apostado varios grupos de arqueros entre las ruinas exteriores. Podían haber dado un puñetazo en la nariz a los agresores unos doscientos metros antes, quizá deteniéndolos y manteniendo a sus arqueros fuera del alcance de tiro del patio donde se hacinaban los refugiados.

«“Debería haber…” es una expresión que todo capitán ha pensado, pero la victoria es para quienes no dejan que eso los amedrente». Pirvan había olvidado dónde lo había leído, pero recordaba el buen juicio que demostraba entonces, y ahora.

El honor exigía que los hombres de armas que lo acompañaban subieran primero por la escalera. Cuando él, por fin, trepaba por ella, apareció un rostro inesperado sobre la muralla. Era el mercenario Rugal Nis.

—Yo y los muchachos hemos estado hablando —dijo sin preámbulos—. La magia con el pozo es ilícita. No hemos jurado permanecer al margen de esta lucha. La mayoría deseamos intervenir a vuestro lado. ¿Podemos armarnos y salir sin problemas?

Pirvan miró en derredor. No había nadie cerca a quien mereciera la pena consultar, salvo Haimya y Eskaia. Ambas lo miraban a él, como si esperaran que fuese un manantial de sabiduría.

La responsabilidad del mando era una dicha constante.

—Muy bien. Pero te prevengo: no te alejes de mí. No puedo hablar por la confianza de todos los lugareños hasta que hayáis demostrado ser buenos camaradas.

Rugal Nis hizo una mueca y dio una palmada a Pirvan en la espalda. Repitió el gesto con Haimya; intentó besar a Eskia, pero la joven se escabulló ágilmente, aunque sin dejar de reír.

Pirvan esperaba que hubiera motivos de risa al final de la jornada.

Los hombres de Zefros avanzaban en masa, o más bien en tropel por lo que antes había sido el campamento de sir Pirvan. Cuando el caballero llevó a sus hombres al interior de las murallas, también se encargó de que llevaran consigo todo lo valioso. Unas cuantas tiendas que ya habían vivido su última campaña, leña, cacerolas oxidadas, las cenizas de hogueras y la tierra extraída de letrinas cuidadosamente disimuladas… Un enano gully habría renunciado a encontrar nada en aquel lugar.

Eso no impidió a varios hombres romper filas, o lo que habían conseguido formar en su lugar, en busca de un botín. Zefros salió a reunir a los que se perdían. Habría ido de buen grado hasta Lunitari por encontrar una docena de buenos sargentos que le hicieran la faena.

Luferinus vio a Zefros que cabalgaba directamente hacia él y pareció pensar que su camarada capitán deseaba celebrar otra reunión. Dirigió su propio caballo hacia el campamento, dirigiendo una mirada por encima del hombro hacia el flanco más alejado. Allí, sir Lewin impedía que los hombres cayeran en las zanjas, tropezaran con sus propios pies o se mutilaran con sus propias armas.

Mientras los dos capitanes cabalgaban uno hacia el otro, una pequeña silueta surgió, aparentemente, del suelo. El primer pensamiento de Zefros fue que era un enano gully. Después reconoció la liviana complexión de un kender… que corría hacia él con la jupak en alto para clavarle la punta afilada.

En aquel momento, Luferinus vio también al kender, desenvainó su espada y picó espuelas. Su caballo se encabrito por la sorpresa. Otros habían visto también al kender, arqueros alistados entre los hombres de Zefros, tanto de la columna como de los saqueadores. Montaron sus flechas, tensaron sus arcos y dispararon con gran celeridad, pero con escasa puntería.

El kender se dejó caer al suelo y, cubierto como estaba de ceniza y mugre, era casi invisible. Las flechas pasaron volando inofensivamente por encima de él, y no tan inofensivamente perforaron al caballo de Luferinus en varios puntos diferentes.

