A la puesta del sol, Eskaia estaba con Hermano Halcón en un cerro desde el que se dominaba todo el campamento. No se tocaban, pero, de momento, una mirada ocasional también valía. Además, se habían tomado las medidas exactas y ahora se mantenían a una distancia que les resultaba cómoda sin incomodar a los padres de Eskaia o al hermano mayor del guerrero Grifo.
Muy cerca de ellos estaban los mercenarios capturados, la mayoría sin ataduras, excepto los pocos que se habían negado a dar su palabra de honor de no huir. Entre ellos estaban Pirvan y Tarothin, con varios de los cautivos formando círculo a su alrededor.
—¿Qué pretende tu padre cansando así a Tarothin? —preguntó Hermano Halcón—. El Túnica Roja finge con gallardía, pero veo una grave enfermedad en su rostro. Habría sido mejor que no hubiera venido. La Que Toca El Cielo quizá no sea capaz de curarlo, pero ambos podían haberse enseñado muchas cosas.
Eskaia pasó por alto la crítica hacia su padre.
—Creo que Tarothin está usando un modesto conjuro de la verdad. Uno que le permite saber si un mercenario miente.
—Es mejor asegurarse de que sea incapaz de mentir.
—Eso exige más fuerza de la que tiene Tarothin.
—Tanta más razón para que descanse en un lugar seguro —replicó Hermano Halcón.
Antes de que pudieran concluir la discusión, vieron a Rynthala de Belkuthas cabalgando ladera arriba con media docena de sus arqueros montados. Sir Darin le iba a la zaga con un número similar de solámnicos. Cuando los dos grupos desmontaron y empezaron a descargar las armas recuperadas del campo de batalla que se amontonaban en sus sillas, Darin y Rynthala se las ingeniaron para acabar uno junto al otro. Eskaia estaba dispuesta a apostar su armadura entera y su segunda mejor montura a que había sido cosa de Rynthala.
—Parecen encontrar bastante agradable su mutua compañía —observó Hermano Halcón.
No era necesario preguntar a quién se refería.
—¿Por qué no? —repuso Eskaia, esbozando una sonrisa—. Dime si no es una mujer de bandera. Yo digo que Darin es inteligente, honorable, valiente y está de muy buen ver.
—¡Me extraña que no te lo hayas reservado para ti, si tiene tantas virtudes! —exclamó Hermano Halcón. Eskia advirtió un punto de amargura en su voz que no estaba allí cuando finalizó la batalla.
Se volvió y lo miró fijamente. Los grandes ojos castaños del hombre parecían húmedos por algo más que el polvo, y aquella fina boca estaba inmóvil dibujando una dura línea. Eskaia fijó la mirada un momento más, se maldijo en silencio y luego se pasó la lengua por los labios.
—Hermano Halcón, te pido perdón. No estarás celo… ¿verdad? —Su madre siempre decía que unos celos excesivos en un hombre despiertan dudas sobre su honor y su inteligencia.
—La verdad… oh, un poco. Quizá más que un poco ¿Qué es Darin para ti? ¿Lo elogiabas para darme celos?
—A Paladine y Habbakuk pongo por testigos de que no —respondió Eskaia, dejando escapar lentamente el aire de sus pulmones—. Si he cometido alguna estupidez, puedes raptarme y hacerme lo que los Grifos tengan por costumbre hacer con las mujeres estúpidas.
—No tengo ese derecho, y si lo tuviera, tus padres tendrían una razón sólida en contra, y quizá también mi hermano.
—Tendré que hablar con mis padres sobre este y otros asuntos, antes de que pasen muchos días —dijo Eskia, profiriendo un suspiro—. También con mi hermano, que parece sentirse más libre de cometer estupideces porque no tiene las responsabilidades de un jefe. Pero en cuanto a sir Darin, decía de él lo que sé por mí misma desde antes de que me hiciera mujer. Para mí, siempre ha sido algo entre un tío y un hermano mayor. Era, tanto como nuestros padres, mi maestro y el de Gerik en el uso de armas y muchas otras materias. Creo que camina un poco separado del resto de nosotros porque fue criado y educado por un minotauro. Teme que algún fallo en la educación que recibió puede llevarlo algún día a herir a alguien y deshonrar la memoria de Waydol.
