El grupo de Pirvan llegó a la ciudadela de Belkuthas más tarde de lo que el caballero habría deseado, pero antes de lo que esperaba. La desbocada cabalgata de Rynthala hizo salir a un enjambre de refugiados sanos que ayudaron a abrevar a los caballos, atender a los heridos y sepultar a los muertos.
Por lo que decían los refugiados, las bandas de mercenarios que recorrían el territorio con el nombre de soldados fiscales estaban poco disciplinadas o pretendían aterrorizar la gente. La mayoría de los campesinos y pastores que habían visto sus hogares incendiados y sus rebaños diezmados no veían la diferencia, ni Pirvan los culpaba realmente por no quedarse para averiguarlo.
Los refugiados se mostraron patéticamente agradecidos con Pirvan y casi tanto con los Grifos, aunque algunos de las zonas más exteriores habían sufrido las incursiones de los Jinetes Libres. A su modo de ver, alguien estaba dando a los mercenarios una lección que necesitaban desesperadamente, después de la cual todos volverían a casa y dejarían tranquilos a los campesinos y pastores pacíficos.
Así lo esperaba Pirvan. No tenía estómago para sugerir que eso podía ser el principio de una larga y penosa experiencia, menos para sugerir que el señor y la señora de Belkuthas quizá no habían hecho el mejor favor a los refugiados acogiéndolos en su fortaleza.
El problema era, simplemente, que para un soldado con experiencia como Pirvan, Belkuthas seguía sin ser defendible de un ataque en serio. Y eso a pesar de todo el esfuerzo que habían realizado hasta entonces sus defensores —humanos, enanos y de otras razas—, del cual se sentían justamente orgullosos.
La ciudadela original abarcaba varias veces el área de la habitada en la actualidad. Krythis y Tulia habían dejado en condiciones de defender sólo la habitada, que permitiría mantener una guarnición de doscientos hombres. Sólo tenía un pozo, pero por lo demás haría falta un largo asedio, catapultas pesadas o conjuros potentes para rendirla.
Los conjuros poderosos quizá estuvieran ya en manos del enemigo. Pirvan decidió hablar sobre el asunto con el Túnica Roja. Mientras tanto, la ciudadela habitada alojaba a más de quinientos refugiados, la mayoría bocas inútiles, además de sus defensores, parte del ganado de los refugiados los dioses sabían qué más.
Pirvan esperaba que también acogiera a Krythis y Tulia.
Fuera del área habitada se esparcían los restos de antiguas murallas y muñones de torres. Muchas de ellas habían sido esquilmadas de piedras a lo largo de dos siglos, por lo que mil hombres habrían necesitado dos años para devolverlas a su estado original. En su estado actual, eran totalmente indefendibles y no ofrecían protección alguna a los otros dos pozos de la ciudad. Sí ofrecían, en cambio, muchos escondrijos rara que un atacante escalara furtivamente las murallas defendidas y los atacara por sorpresa.
Con escasez de tiempo y abundancia de hombres, Pirvan apostó a que esto era exactamente lo que haría cualquier agresor, Decidió desplegar a sus combatientes para proteger al menos su lado de la ciudadela de esa amenaza concreta y evitaría que nada mayor que un ratón la atravesara sin oposición.
Entonces sería hora de hablar con Krythis y Tulia.
Pirvan dio órdenes a Tres Manos, Darin y Haimya. Con Rynthala de vuelta en casa, volvía a estar sometida a la autoridad de sus padres, con cierto asesoramiento por parte de Tharash esperaba Pirvan. Después fue a ver a los heridos, dejando a Hermano Halcón para el final, en parte por cortesía y en parte porque el guerrero Grifo no necesitaba que le dieran ánimos.
Para ser un hombre con una brecha sangrante en el cuero cabelludo, y los músculos desgarrados y los huesos de una pierna rotos, Hermano Halcón estaba de buen humor. Pirvan imaginó que en parte era fingido, para animar a Eskaia y a los demás heridos, pero también sabía que los Jinetes Libres eran tan firmes en su decisión de sufrir el dolor con entereza como en demostrar su honor.
