Rynthala alzó ambas manos, y controló su montura con las rodillas. Con una mano en alto, por encima de la cabeza, para detener a su escolta, extendió la otra hacia un lado, con el pulgar y el índice separados. Eso hizo desmontar a Tharash, que se acercó al estribo de la joven a su propio paso, grácil y relajado.
Tharash (su nombre completo sólo era más corto que el de un gnomo) era un elfo y, por su oscura piel, casi seguro de sangre kalanesti. Confesaba tener setecientos años, aunque no lo parecía, ni siquiera según los criterios elfos. En todo caso, los padres de Rynthala sólo podían dar testimonio de los últimos cuarenta, más o menos de esos años. No les importaba. Era el mejor rastreador y el cazador y explorador más infatigable que habían conocido nunca. Rynthala, más lista de lo que correspondía a sus años en esos asuntos (gracias principalmente a las enseñanzas de Tharash) estaba ansiosa por creer en su palabra.
Estaba ansiosa por llevarse a Tharash en este viaje hacia el sur y el oeste. Por lo que ella sabía, era un truco para alejarla de Belot: sus padres confiaban en su destreza para seguir rastros y en su valor; no confiaban en su temperamento con los mensajeros elfos. Como no podían ofender a los mensajeros sin separarse de ella, habían encomendado a Tharash su antiguo papel de padre adoptivo. Iban acompañados por una docena de los mejores hombres de los bosques y jinetes de Belkuthas.
—¿Sí, lady Rynthi? —dijo Tharash. Antepuso el título a su nombre cariñoso y ya no le daba palmaditas en la rodilla. Por lo demás, su manera de tratarla no había cambiado desde que ella tenía siete años y pasó su primera noche en los bosques con él.
—Juzga por ti mismo, pero ¿no es humo lo que se ve detrás de esa loma, aquella con el promontorio rojizo, al suco este?
Tharash sólo necesitó un vistazo.
—Tu vista es aguda, mi señora.
—¿Quién la ha aguzado?
—Culpable. Pero tu afilada lengua es obra tuya.
—¿Tenías que seguir ese camino? Mis padres ya lo han trillado hasta cavar una zanja en la que cabría un caballo.
Pero Tharash no estaba escuchando. Tras mirar en derredor para comprobar que no había nadie cerca que pudiera oírlo, se arrodilló y pegó la oreja al suelo. Consiguió ser grácil incluso en esa incómoda posición, pero se puso en pie e inmediatamente después.
—A menos que me falle el oído…
—Tus oídos fallarán mucho después de mi muerte —dijo Rynthala amablemente, y luego quiso disculparse ante el rostro contraído que vio a su lado.
Sólo había dicho la verdad. Una cuarta parte de sangre elfa podía proporcionarle un siglo de vida o un poco más pero Tharash continuaría siguiendo rastros cuando las cenizas de Rynthala cabalgaran sobre los vientos de Krynn. Un precio que pocos elfos estaban dispuestos a pagar por relacionarse con humanos, y por eso Tharash merecía más honor o, como mínimo, menos recordatorios.
—Mis oídos me dicen que no muy lejos hay no menos de tres grupos de buen tamaño, y al menos dos de ellos a caballo.
La cortesía del elfo le impidió preguntar: «¿Es prudente seguir?», pero Rynthala lo oyó en su voz.
—Uno de los grupos podría ser muy bien la embajada Lauthin. Si lo es, deberíamos ir en su busca y acompañarlos hacia el norte.
—¿Seremos bien recibidos? Yo no soy silvanesti, por lo que las personas como Lauthin me son tan extrañas como los kenders, y ni de lejos tan entretenidos.
—Ya parecen dispuestos a pensar lo peor de nosotros, los de Belkuthas. Si mandamos una buena guardia de honor, no puede hacernos ningún daño.
No añadió: «A menos que nos tropecemos con un enemigo demasiado fuerte para nuestros catorce arcos», porque también pudo oír esas palabras en la voz del explorador elfo. De hecho, no se le ocurrió nada que decir, ni nada que hacer, excepto dar la señal de volver a montar y proseguir la marcha.
Durante tres días, la compañía unida de los Jinetes Libres y los guerreros solámnicos había recorrido de un lado a otro el territorio que los separaba de Belkuthas. Era un compromiso entre, por una parte, dividir a sus hombres con el fin de buscar el ejército de Zefros y, por la otra, marchar directamente hacia la ciudadela.