—¿Waydol era el minotauro?
—Sí. —Impetuosamente, Eskaia buscó la mano de Hermano Halcón y se la cogió—. Siempre he lamentado no haber conocido a Waydol. Creo que también tú lo habrías lamentado, y que lo habrías respetado.
—Yo creo que cualquiera que conozca a sir Darin diría lo mismo —repuso Hermano Halcón. Podía haber dicho más, pero el regocijo de Eskaia la impulsó a besarlo… empezando por la mejilla pero rodeando su cara hasta llegar a sus labios.
Él no respondió, al principio conteniéndose, pero pronto rodeándola con sus brazos. Cuando se separaron, ambos respiraban con cierta agitación, pero Eskaia confiaba en que la (omisa del rostro de Hermano Halcón fuera un reflejo de la suya).
—Bueno, amigo mío —dijo—. Nuestro primer beso.
—Mejor que nuestra primera pelea, que es lo que me temía. —dijo Hermano Halcón. Parecía dispuesto a besarla de nuevo, pero advirtieron que Pirvan había terminado con los mercenarios y miraba hacia ellos.
Sin embargo, no se separaron.
La luz vespertina que penetraba por la ventana de arco del estudio de sir Marod lucía un resplandor rosado, del mismo tono casi que gran parte de la sillería del alcázar de Dargaard, o el emblema de su rango bordado en la capa que colgaba su butaca.
Se arrellanó fijamente en su asiento, imaginando que oía sus articulaciones y las junturas de la butaca chirriar al unísono, y miró fijamente al mapa de la pared que tenía frente a él. Era un mapa espléndido, coloreado a mano en las pieles de varios ciervos grandes cosidas, todo enmarcado en media docena de distintas clases de madera, todas tan envejecidas, oscurecidas y pulidas que era imposible saber qué eran cuando fueron árboles vivos.
Tenía más de un siglo, pero mostraba con toda claridad cada lugar que ocupaba los pensamientos de sir Marod aquel momento. Mostraba Bloten, cuya fortaleza había informado varios días atrás de la partida de sir Lewin y su compañía, bien pertrechada, armada y montada, rumbo a las montañas, para bien o para mal. Mostraba las montañas Khalkist y Thoradin, cuyos enanos estarían muy ocupados aquel año si las cosas se ponían feas.
Mostraba el desierto y sus orillas occidentales, el territorio que recorrían las tropas de Aurinius, la compañía de Pirvan y (si lo que Marod había oído era un informe en lugar de un rumor) numerosos mercenarios, cada uno por sus motivos. No podía señalar dónde estaba ninguno de ellos aunque a Marod le habría gustado decir sobre el paradero de Pirvan algo más que «en algún punto entre las montañas Khalkist y el Abismo».
No aparecía Belkuthas, aunque la ciudadela existía no sólo desde antes de que se confeccionara el mapa, sino desde antes de que el hombre conociera el arte de la topografía. Cierto, no estaba habitada un siglo atrás, quizá con el con sentimiento de los enanos, quizá por su expreso deseo.
Sir Marod volvió a inclinarse hacia adelante y se abandonó a un delirio que permitía a los Caballeros de Solamnia utilizar ciertos conjuros menores para mantener afiladas las espadas, pura el agua y actualizados los mapas.
Pero ni en el delirio olvidaba los problemas que tal conjuro podía crear, independientemente de que infringiera el Código y la Medida de unas maneras a las que se opondrían tanto los dioses como los hombres. Últimamente, quienes afirmaban hablar en nombre del Príncipe de los Sacerdotes habían encontrado palabras duras para referirse a los magos Túnicas Blancas, Rojas y Negras por igual. La transgresión de Marod de su prohibición estricta podía despertar las iras en lugares donde los Caballeros de Solamnia necesitaban buena voluntad.
