La noticia del avance —Krythis se negaba a emplear la palabra «ataque»— de la abigarrada columna de Zefros llegó a Belkuthas casi al mismo tiempo que Pirvan y los Grifos.
Krythis y Tulia no mantenían exploradores en el desierto, sin embargo sí conservaban la amistad de varios clanes del desierto, tanto de los Jinetes Libres como de los buscadores de raíces que excavaban las caras de los riscos y las laderas de las colinas.
Era lo que contaba un explorador del clan de los Linces que había llegado el primero a Belkuthas, y que sería transmitido sucesivamente por varios enanos. (De hecho, se decía que los túneles de los enanos horadaban la tierra como si fuera una colmena, hasta tal punto que se podía ir caminando) desde Belkuthas hasta el interior de Thoradin, si se conocía la entrada correcta y los enanos lo permitían.).
Por eso, a Krythis y Tulia no les importó ser despertados del más profundo y agradable sueño. Es decir, no les importó en cuanto estuvieron bastante despiertos para comprender el significado de los informes.
—Quizá no vengan contra nosotros —dijo Tulia. Fue un desesperado esfuerzo por tranquilizarse.
—Por ahora, lo puedo creer —replicó Krythis—. Pero llegarán dentro de poco. Por donde pasa alguien como Zefros, la gente huye. Cuando la gente huye, alguien como Zefros los persigue como un perro azuzado contra su presa cuando emprende el vuelo. Muchos vendrán aquí, seguro. Hemos trabajado durante la mitad de una vida humana para convertir este lugar en un remanso de paz y un refugio para todos En este momento de apuro, muchos lo recordarán y vendrán aquí, y Zefros los seguirá.
Tulia bajó la vista.
—Vendrán aquí y verán a los humanos y a todas las demás razas viviendo en paz. Si Zefros es de los que han jurado destruir esa armonía…
No logró dominar su voz lo suficiente para terminar. A Krythis, rodearla con sus brazos le pareció un gesto tristemente inadecuado. No obstante, era lo mejor que podía hacer, porque tampoco estaba muy seguro de la firmeza de su propia voz.
Al final se separaron y, como si obedecieran una orden, se volvieron para contemplar su ciudadela desde lo alto de la torre. Como un hogar lleno de recuerdos, su visión calentaba el corazón. Como fortaleza capaz de resistir el asedio más inepto, dejaba el corazón helado.
Existía una fortaleza en este lugar desde los tiempos del imperio de Ergoth, mucho antes de que naciera Vinas Solamnus. Era probable que el lugar estuviera habitado incluso antes de entonces.
De hecho, un enano amigo de Krythis, llamado Gran Hacha Afilada, se paseó por todo Belkuthas estudiando la obra de sillería.
—Déjame derribar este lugar piedra a piedra algún día cuando ya no lo necesitéis —dijo Gran Hacha Afilada a su anfitrión cuando concluyó su estudio—. Juro encontrar signos de al menos tres razas completamente desconocidas algún lugar de aquí.
La antigüedad estaba muy bien, y Krythis y Tulia, estar en paz consigo mismos y con el mundo, también lo estaban con los ocasionales fantasmas que había albergado Belkuthas. No era tan buena idea crear un hogar en lo que había sido una base para la guerra.
Habían dedicado muchos esfuerzos para reconstruir aquellos edificios que deseaban mantener y restaurar y para derruir el resto. Los edificios recuperados tenían que proteger del frío del invierno, del calor del sol, del viento, de la lluvia, de los ladrones y de los animales salvajes. Los demás edificios no tenían que desplomarse sobre sus cabezas o sobre las cabezas de sus servidores, guardias, visitantes o hijos, ni siquiera sobre las aves, las ardillas y los ratones que compartían su vivienda.
Por eso la torre se erguía alta y oscura, alzándose por encima de la antigua gran sala, donde, en un laberinto de habitaciones de construcción reciente, vivían en realidad Krythis y Tulia. La torre servía de puesto de vigilancia y de almacén, pero no se le había ocurrido a nadie defenderla desde antes de que Rynthala naciera.