El caballo relinchó y volvió a encabritarse, retorciéndose en un frenesí agónico. Luferinus también se retorció, luchando por mantenerse en su silla. Perdió la batalla, perdió la vertical y se estrelló contra el suelo, con un pie todavía enganchado en el estribo. Antes de que consiguiera levantarse nuevas flechas hirieron al caballo y se desbocó.

Ante los atónitos ojos de las dos columnas que avanzaban, el caballo de Luferinus se alejó galopando en medio de una nube de polvo, arrastrando al capitán, Zefros picó espuelas y emprendió la persecución.

En un momento, el polvo engulló a los dos capitanes… y también a todos los hombres de ambas columnas, montados y a pie, que los seguían.

Donde antes había un ataque formidable, al menos en superioridad numérica, de pronto había desaparecido, y en cuanto a la superioridad, no había dos hombres que estuvieran haciendo lo mismo.

El primer pensamiento de Pirvan mientras contemplaba la desintegración del ataque fue que Tarothin debía haber encontrado un conjuro para nublar el juicio de los atacantes. El Túnica Roja estaba en lo alto de la fortaleza, desde donde podía verlo todo, y disponía de todo el material y los artilugios mágicos que sus alforjas y la ciudadela pudieron proporcionarle. Pero nada de preguntarle, hasta el final de la batalla; eso no era algo que pudiera encomendarse a un mensajero.

El caballero seguía observando la confusión del frente cuando oyó unas pisadas familiares a su espalda. Sir Darin caminaba con sorprendente ligereza, para alguien de su tamaño, pero incluso sobre piedra maciza, ese tamaño hacía su paso inconfundible.

Entonces Pirvan cayó en la cuenta de que Darin no estaba solo y se volvió para contemplar no sólo al caballero, sino también a los dos elfos que había a su lado. Uno parecía preferir esconderse detrás de sir Darin. El otro dio un paso al frente.

—Sir Pirvan. No diré mi nombre porque no quiero testigos de mis palabras hasta haberlas demostrado también con hechos. —Su manera de hablar, en lengua común, era fluida, incluso graciosa.

La elocuencia de los elfos podía ser a veces tan inoportuna como el parloteo de los kenders. Pirvan hizo un gesto de impaciencia.

—Ya has dicho las palabras. ¿Qué hechos propones?

—Varios de nosotros deseamos situarnos en lo alto de las murallas para que nos vean quienes pudieran pensar que nunca estaríamos con vosotros. Tal vez eso haga reconsiderar a ciertos necios de fuera de las murallas su intención de entrar en ellas.

—¿Os mostraríais armados? —preguntó Pirvan—. Esto es una batalla, por si no lo habías advertido. No es lugar para gestos de elfos desarmados. No quiero que vuestra sangre caiga sobre mi conciencia.

Estuvo tentado a añadir que sólo un loco daría motivos a Lord Lauthin de quejarse más de lo que ya lo hacía. La expresión de los elfos detuvo la lengua del caballero. Parecían decididos a afrontar la muerte antes que volver a mantenerse al margen de la batalla. Por llevar a cabo esa decisión, estaban cometiendo lo que en las tropas humanas solía llamarse sedición.

En la mayoría de los casos, un soldado era ejecutado por cometer ese delito. Pirvan se preguntó cuál era el castigo entre los silvanestis… y rezó para que no tuviera que averiguarlo aquel día.

—Muy bien. Tú y los que piensen como tú, llevad vuestros arcos y flechas. Dad un rodeo hasta la cara de la ciudadela que da a la colina. Dudo de que tengamos mucho que temer de esos tipos, pero hay otra columna dando la vuelta para situarse a nuestra respalda. Quizá necesiten que los desanimen un poco más.

Como había hecho con los mercenarios, Pirvan mandó a dos de sus hombres de armas para que escoltaran a los elfos, Esto lo dejó a él con un hombre de armas, Haimya y Eskaia No mucha dignidad para el comandante de una gran ciudadela asediada. ¿Debía pedir a Krythis una pluma para su yelmo, o quizás un palio para protegerse del sol, que parecía capaz de calentar las rocas lo bastante para freír un huevo encima antes de que acabara el día?