Además, no todos los practicantes de la magia eran aliados fiables. Algunos podían contemplar la idea de espiar a los enemigos del Príncipe de los Sacerdotes como una manera de ganarse el favor del mandatario a costa de sus camaradas. Las Órdenes Solámnicas ya tenían demasiadas facciones sin invitar a las víboras a anidar en sus armaduras.
En ese asunto, quizá los dioses no hablaran de forma clara. El propio Pirvan conocía e incluso utilizaba en otro tiempo un conjuro menor sin perjuicio para su carrera posterior como caballero. Recientemente, sin embargo, el sentido común de los hombres enviaba un mensaje claro.
Sir Marod sintió frío en la mejilla, pero calor en la espalda, y se irguió en su asiento con un respingo. Las últimas luces del día habían desaparecido de la ventana y sintió rigidez en más articulaciones que la rodilla. Había pasado demasiado tiempo en una posición incómoda, en aquella gélida habitación.
Había una segunda vela en la mesa frente a él, donde antes sólo había una… y la primera había ardido hasta la base. Sir Marod buscó a tientas su capa y descubrió que alguien se la había echado sobre los hombros.
—¿Elius? —preguntó. Entonces recordó que su anterior escudero hacía ya diez años que había muerto. El hombre que salió a la luz era un candidato lo bastante joven para ser el nieto de Elius.
—Disculpadme, sir Marod —dijo el joven—. Me pareció que no permitiríais que os llevara a la cama en brazos como a un borracho, pero estaría mal dejar que os resfriaseis. Cuando vi que despertabais, ordené a la cocina que os preparasen una tisana. La traerán enseguida.
—Gracias —dijo Marod. Hurgó en su memoria en busca lo el nombre del joven y sintió alivio al encontrarlo detrás de sólo la niebla del sueño—. Gracias, candidato Grandzhin.
Que lleven la tisana a mi dormitorio. Si puedo quedarme dormido sobre esta mesa, ya es hora de estar en cama.
A vuestras órdenes, sir Marod.
Pirvan estaba a punto de inaugurar el consejo de guerra, pero reparó en que faltaban dos rostros.
—¿Dónde están los kenders?
Todos los presentes intercambiaron una mirada, como si buscaran la respuesta en otros rostros o en el diáfano aire.
—Creo que oí a uno de ellos, no sé cuál, decir al otro que deberían hacer guardia para vigilar a los hombres de Zefros —dijo Gerik, titubeando.
No todo el mundo maldijo, pero entre los que lo hicieron se encontraba Pirvan.
—Pequeños insensatos —añadió—. Si los hombres de Zefros los ven, dirán que se ha roto la tregua y los kender morirán lentamente.
—Hay un dicho en Karthay —intervino Haimya—. La definición de inutilidad es decirle a un kender que no vaya adonde quiere ir.
Incluso los Grifos se rieron al oírlo.
—Los kenders son difíciles de ver incluso de día, cuando más de noche, y los hombres de Zefros no parecían demasiado expertos en tácticas de supervivencia en el desierto. —añadió Tres Manos—. Además, los kenders quizá nos avisen antes si son los hombres de Zefros quienes rompen la tregua.
No había nada que los demás pudieran proponer cuanto a los hombres de Zefros, excepto darles más fuerte en las narices si empezaban otra pelea. Además, Pirvan pretendía que los caballeros enviaran un mensaje a Istar para que lo transmitieran a Aurinius, pero como Zefros había desertado del servicio de Aurinius, nadie esperaba resultados de tal iniciativa y mucho menos milagros.
Los mercenarios eran harina de otro costal.
—Ninguno de ellos puede pagar un rescate sin quedarse en cueros —dijo Darin—. Entonces no tendrían más reme dio que perecer o enrolarse en la banda de Zefros, como de buen principio parecían dispuestos a hacer.
—Tampoco es que fueran los únicos —dijo Tarothin. Tenía la voz ronca como un hombre aquejado de fiebre pulmonar, pero sus palabras fueron perfectamente audibles—. He leído indicios en las mentes de varios de sus capitanes sobre muchas otras bandas de mercenarios que están en camino para unirse a Zefros. A Zefros, no a Aurinius.
