11

Los tres grupos armados unificados cabalgaban al amanecer de lo que todos esperaban que fuera el último día de su Viaje a Belkuthas. Los arqueros montados de Rynthala, con la excepción de los exploradores, acompañaban a los Grifos y a los solámnicos.

Era la tarea lógica para ellos, conociendo el terreno como lo conocían. Aun así, algunos Grifos murmuraban que los sirvientes del señor y la señora de Belkuthas podían permitir que se perjudicara a los Jinetes Libres para ganarse el favor de los silvanestis.

Levantando la voz sólo unas cuantas veces, Tres Manos hizo callar a esos propaladores de rumores sin derramamiento de sangre, pero a medida que la columna avanzaba, el jefe de los Grifos llevaba una cara tan larga que casi la Arrastraba por el suelo. También dirigía agrias miradas a los kenders, que cabalgaban uno detrás de otro en un caballo de a cantando (por lo menos Pirvan suponía que aquello era cantar).

Pirvan se retrasó para situarse al lado de su compañero jefe.

—¿No han hecho ya bastante daño esos malditos kenders? —espetó Tres Manos—. ¿Ahora quieren dejarnos sordos?

—Yo creía que nos hacían más bien que mal —dijo Pirvan con cautela. Si los kenders seguían siendo un motivo de queja para Tres Manos…

—Oh, a fin de cuentas, supongo que tienen derecho —dijo Tres Manos—. Pero que destruyeran el risco de los pináculos y bloquearan el paso de Riomis… Eso no quedará sin castigo.

—Fue un accidente, si dicen la verdad —añadió Pirvan. En parte era una falta de tacto. Además, sabía demasiado bien que la narración era un arte entre los kenders y se practicaba en todas partes, incluso entre los humanos que en realidad no lo apreciaban.

—Es posible, pero aun así destruyeron santuarios más antiguos que los Caballeros de Solamnia —dijo Tres Manos—. También bloquearon uno de los pasos más fáciles entre el desierto y los pozos de Riomis y Felthun. Cerrar el paso al agua no es tan perverso como envenenarla, pero los nacidos en el desierto no pueden fiarse de quienes lo hacen. Tampoco los que conocen el desierto como tú deberían elogiar su actuación.

—Sólo los dioses saben de qué lado la justicia… —empezó a responder Pirvan.

La sabiduría que Pirvan pensaba atribuir a los dioses no salió de sus labios. Un grito de los exploradores más adelantados interrumpió la conversación.

—¡Elfos!

Tres Manos masculló algo sobre exploradores que decían lo primero que les pasaba por la cabeza, hasta ahora hueca, y espoleó a su montura. Pirvan lo imitó.

Divisaron a los elfos, que iban montados pero avanzaban a un paso tan lento que Pirvan pudo contarlos fácilmente. Aproximadamente una docena de elfos de mediana edad —uno de ellos casi tan viejo como podía serlo un elfo silvanesti, y aun así se atrevía a salir de su tierra natal— cabalgaban en medio de unos cincuenta arqueros. Los arqueros no llevaban más armadura que cascos de metal, y pocos, otra arma que sus arcos. Sin embargo, nadie en sus cabales menospreciaba a los arqueros elfos. Pirvan igualó su paso al de los elfos. Algunos cabalgaban muy despacio y, además, es muy malos jinetes.

Un grito airado resonó en la falda de la colina.

No arrancó ecos tan fuertes como lo habría hecho el día antes; ahora estaban en la parte boscosa de las colinas y los árboles apagaban notablemente los ruidos. Pero el elfo gritaba con la fuerza de la justa indignación y se habría hecho oír en pleno campo de batalla.

—¡Rynthala! ¡En verdad nos honras recibiéndonos sólo ahora!

Pirvan giró rápidamente la cabeza en todas direcciones, buscando al dueño de la voz. En su lugar vio a sir Darin obligando a su caballo a dar media vuelta y dirigirse hacia los elfos. Con la lentitud que necesitaba para mantener el equilibrio en un terreno tan abrupto, le llevó cierto tiempo conseguirlo, pero los elfos se habían quedado tan estupefactos por el tamaño de Darin que guardaron silencio hasta que estuvo a la distancia suficiente para hacerse oír.