Ningún jefe estaba de acuerdo en dividir la compañía. Al menos otras tres compañías armadas, sin contar a los kenders, se hallaban a menos un día de camino. Todos eran invisibles, como si se hubieran enterrado en la roca igual que enanos. Dividir a los jinetes aumentaba las probabilidades de interceptar a una de esas bandas, pero también las de caer frente a ellos si eran enemigos poderosos.
El propio Tres Manos habló con firmeza en favor de dirigirse a Belkuthas en línea recta. Pirvan mostró su desacuerdo.
—Los habitantes de Belkuthas son amigos de todo el mundo, o al menos no son enemigos de nadie que vaya en son de paz. Pero tendremos una bienvenida más cálida si recabamos información sobre quién más se acerca. Creo que Zefros no es el único que se dirige a la ciudadela.
Quedó claro que Tres Manos consideraba esa posibilidad tan creíble como vaciar un oasis, pero admitió la razón de Pirvan. Por eso iniciaron su camino errático, que al final de cada jornada los acercaba más cerca de Belkuthas, pero mientras tanto les permitía explorar bien el territorio a ambos lados del camino recto.
Esta era la última parada del tercer día de marcha. Pirvan se sentó con las piernas cruzadas. En esta posición y vestido como estaba, habría que mirarlo dos veces para cerciorarse de que no era un Jinete Libre. Haimya se tendió sobre una piel curtida con la cabeza en el regazo de Pirvan, mientras él la peinaba para quitarle la arena del cabello.
Aquel cabello tenía más tonos grises que antes de que partieran rumbo al desierto. Pero seguía siendo tupido, flexible y delicioso al tacto cuando se recorría con los dedos. Deseó en el acto que llegara pronto una noche en la que él y su dama pudiera montar una tienda y retirarse a su interior.
Una sombra se proyectó sobre ellos. Levantaron la vista y vieron a Hermano Halcón.
—Perdón si interrumpo…
—Pareces un chico demasiado formal para que te manden a paseo, digas lo que digas —respondió Haimya, esbozando una sonrisa.
—Sois más amable de lo que merezco. Esto… ¿cuánto tiempo más debemos exponer a Tarothin a los peligros de esta tierra?
Pirvan empezó a enojarse, pero Haimya selló sus labios con un dedo.
—Nos detendremos cuando Tarothin nos lo pida, y no antes —dijo ella—. Es un viejo amigo, además de un poderoso mago, y ésta es probablemente su última misión. No debemos despojarlo de su honor arropándolo como a un bebé.
La palabra «honor» no produjo su habitual efecto, casi mágico, en un Jinete Libre. Pirvan comprendió que se requería algo más y trató de mantener un tono de voz despreocupado.
—Le permitiremos utilizar una tienda por las noches. Ha demostrado que puede despertarse de un sueño profundo, hacer trizas su tienda, arrancar del suelo piquetas y palos y apagar incendios, todo utilizando poca o ninguna magia.
—Al menos una vez —dijo Hermano Halcón.
—Una vez es todo lo que necesitamos. Después del primer ataque, cabalgaremos en línea recta hacia Belkuthas para dar la alarma.
Hermano Halcón hizo un gesto de asentimiento, pera parecía no haber pronunciado unas palabras que se balanceaban como moras demasiado maduras en sus labios. Las manos de Pirvan interrumpieron su trabajo en el cabello de Haimya.
—¿Qué te aflige realmente, Hermano Halcón? Si no dices la verdad, te prohibiré que veas a Eskaia.
La expresión de Hermano Halcón indicó a Pirvan que no era una broma adecuada incluso antes de que Haimya pellizcase la cara interna del muslo de su marido, con tanta fuerza que sus uñas casi se encontraron a través de la carne. El guerrero Grifo parecía lo bastante enfadado como para desenvainar su acero y lo bastante humillado como para echarse a llorar.
—Te pido perdón, aunque comprendo que mi broma mal elegida no se lo merezca —dijo Pirvan. El pellizco de Haimya se convirtió en una caricia.
—Lo merece, pues sois mi jefe por juramento y tenéis derecho a hablar como deseéis.
—¿Incluso como un padre que se olvida de que su hija es una mujer adulta y no está bajo su mando?
—Aun así —dijo Hermano Halcón, y sonrió—. Vos y mi padre deberíais sentaros ante una jarra de vino algún día e Intercambiar anécdotas de cuando dabais a vuestros hijos órdenes que vosotros no hubierais obedecido. Estoy seguro de que os consolaríais mutuamente.