—El Príncipe de los Sacerdotes —dijo Haimya— o sus allegados, que pretenden deshacer todas las victorias logradas por la razón durante la pasada generación. Incluyendo las nuestras —añadió, y si su voz hubiera llegado a la garganta del Príncipe de los Sacerdotes, lo habría decapitado en el acto. Incluso Pirvan se estremeció al oírla.
—Lo cual significa que tenemos que emprender la marcha hacia Belkuthas lo antes posible —intervino Tres Manos—. Y sin el lastre de prisioneros. No me fío de perder de vista a ninguno de esos comedores de boñigas.
Pirvan pasó por alto la solución implicada; el honor exigiría una discusión si Tres Manos se ofendía, y eso no podía acabar bien.
—Podemos pedirles que juren que no lucharán contra nosotros hasta que hayan pagado un rescate. Entones podemos estampar el sello de los caballeros en sus armas. Nadie reclutará mercenarios con esas armas. Pueden desprenderse de ellas, naturalmente, pero entonces estarán desarmados.
—Si el Príncipe de los Sacerdotes está detrás de esto, las arcas de Istar los enterrarán con armas nuevas —dijo Haimya—. Pero dudo de que podamos hacer nada mejor.
—Que así sea —dijo Pirvan—. ¿Quién se opone?
Nadie lo hizo, fuera porque estaban de acuerdo o porque estaban demasiado cansados para expresar su desacuerdo con palabras sensatas. Por lo menos los mercenarios y los hombres de Pirvan estaban a salvo unos de otros, y ambos de los hombres de Zefros, hasta el alba del día siguiente.
Batallas más sangrientas se había librado para ganar menos.
En la cima del paso de Shammal, sir Lewin de Trenfar había desmontado para dar descanso a su montura. Ahora la sujetaba por las riendas, mientras el resto de su compañía y sus animales de carga descendían los primeros pasos de la escarpada la ladera opuesta.
Un joven caballero se acercó y lo saludó formalmente. Lewin reconoció a sir Esthazas de Narol, Caballero de la Corona desde hacía apenas un año.
—¿Qué tal? —preguntó sir Lewin.
—Todo bien, a pesar de los riesgos de esta travesía nocturna —respondió sir Esthazas.
—¿Acaso estáis cuestionando mis órdenes? —preguntó sir Lewin.
—No, vos mismo hablasteis de esta travesía como plagada de peligros.
—Recordáis correctamente. ¿Habéis olvidado qué más dije?
—Que nos ocultáramos de los espías enanos viajando de noche. Pero…
—¿Sí?
—Disculpadme por lo que puede parecer… lo que habéis dicho, pero…
—Os disculparé por cualquier cosa que digáis sin vacilaciones —le espetó Lewin.
—Entonces… ¿por qué dar por supuesto que los enanos son enemigos? Además, si los rumores son ciertos, tienen visión nocturna, como los gatos. ¿Cómo podemos ocultarnos de ellos, aunque lo necesitemos?
—Nunca deis por supuesta la amistad de las razas que no tienen una noción adecuada del honor —concluyó Lewin—. Y en lo que respecta a su visión nocturna, es fácil creer en los viejos cuentos sobre las otras razas y convertirlas en monstruos terribles para asustar a los niños.
La luz de Solinari era lo bastante brillante para permitir a Lewin ver que el otro caballero se ruborizaba. Eso le recordó lo joven que era sir Esthazas… y también que su mentor sir Niebar el Alto, Caballero de la Espada, amigo de sir Pirvan Wayward y abiertamente amigo de las otras razas.
Merecía la pena vigilar a sir Esthazas. Lewin estaba dispuesto a creer en espías infiltrados deliberadamente en este grupo y en los cuentos surgidos del celo. Pero insultar al joven caballero sólo despertaría dudas sobre el honor del propio Lewin entre aquellos cuya buena voluntad —o al menos cooperación— necesitaba.
—Os pido perdón, sir Esthazas. Planteáis las cuestiones por la misma razón que yo las mías, por la seguridad de nuestra compañía. No puedo hallar falta alguna en ello y me disculpo si he dado esa impresión.