El caso era muy parecido en todas partes. Algunos edificios situados al otro lado de las murallas alojaban a los sirvientes, los invitados o los caballos. Otros eran simples agujeros en el suelo vallados. Algunas partes de la muralla se erguían altas y recias como siempre; otras partes presentaban boquetes por los que podrían haber pasado hasta minotauros formados de seis en fondo.
—Tenemos que pedir a la gente que se traiga su comida, toda la posible —dijo Krythis—. Podemos almacenarla, pero no podemos dividir nuestras provisiones entre miles de bocas. Y tendremos que comprar más provisiones a nuestros vecinos. Rogaré para que las cosechas sean abundantes y se recojan antes de que lleguen los enemigos o los fugitivos.
—¿Puede hacer algo Sirbones para ayudarnos? —preguntó Tulia.
—Sospecho que ni siquiera Sirbones sabe lo que podemos hacer —respondió Krythis—. Los dioses quizá sí. Cualquier ser inferior, lo dudo. Preguntar no hace daño, pero recuerda que ya no es joven. Los conjuros de curación exigen mucho a un sacerdote… y él tendrá que utilizar demasiados.
—¿Así que la magia, como la comida, quizá no sea suficiente para todos y asistiremos impotentes a la muerte de esta gente? —dijo Tulia. No era una pregunta, y cualquier pulso que Krythis sintiera de consolar a su esposa se desvaneció cuando ella descargó un fuerte puñetazo contra la almena.
En aquel momento, a Krythis le recordó mucho a su hija en plena rabieta. Inmediatamente después se preguntó si había algún lugar adonde mandar a Rynthala para mantenerla a salvo.
Y poco después estuvo a punto de reírse de sí mismo por tener unas ideas tan absurdas. Si la guerra asolaba su tierra, no habría lugar seguro. Probablemente no había lugar alguno adonde mandar a Rynthala que pudiera retenerla si ella no deseaba quedarse. Y, para empezar, eran pocas las posibilidades de que pudieran obligarla a marcharse.
Para entonces, Tulia se estaba chupando los nudillos desollados y parecía dispuesta a reírse y llorar al mismo tiempo.
Krythis decidió que era el momento de abrazarla… estrechamente y durante largo rato, antes de descender y empezar a preparar Belkuthas para la guerra.
A la izquierda de Pirvan, el barranco de Casanedil hendía las colinas, ahora moteadas de verde sobre los matices de ocre claro y oscuro del desierto. A su derecha, cabalgaba, Haimya y Tres Manos, y su silueta quedaba recortada contra una larga y suave pendiente de roca salvajemente erosionada y casi desnuda.
—El barranco es el camino más habitual de los comerciantes —explicó Tres Manos—. Agua, cuevas para pasar la noche, forraje que puedes cortar en la cima de los riscos eres lo bastante hombre para escalarlos. Pero, claro está, los comerciantes raramente vienen por aquí, o si lo hacen, casi nunca llegan tan lejos.
—No pensaba en utilizar… —empezó a decir Pirvan, cuando una mano levantada por un jinete de la vanguardia interrumpió la conversación. El hombre hizo dar media vuelta a su caballo y retrocedió.
—Alguien ha estado aquí, jefe —dijo.
—Jefes —puntualizó Tres Manos—. Somos dos. Ahora, habla. ¿Montados o a pie?
El hombre habló con la misma brevedad que Tres Manos. Hombres calzados con botas conduciendo caballos, su mayoría con herraduras nuevas y moderadamente cargados. La pista procedía de la derecha, del noreste, y ahora discurría paralela a la línea de marcha de los Grifos y los caballeros.
—Zefros —masculló Tres Manos.
—Eso espero —replicó Pirvan. Detestaba pensar en otras partidas armadas, ya fueran istarianos, mercenarios, bandidos y demás merodeadores. Los ánimos ya estaban bastante caldeados, y cualquier leve infortunio podía suponer un alto precio en vidas.
Tres Manos ya estaba indicando por señas a los hombres que se dispusieran en formación de combate. Una tropa de Grifos del tamaño de aquel ejército luchaba en tres triángulos, cada uno con la base apuntando hacia el enemigo y el vértice hacia atrás. Los soldados de Pirvan formaron el triángulo de la izquierda, normalmente el menos honorable.