—Cuando llegue ese día, seguro que lo haré —dijo Pirvan—. Pero tu padre está muy lejos y tu hermano muy cerca. ¿Quiere tu hermano poner fin a nuestra búsqueda?
La expresión de Hermano Halcón reveló a Pirvan que su suposición era correcta. La de Haimya le dijo que si era tan astuto, ¿por qué había hecho un comentario tan tonto, insultando a Hermano Halcón y a su hija al mismo tiempo?
—Bueno, si tu hermano habla llanamente del tema…
—No lo hará, jefe Pirvan. Pero se siente extraño aquí, antes de la batalla, con extraños, en una tierra lejana, por donde quizá no pase ningún Jinete Libre junto al túmulo de su tumba durante un siglo o más.
Pirvan pensó en todos los Caballeros de Solamnia que habían salido a cumplir con el deber que les había sido encomendado y desaparecieron para siempre, para quedar registrados en los pergaminos sólo como «Desaparecido, presumiblemente caído con honor». ¿Cuántos habían dudado de la oportunidad de estar en aquel lugar antes de morir, y aun así se enfrentaron a la muerte con valor?
Recordó un adagio de sus días de entrenamiento como Caballero de la Corona: «El honor no es una competición. No sometas a un hombre a una prueba que tú no estarías dispuesto a afrontar».
Eso sería su guía con Tres Manos. Los Jinetes Libres no serían sometidos a prueba después de que mañana saliera la luna.
La trompeta solámnica y el tambor de los Grifos tocaron juntos el toque de marcha.
Horimpsot Patomaduro fue el primero en divisar al grupo de mercenarios que habían tendido una emboscada. Eso casi provocó una discusión con su compañero, a quien le disgustaba pensar que sus ojos veían menos que los del kender más joven.
Por fortuna, Insafor Pitaltrote fue el primero en divisar la columna montada que se dirigía al norte, hacia la posición de los kenders. Y ambos observaron simultáneamente a los vigías apostándose a la entrada del desfiladero, hacia el este.
—Va a ser una batalla preciosa —dijo Patomaduro—. Debería durar mientras haya luz; luego podemos bajar y hacer lo que queramos en el campo de batalla.
—No, no podemos —replicó Pitaltrote. Habló con una solemnidad más propia de los clérigos Túnica Blanca que de los kenders—. Tenemos que prevenir a los jinetes.
—Oh, y si nos lo agradecen, podemos…
—Tenemos que prevenirlos porque no son los hombres de Zefros. Con el tiempo, cada partida armada de esta tierra que no sea de Zefros puede acabar luchando contra él. Lo importante no es lo que ellos harán por nosotros, es lo que pueden hacerle a Zefros.
—Pero ¿cómo vamos a avisarlos antes de que estén a tiro de los arcos de los emboscados? Esos mercenarios parecen fuertes.
—¿Qué clase de juez de guerreros humanos eres tú? —le espetó Pitaltrote—. Yo he estado entre ellos más años de los, que llevas tú de viaje.
—¡Y sus caballos eran caballos desde hace más años de los que tú llevas vivo, y siguen siendo caballos! —casi gritó el kender más joven.
Pitaltrote no interpretó aquel estallido como una respuesta. En su lugar, se puso en pie y dejó caer su mochila, sus bolsas y armas sobre la roca. Después salió corriendo en descubierta, hacia una cuesta en la que estaría a la vista de la banda de mercenarios.
Un instante después, Patomaduro oyó cómo se alzaba la voz de su compañero con un estridente tono de burla.
—¡Eh, estúpidos sacos de huesos de ahí arriba! El sol os dejará secos como momias a su debido tiempo, pero ahora ya apestáis. ¡Id a cualquier otra parte a envenenar el aire!
La provocación fue empeorando rápidamente.
Patomaduro no esperó mucho a levantarse también él y soltar la mayoría de sus bolsas. Pero no se desprendió de su jupak.
Su amigo había salido a provocar a los mercenarios tan sólo con las ropas que llevaba puestas. Según el código de los kenders, cualquier otro kender que estuviera cerca tenía que unirse a Pitaltrote, o el recuerdo de ambos quedaría empañado.
Corrió junto a su compañero, añadiendo a sus palabras elegidas sobre lo poco que se bañaban los mercenarios el zumbido de su jupak al hacerla girar. Siguió describiendo el efecto que ello tenía sobre su piel, barba, pelo, lengua, digestión y posibilidades con las mujeres. Cuando hubo recorrido hasta el final esta línea argumental, a Insafor Pitaltrote se le habían ocurrido unas cuantas ideas propias.