Lewin no se fijó en cómo sir Esthazas aceptaba las disculpa, si es que lo hacía. Estaba demasiado ocupado examinando el sendero que serpenteaba ante él. Algunas de las partes más escarpadas parecían haber sido labradas con el coplo y martillo. ¿Para convertir un paso imposible en otro simplemente difícil, o para frenar lo que podía haber sido una marcha rápida y así mantener a los enemigos durante más tiempo en una emboscada? Obra de enanos, en cualquier caso, en esta parte de las montañas Khalkist.
Sir Lewin espoleó su montura y ocupó su lugar en la retaguardia de la columna.
—¿Tenemos vía libre hasta casa? —preguntó Rynthala.
—¿Hasta Belkuthas? —respondió Darin con otra pregunta.
—Naturalmente.
—No digas «naturalmente» cuando tengas guerreros bajo el mando —dijo Darin—. Pocas veces todos tus hombres verán un asunto del mismo modo. Di siempre exactamente lo que quieres decir.
—Bueno, entonces diré que pareces haberte nombrado mi maestro en el arte de la guerra. También me tratas como a una niña.
—¿Qué te ofende más?
Si Rynthala hubiera creído a este espléndido guerrero capaz de bromear, hubiera pensado que esa broma era bastante pesada. Pero, había llegado a la firme convicción de que en la constitución de sir Darin Waydolson no había ni rastro de sentido del humor.
—Si tienes ojos, verás que no soy ninguna niña. Quizás aún sea más difícil saber qué experiencia tengo en la guerra.
—Por tus palabras, cabalgas al frente de un grupo armado por primera vez en tu vida.
Rynthala quiso sacudir parte de la literalidad de aquella esplendida cabeza. Sin embargo, sacudir a sir Darin sería una tarea en cierto modo similar a sacudir un pino adulto. Rynthala sabía que no era ninguna debilucha, pero tampoco era apta para semejante tarea.
—Muy bien. Digo que das consejo tanto si lo pido como si no.
—Además, lo doy cuando estás inquieta por algo que no tiene nada que ver con la batalla de hoy. Esto te hace más reacia a escuchar de buen grado. ¿El asunto que te preocupa es la embajada elfa que se dirige a Belkuthas? El consejo guerra habló de ella en confianza, pero la mencionaron sólo porque tú lo hiciste primero. Por eso no creo violar ninguna confidencia preguntándotelo.
Darin había usado unas cinco palabras por cada dos que necesitaba realmente y seguía sin sonreír y tan sereno como siempre. Aun así, también se había esforzado un poco por ser educado. Rynthala decidió pagarle con la misma moneda.
—No me había dado cuenta de que estuviera tan inquieta, pero sí, la embajada ocupa una gran parte de mis pensamientos. Si le ocurre algo que suponga una ofensa para Lauthin, esa ofensa se volverá contra mis padres. No importa si ocurre a tres días de viaje de Belkuthas; dirá que de algún modo deberían haberlo evitado. Así los silvanesti tendrán la excusa que buscan para actuar contra mis padres. Odian a los semielfos, los que gobiernan en el sur. Los odian más que a los humanos o los kalanestis, ¡más incluso que el Príncipe de los Sacerdotes!
Las enormes manos de Darin se crisparon. En otro hombre, Rynthala habría creído que estaba a punto de tomarla en sus brazos. Tenía toda una aljaba llena de maneras de tratar las atenciones indeseadas, pero se preguntaba si alguna de ellas funcionaría contra un hombre del tamaño de Darin. Por otra parte, el hombre parecía incapaz de ofrecer tales atenciones y si lo hacía, ella dudaba de que pudiera ofenderse.
En su lugar, Darin se llevó las manos a la espalda. Después la miró con una intensidad que no tenía trazas de deseo, pero resultaba mucho más atractiva que si las tuviera.
—Entonces, ¿está en juego el honor de tu familia?
—Sí, por culpa de unos enemigos que en justicia cabría esperar que fueran amigos. ¿Puedes ayudarme?