Tener la mitad de la cabeza afeitada y la mayor parte de esa mitad medio vendada no mejoraba el aspecto de Hermano Halcón. Por el modo como lo miraba Eskaia, podía haber sido la reencarnación de un dios.
—Eskaia, ¿te importaría traerme agua, ahora que hay alguien para relevarte? —pidió Hermano Halcón—. No esperes por las hierbas. Bebería orín de caballo si supiera que el caballo está sano.
Eskaia le acarició la mejilla del otro lado de la herida del cráneo y abandonó la habitación. Cuando salía, Pirvan observó extrañado que ya se había lavado la cara y cepillado el pelo. No porque no pudiese hacerlo en cinco minutos, ni porque no estuviera preparada para la batalla, sino porque dos años antes una pequeña guerra no la habría hecho cambiarse de ropa entre la cabalgata y la cena.
—Quizá sea eso lo que bebas antes de que acabemos con Belkuthas —dijo Pirvan.
Hermano Halcón volvió la vista hacia la ciudadela.
—¿El agua?
—Sí, y mucho más. Te lo contaré más tarde.
—Mucho más tarde. No digo nada en contra de vuestra hija…
—Muy prudente por tu parte, hermano de hermano.
—Una herida en la cabeza no me privará del juicio, por que no lo tengo, o al menos eso me dijo mi madre un día —replicó Hermano Halcón—. Si digo que Eskaia estará de mejor talante cuando yo empiece a curarme, de modo que tengo que hacerlo rápido. Hasta entonces, ¿podéis decirle que no me desvaneceré en una nubecilla de humo si ella se aparta los ojos de mí el tiempo que se tarda en respirar dos veces?
—Díselo tú mismo, Hermano Halcón.
—¿Tengo… ese derecho? Según la costumbre de los Jinetes Libres, eso significa…
—Probablemente signifique que tendré que pintarme de azul y afeitarme la cabeza, para luego poder hacerme hermano de sangre de Espina Roja, todo lo cual haré muy gustoso para mantener la paz. Sin embargo, en lo que nos concierne a nosotros, según la costumbre de nuestra familia, quienquiera que desee que otro haga algo, debe pedirlo personalmente. Además, estoy convencido de que la petición le sentará mucho mejor a Eskaia si no viene de mí. Si menciono una sola palabra de esto, se envolverá contigo debajo de la misma manta…
Hermano Halcón tenía la piel lo bastante clara para sonrojarse. También parecía haber aspirado una buena cantidad de polvo, a juzgar por su manera de toser.
—Te pido perdón, Hermano Halcón. Y ahora, antes de que haga el ridículo más de lo que ya lo he hecho…
Una trompeta sonó en la fortaleza. Un cuerno de argentino son respondió a lo lejos.
—¡Que cincuenta plagas caigan sobre los silvanestis! —exclamó Hermano Halcón—. Tiene que ser Lauthin el Latoso y su pequeño rebaño.
No mejoró la predisposición de Lauthin oír el apelativo «Lauthin el Latoso» en boca de toda la ciudadela desde el mismo instante de su llegada. Ni tener que esperar para ser recibido en un estado adecuado.
Sin embargo, sus tropas ya habían decidido que no tenían nada que perder preparándose para lo peor y nada que ganar intentando aplacar a alguien que parecía haber nacido de mal humor y empeorado con cada siglo que pasaba. Éste era su hogar; Lauthin podía utilizarlo con su consentimiento o acampar en el bosque sin él.
Tulia y Rynthala salieron a instalar a la embajada en un lugar seguro y cómodo para acampar, muy alejado de los hombres de Pirvan y, sobre todo, de los refugiados. (El concepto silvanesti de la superioridad de los elfos era comparable a la creencia de un humano en que los elfos eran decadentes y cobardes).