En aquella ocasión, sin embargo, el flanco izquierdo daba a las colinas desde las cuales eran más probables los ataques por sorpresa. Tres Manos no podía pretender insultarlos. Pirvan también se negaría a tomárselo así, con independencia de la intención de los Grifos.
Siguieron cabalgando, ahora en formación de combate. El barranco de Casanedil formaba una suave pendiente. Pirvan dejó que su caballo se desplazara a la derecha, hasta que se situó junto a Tres Manos.
—¿Cuáles son tus planes?
—¿Necesitas preguntarlo?
—¿Piensas atacar, entonces?
Si fuera asunto tuyo… No, tú también eres jefe. Es asunto tuyo. Están en nuestra tierra, sin nuestro permiso y si hablas mal de ellos. Confío en tu juicio. ¿No son razones suficientes para atacar?
Pirvan guardó un silencio demasiado prolongado. Para hacerle justicia, Tres Manos se limitó a fruncir el ceño. No lanzó una mirada furibunda y mucho menos un exabrupto.
—¿Qué motivos deben tener los caballeros para desenvainar la espada? —preguntó—. Sin duda encontraron motivos suficientes cuando Istar les ordenó combatirnos. ¿Zefros no nos ha ofendido al menos otro tanto?
Pirvan sabía que no se atrevería a responder con el silencio segunda vez. Tampoco se atrevía a decir la verdad; a saber, que por orden de Istar, los caballeros no reconocían derechos territoriales de los Jinetes Libres. Era convente dejarlos en paz, pero si un istariano decidía no hacerlo, eso quedaba entre él y los moradores del desierto.
Lo cual dejaba a Pirvan justo en el medio.
—Zefros es un hombre de carácter impulsivo —dijo Pirvan—. Si aún no ha roto la paz, lo hará con toda probabilidad antes de que nos hagamos mucho más viejos. Pero hasta entonces, los caballeros no pueden considerarlo un enemigo.
—Que siguen chupando del bote del Príncipe de los Sacerdotes —replicó Tres Manos, pero en voz tan baja que sólo su amargura llegó a Pirvan. El caballero no tenía una respuesta sencilla para eso, de modo que siguieron cabalgando en silencio.
El muro del corral que cruzaba el patio principal de Belkuthas se alzaba ahora hasta la cintura de un hombre. Eso no retendría a los caballos, pero sí a la mayoría de los demás animales. También impediría a caballos o peatones llegar o los arqueros que se apostaran detrás.
Que tuviera aquella altura tan pronto era obra de Gran Hacha Afilada y su familia. Qué misteriosos mensajeros había utilizado y cuál había sido su mensaje, Krythis dudaba de que lo supiera algún día. Pero la mañana siguiente a la llegada del aviso aparecieron veinte enanos ante las puertas y ofrecieron toda la ayuda que pudieran proporcionar sus brazos y herramientas.
Por no parecer un ignorante, Krythis les ordenó que comenzaran a construir un corral para los animales fugitivos. Uno de los enanos escupió en el suelo.
—Trabajo de niños —mascullaron varios enanos.
Pero se dedicaron a ello con voluntad, y también con mazas, martillos, escoplos, cuñas y herramientas que Krythis no reconoció. La mitad de ellos trabajaban en el corral; otros empezaron a reunir piedras del tamaño adecuado reparar las brechas del muro.
Era la decimocuarta mañana desde la llegada de los enanos. El corral estaría acabado al anochecer y cinco de los huecos de la muralla sólo los descubriría un observador de vista aguda que conociera su localización. La nueva sillería quizá no resistiera un ariete, pero sin duda haría algo más que mantener al ganado apartado del huerto de la cocina.
La cuestión del pago aún no se había planteado y Krythis decidió esperar a que fueran los enanos quienes lo hicieran. Era valiosa ayuda que Hacha Afilada tuviera algún parentesco lejano (toda la genealogía enana era un misterio para Krythis) con el clan de los Dinteleros, uno de los dos clanes enanos que criaron a los huérfanos Tulia y Krythis.