—El honor de tu familia será tan sagrado para nosotros como el nuestro si nos acogen como huéspedes. —Rynthala intentó mantener el rostro inexpresivo y Darin la recompensó continuando—: Incluso antes de que seamos vuestros huéspedes, todos deseamos la paz en esta tierra y, en consecuencia, ningún daño a los elfos. Naturalmente, quizás consideren más probable que les hagamos daño antes que protegerlos. Aún tengo que oír a los silvanestis reconocer que no podrían encargarse de todos sus enemigos. Pero si logramos protegerlos sin que lo adviertan, estoy seguro de que haremos todo el bien necesario sin tener que perder tiempo discutiendo.
Rynthala detectó indignación en la voz de Darin y creyó ver un esbozo de sonrisa cansina en su rostro. Tal vez, en el fondo, no era tan insensible… ni tan serio.
El cansancio y una inquietud que aún no llegaba a miedo roían al Capitán Mayor Zefros por dentro y por fuera. Se sentía como la víctima de una plaga de lombrices intestinales y de pulgas a la vez.
Nada de este viaje a través del desierto calcinado por el sol había sido agradable. Ya no se sorprendía de la mala suerte; si no, habría dejado de ser el jefe incluso de esta abigarrada colección de amotinados, desertores y gentuza de las calles.
Eso aún podía suceder, a consecuencia de la lucha de aquel día. Sus hombres habían sufrido muchas bajas, catorce muertos y más de cuarenta heridos, alguno de los cuales necesitarían más un entierro que medicinas antes de que se pusiera la última luna. Habían tenido que solicitar una tregua para retirar sus heridos, lo cual, por ley y por costumbre, concedía la victoria al enemigo.
Un enemigo, por añadidura, compuesto por bárbaros piojosos sin una jerarquía civilizada y solámnicos mandados Pirvan el Ladrón, un caballero de nombre, pero en realidad el peor enemigo que tenía el Príncipe de los Sacerdotes. Zefros tenía la oportunidad de arrancar esa espina del costado de Istar y lo único que debía demostrar era una lista de bajas del tipo que llevaba a guerreros más avezados a la deserción o la huida.
El oído de Zefros era agudo y la noche del desierto, silenciosa, incluso con los apagados ruidos habituales en un campamento. Por eso oyó las pisadas junto a su tienda y el alto del centinela, seguido de un repentino silencio. Con el mismo silencio desenvainó su espada, se acordó a tiempo de salvaguardar su dignidad pensando que la pared de una tienda no ofrecía protección para la espalda de un hombre y recibió a los visitantes en pie junto a su mesa de campaña.
Eran dos. Uno era cierto capitán Luferinus, de una antigua familia solámnica que curiosamente jamás había dado a un caballero de ninguna orden. Era muy franco en sus elogios hacia los objetivos y el poder del Príncipe de los Sacerdotes; nadie sabía si eso había sido recompensado en Istar. Pero corrían rumores de que sabía más sobre los Siervos del Silencio de lo que resultaba seguro admitir en voz alta en los últimos diez años.
El otro era una figura cubierta por una túnica parda con capucha, de una delgadez casi de elfo pero, por lo demás, ambiguo en cuanto a raza, sexo y mucho más de lo que distingue a una persona de otra. Zefros decidió considerarlo varón y, con fingida educación, encendió una segunda vela con la que ya ardía sobre su mesa.
Eso sólo le reveló que el rostro de debajo de la capucha seguía en sombras. Tenía que ser un efecto óptico de la luz o tal vez su fatiga, pero Zefros creyó que podía haber solo sombras donde debería haber una cara.
—Saludos. Disculpad mi escasa hospitalidad, pero el vino se ha echado todo a perder y es muy tarde. Os escucharé si sois breves. —Su sirviente desplegó dos escabeles de campaña y, a una seña de Zefros, se retiró, con una cautelosa mirada de reojo al hombre encapuchado.
Luferinus fue el primero en hablar.
—Zefros, no creo que aquellos a quienes ambos servimos estén muy satisfechos con los acontecimientos de hoy.