Krythis se encargó de poner en orden las dependencias y el salón todo lo posible. Incluso consiguió lavarse la cara y manos, aunque de sus ropas se habría podido sacudir el polvo suficiente para preparar mortero en un capazo de mediano tamaño.
Tharash no dejaba de correr de un campamento al otro y a la ciudadela, hasta que Krythis le dijo que se recogiera con una jarra de cerveza y no se moviera en una hora.
—¿No quieres que me quede por aquí?
—No habrá problemas. ¿Lo comprendes? ¿Lo comprende toda nuestra gente?
—Sí. Hablaré con un par de los jóvenes. Tienen la sangre caliente, comparado con cómo eran en mis tiempos. —¿Tuviste una juventud, Tharash? ¿No naciste tal como eres ahora?
El elfo se rió y fue a procurarse la cerveza. Su partida fue la señal para el regreso de Tulia y Rynthala.
Los cuernos y los tambores que anunciaban la llegada —el asalto, quería llamarlo Krythis— del juez supremo Lauthin siguieron inmediatamente después.
A Zefros no le alegraron las noticias, ni la derrota de los mercenarios emboscados, ni la llegada de Pirvan a Belkuthas sano y salvo. Lo único que lo consolaba era que Luferinus y Wilthur parecían aún menos satisfechos. El placer de contemplar su disgusto, o incluso su desaliento, cedió paso a la impaciencia por su negativa a contarle detalles. Quizás hallaban placer en tratarlo como a un idiota; les saldría muy caro si lo notaban las tropas de Zefros.
Por el momento, los recuerdos de los hobgoblins del desierto y los rumores de que el enemigo contaba con magos contribuían a que los hombres decidieran aceptar en sus filas a los magos misteriosos encapuchados. Su aceptación quizá no fuera eterna, y entonces les importaría un bledo que Zefros desanimara o animara a los desertores de su usurpado ejército.
Los hombres se marcharían. Si se enteraban de que Wilthur el Pardo era el origen de la magia, se marcharían apresurada y desordenadamente.
Mientras tanto, si estos fanáticos del Príncipe de los Sacerdotes querían la ayuda de Zefros, deberían informarle.
—Me parece que lloramos antes de saber si se ha derramado la leche —dijo Zefros, tras tomar un sorbo de vino, temía que era el último. A las nuevas compañías que llegaban ya no les quedaba nada, y tampoco ayudaba el botín de las granjas saqueadas. Los lugareños parecían inclinarse por la cerveza, que él nunca había sido capaz de digerir, o el aguardiente enano, que sólo servía para embalsamar cadáveres.
—¿Y eso? —preguntó Luferinus.
—Si los exploradores tienen razón acerca de Pirvan, ¿por qué no van a tenerla también sobre el hacinamiento en la ciudadela? Y llegarán más refugiados.
—¿Y qué? —replicó Wilthur. Condensó un mundo de frustración en una sola palabra.
—Tenemos una gran ventaja numérica. Vosotros insistís en que haber sido repelidos hundirá los ánimos de nuestros hombres. Bien, yo lo dudo. La manera más segura de garantizar que eso no ocurra es que yo diga lo que crees.
—¡No lo harás! —exclamó Wilthur. Su voz expresaba tanta furia que Zefros medio esperó que arrojara una bola de fuego contra su regazo.
—¿Pretendes llegar a la verdad dando un rodeo o puedes dirigirte a ella directamente? —gritó Luferinus.
—¡Adelante, en marcha! —respondió Zefros. El vino no era mucho ni bueno, pero se lo había tomado con el estomago vacío—. Es sencillo. Asegúrate de que el primer ataque dé en el blanco. Debilítalos de antemano, desde lejos… con magia.
Wilthur pasó de estar a punto de matar a Zefros, a parecer dispuesto a besarlo. El capitán consideró la segunda posibilidad más siniestra que la primera. También recordó que ningún relato sobre Wilthur mencionaba que supiera mucho de la guerra. Luferinus sentía demasiado respeto y temor por el mago como para enseñarle.