Entre provocaciones, los kenders escucharon el ruido de los mercenarios al ponerse a cubierto, desenvainar su acero o preparar sus flechas. Ahora podían oír fácilmente, casi más que el sonido de sus propias voces, el ruido constante y sordo de la columna montada que se aproximaba.
Sir Darin, que cabalgaba en cabeza, dio la alarma de la panera más irregular.
—¿Por qué están bailando allí aquellos niños idiotas? —exclamó. Después, en un tono distinto, llamó—: ¡Sir Pirvan! ¡Tres Manos! Creo que hemos encontrado a los kenders.
—¡Ataque! —gritó Darin a continuación, mientras el sol poniente centelleaba sobre los yelmos y las armas de los hombres armados que surgían bruscamente de sus escondites.
Unos jinetes se lo tomaron como una advertencia y otros, como una orden. La biblioteca del alcázar de Dargaard es taba repleta de libros que relataban crónicas de batallas y campañas que habían salido mal o incluso acabado en desastres completos por culpa de órdenes ambiguas. Pirvan espoleó su montura, gritando a Haimya y Alatorva que mantuviera cerca su compañía y protegieran a Tarothin. Y habría tenido unas palabras con Darin, que no estaba librando su primera batalla y debería tener más juicio.
De pronto, Pirvan vio que Darin, más que nada por casualidad, había decidido exactamente la táctica adecuada. Un buen número de Jinetes Libres y unos cuantos solámnicos formaban un círculo a su alrededor, ansiosos por ser conducidos ladera arriba hacia la batalla.
El resto maniobraba sobre sus monturas en formación defensiva, mientras, por la derecha, una abigarrada selección de hombres y caballos brotaba por una estrecha abertura de la roca. Pirvan sabía que su deber era parlamentar con los recién llegados y tratar de mantener la paz con ellos, pero si fracasaba, sus hombres de más abajo estarían bien situados para resistir un ataque.
Aún tendría unas palabras con Darin, pero serían menos y más suaves. Y las diría después de negociar con los hombres que ahora estaban justo fuera del alcance de sus arcos, a la derecha.
Pirvan hizo caracolear su caballo, descubrió que Hermano Halcón cabalgaba hacia él, pensó en pedir al guerrero Grifo que se retirara y luego reconsideró tamaña locura. Ya había insultado a Hermano Halcón una vez aquel día; si volvía a hacerlo y el joven no sobrevivía a la batalla, Eskia nunca se lo perdonaría.
—¡Recuerda, joven jefe! —gritó—. Les daremos la oportunidad de hablar, y si hablan de paz, se la concederemos.
—Oh, obedezco —respondió Hermano Halcón, gritando para imponerse al creciente fragor de la batalla ¡Pero que hablen deprisa o responderá mi espada!
El sol relampagueó en su cimitarra cuando la desenvainó describió un molinete en el aire.
—Eso es una batalla —dijo Tharash, señalando al frente. Rynthala se protegió los ojos del sol con una mano y luego hizo un gesto de asentimiento.
—No es donde vimos el humo —respondió la joven, reflejando sus dudas.
—Eso son reflejos del sol sobre acero o yo soy un cachorro de oso lechuza. Eso significa batalla o al menos guerreros. Dudo de que nadie viaje por este desierto con armadura armas para entretener a las pulgas de arena.
Rynthala comprendió que acababa de ser regañada amablemente. Recordando lo que Tharash era capaz de decir cuando no quería ser amable, confió en no volver a vivir esa experiencia nunca más.
—Espero que Lauthin y sus amigos no estén cerca —dijo ella—. Me gustaría estar al mando en mi primera batalla sin un juez supremo silvanesti como espectador.
Tharash consiguió condensar una elocuente conformidad en un simple cabeceo. Después Rynthala se irguió sobre sus estribos y, con señales manuales, indicó a los jinetes que formaran en orden de combate.
Permanecerían en sus monturas mientras el enemigo o el terreno se lo permitiera. Todos menos ella y Tharash llevaban dos arcos, uno largo para emplear a pie y otro corto para disparar desde la montura, con flechas adecuadas para cada uno. Así podían disparar tan deprisa, aunque no tan lejos, desde la silla y mantener la capacidad de la caballería de avanzar, retirarse o cargar para entrar en el cuerpo a cuerpo a voluntad.
Ahora, si ella y sus hombres podían evitar meter la cabeza en una trampa que no reconocieran hasta que se cerrara alrededor de su cuello…
Bajó las manos en una última señal: «Adelante, por el centro».