¿Tal vez todo el asunto era un regalo por la entrada en la edad adulta de Rynthala, en honor a sus padres, de sus padrinos enanos?
Ahora, dos enanos levantaban una gran polvareda y un no menor estruendo partiendo las rocas en losas y biselando los cantos de cada una. Cuando la losa biselada aterrizaba en un extremo del montón, otros dos enanos recogían otra del otro extremo y la encajaban firmemente en el muro, afilada y hacia arriba.
Krythis no dejaba de maravillarse de lo que los enanos capaces de hacer sin mortero. En una ocasión preguntó qué no lo utilizaban y le respondieron con un silencio tan gélido que creyó que los dedos de las manos y los pies se le pondrían morados. No había vuelto a preguntarlo.
Pero el corral sería ahora a prueba de animales que quisieran saltar el muro para escapar, además de caballos de batalla cuyos jinetes desearan que saltasen para entrar. Menos mal, porque el primer rebaño de vacas para sacrificarlas y salarlas estar ya en camino. Si Nektoris y sus hijos no habían perdido su destreza con el ganado…
Una nube de polvo en el camino meridional indicó a Krythis que alguien se acercaba a Belkuthas. Acababa de decidir que saldría a recibirlos a caballo, en lugar de quedarse allí plantado viendo cómo los enanos arrojaban piedras, cuando dos motas oscuras en el cielo meridional llamaron su atención.
Ambas eran aladas, y ambas tenían que ser grandes para ser visibles a tanta distancia. Después vio que una se precipitaba bruscamente hacia el suelo, seguida de la otra, que parecía querer adelantar por debajo a la primera.
En su punto ciego, bajo su vientre vulnerable.
—¡Arqueros! ¡A los puntos altos! —gritó Krythis, formando bocina con las manos.
Entonces cayó en la cuenta de que la orden habría tenido más sentido si él no se hubiera dejado el arco en sus aposentos.
Mientras los defensores de la cuidad cruzaban las puertas a la carrera y subían las escaleras y escalas de madera, los dos recién llegados por el aire se hicieron reconocibles: uno un grifo, y el otro, un pegaso con su jinete. La avidez de los grifos por la carne equina era bien conocida. No les importaba lo más mínimo que el equino tuviera o no alas, sino que se lo tragaban todo bien masticado, incluidos los fuertes huesos de las alas y las plumas.
Krythis se preguntó si debería subir y confiar en que alguien le prestara un arco, pero la mayoría de los arqueros estaban tan poco dispuestos a prestar sus armas como a sus esposas.
Por fortuna, uno de los arqueros que respondió a la llamada era Rynthala. Salió corriendo de la sala con su arco colgado al hombro, su aljaba al otro, y los de su padre en manos. Su larga zancada devoraba el terreno que la separaba de Krythis. Mucho antes de que el combate aéreo estuviese al alcance de los arcos, Krythis ya estaba armado.
—¿Donde está madre? —preguntó Rynthala—. Se no querría perderse esto.
Krythis pensó que Rynthala sobreestimaba la sed de batalla de su madre, aunque Tulia no era mala arquera y sí una espadachina respetable. Pero Rynthala ya era una buena guerrera cuando nació y se había convertido en otra mejor. No tenía edad suficiente para comprender que no todo el mundo era como ella.
Krythis deseaba encarecidamente saber qué hacía un pegaso volando hacia Belkuthas como si el destino de Krynn dependiera de ello. O tal vez sólo era la persecución del grifo lo que empujaba al animal hacia allí, para no acabar su vida en el estómago del grifo.
El pegaso había conseguido descender tanto en picado que el grifo ya no tenía esperanzas de atacarlo desde abajo. Pero los grifos no eran estúpidos, a pesar de su insaciable apetito, y remontó el vuelo furiosamente, atronando el aire con las alas y profiriendo un alarido capaz de reventar los tímpanos.
Poco después, cuando el pegaso frenaba para pasar por encima de las murallas de Belkuthas y aterrizar, el grifo giró bruscamente y se lanzó sobre él en picado.