—Disculpadme, dignos consejeros y guerreros elfos. Soy sir Darin Waydolson, jefe de los exploradores de esta tropa comandada por sir Pirvan de Tirabot y Tres Manos, hijo de Espina Roja de los Grifos.

Darin recibía toda la atención de los elfos y Pirvan consiguió por fin identificar a su portavoz y jefe. Era el de más edad, aunque su encorvado y frágil cuerpo parecía poseer una voz juvenil.

—Rynthala se unió a nosotros en el campo de batalla contra mercenarios renegados —explicó Darin—, enemigos de la paz de todos los habitantes de esta tierra. Como ella conocía el terreno, sir Pirvan y Tres Manos le ordenaron que se convirtiera en nuestro guía. Por eso, si deseáis acusar a alguien de mala conducta, que no sea a Rynthala, que también pensó que correríais menos peligro si nuestra patrulla era numerosa.

—Ningún peligro puede acercarse a cincuenta arqueros elfos —respondió el anciano elfo—. Se trataba del deber, no de la seguridad. A menos, quizá, que Rynthala tuviera miedo de venir sola y deseara permanecer en tu compañía.

Llegados a este punto, sir Darin se puso de un color que los kenders encontraron muy divertido, a juzgar por sus estridentes carcajadas. Pirvan pensó que Darin iba a perder los estribos. Aunque sabía por qué y no dudaba de que sería de justicia hacerlo, no podía llamarlo prudente.

Espoleó a su caballo para situarse a la altura de Darin.

—Sir Darin dice la verdad, y con mi voz. Presentadme a mí vuestras quejas, si creéis que tenéis verdaderos motivos. O, más honorable para el nombre de los silvanestis, seamos compañeros de viaje hasta que lleguemos a Belkuthas. Después, el cansancio no enturbiará nuestro juicio.

El jefe elfo parecía dispuesto a continuar la conversación, pero un compañero suyo lo agarró por el hombro de la túnica y lo obligó a callar. Esto dio a Pirvan ocasión de situarse, junto a sir Darin.

—Que así sea —dijo el viejo elfo.

Pirvan hizo caracolear a su caballo, manteniéndose lo bastante cerca de Darin para hablarle en susurros.

—Bien hecho, en general, pero ¿por qué te has descubierto enseguida? —preguntó Pirvan.

—No dudaba de vuestro honor —dijo Darin. Era una rara observación, viniendo de sus labios; normalmente guardaba silencio durante horas cuando debía haber hablado, antes de arrojar dudas sobre el honor ajeno. Al haber sido educado por un minotauro, entre cuya raza el honor era una cuestión de vida y muerte, tenía mucho que ver con ello.

—Gracias —dijo Pirvan. Esperaba que su voz no destilara sarcasmo.

—Dudaba de vuestra rapidez, y no de la de Rynthala —añadió Darin.

Éste no parecía ser el mejor momento para adivinanzas y Pirvan se lo hizo saber. Darin se ruborizó.

—Parecía dispuesta a atacar a los elfos, o al menos a decir cosas que ningún silvanesti de tan alto rango perdonarla jamás. Me sentí obligado por el honor a salvar a nuestros futuros anfitriones de una situación tan embarazosa.

—También a su hija.

—Naturalmente. —El rubor no se intensificó, pero tampoco desapareció. Pirvan confiaba en que Darin no diría nada inadecuado, fueran cuales fuesen sus sentimientos hacia Rynthala, o los de ella hacia él. Aún esperaba que el caballero no sintiera más que el deseo de defender el honor una camarada de armas ante un ataque infamante, que entre los minotauros habría significado un duelo a muerte.

«¿A cuál de los dioses verdaderos —se preguntó Pirvan— reza uno para evitar que los jóvenes se enamoren en los momentos inoportunos para ellos y los demás?». Pirvan no estaba seguro, pero le pareció que Mishakal —que curaba la mente y el cuerpo, además de ser consorte de Paladine— podía ser un buen principio.

Pero antes de que Pirvan pudiera formular su oración, un grito lo interrumpió de nuevo. Esta vez no contenía palabras ni las necesitaba, pues Pirvan pudo verlo por sí mismo.

Tarothin, el mago Túnica Roja, se bamboleaba en su silla de montar y tenía vidriosos y ciegos los ojos que volvía hacia el cielo.