A Pirvan le habría gustado echar una ocasional mirada a la ladera que ahora quedaba a su izquierda. Esperaba que Darin estuviera reagrupando su columna de ataque, transformándola de una turba ávida en una unidad militar disciplinada.
Esperar era lo único que podía hacer. Perdería una importante ventaja sobre los hombres que tenía delante si parecía preocupado. Tenía que dominarse él si quería dominar la situación.
—¡Eh! —gritó cuando creyó que su voz se oiría bien y supo que no le saldría ronca o chillona—. ¿Quién vive?
—¿Quién quiere saberlo? —respondió uno de los jinetes que avanzaban. Parecía ir bien montado, aunque su caballo era flaco de flancos, mientras que él llevaba un espadón y una maza colgando de su silla de montar.
—¡Son los solámnicos! —aulló alguien desde detrás del jinete—. ¡Mátalos y nadie sabrá que estamos aquí!
Pirvan tuvo sólo un momento para reflexionar que, quienquiera que mandase aquella banda, tenía que ser realmente estúpido o definitivamente malvado para llevar a semejantes idiotas en su compañía. Tuvo este momento porque el jinete hizo un desesperado esfuerzo por hacer girar a su montura de lado y entorpecer el avance de la infantería, espoleados a la acción por el exabrupto del necio.
El caballo reculó. Uno de los soldados de a pie le clavo una lanza en el vientre sin querer. Los relinchos y la sangre surgieron a borbotones y caballo y jinete cayeron, siendo pisoteados y desapareciendo de la vista con la oleada humana.
Un hombre se adelantó a los demás, decidido a ser el primero que entrara en acción. Pirvan confió en que fuera el idiota que había provocado la batalla. Desenvainó su espada y espoleó su montura.
Un día, su velocidad lo abandonaría y entonces viviría una carrera entre el fin de sus días de combate y el final de su vida. Pero por ahora, el Caballero de la Espada que en otro tiempo fue un maestro de ladrones de Istar podía, en su nueva profesión, confiar en las mismas velocidad y agilidad que tan valiosas le fueron en la anterior.
Por desgracia para Pirvan, y también para el temerario oponente, Hermano Halcón fue aún más veloz.
Un agudo grito de guerra de los Grifos vibró en el aire… y casi taladró los tímpanos de Pirvan. El caballo negro de Hermano Halcón era un borrón en movimiento; la cimita y el brazo que la sujetaba se movían más deprisa de lo que el ojo humano podía captar.
En un momento, el enemigo corría osadamente, y al siguiente, su cuerpo se desplomaba hacia un lado y su cabeza rodaba hacia el otro. Dos camaradas suyos intentaron recuperar su cadáver antes de que fuera pisoteado por sus amigos o sus enemigos, y Pirvan casi estaba dispuesto a permitírselo.
Pero no Hermano Halcón.
—¡Sabréis que hemos estado en esta tierra aunque nos matéis a todos! —gritó. Su cimitarra descendió otra vez a una velocidad imposible y en un ángulo apenas imaginable; a Pirvan no le hubiera importado describir el golpe a ninguno de los instructores de armas de ningún alcázar solámnico. Pero el acero dio en el blanco y otro enemigo cayó como un pelele, con el cráneo abierto.
El tercer hombre levantó una lanza con las dos manos; la cimitarra descendió y la cortó por la mitad, al tiempo que la afilada punta desgarraba la cara del hombre. El herido profirió un grito de dolor, pero tuvo el valor de arrojar la mitad de la lanza con punta contra la montura de Hermano Halcón. El arma se le clavó en un costado, pero el caballo reaccionó como si no fuera más que una picadura de mosca.
Pirvan apuntó con su espada hacia atrás, en un gesto apremiante, y señaló con la mano al enemigo que corría hada ellos.
—Necesitamos volver con nuestros camaradas para convertir esto en una lucha, Hermano Halcón. Cantaré canciones por ti tanto si tengo voz como si no, pero preferiría que ambos estuviéramos vivos cuando las cante.
—Si eso es una promesa, os sigo —dijo Hermano Halcón aunque Pirvan advirtió que, en realidad, el Jinete Libre había obligado a su caballo a girar un segundo antes que el caballero.
Juntos regresaron al galope hacia sus filas, perseguidos por flechas y maldiciones que no dieron en el blanco. Cuando pudo levantar la vista de nuevo, Pirvan la dirigió finalmente hacia la ladera, para ver cómo iba la parte de la batalla de Darin.