«Puedo ser tan mal soldado como aquel viejo bribón de Aurinius decía siempre —pensó Zefros—, pero que Kiri-Jolith me abandone si no soy mejor que este par».
—Con magia —repitió Zefros—. Posiblemente incluso magia sencilla.
—No eres ningún juez de la magia y hablas demasiado —dijo Luferinus.
Wilthur respondió haciendo aparecer una pequeña bola de fuego en su mano. La lanzó al aire y fingió que iba a arrojada contra la cara de Luferinus. El otro capitán palideció. Wilthur levantó un dedo y la bola de fuego se desvaneció con un chasquido.
—Es decir, si hay un conjuro simple para envenenar un pozo —dijo Zefros—. Conjuro simple… envenenar un pozo.
—Por favor, no te dediques a la poesía cuando te retires de la guerra —dijo Wilthur—. No prometo nada. Pero lo que sugieres tiene sentido. Quizá resulte útil.
Zefros deseó sacarle la lengua a Luferinus.
—Lauthinaradalas, juez supremo de los silvanestis —bramó el heraldo elfo.
Al oído de Krythis sonó como un cachorro de minotauro intentando imitar a un macho adulto. ¿Por qué los heraldos de todas las razas sacrificaban siempre la belleza del sonido por el volumen? Había una explicación y hasta una excusa para ello en el campo de batalla, pero ¿bajo techo, en una habitación pequeña donde se podría dar a cualquiera de los presentes arrojándole una galleta?
Lauthin se adelantó. Caminaba a paso vivo y tenía una mirada limpia, aunque sus arrugas y su piel casi transparente decían que era más viejo incluso que Tharash. Además, tenía una voz ronca y ninguna discreción respecto a utilizarla con liberalidad.
«Ser juzgado por Lauthin debe de ser una experiencia ti desagradable —pensó Krythis—, incluso cuando el juicio decide a favor de uno».
Lauthin leyó el decreto real que legitimaba su embajada y definía su objetivo. Con ello se limitó a ampliar detalles de la información que ya había transmitido Belot.
Krythis y Tulia intercambiaron una mirada y luego el semielfo hizo un gesto de asentimiento.
—Si consideras la ciudadela de Belkuthas apta y apropiada al para el objetivo que has declarado, está a tu disposición el tiempo que dure tu embajada.
—Menos mal. Por favor, dispón el traslado de inmediato. No podemos acampar al raso tanto tiempo sin menoscabar la dignidad de los silvanestis.
Krythis vio por la expresión de Tulia que no esperaba las palabras que acababa de oír.
—No hemos recibido tal petición, ni se nos ha ocurrido imaginar que pudiéramos recibirla —fue la respuesta menos grosera que se le ocurrió.
—Entonces Belot no ha cumplido con su deber y me encargaré de él personalmente —dijo Lauthin—. No obstante, pensad en vuestro sagrado deber como anfitriones. Pensad también en que, sin ofrecer una completa hospitalidad a esta embajada, no podéis esperar que os ofrezca un lugar entre los verdaderos elfos de Silvanesti.
Ni Krythis ni Tulia encontraron una respuesta. Krythis porque la rabia lo había dejado sin habla. No recordaba haber estado tan furioso en toda su vida, ni siquiera con un sirviente bebido que había intentado agredir a Tulia.
«Hemos vivido aislados del mundo demasiado tiempo, olvidando cuánta locura hay en él —pensó—. Por eso, cuando llega de un lugar inesperado, nos sorprendemos el doble que casi todos los demás».
Ninguna medida de sorpresa justificaría decir a Lauthin y su embajada que hicieran las maletas y se marcharan a su casa. Si lo hacía, cualquier acuerdo alcanzado entre los elfos e Istar incluiría sin duda la supresión —por el fuego y la espada si todo lo demás fallaba— de Belkuthas y todos sus aliados. Los enanos ofrecerían refugio a sus hijos adoptivos, pero no harían nada más en contra del poder conjunto de dos reinos y razas.