—No, a menos que sean necios, y creo que todos coincidimos en que no lo son.
—Lo son, si te dejan a ti solo al mando —dijo con voz ronca el rostro de sombras. Zefros habría hecho un gesto de repulsión si no hubiera estado demasiado enfadado para pensar en alguno.
—Oh, ¿y tú puedes hacerlo mejor?
—Lo harás mejor tú mismo, guiado por mí y por el capitán Luferinus. —De nuevo, la voz tenía la textura de lima oxidada raspando una piedra arenisca. Después de escuchar sólo unas cuantas palabras, Zefros reconoció los síntomas de un dolor de cabeza.
—¿Quién eres?
Ambos visitantes guardaron silencio.
El dolor de cabeza de Zefros se acentuó.
Envalentonado y enfadado al mismo tiempo, dio un paso al frente y trató de apartar la capucha parda del rostro en sombras. En cambio, se quedó con las manos a medio camino mientras la capucha caía hacia atrás por voluntad propia.
El rostro que miraba fijamente a Zefros había sido humano alguna vez. Ahora la piel era correosa y muy arrugada, los ojos estrechos, con unas ranuras por pupilas, como un reptil dañino, y el cuero cabelludo casi calvo, con un débil lustre grasiento. No tenía pabellones auditivos, sólo discos de plata en su lugar, y los escasos dientes que se dejaban ver en una espectral parodia de sonrisa también eran de plata.
Zefros no tenía muchos conocimientos de temas mágicos, y los que había adquirido fue más por casualidad que deliberadamente. Sin embargo, en los círculos en que se movía, era imposible no haber oído hablar del mago renegado en otro tiempo, conocido como Wilthur. Había vestido, o eso se decía, las tres túnicas en distintas épocas de una vida prolongada sobrenaturalmente mediante magia prohibida. Al final, había desafiado a uno de los tres dioses principales, o quizás a los tres a la vez, dependiendo de quién lo relatara.
Zefros sospechó que había sido a los tres o a Gilean, el dios de la Neutralidad. Paladine lo habría matado limpiamente y Takhisis lo habría arrastrado al martirio eterno del abismo. Gilean habría hecho eso, transformar a Wilthur para advertir a todos los que lo contemplaran que debían evitar sus locuras, sin obligar al espectador a seguir un camino concreto.
El Capitán Mayor comprendió también que estaba mirando de una manera posiblemente insultante a un ser —no podía llamar hombre a Wilthur— a quien insultarlo podía significar la muerte.
Entonces Wilthur se hizo más alto y pálido. Un instante después un noble elfo silvanesti se erguía ante Zefros, tan superior en su porte y sus modales que el istariano sintió el impulso de arrodillarse.
No lo hizo. Incluso encontró el ingenio necesario para hablar.
—No me habían dicho que también erais un transformista… lord Wilthur, ¿no?
—Como quieras —e incluso la voz sonaba a música elfa.
De pronto, el elfo empezó a reverberar y reapareció el pavoroso Wilthur con su túnica.
—Ya veo —dijo Zefros—. O mejor dicho, ya lo he visto. Una ilusión óptica, ¿correcto?
—Tú lo has dicho —respondió Wilthur—. Esto, sin embargo, no lo es.
Una bola de fuego se materializó a un dedo de distancia de la mano izquierda de Wilthur, repentinamente extendida. Relampagueó mientras descendía, dejaba un rastro carbonizado en la mesa de campaña, caía sobre uno de los escabeles y lo consumía por completo. Una fina columna de humo verde se elevó en el aire desde un punto del suelo donde la arena parecía haberse convertido en cristal.
—Ni esto —añadió Wilthur. Unos dedos invisibles de frío hierro parecieron atenazar la garganta de Zefros. Manoteó en el aire, advirtió que se le oscurecía la vista, conservó la suficiente para ver otra mano invisible sujetar el otro escabel de campaña y aplastarlo hasta convertirlo en un montón de astillas…
… y jadeó cuando los dedos de hierro se retiraron y pude volver a respirar. Zefros apoyó una mano sobre la mesa de campaña, estando a punto de volcarla, y se frotó el cuello con la otra mano.