En su descenso, el grifo recibió más de veinte flechas que ascendían. Entre los chasquidos más débiles de los arcos largos Krythis oyó el seco restallido metálico de una ballesta pesada. En cuanto hubo disparado tres flechas, miró hacia abajo.
Dos de los enanos manejaban una enorme ballesta de asedio, de las provistas de un engranaje de poleas y capaz de atravesar con su proyectil un roble de tamaño medio. El señor de Belkuthas apenas tuvo tiempo de saludar con la aquellos bienvenidos aliados cuando las flechas, el proyectil, el grifo y el pegaso ocuparon el mismo espacio de aire.
El grifo recibió una docena de flechas y el proyectil de la gran ballesta. Aunque hubiera llevado una armadura de caballero habría sufrido heridas mortales. Pero con flechas en el ojo, en la garganta y el vientre, aún tuvo fuerzas para desgarrar el flanco del pegaso y romperle un ala.
El pegaso y el grifo se estrellaron contra el patio al mismo tiempo. El jinete del caballo alado saltó antes de que su montura chocara y Krythis creyó ver la agilidad de un elfo en aquel salto. Pero un latigazo de la cola del grifo derribó al jinete, que después de caer ya no pudo volver a levantarse.
Por un momento, corrió un peligro mayor, tanto debido al grifo moribundo como a su montura, herida y presa del pánico. Pero duró poco. Todos los que empuñaban un arma corrieron hacia el grifo para rematarlo. Los corredores más Rynthala y uno de los arqueros, llegaron junto al jinete y lo pusieron en pie tan violentamente que Krythis confió en que no hubieran agravado sus heridas.
Después, todos los demás acuchillaron, ensartaron, cortaron y patearon al grifo hasta que no sólo dejó de moverse, no era mucho más que una sanguinolenta masa de carne y plumas. Para entonces, Krythis había descendido de su atalaya y cruzaba el patio apresuradamente.
Entonces vio a Tulia que se acercaba desde la puerta principal. Empuñaba su espada con una mano y prácticamente arrastraba Sirbones con la otra. El sacerdote de Mishakal parecía desear hallarse en cualquier otro lugar, pero el deber, además de la firme presa de Tulia, le impedían desviarse.
Cuando Sirbones y Krythis se reunieron, el pegaso había perdido el conocimiento a causa del dolor y la hemorragia, Media docena de humanos y enanos se llevaban a rastras al grifo muerto. El jinete que, en efecto, era un elfo silvanesti aún no había recobrado el conocimiento.
Sirbones se inclinó primero sobre el elfo. Apoyó una mano en el pecho y otra en la frente, y murmuró un breve conjuro. Después, sin incorporarse, levantó la vista.
—Un golpe en la cabeza y fisuras en las costillas. He aliviado el dolor para que pueda dormir mientras le vendamos, las costillas. Debe ser vigilado atentamente mientras duerme. Y la próxima vez que traslades a un herido, Rynthala, no lo trates como si fuera una bala de heno clavada en una horca.
Rynthala abrió la boca y luego la cerró, al ver a sus padres lanzarle una mirada que la conminaba a guardar silencio Mientras tanto, Sirbones examinaba al pegaso.
—No poseo el arte de curar estas heridas en los pegasos —dijo el mago—. El ala quizá nunca sea capaz de volver volar, y él…
—Ella —dijo Rynthala—. El pegaso es hembra. Sirbones pareció pensarse mejor lo que iba a decir y asintió con la cabeza.
—Me temo que no puedo curarla.
—Entonces haz lo que haría su jinete, si estuviera despierto —dijo Tulia—. Poner fin a sus sufrimientos.
Los grandes ojos verdes del pegaso se pusieron a rodar en sus órbitas cuando el animal oyó estas palabras; relinchó débilmente, como si protestara. Rynthala dio un paso al frente.
—¿Y bien, Sirbones?
—Nunca he matado a nadie, ni siquiera a un pegaso. Mi juramento…
Rynthala profirió un juramento mucho menos sagrado, de cosecha propia. También expresó sus dudas sobre la castidad de Mishakal y la virilidad de Sirbones.