—Creo que formulas tu petición y tu oferta de buena fe Krythis —su voz era casi firme y Lauthin no parecía mirar sus manos ni las de Tulia—. Sin embargo, no podemos hacer lo que pides en un período de tiempo razonable. La seguridad de los refugiados frente a los mercenarios que invaden esta tierra es un deber que hemos contraído y no podemos incumplir. Si estuviéramos seguros de que queréis, sabéis y podéis asumir la responsabilidad de sus actos…
—¡Qué idea tan atroz!
—¿Entonces no sería práctico?
—Señor y señora de Belkuthas, he venido como embajador, no a rescatar a un rebaño de apestosos fugitivos humanos.
La paciencia de Tuna se agotó de una manera audible.
—Son refugiados, no fugitivos, no han cometido ningún crimen excepto ser incómodos para los mercenarios de Istar. No apestan, excepto por la escasez de agua. Un buen número de ellos tienen sangre elfa y…
—Demasiados dicen lo mismo, lo sé. Pero pocos sin mentir, y ésos son qualinestis y kalanestis, no más de mi incumbencia que los humanos.
—¿Qué hay de los enanos? —preguntó Krythis. Era quitarle armas a Tulia, pero alguien tenía que hacerlo antes de que las descargara sobre la cabeza de Lauthin como un orinal en un callejón urbano.
—¿Qué pasa con ellos?
—¿Es el deseo del rey Maradoc crear dificultades, si puedo decirlo con delicadeza, con las naciones enanas? —preguntó Krythis.
—No, pero espera que se metan en sus cuevas hasta que termine este alboroto.
—Me pregunto cómo se ha enterado el rey Maradoc de tantas cosas como para poder hablar por los enanos —intervino Tulia. Al menos se contentaba con arrojar palabras, en lugar de algo más sólido.
—Yo me pregunto por qué la sangre elfa no impide que vosotros dos seáis tan necios —dijo Lauthin. Hizo una señal a su heraldo, que apenas consiguió anunciar la retira del juez supremo a sus aposentos antes de que Lauthin saliera por la puerta a grandes zancadas.
Esta vez Tulia se echó a reír y a llorar al mismo tiempo en cuanto estuvieron solos. Krythis rodeó sus hombros con un brazo.
—Sabes que tiene que volver —dijo—. Maradoc no le agradecerá que la embajada fracase y él se arriesgue a un guerra a causa de un pique por nuestra hospitalidad. Cuando se le enfríen los ánimos, Lauthin pensará en eso. Además quizás encontremos otros lugares para los refugiados. Así habrá espacio incluso para el desmesurado orgullo de Lauthin.
Tulia se secó los ojos con la manga.
—Pides dos milagros a la vez: uno, otro lugar para los refugiados, y dos, juicio en Lauthin. ¿Te lo imaginas en un elfo que cree que ofreciéndonos un lugar en su casa tu soborna para que echemos a personas que han venido a pedirnos ayuda?
—Los viejos nobles silvanestis son orgullosos. Sin duda, Lauthin cree que nos ha ofrecido algo que merece la pena.
Tulia no dijo nada. Krythis le cubrió la mano con la suya y meditó sobre el orgullo de los nobles silvanestis. Cada vez más, se parecía al orgullo de los humanos que reclamaban todas las virtudes para su raza y no dejaban ninguna para las demás.
Pirvan y Haimya tenían una habitación para ellos solos, un regalo que no esperaban. Les llegó gracias a los esfuerzos que realizaron los mercenarios cautivos, los cuales formaron por su cuenta un grupo de trabajo y, bajo la supervisión de Darin, despejaron y aprovisionaron varias habitaciones de la fortaleza.