Averiguó poco. En la ladera se levantaba una inmensa nube de polvo azul. Entre los remolinos de polvo, Pirvan distinguía ocasionalmente lo que suponía que eran figuras humanas en veloz movimiento. Era incapaz de distinguir un bando del otro, ni siquiera de estar completamente seguro de si no había hobgoblins y ogros en el campo de batalla.
Mientras tanto, la vanguardia de la columna se acercaba a Pirvan de frente, sin un orden concreto pero con una considerable ventaja numérica. Pirvan y Hermano Halcón quizá tuvieran que luchar por su vida, pero Tres Manos y Haimya llegaron con algunos Grifos y solámnicos en su ayuda.
Los refuerzos no sumaban más de veinte y se enfrentaban a un enemigo superior en número por más de dos a uno. Pero el enemigo no tenía más ventajas, ni en armamento, disciplina o habilidad con las armas, además de estar en inferioridad de condiciones en valor y decisión.
Los solámnicos estaban decididos a vengar la ofensa a su jefe y a los caballeros en general. Los Grifos estaban decididos a no ser superados en valor por nadie siquiera remotamente amigo de Istar. Además, disfrutaban con la posibilidad de llegar a las manos finalmente con unos de los espectros armados que llevaban tres días siguiéndoles la pista.
En su mayoría, el contraataque se estrelló contra la vanguardia de la columna con una ferocidad que podía haber puesto en fuga a unas fuerzas muy superiores y de corazón más firme. Los soldados de la columna que no cayeron en el acto recularon, luego dieron media vuelta y empezaron a correr. Los que iban inmediatamente detrás se sumaron al caos cuando intentaban no ser pisoteados por sus camaradas en fuga.
Los cuatro jinetes de mayor rango —Pirvan, Haimya y los dos hijos de Espina Roja— hicieron caracolear sus caballos y los lanzaron contra las filas de los hombres en fuga. Sus propios hombres los siguieron, con más precipitación que orden, pero en esta batalla el acero y la ferocidad contaban mucho más que las líneas bien ordenadas.
El corazón de Pirvan dio un vuelco y se encajó en su garganta cuando vio que uno de los «hombres» era Eskaia. Por fortuna, su hermano estaba a su lado, esgrimiendo su espada casi con la destreza de un caballero. Al otro lado de la joven, improbable pero innegablemente, iba Alatorva el Tuerto.
A Serafina no se la veía por ningún lado. Pirvan sospechó que también ella tenía el corazón en la garganta, viendo a su esposo, un marinero enfermo de los pulmones, cabalgar hacia la batalla en un caballo que apenas tenía la talla suficiente para sostener su peso al trote.
«Si Alatorva no sobrevive a esta batalla —pensó Pirvan—, será mejor que huya para acabar mis días entre los minotauros, o Serafina me dará caza».
De pronto, alguien gritó con la fuerza suficiente para ser oído por encima de los gritos de los hombres y los relinchos de los caballos, el martilleo del acero sobre acero y el estruendo de la batalla. Un momento después, Pirvan captó las palabras del que gritaba.
—¡Mirad! ¡En la colina, más arriba de Darin! ¡Caballería enemiga!
Pirvan miró y el corazón se le hundió hasta las tripas. El polvo se había depositado lo suficiente para que ahora pudiera ver a Darin —muy adelantado entre las filas del enemigo, junto con sus hombres— y también a una tropa montada que descendía por la ladera para atacar el flanco de Darin.
La batalla había pasado de repente de ser dura a desesperada.
Cuando Rynthala condujo a sus hombres por encima de la loma hasta tener a la vista la batalla del llano, se encontró Inmediatamente con dos cosas. Una fue una vasta nube de polvo, en la que apenas era posible saber que había seres humanos moviéndose y luchando, y menos cuál era cada bando.
La otra fue un kender, en pie sobre una roca, agitando frenéticamente los brazos.
Rynthala espoleó su caballo en dirección a la roca y luego lo refrenó con tanta brusquedad que su profesor de equitación se habría encogido del susto. La batalla imponía sus propias reglas.
—Hola, pequeño…
—¿Pequeño? Mido lo mismo que mi tío Saltatrampas, que era lo bastante alto para que lo confundieran con un humano. Esto le molestaba mucho. A mí me molestará mucho más si no rescatas a mi amigo, Insafor Pitaltrote.
—¿Está ahí? —preguntó Rynthala, señalando la nube de polvo.
—Bueno, no lo he visto salir y, si no ha volado o se ha enterrado en el suelo, y como no es un enano, aunque un kender como yo…
El kender había enviado su mensaje. Rynthala señaló un punto a su izquierda.