Tal vez el día no acabara sin más risas. Entonces Pirvan lamió los resecos labios y recordó el tema del suministro de agua de la ciudadela.

Sir Lewin se había ido situando progresivamente a la cabeza de la columna, lo cual le permitía mantenerse ocupado y proteger así su propia insensatez. Lo acompañaban diez hombres y el resto estaba distribuido a lo largo de la marcha, con sir Esthazas cabalgando en retaguardia.

Todos los solámnicos se mantenían bien alejados de sus camaradas, aunque sólo fuera para no derribar de su silla ninguno de ellos. Además, sir Lewin quería a sus hombres libres para formar y cargar si tropezaban con un gentío que mereciera tales maniobras.

Sin embargo, sus esperanzas al respecto se reducían a pasos agigantados. El terreno estaba acribillado de madrigueras y pequeñas zanjas excavadas por la lluvia, era demasiado abrupto para permitir casi ningún tipo de ataque. Las murallas de ese lado también estaban más deterioradas y era fácil encontrarse atravesando campos de cascotes sin previo aviso.

Cuando sir Lewin refrenó su montura para buscar un camino por donde atravesar uno de esos campos de cascotes, miró casualmente hacia la muralla. No había perdido vista con sus casi cincuenta años y no le costó reconocer a los que se erguían sobre la muralla, aunque estuvieran a un buen tiro de arco de distancia.

Elfos. Su postura, su complexión, sus ropas multicolores… todo gritaba en el oído de sir Lewin.

Él no gritó. Pero su exabrupto fue agudo como un grito de guerra.

—Los elfos se han unido a la lucha por Belkuthas. La embajada ha roto su juramento. ¡Seguidme, por el honor de Istar y el nombre de soldados de la virtud!

Entre los que reconocieron el sonido del cuerno de batalla de los Caballeros de Solamnia estaban sir Pirvan y sir Dafin. Pirvan no podía ver al otro lado de la ciudadela con la misma facilidad que Darin, con sus centímetros adicionales de estatura, por lo que fue el caballero más joven quien vio primero la verdad.

Masculló una palabra que Pirvan nunca había oído salir de sus labios.

—Hay un caballero a la cabeza de la columna de retaguardia —dijo Darin—. Debo salir a averiguar qué hace en tan dudosa compañía.

—¿Tienes que…? —empezó a protestar Pirvan. Darin negó con la cabeza.

—Si está aquí por designio de las Órdenes, bienvenido sea. No permitirá que me hagan daño. Si está aquí por otras razones… debe saber lo necio que es por cabalgar con ellos contra compañeros caballeros.

Sólo que sir Darin no usó la palabra «necio». Empleó otra mucho más fuerte en la lengua de los minotauros. Pirvan se la había oído usar antes, pero nunca aplicada a otro caballero o a una persona que Darin respetara.

El caballero de más edad seguía recobrándose de su sorpresa cuando Darin bajó de un salto de la muralla, para aterrizar en medio de las escaleras. Bajó el resto de los escalones de tres en tres y luego cruzó el patio como una flecha en dirección a su montura.

—¡Abrid las puertas! —rugió Darin un momento después—. Paladine exige que salga a defender el honor de un caballero.

Por suaves que solían ser sus palabras, Darin poseía un vozarrón acorde con su estatura. Pirvan temía que lo oyeran desde los árboles y tuviera una docena de flechas clavadas antes de que se hubiera alejado veinte pasos de las puertas.

Pero Darin tenía razón. Los Caballeros de Solamnia tenían que salvar del honor de otros caballeros, cuando la ignorancia o la locura podían mancillarlo.

Brevemente, Pirvan maldijo el momento en que aceptó el mando de Belkuthas. Su honor le exigía permanecer en su puesto y dejar que Darin saliera a defender el honor ajeno.