—No hay fuego, pero esta noche hace calor —dijo el portavoz de los cautivos. Su nombre era Rugal Nis y era un hombre fornido y llano, sin aires de grandeza, pero con un correaje muy gastado y posiblemente algo de sangre de ogro.
—Os estamos agradecidos —dijo Haimya—, pero debo hacerte una pregunta. ¿Por qué?
—¿Por qué hacemos esto? —Nis se echó a reír—. Mala manera de dar las gracias por un regalo, preguntar por qué se hace. Pero os lo diré, lady Haimya. Vos y los vuestros nos combatisteis limpiamente, nos habéis tratado bien aunque nos hayamos negado a cambiar de chaqueta y mantenéis a los degolladores del desierto lejos de nosotros. No perjudica en nada al Príncipe de los Sacerdotes que demostremos nuestro agradecimiento.
—Entonces no dudéis del nuestro —dijo Pirvan, y acompañó a Nis a la salida. Cerró la puerta sin darse la vuelta y, todavía de espaldas, dijo a Haimya—: Aún tenemos que pensar en los mercenarios si tenemos que resistir un asedio. Yo no se los devolvería a los amigos del Príncipe de los Sacerdotes. Tal vez sí a un capitán de mercenarios de fiar, ya que el suyo ha muerto, pero…
Se interrumpió. En aquel momento se había dado la vuelta y contempló a Haimya. Ella se había tumbado en la tras quitarse no sólo su armadura, sino todo lo que hay debajo. Apoyaba la cabeza en una mano y casi, pero no del todo, le hacía señas con la otra de que se acercara.
—Los mercenarios pueden esperar una noche. —¿Tú no?
—Si tengo que esperar, te arrepentirás.
En los bosques del norte, las fuerzas de sir Lewin se unieron a la marcha de una compañía de unos doscientos mercenarios. El caballero oyó contar que Belkuthas se había vendido a los elfos y que un capitán de los altos elfos estaba al mando. Según otro rumor, un señor de los altos elfos estaba, prisionero en la ciudadela y quien lo rescatara obtendría un gran reconocimiento.
—Me parece que nadie sabe lo que ocurre, y quizás alguien difunde rumores falsos para confundirnos —dijo sir Esthazas—. ¿Puedo suplicaros cautela?
—Un caballero no suplica, ni olvida nunca la cautela cuando no conoce cuál es la verdadera senda del honor —respondió Lewin—. Pero en este caso, difícilmente podemos tomar partido por los elfos. No es que me oponga a que rescatemos al señor elfo si está prisionero de sus propio traidores, pero incluso eso significaría trabajar con los mercenarios.
—¿Incluso aunque asedien Belkuthas?
—Como has dicho, nadie parece saber lo que realmente, ocurre. El lugar donde averiguar la verdad estará más cerca de Belkuthas. Allí, los soldados fiscales de Istar no nos agradecerán que nos hayamos mantenido alejados de la lucha. La fama de los caballeros de ser leales a Istar… Ésa es la senda del honor.
El caballero más joven parecía dispuesto a discutir el asunto, pero también reacio, estando al alcance del oído de los mercenarios. Lewin decidió que dejaría que sir Esthazas mandara a los hombres de armas y negociara personalmente con los mercenarios.
En el bosque que rodeaba el campamento de los hombres de Zefros, ahora compuesto por un millar de efectivos y a sólo una hora de marcha de Belkuthas, resonaban extraños ruidos entre los árboles, y hasta el campamento se filtraban acres olores arrastrados por la brisa nocturna. Los centinelas agarraban la empuñadura de su espada y el asta de su lanza, los hombres dormidos se revolvían con inquietud y soñaban con monstruos que brotaban de la tierra.
Mucho más cerca del nivel del mar, los túneles excavados o través de la sólida roca resonaban con las imperturbables pisadas de los enanos que avanzaban decididamente, como siempre, y más deprisa de lo habitual.
En la fortaleza de Belkuthas, en cierta habitación recién siseada, resonaban los gritos de alegría.