—Tu juramento te obliga a aliviar el dolor insoportable, ¿verdad? —dijo Tulia—. ¿Te dice cómo?
—No me está permitido matar —dijo Sirbones. Pese a su fragilidad y su avanzada edad, superados los sesenta años cuando hablaba en aquel tono era tan inamovible como la fortaleza de Belkuthas.
—¿Puedes hacer dormir al pegaso mientras intento entablillarle el ala y vendarle el flanco? —preguntó Rynthala—. ¿Y empapar el vendaje y el entablillado con las pociones curativas que guardes por ahí?
Sirbones empezó a mirar a Krythis y Tulia, pidiendo permiso para obedecer a su hija. El rostro de Rynthala se ensombreció. El sacerdote se apresuró a mirar de nuevo a la hija y hacer un gesto de asentimiento, para luego arrodillarse junto al pegaso. Un instante después, la criatura herida había cerrado los ojos y su respiración era menos profunda que antes, pero mucho más regular. De vez en cuando, su cola plateada y trenzada se estremecía, y su ala sana se levantó a medias una vez. Por lo demás, podría haber sido una estatua.
Krythis sospechaba que Sirbones no había sido completamente sincero sobre su habilidad para curar pegasos. Lo más probable era que no deseara gastar su poder mágico con pegasos cuando los humanos, los elfos y los enanos podían necesitar pronto todo el que tuviera y más. Rynthala podía vivir con esa verdad. Pero los rodeos eran algo que la joven no comprendía ni perdonaba, y a Krythis le costaba no estar de acuerdo.
No cuando la guerra podía estar acercándose a Belkuthas. Desnuda, cruda, sangrienta guerra.
Y si no era la guerra, entonces tantas cosas más, inauditas en aquellas tierras desde hacía años, que el ocio de contemplar alternativas entre copas de vino sería un lujo que sólo quedaría en el recuerdo.
Cuando la columna se detuvo para acampar y pasar la noche, Darin encontró el siguiente grupo de pisadas. Los jefes habían elegido un lugar lo más alejado posible del terreno escarpado. No estaba a más de un tiro de arco largo de distancia. También ordenaron que no se montaran tiendas, de modo que nadie pudiera quedar atrapado en su interior, y que se doblara la guardia durante toda la noche.
Darin apostó la primera guardia y encontró las pisadas mientras elegía los puestos de los centinelas. Un mensajero regresó para conducir a Pirvan, Haimya y los dos hermanos Grifos adonde Darin esperaba arrodillado, vigilando un trecho de arena blanda como si fuera una reliquia de Huma Dragonbane.
—Kenders, creo —dijo el hombretón, cuando sólo los cuatro convocados podían oírlo.
Ciertamente, las pisadas eran demasiado pequeñas pare pertenecer a alguien que no fuera kender o enano gully. Los enanos gullys encontrarían poco alimento en esta tierra y carecían de la inteligencia necesaria para empaquetar comida y agua. Los kenders, por otra parte, tenían inteligencia de sobra, independientemente de cómo la utilizaran.
Pirvan se arrodilló y estudió las pisadas con más atención. Los pies no sólo eran pequeños, sino que iban calzados con botas, lo cual descartaba aún más a los enanos gullys. Además, se hundían profundamente en la arena, en proporción a su longitud.
Pirvan se puso en pie, sacudiéndose la arena de las manos y las rodillas.
—Kenders, en efecto —dijo—. Y van muy cargados.
—Probablemente todo ello arrebatado a sus legítimos dueños —masculló Tres Manos. Hermano Halcón desvió la mirada y Pirvan se decidió por el silencio, ya que aquí parecía haber más de lo que se veía a simple vista.
—¿Tiene tu pueblo alguna disputa con los kenders, jefe? —preguntó Haimya, menos tolerante, vivamente. No hacía falta conocer bien a la mujer para captar la ironía de la palabra «jefe».
—¿Y si la tiene?
—Los caballeros intentan deshacer el mal que hicieron, empuñando espadas por Istar contra los «bárbaros». ¿Ayudaréis o estorbaréis?