En los primeros momentos del conjuro, Tarothin detectó la presencia de magia para confundir la mente de sus compañeros. Pero había algo en ella —algo para lo cual sólo había palabras arcanas, pero que podía compararse al buqué del vino— que le era tan desconocido que no inició un contraconjuro.

Eso estuvo a punto de ser su perdición y también la de los otros. Percibió que el conjuro alcanzaba la mente del elfo de más edad —el juez supremo Lauthinaradalas— y también la de Rynthala. Oyó las palabras que se formaron en sus respectivas mentes, sólo ligeramente alteradas, antes de que llegaran a sus labios o a los oídos de los demás.

Pero, por no haber iniciado su réplica inmediatamente, Tarothin no pudo detener las palabras del elfo. Tampoco, ando contraatacó, podía ser sutil.

Arrancó el conjuro de la mente de Rynthala con la sutilidad de un médico de campaña apartando una venda de una herida coagulada. El grito de la mujer fue interno, por fortuna, y Tarothin sabía lo que Darin haría a continuación.

Sin embargo, antes de que Pirvan se acercara al caballero joven, el Túnica Roja se concentró en desviar un segundo intento de usar el extraño conjuro. Esta vez lo consiguió; nadie más que él se enteró del ataque y ahora averiguó la identidad de su adversario.

La verdad desnuda y el esfuerzo del contraconjuro hicieron gritar y balancearse en su silla a Tarothin. Era como si le hubieran golpeado violentamente con una porra en las costillas y la parte posterior del cráneo. Por un momento, incluso se quedó sin aliento.

Enseguida, Pirvan estaba a su lado, sosteniéndolo, y Gerik se acercaba por el otro lado para hacer lo propio. Tarothin hizo un esfuerzo para llenarse los pulmones de aire una vez más y se agarró al pomo de la silla hasta estar seguro de que sus manos eran capaces de sujetar de nuevo las riendas.

Por fin estuvo en condiciones de hablar.

—Magia. Enemigos… cerca. Y… Wilthur lucha contra nosotros.

Antes de que Pirvan pudiera responder, una oleada movimiento en los árboles atrajo todas las miradas.

Luego el gemido de las flechas al caer perforó todos los oídos.

Desde el lomo de un caballo que ya respondía a la presión, de sus rodillas, Pirvan vio las flechas, una imprecisa sombra oscura recortada contra el cielo azul. Su montura tampoco era la única que se movía. Nadie que hubiera visto u oído las flechas era tan novato como para no conocer la táctica más elemental para sobrevivir a una emboscada de arqueros: las flechas apuntan hacia donde estás cuando el arquero dispara; por eso, antes de que lleguen, vete a otra parte.

Esto significaba un gran número de caballos y jinetes moviéndose todos en direcciones distintas al mismo tiempo, en un espacio comparativamente reducido de terreno no demasiado llano. Hubo colisiones, caídas, y varias flecha dieron en el blanco.

Pero las compañías unidas habían dejado de ser un blanco indefenso antes de que la primera flecha se clavara. Ahora, estaban en formación de combate y constituían tanto una amenaza como un blanco.

Fue una suerte que los arqueros hostiles hubieran disparado a una distancia excesiva para cualquiera menos para los arqueros elfos más veteranos. En realidad, algunas flechas se quedaron cortas, y varias de las que dieron en el blanco carecían de fuerza para penetrar y herir gravemente.

Pirvan comprendió que una razón de que el enemigo hubiera disparado desde tan lejos era para evitar herir o provocar a los elfos. Fuera cual fuese la razón que tenían para ser enemigos de Pirvan y sus compañeros, todavía no eran enemigos de los silvanestis.

Esto no decía mucho de lo que Pirvan quería saber sobre los atacantes. Los silvanestis, después de todo, no carecían de enemigos. Hablaba de la presencia de otra banda de mercenarios, esta vez con un poderoso mago llamado Wilthur que trabajaba para ellos.