Pirvan y Haimya durmieron abrazados, pero el caballero despertó mucho antes de lo que había previsto, ya que era la primera cama que veía en muchas semanas. Tenía extrañas sensaciones, de nuevo no del todo esperadas.
¿Acaso los años no le habían hecho tanta mella como creía? Más probablemente, tener a Haimya en sus brazos le inspiraba aún más de lo que imaginaba.
La besó y sintió que se estremecía; ella rodó sobre sí misma para devolverle el beso. Lo mismo hizo con el abrazo…
La fortaleza temblaba. Pirvan sabía que la pasión por Haimya podía sacudirlo; sus abrazos habían sacudido más de una cama, pero nunca había notado temblar toda una fortaleza en un momento así.
Terremoto. Y la primera norma en tal caso era salir al exterior para no quedarse enterrado debajo de las piedras o maderas desplomadas cuando los temblores fueran demasiado violentos para el edificio en el que te encontrabas.
Sólo estaban un piso por encima del nivel del suelo. Un salto no sería peligroso y sí más rápido que bajar las escaleras. Eso sí, si la ventana era lo bastante ancha…
El caballero estaba acuclillado en la ventana, intentando hacer pasar los hombros, cuando vio hombres corriendo hacia la caseta del pozo de la ciudadela y retrocediendo de pronto. Retrocedieron ante una oscura riada que brotaba del pozo. Estaba coronada de espuma y emitía reflejos plateados aquí y allá debidos a la luz de Solinari.
La inundación no se detenía. Ahora se parecía más a una ola rompiendo contra una costa rocosa. El patio estaba anegado de agua hasta la altura del tobillo y el pozo era una fuente cuyo chorro llegaba más alto que el punto donde encontraba Pirvan.
De repente, la fuente se transformó en una erupción de agua, vapor, arena, lodo, fragmentos de roca y escombros menos identificables. El techo de la caseta del pozo salió volando por los aires como la tapa de una cazuela proyectada hacia las alturas por un chorro de aire caliente. Buena parte de las paredes de la caseta desapareció con él.
Una columna de agua, espuma y cascotes se erguía a gran altura por encima de Belkuthas. Después se arqueó, apartándose de la vertical, y Pirvan oyó por encima del estruendo un imponente chapoteo, cuando el agua se estrello contra el suelo.
Los cascotes más pesados llovieron sobre toda la ciudadela. Pirvan oyó estampidos de piedras al chocar contra el suelo, gritos de dolor al impactar en la carne y más gritos terror por las piedras que caían y el ruido.
Al propio Pirvan no le habría importado encontrar alivio en un grito. La fría verdad caló en su espíritu: la ciudadela estaba siendo atacada con magia. Magia dirigida a su suministro de agua y también al valor de sus defensores.
Sin una de las dos cosas, Belkuthas quedaba debilitada Sin ambas, estaba —no diría condenada— en grave peligro.
Aún tenía los nervios tan a flor de piel que dio un respingo cuando un brazo le rozó la cintura. Se volvió rápida mente y vio a Haimya, atisbando por encima de su hombros la conmoción que reinaba en el patio. Sólo llevaba la daga que guardaba debajo de su almohada.
En el exterior, Rynthala llegó corriendo, vestida con una túnica arrugada sobre una camisa de dormir. También llevaba su arco y sus flechas. Pirvan sospechó que se los llevaría consigo al dormitorio en su noche de bodas. Un hombre que careciera del coraje necesario para enfrentarse a esa perspectiva era improbable que la cortejara, y mucho menos que la conquistara.
—¡Rynthala! —gritó el caballero.
La heredera de Belkuthas levantó la vista.
—Sir Pirvan. ¿Estáis bien vos y lady Haimya?
—Estaremos mejor cuando sepamos qué ocurre.
—¡No queda! —aulló alguien. Después, la turba apiñada alrededor de los restos de la caseta del pozo lanzó gritos al aire nocturno. Por ellos extrajo Pirvan el meollo del asunto.