—¿Estoy estorbando? —El Grifo parecía realmente desconcertado.
—¿Consideras que todos los kenders son ladrones y Ni vergüenzas?
Tres Manos se echó a reír, menos estridentemente que de costumbre.
—No, sólo a los que se adentran en el desierto sin conocer sus leyes. Por suerte, no todos viven el tiempo suficiente para molestar más que a la arena. Pero un kender se apoderará de cualquier cosa, incluyendo la montura, las armas o el agua de un hombre. Los espíritus del desierto no lo consideran honroso.
—Tú y tus guerreros tenéis leyes sobre compartir nuestras provisiones en caso de necesidad —recordó Pirvan a Tres Manos.
—Sí, pero esas leyes obligan a devolver o reembolsar lo prestado cuanto antes. Los kenders… Bueno, sólo los dioses saben dónde acabará algo «encontrado» por un kender. Seguro que no devuelto a su legítimo propietario. Han muerto Jinetes Libres porque los kenders les robaron sus odres de agua —concluyó Tres Manos—. Por fortuna, casi nunca se acercan al desierto. Por eso supongo que podemos estar en paz con estos dos, siempre que no se acerquen a nosotros.
Pirvan se limitó a hacer un gesto de asentimiento. No era al momento oportuno de sugerir que deberían seguir como sabuesos la pista de aquellos kenders, intentar encontrarlos y hablar con ellos. Si los kenders casi nunca se acercaban al desierto, ¿qué hacían esos dos aquí, y sobre todo ahora? ¿Qué podían haber visto?
Pero estas preguntas no tenían posibilidades de recibir respuestas. No sólo el desierto era grande y los kenders pequeños, sino que el kender medio podía encontrar un escondite en una mesa servida para la cena.
Al anochecer, en Belkuthas no cabía duda de que Sirbones y Rynthala habían conseguido salvar al pegaso. La hemorragia interna había sido controlada, los conjuros del clérigo habían mantenido el dolor dentro de unos límites soportables, los vendajes hechizados ya hacían su trabajo en el flanco herido y el ala rota estaba sujeta con una tablilla tan compleja que Rynthala había necesitado la ayuda de dos fabricantes de arreos y un aprendiz de carpintero para diseñarla y construirla.
Fue una suerte, y no sólo para el pegaso. El jinete, cuando recobró el sentido, resultó ser un mensajero de Maradoc, rey de los silvanestis. Su mensaje era que una embajada silvanesti, encabezada por un tal Lauthinaradalas, un juez supremo, se dirigía hacia el norte. El juez tenía intención de residir en Belkuthas, una localidad neutral a la que todas las partes en disputa con Istar podían acudir sin miedo. La embajada permanecería allí hasta que Istar enviara su propia embajada a los silvanestis o se mostrara decidida a tratar a los elfos como verdaderos súbditos.
—Lord Lauthin no espera que los humanos entren en razón —dijo el mensajero desde el lecho en que se recuperaba de sus heridas. Krythis y Tulia guardaron silencio—. Pero rey ha dado una orden y la obedeceremos. Y vosotros también.
Krythis se alegró de que Rynthala estuviera aún en los establos; parecía dispuesta a dormir en el pesebre, con el pegaso herido.
—Discúlpame, amigo… —empezó a decir.
—De eso nada, semielfo.
Krythis contó hasta diez.
—Te llamaré por tu nombre de pila si te dignas decírmelo.
—Puedes llamarme Belot.
Krythis observó que no era lo mismo decir puedes llamarme Belot que decir que su nombre era Belot, ni era nombre completo que exigía la cortesía con un anfitrión que te había salvado la vida. El autonombrado Belot estaba decidido a ser grosero, o bien temía de verdad que la sangre humana de Krythis y Tulia los hubiera corrompido hasta el punto de ser capaces de utilizar su nombre completo para utilizar algún conjuro contra él.
Nada de eso hacía que la presencia del elfo en Belkuthas fuera un buen augurio. En cuanto a si implicaba la presencia, de cincuenta o sesenta como él… Sólo a base de fuerza de voluntad y unos cuantos pensamientos reconfortantes sobre Tulia consiguió Krythis no estremecerse.