—Podría matarte en un instante y confiar el mando a Luferinus —dijo Wilthur. Por su tono, podía estar comentando el precio de la sidra después de una mala cosecha de manzanas—. Pero haría falta tiempo para que los hombres aceptaran su autoridad, y algunos quizá lucharan por ti, por poca cosa que seas. Entonces, una vez más, habría bajas, discordancias y demoras.
—No podemos permitirnos nada de eso, en presencia de un enemigo numeroso y capacitado —añadió Luferinus—. Debemos estar unidos y preparados cuando lleguen las demás compañías de mercenarios.
—¿Las demás compañías? —preguntó Zefros. Dudar de la evidencia de sus sentidos no era uno de sus vicios, pero simplemente no lo entendía.
—Vienen otras compañías —dijo Wilthur en voz baja—. Mejores que las crías de rata que Pirvan ha derrotado hoy, porque tú y ellos no pudisteis reagruparos a tiempo. En cualquier caso, la mitad de ellos habría cambiado de chaqueta, así que supongo que no es una gran pérdida. Pero vienen más y mejores, y quizá sea tuya la gloria de conducirlos a la victoria. Limítate a hacer lo que te ordenemos y no te pediremos nada que te arrebate la gloria.
«Y los cerdos irán en fila al matadero por propia voluntad y saldrán jamones sin ayuda humana», pensó Zefros. Era un pensamiento más elegante de los que normalmente solía tener; recordaba al menos a tres tutores que se habrían sentido orgullosos de éste. También recordaba que había renunciado a la poesía, a pesar de los tutores, considerando que no era un arte adecuado para un soldado.
Ahora le parecía una lástima. Los poetas cantarían sin duda las victorias que obtuviera, o compondrían bellos epitafios; si era derrotado. Ninguno sabría la verdad, y a Branchala no le importaban mucho los versos que, como mínimo, no olieran ligeramente a la verdad.
No obstante, la única verdad importante ahora eran los dos hombres que tenía delante y que esperaban una respuesta.
—Por nuestros hombres, por el Príncipe de los Sacerdotes y por la causa a la que todos servimos, acepto vuestras condiciones.
Zefros sintió alivio cuando los dos visitantes se limitaron hacer un gesto de asentimiento, en lugar de pedirle que lo firmara con su sangre o algo parecido.
Los dos kenders vigilaban el campamento de Zefros desde una posición mucho más cercana a la de los exploradores más adelantados de Pirvan. Sin embargo, cuando la luz rojiza relampagueó en el interior de una de las tiendas Insafor Pitaltrote dormía como un tronco.
Su camarada Patomaduro quiso despertarlo a patadas, aunque sólo fuera para que dejase de roncar de un modo que, con toda seguridad, despertaría a medio campamento, por no hablar de los minotauros de Ergoth y los dragones que, dormían el sueño mágico. No hizo nada parecido. Su amigo y mentor llevaba mucho tiempo en camino y luchando, y merecía dormir cuando no era necesario que ambos se mantuvieran en vela.
Excepto que si aquel fogonazo significaba algo, alguien debería saberlo en el campamento de sir Pirvan. Pitaltrote había contado a su compañero de viaje lo suficiente sobre el caballero para convencer a Patomaduro de que a sir Pirvan de Tirabot le caían bien los kenders y estaba incluso deseoso de escucharlos… casi tanto tiempo como ellos estaban deseosos de hablar.
Pero ¿cómo iba nadie a saber nada si Patomaduro no regresaba y dejaba a su amigo solo y dormido, o bien lo despertaba? Tardaría un tiempo en llegar al centinela más próximo, y si al hombre no le gustaban los kenders, Patomaduro quizá tuviera que recorrer todo el camino hasta llegar junto a sir Pirvan, y en eso tardaría aún más.
Patomaduro decidió no hacer nada y no ir a ninguna parte hasta que se reprodujera el fogonazo o Pitaltrote despertara.
De hecho, antes de que sucediera ninguna de ambas cosas, Patomaduro se había quedado dormido.