—Seguidme hasta allí, pero no os separéis ni os acerquéis al polvo. No queremos que nadie nos haga daño en un ataque de pánico.
Rynthala esperaba tener el mismo dominio de sí misma, En ese momento, su boca estaba seca como si llevara una hora tragando polvo. Respiraba agitadamente y varios músculos, que no sabía que tenía, se contraían espasmódicamente con voluntad propia. Cuando picó espuelas, se sorprendió de que la presión de sus piernas no fracturara las costillas de su montura.
Pero el caballo parecía tan ansioso como su familiar ama. Juntos se precipitaron ladera abajo. La idea de Rynthala de mantenerse alejada de la polvareda hasta que pudiera capturar a un prisionero o incluso encontrar a un informador voluntario entre los combatientes. No había visto elfos y sólo algunos arqueros, de momento, pero la nube de polvo aumentaba rápidamente de tamaño, hasta poder ocultar una mansión pequeña. No podía arriesgarse a una matanza de amigos por la débil evidencia de sus ojos.
Se levantó la brisa mientras ella se hallaba a mitad de la cuesta, al principio empujando polvo hacia ella. Cabalgó a través de una muralla amarilla, sorprendida a medias de que no fuera sólida como el ladrillo, para encontrarse tosiendo en un aire relativamente limpio.
Además, estaba casi encima del hombre más corpulento que había visto en su vida, casi del tamaño de un ogro aunque mucho más proporcionado. De hecho, tan apuesto, veloz y grácil, que la mano de Rynthala ascendió por sí sola para hacer el signo de Kiri-Jolith.
El joven guerrero de aspecto divino no vio a Rynthala ocupado como estaba con dos adversarios. Ella reparó en que los mantenía a una distancia prudente sin intentar penetrar en su guardia y matarlos; podía haberlo hecho con gran facilidad, con su ventaja en estatura y envergadura, por o mencionar una espada en proporción con el resto de su persona.
Al fin, uno de los hombres soltó su arma y se arrodilló para pedir clemencia y el otro dio media vuelta y huyó. Cuando desaparecía en medio de una nube de polvo, Rynthala oyó grito… y el hombre volvió a aparecer dando traspiés y apoyándose una pierna sangrante.
Lo seguía un kender que empuñaba su jupak y trataba de mirar en todas direcciones a la vez. Estaba cubierto de polvo manchado de sangre, pero, por la agilidad de sus movimientos, la mayor parte debía ser ajena.
—Tú debes ser Insafor Pitaltrote —fue lo primero que pudo decir Rynthala.
Por lo menos era mejor que saludar al guerrero como a Kiri-Jolith. Un bravo luchador, seguro, y casi seguro a favor el Bien, pero definitivamente humano y ni siquiera tan joven como le había parecido a Rynthala. No podía andar lejos de los treinta, lo cual a ella se le antojaba una edad considerable.
El guerrero y el kender respondieron al unísono, pero el kender hablaba tres veces más deprisa, por lo que Rynthala oyó antes su respuesta, aunque en su mayor parte no tuviera sentido. Al parecer, ella había pronunciado correctamente su nombre, cosa que él le agradecía, y suponía que se lo había dicho Horimpsot Patomaduro, a quien ahora iba a devolverle su jupak, y así sucesivamente durante un buen rato.
Para entonces, era evidente que el guerrero hacía un gran esfuerzo por no echarse a reír. Miró al kender, que apenas le llegaba a la cintura, y dijo:
—¿Tanto he cambiado, que ya no me reconoces?
El kender levantó la vista, se quedó boquiabierto y, por primera vez en la historia, un kender se quedó demasiado atónito para hablar. Esto concedió al caballero la oportunidad de inclinarse ante Rynthala.
Confío en que estéis del lado del Bien, mi señora, pues sería un penoso deber luchar contra vos. Soy sir Darin Waydolson, Caballero de la Corona.
—Yo soy Rynthala de Belkuthas, y no lucharé contigo a menos que pretendas atacar el hogar de mis padres. —Rynthala sintió que se ruborizaba por el modo como le salían palabras. ¡Hablaba con más sensatez cuando tenía diez años!
Sir Darin fue demasiado cortés para advertirlo. En cambio, blandió su espada en dirección a la ladera, donde el polvo dejaba ver ahora una batalla de considerable magnitud. Ya casi había terminado, a juzgar por el número de bajas… y Rynthala reparó en que la mayoría de los caídos vestían la variopinta indumentaria de los mercenarios, y la mayoría de los que permanecían en pie llevaban la ropa de los Jinetes Libres o los solámnicos.