Haimya gritó, más fuerte que nunca, excepto durante un parto. Profería maldiciones; no era la única. Casi como un solo hombre, los elfos habían hecho dar media vuelta a sus monturas y se alejaban de la línea de fuego. Ni siquiera descolgaban sus arcos, y mucho menos devolvían el fuego. Pirvan fue comprensivo respecto a lo último: algunos elfos se esforzaban por no caerse de la silla. Se alejaban de los combatientes de Pirvan, no avanzaban hacia ellos. Tan claramente como si lo hubieran escrito en el cielo, los elfos decían que ésta no era su guerra y que quien hubiera disparado contra los hombres de Pirvan podía seguir haciéndolo.

El caballero estuvo a punto de unirse al coro de maldiciones, pero observó que la retirada de los elfos había despejado la falda de la colina para un avance por los bosques. No fue el único que lo advirtió.

Hermano Halcón y unos veinte Jinetes Libres ya subían por la ladera, pasando de un trote corto a un medio galope. Pirvan rezó para que no intentaran el galope tendido, o se caerían más deprisa que los elfos, algunos de los cuales intentaban ahora dar alcance a sus monturas sueltas o montarse en la silla de otras encabritadas.

Pisándoles los talones a los Jinetes Libres iban Rynthala y sus arqueros montados. Ya tenían preparados sus arcos de caballería y algunos ya habían empezado a disparar. Pirvan esperaba que tuvieran tan buen juicio como sus enemigos y evitaran herir a los amigos.

De repente, el bosque vomitó una granizada de flechas. De nuevo, el tiro no fue bueno, pero iba dirigido a un blanco fácil. Cayeron por lo menos cinco Jinetes Libres y seis de sus monturas.

Uno de los caídos era Hermano Halcón.

Gildas Aurinius depositó la carta que acababa de leer sobre el montón que tenía a la izquierda y tomó la primera de la pila de cartas por leer que tenía a la derecha. Sus cejas se estremecieron ligeramente. Esta carta lucía el sello de Carolius Migmar, uno de los comandantes de mayor graduación de las fuerzas de Istar. También era un bravo combatiente y un excelente jinete… y en un tiempo fue un buen amigo y compañero de borracheras, cuando ambos eran jóvenes capitanes. Se decía que a Carolius no lo habían tratado bien los años y nada bien el vino, aunque los ojos enrojecidos que saludaban a Aurinius cada mañana al afeitarse le recordaban que no debería condenar a nadie por beber.

A Migmar tampoco le había ido bien su alianza con el Príncipe de los Sacerdotes, si los rumores eran ciertos. O mejor dicho, como a tantos otros, su alianza con los hombres que servían al anterior Príncipe de los Sacerdotes. La vieja guardia pasaba el tiempo intrigando con simpatizantes por todo el reino de Istar, esperando sentar en el encumbrado trono a otra alma igualmente dura y fría.

Aurinius se preguntó cuánto tiempo tardaría alguno de ellos en concebir la blasfemia de dejar vacante el trono mediante el acero, el veneno o incluso la magia. Esperaba que pasaran muchos años no solamente después de su muerte, sino también después de la muerte de todos aquellos que le importaban.

Si el Príncipe de los Sacerdotes era el verdadero depositario de la virtud, conspirar para causar su muerte era una blasfemia. En caso contrario, las afirmaciones de que lo era también eran una blasfemia.

Siendo un soldado más que un erudito, Aurinius dejó de lado la cuestión. Nunca encontraría una respuesta sensata, ni siquiera a su juicio. Además, desperdiciaría el tiempo que necesitaba para leer las misivas, ocuparse de las instalaciones del campamento y explorar el desierto para dirigir nuevo; grupos de reclutas al campamento principal.

Aurinius abrió la carta con una navaja de factura enana que Nemiotes le había regalado en el décimo aniversario de su nombramiento de secretario del general. Sorprendido por el contenido de la carta, casi dejó caer la navaja encima de su pie.

Carolius Migmar se dirigía hacia el sur con refuerzos y su llegada asumiría el mando de los soldados fiscales y de todas las tropas regulares istarianos. Hasta entonces, se ordenaba a Aurinius que dirigiera su vanguardia al noroeste. Se enviarían numerosas partidas de mercenarios mandados por capitanes istarianos para reforzar la vanguardia, que instalaría su cuartel general en la ciudadela de Belkuthas.

Migmar deseaba el bien a su viejo amigo, esperaba que conservara la salud y deseaba disfrutar de nuevo del antiguo placer de servir con él, esta vez en el alto mando y por una causa bendecida por todos aquellos que amaban la virtud, a los dioses y a los hombres por igual.