Algo —estuvo de acuerdo con los que gritaban «conjuros malignos»— había vaciado de agua el pozo y luego hundido la galería. A unos treinta o cuarenta metros de profundidad había roca maciza. Se habló de que alguien bajara por el pozo para asegurarse y al menos una persona sensata había encendido una antorcha. Nadie parecía dispuesto a ofrecerse a bajar, ni Pirvan dudó del valor de nadie por eso.
—¡Rynthala! —gritó—. ¿Hay exploradores de patrulla?
—¿Por qué?
—Porque creo que nuestros enemigos querrán continuar la destrucción del pozo con un ataque, antes de que podamos agruparnos. Unos cuantos exploradores darían la alarma y quizá consiguiéramos entretenerlos con arqueros.
—Yo esperaría que aguardaran a que la sed nos obligara a rendirnos sin luchar —gritó Krythis, que acababa de aparecer, abriéndose paso entre el barro, con un atuendo poco más completo que el de Pirvan o Haimya.
El caballero no quería decir que el tipo de mercenarios que se dirigía hacia allí buscara un botín y mujeres refugiadas, lo cual sin duda no conseguirían sin arrasar Belkuthas.
Los refugiados ya estaban bastante aterrorizados sin necesidad de más malas noticias.
—¿Quién está ahora al mando? —preguntó en su lugar.
Krythis miró en derredor para responder, cuando Rynthala se inclinó y susurró algo al oído a su padre. Lentamente, él asintió y luego miró a Pirvan.
—¿Podéis tomar vos el mando? Sois un caballero veterano y nadie más tiene ese rango o experiencia.
—Muy bien. Pero vos seréis el segundo en la cadena de mando, junto con Tres Manos. En la ciudadela, cuando yo no esté presente, él os obedecerá. Fuera de la ciudadela, del mismo modo, ¿vos lo obedeceréis a él?
Para entonces había otras personas escuchando esta discusión pública de lo que debía ser un asunto privado. Hubo Maldiciones y varias murmuraciones sobre «(vulgaridades) de caballo del desierto».
Pirvan alzó la voz.
—Tendrá que ser así o lo Grifos pueden marcharse. Ciertamente, el honor exigirá que libren una batalla independiente. No podemos permitirlo. —Era un consejo también para los arqueros de Lauthin el Latoso, si tenía a alguien es cuchando.
—Muy bien —dijo Krythis—. Se lo diré a Tharash.
—Hacedlo —respondió Pirvan—. Esperad un momento y bajaré a examinar el pozo. No soy tan joven como antes, pero aún debería ser mejor bajo tierra que cualquiera que no sea un enano.
—No harás nada semejante —siseó la voz de Haimya en su oído—. Primero, porque ahora estás al mando de esto y tu vida no te pertenece. Segundo, porque vas vestido como un recién nacido.
—La mejor indumentaria para excavar pozos, o eso me han dicho —replicó Pirvan. Después se volvió y estuvo a punto de caer en los brazos de Haimya.
La mujer estaba temblando, pero se detuvo cuando lo oyó y sintió que se reía.
—Todavía tengo la daga, si no me cuentas el chiste… —Pero no era la mano que empuñaba la daga la que lo tocó.
Pirvan consiguió poner en palabras lo absurdo de discutir el tema del mando en una fortaleza sitiada mientras se acuclillaba desnudo en la ventana de una fortificación, con un señor semielfo en un estado similar y enfangado hasta las rodillas del barro surgido de un pozo encantado.
Para cuando hubo acabado, Haimya sonreía por fin.
—Aunque si lo absurdo es lo peor que le acontece a Belkuthas antes de que esto termine, todos seremos muy afortunados —comentó.
—Muy cierto. Ahora, por el amor de los dioses verdaderos, déjame vestirme. Tengo que bajar al patio, como mínimo, si no al pozo. ¡Tengo que empezar mi mandato con un poco de dignidad!