«Por lo que se ve entre el polvo, de todos modos», se recordó Rynthala.
Sir Darin dio un paso hacia ella y apuntó con su espada hacia el pie de la colina. Otra nube de polvo, más tenue, rodeaba otra segunda batalla, todavía en curso. Un grupo mixto de solámnicos y Jinetes Libres acaloradamente enzarzados contra otra columna de mercenarios que intentaban abrirse paso por la fuerza desde un desfiladero situado al este.
—Si deseáis luchar junto a alguien, traed a vuestros hombres y presentaos ante mi comandante, sir Pirvan de Tirabot, Caballero de la Espada. O ante Tres Manos, hijo de Pluma Roja el Grifo, que es jefe del mismo rango que Pirvan. Si es necesario, enviaré a un hombre para que o guíe.
Rynthala se quedó desgarrada entre el alivio de que aún hubiera una batalla y la pena de que sir Darin no fuera con ella. Hizo señas a los jinetes que iban tras ella: «Seguidme».
Rynthala consiguió llegar con su grupo —o al menos llegaron unas cuarenta de sus flechas— en los últimos momentos de lucha para Pirvan. La doncella guerrera estaba visiblemente decepcionada.
Pirvan le aseguró que su llegada había puesto fin al combate mucho antes y, por tanto, ahorrado vidas a ambos bandos. Por eso le estaba agradecido y Kiri-Jolith y Paladine la honrarían.
—¿Sois sir Pirvan de Tirabot? —fue lo único que dijo doncella guerrera.
—Sí, pero…
—Entonces me manda sir Darin Waydolson a ayudaros. ¿Lo he hecho?
—Sí, pero…
—¿Sir Pirvan? —Una figura menuda surgió veloz entre los dos guerreros montados—. Me alegro de verte otra vez. Tenemos que hablar. Acabáis de luchar contra hombres de Zefros. Nos tropezamos con ellos hace unos días en un desfiladero con muchos pináculos rocosos. Derribamos algunos y ambas laderas del desfiladero se vinieron abajo. Eso les cerró el paso. Han debido encontrar otro camino entre las colinas. Los demás hombres son mercenarios vulgares. No sé si están en el mismo bando, pero los hombres de Zefros son malvados hasta la médula. Si hasta el último de ellos…
Pirvan alzó una mano, pero no consiguió interrumpir al kender, en quien reconoció bajo el polvo a Insafor Pitaltrote, en otros tiempos miembro de la banda de Waydol el Minotauro. Diez años no envejecen mucho a los kenders… ni frenan su lengua.
Lo que sí calló a Pitaltrote fue que Rynthala se dejara resbalar de su silla de montar y lo sujetara rudamente por el pelo del cogote. Eso hizo comprender a Pirvan que aquella mujer —en realidad apenas una adolescente— era más alta que él y probablemente más fuerte.
Pitaltrote utilizó mucho de lo que debía de ser lenguaje soez, pero fue en idioma kender, de modo que nadie se dio por ofendido. Mientras daba rienda suelta a sus sentimientos, Eskaia se acercó y saludó marcialmente a su padre como un capitán bisoño a su superior.
—Saludos, padre. Sir Darin informa de que ha matado, capturado o puesto en fuga a todos los mercenarios. Contra los que tú has combatido dicen que son de la banda de Zefros; piden una tregua para enterrar a sus muertos y recoger A sus heridos.
—Se la concedo —dijo Pirvan. Era agradable hablar con quién podía confiar que no lo interrumpiría, al menos no en el campo de batalla.
Pero el placer no iba a durar mucho. Necesitaba enterarse de muchas cosas sobre aquellos a los que acababa de derrotar, y antes de la puesta del sol, que se acercaba a pasos agigantados. Después tenía que instalar a sus hombres —sanos, heridos y muertos— y a sus prisioneros en un lugar seguro. Por la mañana tendría que librar otra batalla y reanudar la marcha hacia Belkuthas.
Si la heredera de la ciudadela había salido a recibirlos, era una cuestión de cortesía seguirla hasta su hogar. Pero Pirvan suplicó a todos los dioses legítimos que un caballero podía nombrar, y a varios otros que podían ayudar si se sentían magnánimos, para que Rynthala lo ayudara también con el ingente de trabajo que quedaba pendiente antes de que vieran las torres de Belkuthas erguirse ante ellos.