Acompañaba la carta una lista de los mercenarios que supuestamente marchaban hacia Belkuthas. Era parca en detalles en cuanto a su número, preparación y armamento, pero sugería que Belkuthas podía dar alojamiento en breve a cinco mil hombres.

Aurinius empleó una palabra de grueso calibre. Sospechaba que el señor y la señora de Belkuthas utilizarían la misma palabra o una aún más fuerte cuando se enteraran de lo que les venía encima.

—¿Mi señor?

Era Nemiotes, atraído por el inusitado vocabulario de su comandante, que asomaba la cabeza al interior de la tienda.

—Gracias, pero no necesito ayuda. —Aurinius confiaba en que no le hubiera temblado la voz. La expresión de Nemiotes quebró esa esperanza, pero el secretario se retiró antes de que el general pudiera añadir nada.

Aurinius masculló otra palabrota. Dominó sus impulsos, que eran volver a Istar a toda prisa y a continuación preguntar a Migmar si esta locura se debía a un exceso de vino lo a las órdenes recibidas. Si eran órdenes, entonces Aurinius se plantaría en el palacio del Príncipe de los Sacerdotes y abofetearía a todos sus consejeros con la mano abierta, si no con el frío acero.

Suponiendo, claro está, que no cayera muerto de su silla de montar a medio camino de la Ciudad Poderosa.

Aurinius pensó añorante en una bebida, un gran vaso de agua fría con una pizca de limón. El vino podría hacerle cometer locuras en lugar de imaginárselas solamente.

Además, era probable que algunos de los capitanes istarianos que se dirigían hacia el sur tuvieran más antigüedad e Zefros. Ellos y sus hombres podían meterlo en cintura. Aunque eso retrasaría la construcción del campamento de flanqueo, merecería la pena si significaba la paz con todos los vecinos de Belkuthas.

¿A menos que los que gobernaban Istar pretendieran ahora abiertamente convertir la campaña de recaudación de impuestos en una provocación a la guerra contra las razas «inferiores»?

Tras la caída de Hermano Halcón se produjo, aparentemente, una confusión total. Sin embargo, la vista de Pirvan aguzada para la guerra, logró distinguir rasgos subyacentes, de disciplina y método.

La mayoría de los Grifos se lanzaron al galope para reducir distancias y alcanzar la cobertura de los árboles, en lugar de dar vueltas en medio de una lluvia de flechas. Unos poco se quedaron rezagados para proteger a los caídos de una incursión a pie y rescatar a los que fueran capaces de moverse, y luego desmontaron para guarecerse detrás de los caballos muertos.

Los arqueros montados de Rynthala también estaban desmontando para ofrecer un blanco menor y descolgarse sus arcos largos más potentes. Sin embargo, el enemigo los superaba en número y cayeron dos ante los impotentes ojos de Pirvan.

Entonces sir Darin cargó ladera arriba. Como antes, iba pie, pero llevaba el escudo en la mano izquierda en lugar de colgando de las alforjas de su caballo. Era un escudo más alto que la mayoría, arañado y abollado donde había recibido docenas de lanzadas en las justas de entrenamiento, pero ninguna lo había traspasado nunca, ni Darin había sido desmontado jamás.

Cuando el joven caballero se aproximaba al lindero del bosque, los arqueros hostiles cejaron en su empeño. O bien no estaban dispuestos a abatir a un Caballero de Solamnia, o bien lo consideraban un blanco demasiado difícil, detrás de aquel inmenso escudo.

Los arqueros no tardaron mucho en descubrir su error Darin no gritó, blandió su espada o pestañeó siquiera. Se limitó a inclinar la cabeza… y diez de los hombres de armas de Pirvan se precipitaron hacia el bosque pisando los talones a los Grifos.

El alboroto que siguió al segundo ataque hizo imposible hablar. Pirvan vio que los Grifos de retaguardia seguían a Darin y sus camaradas internándose entre los árboles. También vio a Eskaia en su silla de montar, con los labios pálidos como no la había visto nunca y retorciéndose la mano libre.

—Eskaia. Tú y Gerik id con cinco de nuestros hombres a ayudar a los Grifos heridos.