—Quizá no sea éste el mejor momento para que quienes no pueden correr o luchar estén viajando por estas tierras. Los grifos no son lo único que hay que… —Krythis buscó una palabra más suave que «temer»— que tener en cuenta a la hora de hacer planes —concluyó, lo cual sonó como un asesor legal istariano, pero al menos no pareció ofender a Belot.
—Todos los planes serán más fáciles cuando Istar reconozca su verdadera relación con los silvanestis —dijo Belot—. Ahora, si puedo ir junto a mi montura y ver cómo está…
—Está bastante bien, por ahora —respondió Tulia.
—Debo…
—No puedes levantarte de la cama sin permiso de Sirbones —dijo Tulia, situándose al otro lado de la cama de Belot.
—¿Un sanador humano?
—Un sacerdote de Mishakal, honrado por todas las razas, incluidos los elfos —dijo Krythis—. Ve adonde quieras, si insistes, pero bajo tu responsabilidad.
Belot se llevó una mano a la cabeza vendada, hizo una mueca y volvió a tumbarse.
—Perdonadme —dijo, y casi sonaba sincero—. Pero estoy preocupado por Amrisha —Krythis percibió sinceridad y verdadero cariño en aquellas últimas palabras.
—Nuestra hija cuida de Amrisha —dijo Tulia.
—¿Vuestra… hija…? —balbuceó Belot, pronunciando la palabra como si fuera una obscenidad y con la mirada vidriosa, como si acabara de descubrir excrementos en su copa de vino.
—Una jinete excelente y con tantos conocimientos de curar animales como puedas encontrar —añadió Tulia.
—¿Alguien con un cuarto de sangre elfa cuidando de Amrisha? —exclamó Belot—. ¿Estáis locos?
Esta vez, Krythis no contó hasta diez, ni invocó fantasías de Tulia. Pensó brevemente, pero con todo lujo de detalles, en el placer de arrojar a Belot desde la torre de la fortaleza. Si alguien más que Amrisha, el pegaso, echaba de menos a Belot, Krythis confesaría su sorpresa. También dio gracias una vez más porque Rynthala no estuviera presente. Habría pensado durante más tiempo en desbaratar el trabajo de Sirbones para curar a Belot… y quizás habría hecho algo más que pensar.
—Tú estarías aún más loco que nosotros si intentaras andar por la ciudadela con abejas zumbando en tu cabeza y tus pies yendo en direcciones distintas a cada paso —le recriminó secamente Tulia—. Te respetamos por haberte ganado la confianza del rey Maradoc, pero esta noche harías bien en ganarte la nuestra.
Enhebró un brazo en el de su marido.
—¿Dejamos que este elfo goce del descanso que tan claramente necesita?
El único problema de la presa de Tulia sobre Krythis era que él no podía salir corriendo de la estancia, ni siquiera caminando a la velocidad que deseaba.
Con el aire fresco del exterior, Krythis sintió que sus ánimos se enfriaban junto con su piel, menos por donde Tulia la calentaba con su contacto.
—Como si no bastara con la guerra —dijo ella por fin.
—¿Necesitamos temer la guerra si viene el Juez Supremo Lauthin con su séquito? La hambruna, tal vez, y las peleas pero ¿la guerra? ¿Quién nos atacaría mientras alojamos a semejante embajada?
—Cualquiera que desee provocar la guerra definitiva entre los humanos y los elfos. Me has asegurado una y otra vez que esas personas existen. ¿Dices lo contrario para tranquilizarme? —Su tono se parecía mucho al de su hija.
Krythis sabía que decir algo que oliera siquiera a falso equivaldría a un insulto que no sería perdonado fácilmente.
No se distanciaría así de Tulia. No ahora.
—Tienes todo el derecho —dijo lentamente—. Pero Lauthin trae a veinte como Belot, quizá no sobrevivamos a la embajada el tiempo suficiente para que nos maten en la guerra.
—Entonces, antes de que ocurra una de las dos cosas ocupemos los días y las noches con toda la vida que nos quede —respondió Tulia.