Ahora Eskaia se retorció entera. Se deslizó de su silla y se precipitó colina arriba. Había dejado su bolsa de medicinas atada a su silla de montar, pero sin duda Gerik no se habría olvidado de la suya.

«El primer amor y la primera batalla, al mismo tiempo —reflexionó Pirvan—. Eso conmocionaba a cualquiera».

De pronto, Pirvan cayó en la cuenta de que había empleado la palabra «amor» para designar la relación que mantenían su hija y Hermano Halcón. Eso podía haberlo conmocionado a él, pero tenía cosas más importantes entre manos. La batalla, si merecía ese nombre, estaba ganada. Todo el trabajo restante se podía dejar a Darin, Tres Manos, Haimya y los demás capitanes.

Hizo girar su caballo para buscar a los elfos y descubrió que, en el breve rato que había durado la batalla, todos se habían desvanecido en el interior del bosque… Todos menos un solitario arquero, más alto que la mayoría de los elfos, que estaba en pie junto a un pino con el arco colgado al hombro, limpiándose las uñas con la punta de una flecha.

Pirvan reprimió con un esfuerzo el impulso de estrangular al arquero, responsable de su mala educación si no de la necedad de su jefe. Sólo después de recobrar la compostura pudo el caballero dirigirse hacia el elfo en silencio y con dignidad.

—Buen arquero, soy sir Pirvan de Tirabot, Caballero de la Espada. ¿Podrás llevar un mensaje a tu jefe?

—Puede. —El elfo hablaba la lengua común con tanto acento que Pirvan tuvo que traducir mentalmente lo que decía.

—Entonces dile a…

Silencio.

—Entonces dile a tu jefe, a quien desearía honrar llamándolo por su nombre…

Captando la intención de las palabras de Pirvan, el elfo levantó la vista y guardó apresuradamente su cuchillo.

—El juez supremo Lauthinaradalas —dijo. Parecía creer que tenía que pagar en oro o quizá con sangre cada palabra que pronunciaba.

—Pues dile al juez supremo Lauthinaradalas que tome un camino distinto para llegar a Belkuthas, a menos que explique su conducta en esta batalla. No seré responsable de la seguridad de ningún miembro de su comitiva que se ponga a tiro de flecha antes de que lleguemos a la ciudadela. Nos veremos en Belkuthas y, cuando eso ocurra, espero tener una conversación más civilizada. Palabra de honor, como Caballero de la Espada.

El elfo se quedó boquiabierto, como si no entendiera las palabras o no comprendiera por qué alguien hablaba tanto. Al final asintió con la cabeza.

—El mensaje llegará.

Al cabo de un momento, sólo las hojas temblorosas señalaban el lugar donde había estado el elfo. Pirvan hizo dar media vuelta a su caballo y regresó lentamente con sus hombres, que ahora estaban ocupados añadiendo varios arqueros cautivos a los mercenarios prisioneros.

Sir Lewin no confiaba en los enanos más de lo que lo hacía en el desfiladero, pero creyó que disparar a la familia de enanos estaba mal por parte de sus hombres de armas. Ni siquiera un enano gully sería tan tonto para atacar una patrulla solámnica armada cuando viajaba con toda su familia.

Por suerte, los enanos eran blancos pequeños y difíciles La única flecha que dio en el blanco antes de que Lewin detuviera el fuego se clavó en el brazo de la esposa del enano, y el clérigo de Lewin pudo extraer la flecha enseguida y aliviarle el dolor con rapidez.

Hecho esto, Lewin se acuclilló ante el enano.

—Amigo enano… —empezó a decir el caballero.

—Mi nombre es Nuor Escoplo Negro, caballero.

—Pues el mío es sir Lewin, Caballero de la Rosa.

—Estás un poco verde para este tipo de trabajo, ¿no crees?

—Los arqueros serán castigados. Dispararon sin que se lo ordenara.

—Y sin puntería. De lo contrario estaríamos muertos. Si hubiéramos sido elfos, seríais vosotros quienes estaríais muertos.

Lewin decidió que, al margen de a quién fueran leales los enanos de la región, sus modales eran los mismos de todos los enanos en cualquier parte.

—Acepto la acusación. A cambio, ¿me dirás a qué distancia está Belkuthas? —La respuesta del enano, si la había, informaría a Lewin de algo más sobre los enanos de la región.

—Si viera una roca cayendo encima de tu cabeza, no te avisaría, caballero. Aunque quizá te diera la espalda. La visión de la sangre me revuelve el estómago.

—Oh, cállate, Nuor —dijo la mujer enana—. Ha sido un accidente tonto, pero el caballero no es el único tonto aquí. Me has estado hablando de rumores sobre mercenarios debajo de cada grupo de setas. ¿Por qué insistes en que visitemos a tu hermano precisamente hoy? ¿Y saliendo de los túneles?

Nuor se amilanó por la lengua de su mujer como no lo había hecho ante la furibunda mirada de Lewin. Se estremeció.

—Buenos caballos, buen tiempo, sin necesidad de detenerse a rellenar los odres de agua… un día y medio, quizá es. ¿Suficiente?

No lo era, pero Lewin comprendió que eso era lo único que oiría.

—Gracias, buen señor, buena señora —dijo con una reverencia.

Nuor le dio la espalda, como había insinuado, pero su esposa le devolvió la inclinación.

Sin haberla visto antes, Pirvan reconoció Belkuthas. Rynthala espoleó su caballo hasta ponerlo al galope y sus arqueros se arracimaron tras ella. Tres Manos la persiguió con maldiciones, pero nada excepto las flechas o los dragones podría haber dado alcance a los jinetes.

Tres Manos aún maldecía cuando Pirvan se acercó con su montura.

—Si esa pequeña salvaje no obedece a nadie más que Darin, y su gente no obedece a nadie más que a ella…

—Calma, hermano jefe. El viaje ha terminado y quién obedece a quién no es tan importante cuando llegas a casa en tu primera campaña. ¿O fue hace tanto tiempo que has olvidado cómo te sentías?

Tres Manos era demasiado moreno para sonrojarse visiblemente, pero fue incapaz de mirar a Pirvan a los ojos mientras el caballero se reía.

—Locuaz como siempre, señor caballero. Pero no tonto. Además, ahora comprendo que ella quizá quiera ver si su hogar está a salvo de los enemigos y del juez supremo Lauthin el Latoso.

—¿No estás diciendo dos palabras que son la misma, Tres Manos?

Aún seguían riéndose de esta ocurrencia cuando una nubecilla de polvo se destacó de la nube mayor de los jinetes de Rynthala y empezaba a retroceder. Cuando estuvo cerca, Pirvan vio que era uno de los jinetes, el viejo elfo curtido por la intemperie llamado Tharash, que parecía ser su segundo al mando.

—Me ordenan que os dé la bienvenida a Belkuthas en nombre de Krythis y Tulia, así como de su hija Rynthala. Se os pide que, por esta noche, acampéis fuera de las murallas, en el lugar de vuestra elección. Hay varios manantiales de agua potable a ras de suelo.

—¿Alguno está siendo usado en este momento? —preguntó Pirvan—. ¿Quizá, por ejemplo, por cierto juez supremo de los silvanestis y su compañía?

—Sí. Ha llegado un mensajero suyo. Los dirigiremos a un campamento distinto del vuestro.

—Te lo agradecemos —dijo Pirvan—. Confío en que Belkuthas no haya sufrido ningún percance.

—No es que no nos fiemos de vuestra presencia dentro de nuestras murallas —dijo Tharash—. O de la de Lauthin. Es que estamos preparando la plaza para la defensa. En todos lados donde no estamos cavando o trasladando piedras se hacinan los que han llegado huyendo de los mercenarios con sus animales y sus pertenencias. Pocos de ellos están bien armados y menos aún son guerreros.

—¿Y acampando al raso estaremos en el camino de cualquier ataque, dando la alarma? —comentó Tres Manos.

El elfo se encogió de hombros.

—No te ofendas, Tharash —prosiguió Tres Manos, sonriendo—. Nosotros haríamos lo mismo en tu lugar, y tú y los tuyos conocéis el honor. Quizás incluso haríamos una buena doncella guerrera de Rynthala si alguna vez aprende a obedecer órdenes.

Tharash se rió quedamente.

—Tendrías que vivir tanto como yo he vivido, Jinete Libre, para tener alguna esperanza de verlo.